Cuando arribó al edificio del condominio, el recepcionista salió a su primer encuentro. Daniel, que era tan conocido por el personal del complejo como la misma Marcela, estuvo a punto de desestimarlo con su característico frío saludo cuando el hombre se le adelantó a la palabra.

—Bienvenido doctor Valencia, que pena con usted, pero si pudiera ser tan amable de acompañarme un momento. —le indicó el trabajador y prontamente se volteó hacía un pasillo de servicio sin esperar respuesta. Por la notoria descortesía y los pasos apresurados, sin duda el hombre estaba al tanto de la infame disposición que el doctor siempre mostraba a los empleados.

Daniel, que no tenía mucho afán de subir al piso, lo siguió hasta que ambos llegaron al vestíbulo de los cubículos donde recepcionaban las entregas. Al ubicar el número correspondiente al apartamento de su hermana, el problema era más que evidente. El casillero dedicado a mensajería, estaba tan atascado de sobres que las últimas cartas forzadas a entrar, parecían a un instante de ser expulsadas como vómito proyectil de la rendija del pequeño buzón. Al pie del mismo había una alta pilastra de revistas de suscripción junto con una hilera de pequeños vasillos que seguramente habían contenido hermosos arreglos florales. Ya no eran más que dispensadores para el puñado de estacas secas y desojadas que se habían marchitado con la negligencia.

El mozo se giró hacía él afectando modestia y por su cara Daniel intuyó que aquella situación se había convertido en un poco más que inconveniente para la administración.

—Usted entenderá doctor, pero cómo la señorita Marcela nos ha dejado un sobre aviso de no querer que se le moleste, y cómo no sabemos que deberíamos hacer con todo esto. Será mejor si usted se encarga. —sentenció el hombre, considerando un segundo la pilastra y enviando una insincera sonrisa a Daniel. De la bolsa trasera del pantalón sacó un empaque sellado de bolsas de basura y lo colocó encima de los casilleros. Daniel se preguntó si las cargaría encima todo el tiempo por gajes del oficio, o sí solo acuñó el hábito a medida que el buzón de Marcela empezó a llenarse y se imaginaba delegando la tarea al primero que visitara. El hombre lo vió una última vez y nuevamente sin esperar confirmación, se excusó rápidamente—Con su permiso, doctor.

—Siga. —respondió Daniel distraído. Extrañamente, de pronto se le había venido un sentimiento similar como cuando Roberto y Margarita le habían entregado la urna de sus padres. Cogió las bolsas y consideró el bulto mientras la mente ya le iba haciendo cálculos de lo poco rescatable.

Cuando subió, no tocó el timbre. Lo único que acompañó su llegada fue el monocorde silbido del elevador anunciando su arribo. Daniel se detuvo en la entrada un momento.


—Marcela. —llamó desde el recibidor, pero en el silencio sepulcral del apartamento, sus mesurados pasos sobre la losa eran el único sonido.

Llevaba los brazos cargados con las revistas de moda y diseño por las que Marcela tenía debilidad. El nombre de cada una aún grabado en la cabeza del tiempo que había sido imposible que Marcela no se dejara una tirada en el carro, cuando Daniel la traía y llevaba de un lado a otro antes de saber manejar. Afortunadamente no habían acumulado nada de polvo en el tiempo que habían estado detenidas en tránsito. Conjeturando que a lo mejor la propietaria se encontraba dormida, dejó caer las revistas con mucho cuidado sobre la consola en el recibidor; no sin antes sacar las ediciones dedicadas a bodas. Esas las recolocó muy, muy abajo de la pila.

Se sacó el móvil y la billetera anticipando una larga visita. Cuando tiró las llaves del carro al tazón sobre el mueble, el tenue tintineo de metal sobre cerámica encontró una respuesta casi inmediata dentro del puerta de alguna recámara se escuchó abrirse y el ruido sordo de un par de pasos apresurados por el porcelanato traicionaron la ansiosa curiosidad con que salían a recibirlo. Cuando Marcela desembocó en el vestíbulo, Daniel terminaba de colgar la gabardina y el saco en el guardarropas de la entrada. Al terminar de comprobar que no se trataba más que la presencia de su hermano, soltó un suspiro derrotado.

La evidente decepción en el rostro de ella, hizo que Daniel endureciera el semblante y chasqueara los labios. Ambos sabían a quién había estado esperando. Marcela esbozó una apenada sonrisa sin duda tratando de disimular su mortificación, y el gesto apaciguó un poco la situación. Daniel se encogió de hombros y levantó las manos, con una mueca algo compungida. Sacando igual su banderín blanco. No podía negar que la reacción de ella había sido más comprensible que la suya.

