Como era de esperarse, el maldito de Fernando Vásquez, no estaba por ningún lado cuando Daniel abordó el buque. Venía jugando a las escondidas desde que Daniel había aterrizado, y en vez de pasar por él al aeropuerto, había mandado a su chofer.

Daniel había apenas alcanzado a cambiarse al frac de color negro, cuando otra vez estaba saliendo de la habitación de hotel. Sin siquiera molestarse por desempacar. Esperaba poder librarse del compromiso y estar en Bogotá a la mañana siguiente.

Cartagena, o más bien, las playas en general, no le hacían ilusión a Daniel.

El sol, la saturación de humedad y la forma que se atiborraban de gente sin importar temporada, todo en conjunto era como un repelente natural. Preferencias que le hacían justicia al mote de vampiro con el que lo había bautizado Armando.

Eso sin entrar en materia de que prefería los lugares fríos, su compromisos ideales eran siempre después de atardecer y si ya había nacido de tez pálida y aristócrata, tampoco se hacía ningún favor. Una suerte para Mendoza que no fuera más que pura bobería infantil, porque sin duda hubiese sido la primera víctima.

Dió unas cuantas rondas por la cubierta del buque. De vez en cuando, se detenía a intercambiar saludo con uno que otro conocido, pero no se entretuvo en ningún círculo. El ambiente se encontraba un poco más animado de lo que merecía la ocasión a juicio de Daniel. Quizá a consecuencia de los periodistas cargados de cámaras que iban y venían deslumbrando por todas partes. Lo performativo aumentando con cada flash.

Cuando Vásquez mencionó el Reinado, había estado algo escéptico sobre la atmósfera del evento. Por experiencia sabía que sólo habían dos tipos de cocteles, los que se celebraban para deleitar los sentidos y los que se invocaban para socializar por interés. Los del primer tipo, Daniel los disfrutaba genuinamente, pero con respecto a los últimos, era una tarea sobrevivirlos. No únicamente por la diferencia en calidad de invitados, sino que incluso la calidad en arreglos era víctima de un trato casi que completamente utilitario.

En tal medida, la elegancia del lugar lo sorprendió. Había en general, cierto matiz de estilo inglés señorial en los arreglos. Desde el drapeo de telas en tono blanco marfil, que se extendían sinuosas de fuste a fuste como falso cielo, hasta los austeros arreglos de flores blancas sobre jarrones de estilo clásico. Y las hiladas de luces, que bajaban colgaban desde los mástiles a la proa, centellaban tenuemente sobre la negrura mate de la noche, dándole al evento el aire de una fiesta de campiña.

Siguiendo la música se dirigió a la popa de la embarcación, dónde los organizadores habían configurado una pequeña distribución de mesas cocteleras, que flanqueando los laterales, dejaban al centro una improvisada zona de baile. Daniel no pudo evitar pensar que se ajustaba muy limitada considerando la cantidad de invitados. En el extremo más lejano de la proa, había erigida una pequeña tarima sobre la cual amenizaba un cuarteto de jazz. Daniel enmarcó una ceja, incluso habían logrado incluir un auténtico piano de cola. Lo que fue una verdadera lástima, con todos al rededor más interesados en escuchar sus propias voces.

Para cuando Daniel encontró al grupo de colegas con los que debía reunirse, ya había catalogado el resto de la velada como ordinaria. Luego, viendo llegar a las reinas, pensó por un momento que la noche podría tener un giro interesante. Pero cuando el grupo empezó a designarse que abanderada le tocaría a quién como botín de la velada, Daniel actualizó su catalogación de ordinaria a agobiante. La risa jocosa de sus acompañantes martillándole los sentidos.


Daniel era un hombre que podía presumir de muchas habilidades. Su educación de primera y la fastidiosa disciplina que según Roberto, había heredado de su padre, siempre hicieron una combinación perfecta para hacerlo sobresalir en muchas cosas. Pero cuando se hablaba de talentos, de esos el hombre tenía muy pocos.

De dicha pequeña lista, un peculiar talento de Daniel Valencia—quizá consecuencia natural de haber crecido entre las cosas más finas que ofrece la vida—, era identificar a primera vista, casi que con naturaleza divinatoria, lo incongruente y desagradable. Lo anti estético. O mejor dicho, lo feo.

Entre tanto ramillete de reinas de bellezas y tantos distinguidos invitados, la hasta hace unos minutos desaparecida asistente de Armando Mendoza, se había manifestado al otro extremo de la popa como por necromancia. Una vez que sus ojos capturaron por tan solo un segundo la estela de su figura, la doctora había pasado a ser como faro en altamar para los sentidos de Daniel. Un elemento opaco en el conjunto deslumbrante que armaba el cóctel del Reinado Miss Colombia.