Ella sonrió nuevamente, algo más genuino gracias a la juguetonería de Daniel.

—Déjame adivinar. ¿María Beatriz o Margarita? —preguntó mientras reajustaba las solapas y el cinturón de su bata de seda. Tenía la voz rasposa y una nota de derrota en su tono. Consecuencia de haber estado bandeando las llamadas y mensajes de condolencias hasta el hartazgo. Nadie le había visto la cara desde la junta directiva.

—Ninguna. Vine por mí cuenta. —Daniel se acercó para saludarla con un apretado abrazo. Descalza, desmaquillada y con la defensas por el piso; mientras la sostuvo, la sintió mortalmente frágil. Cuando pasó una caricia por la cabeza que ella recostaba en su pecho, al sentir la textura grasienta de su desgreñado cabello, suspiró aliviado por haber hecho el viaje. —¿Ya has cenado?—preguntó y Marcela negó con la cabeza—Dame unos cuantos minutos, y te prepararé un risotto. Igual como lo hacía mamá.

Ella se separó de él discretamente limpiándose la comisura de los ojos, soltando una breve risa apagada. No llevaba delineador, pero las ojeras y el cansancio le ensombrecían los parpados cómo nunca antes. Daniel trató de no reparar en ello.

—Tu no sabes cocinar. —acusó Marcela luego de digerir su oferta. Daniel sonrió arrogantemente mientras se dirigía camino a la cocina. Con la misma confianza con la que se desplazaba en su propio espacio, él se ocupó con los gabinetes y el frigorífico tomando inventario de los ingredientes a su disposición. Marcela caminaba de un lado a otro como una sombra pegada a su espalda.

—Corrección. No sabía cocinar. ¿Han pasado qué, diez o quince años? Por favor, Marcela, he vivido solo todo este tiempo. Claro que aprendí a cocinar. —aseguró Daniel, mientras finalmente la tomaba de los hombros y la sacaba del camino hacia la barra del desayunador. La cocina era amplia, pero la tolerancia de Daniel muy poca.

—¿María Beatriz lo sabe? —sondeó ella mientras tomaba asiento en uno de los bancos. Suficientemente contenta viendo en la distancia. Daniel, que volvió a su tarea, sonrió a sus espaldas anticipando la avalancha de reclamos.

—Necesitaba un sujeto de prueba. ¿No te estarás imaginando que mi ego sobreviviría si se lo pedía a alguien más? —confesó pasando a revisar las alacenas. Afortunadamente la cocina estaba repleta de suministros. Repentinamente vió volar por encima de su cabeza, una de las frutas decorativas que adornaban la encimera. A Daniel se le escapó un resoplido divertido al confirmar que la mala puntería era de familia. Sacó el adornillo de la pana del fregadero y con el pulgar palpó que se había abollado.

—¡Pudiste pedírmelo a mí! —explotó Marcela finalmente cuando Daniel se giró a ella con la pera falsa entre manos y una sonrisa impía en los labios. Si bien, mucho de su reproche era más teatral que genuino, algo de honesto reclamo se filtraba en sus palabras. El humor de Daniel menguó un poco. Había una inseguridad que era muy de Marcela. El miedo al abandono. —¡No te lo puedo creer, los odio, siempre me dejan fuera!.

Daniel se acercó a ella y colocó la fruta de nuevo en el tazón. La cara con la pequeña hendidura en la espuma expandida quedando oculta tras las demás peras.

—Nunca te lo hubiese pedido a tí. Eres demasiado perfeccionista. Me hubieses desanimado con tanta crítica. —Marcela lo miró oscuramente, indudablemente no concordando con su estimación—Pero no te lo digo por fastidiar, por eso es que eres excelente en tu trabajo. —terminó él con un poco de sobriedad. El cumplido suavizó la tersa mirada en los ojos de ella y Daniel sonrió satisfecho. —Bueno, dicho eso, deja el drama y desparece de una vez, si quieres que cenemos antes de media noche. No puedo cocinar con gente aterrorizando la cocina. Largo, fuera.

Cuando Daniel comenzó a alinear una fila de cuencos sobre las encimeras y ya con las mangas de la camisa arremangadas empezó a lavarse meticulosamente las manos, Marcela bajó del banquillo de un tirón y corrió hacia la recámara.