«Beatriz Pinzón Solano»

Indiscutiblemente la primera pregunta que Daniel se hizo fue qué hacía precisamente esa mujer, a bordo de ese buque. La segunda, que quizá podría estarse pasando de copas. Volvió la vista al círculo con el que conversaba pero no pudo mantener la concentración por más de escasos segundos. La doctora seguía ahí.

Quizá estaría cumpliendo algún sueño antes de morir, participando de la única forma que podía permitirse, en un evento de belleza de tanto calibre como lo era el reinado.

«O estará estudiando el mercado, para agendarse alguna cirugía»

Quizá incluso, Cartagena fue el único lugar que se le ocurrió, para dilapidar la fortuna con la que se había hecho recientemente.

«No se puede uno ni imaginar que pasa por la cabeza de la gente inculta»

A pesar de toda la animadversión con la que especulaba el motivo de su presencia, ninguna de las posibilidades que imaginó encajaban con lo que sabía de la mujer.

Daniel resolvió abstenerse de confrontarla de inmediato. Se hizo de otra copa de champaña, mientras cabeceando distraídamente con la conversación a su alrededor, la observó a detalle.

Era aparente para Daniel, por la forma en la que trataba de pasar desapercibida, que ella misma tenía conciencia de lo mucho que su presencia desentonaba con la atmósfera del evento. La rara mujer, permanecía tan quieta y con tan poca presencia en su sitio, que ocasionalmente el personal de servicio se daba traspiés con ella. Muy pocos de ellos reparando en excusarse a pesar de claramente identificarla como una invitada más.

No le sorprendió en absoluto, y se imaginó que a ella tampoco, pues siempre parecía responder con una expresión algo apenada y más bien templada, como para quién sufría de tanto ultraje. Mientras observaba a la doctora, pensaba que aquello era un modo de vida tan fuera del alcance de la comprensión de Daniel, que no se le presentaba como lamentable sino más bien como estrafalario.

Como un cuadro de Dalí, o una composición de Funk americano. Algo que percibido sin contexto no era más que un caos pasmoso.

Esa era la mujer, que en más de una ocasión lo había hecho repasar los últimos boletines económicos y revistas financieras antes de visitar Ecomoda. La mujer que había hecho que más de una vez, Daniel regresara a su oficina absortó en simulaciones de argumentos que pudieron haberle ganado una discusión. La misma que se había colado en la pequeña y vergonzosa lista de cosas que envidiaba de Mendoza.

Si el círculo de colegas con el que intercambiaba trivialidades viera el aspecto de lo que él consideraba su más acérrima rival en el último año, fijo y terminaban de decidir su expulsión del grupo de inversión, sino por incompetente por loco.

Allí estaba, la mujer de cincuenta millones de dólares.

Al menos, no vestía ninguno de los caóticos conjuntos con los que acostumbraba agredir la retina en Ecomoda. Daniel reparó en el ligero vestido descotado color celeste. No era el último diseño de colección en tendencia pero ciertamente denotaba cierta sensibilidad al evento. Las sandalias de tacón y el recatado tramo de piernas al descubierto, seguramente un paso más allá del confort. Aún llevaba hecho el capul y las enormes gafas que le tapaban la mitad del rostro. Y el porte taciturno y su predilección por los rincones oscuros la habían seguido desde Bogotá.

Daniel resopló con humor. Era Beatriz, no había duda. Aún si su silueta, vestida de aquella forma ceñida, tenía un corte distinto.

Daniel pensó por primera vez, que a pesar de su determinada forma de proceder cuando discutían, la doctora Pinzón era una mujer de abruptas contradicciones.

Se envalentonaba para asistir a un cóctel tan selectivo, y luego se guardaba como la taza astillada muy al fondo en la vajilla.

Ayudaba a Armando a dilapidar Ecomoda, y luego lo desamparaba ante su propia junta directiva.

Daniel sonrió con ironía.

«Smooth runs the water where the brooke is deep, and in his simple show, he harbours treason… »

Recordando la frase se llevó la bebida a la boca pensando que tal vez lo que le falló a Mendoza fue no haber leído nunca a Sheakspear.

—Con que poniendo los ojos en señorita Antioquía, no mi estimado Daniel Valencia. —la efusiva palmada sobre su hombro conmocionó a Daniel. Tan ensimismado había estado en sus observaciones.