A lo lejos él alcanzaba a escuchar su perorata de cómo había encontrado una cámara de video entre los regalos no devueltos y qué suerte la que tenía de no haber alcanzado a reembolsar algunos que otros que habían sido empaquetados con todo y factura.

Renuentemente se vió obligado a revisitar ciertas creencias personales sobre la fragilidad femenina. Mientras escuchaba a su hermana trastabillar indiferentemente con cajas y bolsas, sumida hasta la coronilla en las ruinas de su compromiso, pensó que Marcela indiscutiblemente era más fuerte que él. En su lugar, lo único que sus manos estarían alcanzando serían el cuello del desgraciado de Mendoza.


El apartamento no era un desastre en sí, al menos no cómo se podía esperar luego de aquel vendaval de infortunios que habían azotado a Marcela. Daniel imaginó que más que por algún esfuerzo en mantenerlo limpio, era únicamente por efecto del atrincheramiento de la mujer en su propia habitación. Por esa misma razón, cuando se dispuso a servir la cena; la botella y el vaso con whiskey sobre la mesa saltaron a su vista. Era una marca que Daniel reconocía, si únicamente por ser la favorita de Armando. Dios sabría cuanto tiempo había estado ahí, destapada y con el vaso corto a medio tomar. Daniel calculó que sería lo suficiente como para que Marcela, que ponía los cubiertos sobre la mesa, no la registrara en ningún momento.

Comieron en relativo silencio. Marcela evidentemente habiendo agotado su reserva de ánimos luego de la efusividad que le había causado ver a su hermano cocinar; Daniel, por su parte, atajando las palabras amargas que tenía atoradas en la garganta y que trataba de hacer bajar a sorbos de Chardonnay. La tarea era ardua. Porque a cercana inspección no era sólo aquella botella de whiskey, era el maletín sobre la mesa del living, el par de gemelos de plata sobre el aparador, la corbata doblada sobre un librero. Daniel no necesitaba invadir la habitación de Marcela, para tener la certeza que todas las cosas de Armando seguían aún en su lugar. Luego de una semana, seguían ahí. Aún después de todo, seguían ahí.

Todo aquello no era un déjà vu, no, era más bien un jamais vu, el primo feo menos popular. La horrible sensación de experimentar como nueva la misma cosa. Porque las amarguras, aunque parecidas en mal sabor, siempre tenían su particularidades. Aún si el dolor era el mismo, cada arista que apuntalaba el corazón siempre era de corte singular. Y Daniel, al inventariar todos los pequeños monumentos a la presencia de Armando; no tenía duda que Marcela estaba repitiendo con Mendoza lo que ya había vivido con sus padres. Un perturbador ciclo de enlutamiento.

—Finalmente, ese cretino te dió la estocada mortal. No puedo decir que estoy sorprendido. —espetó, acabando con su cena. El enfado y la indignación por un segundo avasallando cualquier consideración por Marcela.

—Ay, por favor Daniel. Ahórrate tus yo te lo dije, quieres. No estoy de humor para tus insensibles comentarios. ¿Será que por una vez en tu vida me veas como a tu hermana, y no como a la prometida de tu peor enemigo? —suplicó ella, abandonando también su plato.

Marcela sirvió de la botella de Chardonnay otra ronda para los dos, llenando las copas más de lo que era apropiado. Ambos comensales obviando la indelicadeza cuando las temblorosas manos de ella hicieron salpicar vino sobre el mantel. Daniel bebió acompañándola, si acaso solo para no corregir que su título de prometida estaba tan diezmado como sus acciones en Ecomoda.

Él se acercó un poco y le estrujó una mano. La efervescencia de su enfado bajando un poco ante el evidente desasosiego de Marcela. Ella devolvió el gesto con una sonrisa comprometida y para sorpresa de él, abruptamente retomó el vino y empinó la copa hasta vaciar la bebida. Daniel se contuvo de amonestarla, pero sin ninguna sutileza alejó la botella fuera de su alcance.

—¿Que quieres? ¿A qué has venido? —preguntó Marcela deshaciéndose del agarre. Se levantó y empezó a retirar la mesa. Cautelosamente se anticipaba a la conversación, que por mucho que fuera fastidiosa para ambos, no dejaba de ser necesaria.

—Quería hablar contigo un momento. Saber cómo estabas. María Beatriz me llamó y dijo que le vetaste la entrada. Margarita dice que no te ha visto desde el día de la junta. Tienes a todos en zozobras con tu régimen de autosecuestro. —Daniel siguió los rápidos pasos de Marcela que huían hasta la cocina, y cuando la alcanzó, apenas contuvo el sobresalto al escuchar los platos caer estrepitosamente al lavado. De espaldas, los delicados hombros de Marcela parecían vibrar con toda la tensión en su postura.

—Lo sé. —respondió ella luego de un momento, y luego soltó un profundo suspiro que pareció barrer con toda su antipatía. Cuando se volteó a Daniel, con ambos brazos envolviéndose a sí misma, los ojos le empezaban a chispear con las primeras lágrimas. Daniel se acercó hasta ella, pero no intentó cogerla. Esperó. Ella hizo un esfuerzo por continuar.—Lo sé, y lo siento, pero es que yo...— el quebrado sollozo con el que la voz de Marcela se entrecortó, hizo que Daniel apretara los dientes. Finalmente, él terminó de cortar la distancia y la envolvió en sus brazos. Marcela, encogiéndose lo más que pudo, se aferró a él y desvergonzadamente se rompió a llanto seco.

Aquel escenario para Daniel no se sintió muy distante a ese otro día de luto. Mientras Marcela intentaba ahogar sus descompuestos y estrangulados quejidos en su camisa, Daniel recordó que la última vez que habían estado así, Margarita y Roberto habían llegado a traerlos al instituto con la noticia del pésame. María Beatriz, que siempre pirueteaba en los extremos, se había desmayado ipso facto donde estaba parada; y Marcela, que en esas épocas aún no había cultivado el profundo apego que hoy profesaba por los Mendozas, se había abalanzado sobre él y lo había inundado en sollozos. Había esquivado los brazos extendidos de la pareja, y su pesadumbre la había confiado a Daniel.

Sintió melancolía. Era cómo si aquello y esto fueran dos vidas distintas. No esperó volver a sentirla tan cerca. Mucho menos bajo tales circunstancias. Si bien nunca terminó de aprobar su relación con Armando, tampoco había esperado semejante sollozos de Marcela continuaron hasta convertirse en un sordo estremecimiento por todo el cuerpo que ella parecía no poder contener.

Daniel que trataba de apaciguarla sosteniendo su trémula figura, nuevamente sintió la rabia subirle a la garganta. Caustica e insoslayable. Según los corredillos en su círculo, Mendoza aún andaba suelto por ahí, bebiendo como una cuba y partiéndose la cara con quién se le ponía en frente. Incluso siendo cierto, no era ningún consuelo.

«Tuve que haberle partido la cara yo a ese infeliz»

—¿Qué fue lo que te hizo, Marcela? No solo es lo de la empresa, ¿no es cierto? Hay algo más. —indagó Daniel, y para su sorpresa, en automático Marcela se crispó poniéndole frenos a su conmoción. Se separó un poco de él e intentó componerse el rostro.

—¿Algo más? ¿Cómo que si hay algo más? ¿Si te parece poco Daniel que Armando haya hecho todo lo que hizo con la empresa?—soltó Marcela con voz ronca, confrontando a Daniel defensivamente. Tenía los cachetes enrojecidos aún, pero la verde mirada desabrida. Cuando se deshizo por completo de su abrazo, Daniel torció el gesto frustrado. —¿Cómo me preguntas una cosa de esas? ¡Mira mi vestido, completamente desperdiciado, la montaña de regalos que aún no he devuelto, las citas con la inmobiliaria que tengo que cancelar, los viajes, las reservaciones! ¿Te parece poco? Soy el hazme reír de Bogotá, las revistas sociales sin duda están trabajando doble turno para publicar el próximo artículo sobre mi desdicha. — aunque aparentemente se deshacía eufórica enlistando su tragedia, no escapó de la sospecha de Daniel.

—Dime la verdad. ¿Por qué cancelaste el compromiso? ¿Por qué lo dejaste? —preguntó él resoluto y ella, al ver la obstinación en la mirada de Daniel, salió de la cocina desestimando el interrogatorio.

—Lo dije en la junta ya. No solo con asuntos de la empresa había estado engañándome. —contestó de camino a su habitación. Daniel, que la seguía por el apartamento, la vió recoger la botella de vino al pasar por el comedor.

—Lo sé. Pero no fue sólo eso, ¿no es cierto?. Una infidelidad no puede ser el único motivo. —la confrontó recostándose en el marco de la puerta a su habitación.

Marcela colocó la botella sobre la cómoda junto a la cama y se ocupó agresivamente de organizar las cajas y bolsas desperdigadas por toda el cuarto. No tenía reparos en hacer un trabajo prolijo, por lo que cuando algunos regalos caían de sus brazos repletos, los empujaba con el pie sobre la alfombra en la dirección general del vestidor. Cuando de la caja más grande, Daniel reconoció las blancos volados de tul, empezó a observarla con cierto horror. Era cómo ver un documental de fauna en el que la madre carga con el cadáver de su cría. Marcela simplemente nunca dejaba ir las cosas.

Luego de idas y vueltas hasta despejar generosamente la estancia, ella dió respuesta a su inquietud escuetamente.

—Una infidelidad es motivo suficiente para mucha gente, Daniel. —Daniel escuchó la reserva en el tono con que enunciaba aquellas palabras y la considero un momento.

Hablar de lo que él pensaba acerca de su relación con Armando nunca había sido placentero para ninguno de los dos, y eventualmente hasta habían llegado a tratar el tema como el elefante en la habitación. Quizá ese había sido el primer error de Daniel. Marcela siempre necesitó de alguien que le abriera los ojos, y pocas personas a su alrededor estaban dispuestas a hacerlo. Más grave que eso, muchas personas a su alrededor alimentaban sus fantasías respecto a Mendoza.

Daniel suspiró antes de contestar.—Si, pero nunca lo fue para tí. No lo dejarías solo por eso. Y peor aún, Margarita no te hubiera apoyado con esa decisión. Te hubiera presionado, hubiera tratado de manipularte, vendiéndote más promesas que incluso el mismo Armando. Endulzándote el oído y presentándote a sus amistades como una Mendoza más para que te sintieras parte de la familia, ¿no eso lo que se la pasa haciendo en club cada vez que visitan?.

Daniel, que nunca había manifestado su opinión con respecto al papel de Margarita, no esperó más que negación por parte de Marcela. Sin embargo, la decepción que lo invadió cuando ella lo interrumpió precisamente negando las acusaciones, lo fastidió más de lo que anticipaba.

—No digas bobadas Daniel, Margarita no hace nada de eso. Tú muy bien sabes que siempre ha estado de mi lado, me ha apoyado más que nadie a mantener mi relación con Armando, ha sido siempre mi más fiel aliada. Hasta se ha permitido ir en contra de su propio hijo por tomar mi partido. No quieras desvirtuar su solidaridad para conmigo. ¡Por Dios Daniel, ella es como una madre para mí! —Marcela decía furiosamente mientras luchaba por aplacar las voluminosas capas del vestido de novia de vuelta a su envoltura. Entre las palabras de Marcela, que eran como un chirrido sobre metal, y la aversión que le causaba ver la profanación de aquel conjunto blanco, Daniel terminó explotando.

—¡Nuestra madre nunca lo hubiera permitido! —soltó con indignación, dejando a Marcela petrificada. No pudo determinar había conmocionado más a la mujer, si el tono con que la había gritado o la verdad que cargaban esas palabras. El mundo pareció haberse detenido, hasta que las cajas que contenían el conjunto de matrimonio cayeron del vestidor ominosamente. Cuando Marcela se giró hacia él con los ojos húmedos, Daniel dudó un instante pero continuó con su característica tenacidad—Nunca, y escúchalo bien Marcela, nunca te hubiese permitido siquiera entretener la idea de noviazgo con un libidinoso tan canalla como Armando Mendoza. Mucho menos, matrimonio.

El silencio sepulcral de Marcela lo hizo sentir como si al pronunciar aquella palabras, Daniel había cometido el más grande los sacrilegios. Se aflojó la corbata y comenzó a pasear de un lado a otro en la habitación. Se llevó una mano a la nuca y sintió el sudor escorrer a pesar del aire acondicionado. No era calor. Era la furia, de ver los sacos de Armando impolutamente colgados aún en el vestidor; eran los nervios, de no saber si estaba arruinando su relación con Marcela por culpa de aquél sátrapa.

—¿Tú si estás tan segura que Margarita es tu aliada? —dijo encarándola y la única respuesta de Marcela fue apretar los labios. La caja seguía desparramada entre ambos como un cadáver, y Daniel hacía esfuerzos para mantener los ojos en cualquier otra cosa. —¿Tan segura que ese matrimonio te beneficiaba a tí, y no al cretino ese que no tiene idea de cómo salir de la adolescencia desde que dejó la secundaria? ¡Por favor, yo sé que no eres tan ingenua!.

Marcela lo veía lívida de indignación, pero no atinó a contradecir nada de lo que decía. Daniel empezó a notar la duda nublar su semblante, pero la mujer era demasiado terca y contraria como para admitirle nada. Se vieron por unos tensos segundos y fue Marcela quien apartó la mirada. Furiosamente se agachó a recoger el vestido y con empujones lo hizo caber en el saturado espacio del vestidor. Cuando terminó, se giró con claro rumbo a la botella sobre la mesilla, pero Daniel la interceptó a medio camino. Con ambas manos en la cintura, ella lo vió con ojos envenenados y un mohín mezquino.

—No, pues, muchas gracias por tan solidaria visita. Ay, sabes que, no quiero seguir discutiendo contigo. Es mejor que te marches. —lo despidió Marcela, tratando de reconquistar su tono imperioso tan característico, pero terminó fallándole cuando después de todo las lágrimas le aguaron los ojos. Daniel trató de recomponerse a su vez. Acortó la distancia entre ambos, y recogió las temblorosas manos de Marcela en las suyas.

—Marcela, eres mi hermana, la única persona a la que le confiaría mi vida y porque te amo, te digo esto, tienes que dejar esa obsesión con los Mendoza. Tu problema va más allá de Armando. —aconsejó invocando toda la paciencia y delicadeza que únicamente reservaba para ella. Marcela lo miró incrédula.

—¿A qué te refieres? ¿Cuál obsesión? Sabes que los Mendozas han sido como unos padres para nosotros tres. ¿De dónde viene esta nueva actitud? Si es por lo del matrimonio, olvídalo Daniel. Roberto y Margarita no tienen culpa de nada de lo que está pasando. Espero que tengas la madurez de al menos entender eso. —Daniel sintió como intentó safarse de su agarre pero la sostuvo con más fuerza, haciendo que ambos se sentaran en la cama.

—Tu más que nadie sabes cuanto aprecio y respeto le guardo a Roberto y a Margarita. Pero entiende algo, no son nuestros padres. María Beatriz, tú y yo, estamos solos. Quizá esta sea la peor crisis de nuestras vidas. Nuestro patrimonio no existe más. No tenemos inversiones fuera, no tenemos otras propiedades que vender como los Mendoza. Probablemente, nuestro único comodín financiero sea el guardarropas de Beata. Dios sabe que esa mujer compra cada cosa. —ella a pesar del mal humor, sonrió por lo bajo con la ocurrencia y Daniel continuó con más aplomo—Marcela, tanto Roberto como Margarita tienen sus propios hijos, y ellos a pesar de todo, primero van a velar por sus intereses. Tienes que poner un límite a ese apego mal sano que te nubla la razón. Es momento de que pienses como una Valencia, ¿comprendes? —trató de explicar Daniel por última vez, pero era evidente que la conversación entre ambos ya se había agotado. Marcela simplemente no tenía oídos para sus palabras.

—Para ya de una vez Daniel, para por favor con eso. —suplicó cansada con el tema.

—Muy bien. No más por hoy. Pero al menos piensa en lo que te digo, ¿si? —le dijo dándole un último apretón de manos antes de levantarse. Marcela que permaneció sentada en la cama, no negó ni asintió. Antes de dirigirse a la puerta, Daniel rescató de la cómoda la botella de Chardonnay enviando una mirada significativa a Marcela que se limitó a rodar los ojos.—Otra cosa más, mañana enviaré a mi chofer. —dijo él señalando hacia el armario—No puedes pasar más tiempo con todo eso.

—Ese no es tú problema. —Marcela se levantó en seguida y cerró la puerta del armario cómo si por limitarlo a su vista, estuviera protegiendo el desastre de la intervención de Daniel.

—Tú eres mi problema.—rebatió Daniel, mientras nuevamente ella con las manos en la cintura desde el otro extremo de la habitación lo fulminaba con la mirada. No era precisamente el humor con el que esperaba partir cuando se imaginó la visita, pero lo confortaba más que una Marcela sumida en la miseria del despecho. Daniel, más cómodo con su enfado que con su llanto, continuó serenamente. —Marcela, entiende una cosa, mientras esté vivo, tus problemas son mis problemas.

—Y tus problemas son los míos. —se mofó ella sarcásticamente afectando el tono de Daniel y sobre todo dejando claro que la fraternidad le parecía ridícula. Daniel la vió con humor. Era la Marcela adolescente otra vez, lo que creía que era ella contra el mundo entero. Daniel no pudo evitar mortificarla.

—En ese caso, tienes suerte hermanita, porque los míos nunca serán por despecho.

—¡Ay, tan idiota!