Distraídamente notó que en efecto, la señorita Antioquía se encontraba a unos cuantos pasos de Beatriz. La mujer, que lucía un ajustado vestido floreado con una reveladora abertura de pierna, era tan hermosa como la siguiente abordo. Lo que a los ojos de Daniel la hacía poco menos que indistinguible. Sabía que de no ser por la cinta rotulada hubiera hecho el ridículo tratando de buscar de quien rayos estaban hablando—Hombre, si quieres le decimos a Fernandito que nos haga los honores con la niña, ya sabes que el tipo esta más conectado que las redes de Comcel, hermano.

—Doctor Bustamente, ¿como le va? —Daniel se volvió para estrecharle la mano al tipo.

Un hombre insoportable por demás, pero con el cual tenía la desdicha de compartir desde que se había embarcado en aquel proyecto de inversión. Aún con todos los esfuerzos que el incompetente de Armando y su sombría asistente habían hecho por mantener la ruina de Ecomoda en el más absoluto secretismo, los rumores se esparcían como llama en mecha. Cotilleos que ya habían puesto entre dicho su participación en el proyecto, y que empezaban a afectar su reputación de tal forma que tipos tan desagradables como Bustamente, se sentían en plena confianza de abordarlo casualmente.

Todos los días, sentía su estatus caer un peldaño más hacia el vacío.

—Hablando de Fernando Vásquez, ¿logras ubicarlo?. Dejamos algunas cosas pendientes y me gustaría cuadrar detalles con él antes de regresar mañana a Bogotá. —cuestionó Daniel, mientras trataba de poner distancia entre ambos.

Lo último que quería hacer, era encontrarse con Vásquez, que cuando asumía su personaje de coctel, tenía el exasperante hábito de no poder mantener una conversación con la misma persona por más de cinco minutos. La ronda de presentaciones y saludos cordiales era simplemente fastidiosa. Aún así, era preferible a la compañía de Marcelo Bustamente, que para ser un hombre muy entrado en su mediana edad, era infamamente reconocido en todas partes por su predilección a la compañía femenina. Desafortunadamente, a la de dudosa procedencia.

Simplemente algo con lo que a Daniel no le interesaba que lo asociaran. Mucho menos, estando en Cartagena de todos los sitios.

—¿Regresas mañana para Bogotá, Daniel? Pero, como así hermano, con tanta cosa divina en Cartagena, ¿y tu te vas antes que acabe el reinado?. No hay derecho, hombre. —La auto adjudicada confianza con la que el tipejo seguía dándole golpecillos en el hombro, amenazaba con sacarlo de quicio.

La gente que sobre gesticulaba, siempre le había parecido muy ordinaria.

—¡Nando! ¡Oye! ¡Hermano! ¡Qué hubo, pues! —Mientras Bustamante mandaba señales de humo a Fernando, que finalmente había aparecido entre el gentío, Daniel deseó no haber abordado la maldita fragata, aún si con eso no hubiera dado con Beatriz.

—¡Bustamante, qué hubo, socio! No pensé que te vería, me habían dicho que estabas en Miami desde el mes pasado. Que rico tenerte por acá, ya como que hacían falta un par de rumbiaditas hombre. Hay unas niñas a bordo, que ¡uf!, no, eso es para alucinar hermano. —Vásquez, con su característica forma de escupir mil palabras por segundo, apenas y se molestó con la presencia de Daniel. Distraídamente envió un tibio saludo en su dirección al tiempo que Bustamente le seguía el hilo asintiendo con todas sus estupideces.

—Me gusta, me gusta. Pero imagínate hombre, que estoy aquí con Danielito y tenemos un pequeño enigma entre manos. —Daniel podía deducir a kilómetros lo que Bustamente pretendía.

—Danny boy, y un enigma. No me sorprende. A ver, ¿cómo así?.

—Pues sí, mira. ¿Tu ves ese bizcocho a las dos en punto, Nando? —Bustamente señaló, no tratando en lo más mínimo de ser discreto, en la dirección general de Beatriz. Fernando, que evidentemente se encontraba algo pasado de copas, hizo un flojo gesto de como quién usa un par de binoculares y se giró a la dirección que lo empujaba el otro. Daniel sintió la tensión enderezarle la espalda con el alboroto que Bustamente estaba montando—¡Entre la pelota esa, de hacienda y turismo, hombre!

—Uy Marcelo, pero usted si que sabe escogerlas socio. Esa es la queridísima Anita Amórtegui. Esta como de receta ¿no?. Si quiere nos vamos para allá y este servidor lo presenta a como Dios manda. —animó Fernando, reajustándose torpemente la corbata y acicalándose el cabello. Bustamante, girándose nuevamente hacia Daniel, lo atrajo a la conversación con un fraternal medio abrazo que no fue otra cosa más que insufrible.

—Pues no Fer, si vas a hacer los honores, fíjate que no es conmigo. ¿Cómo te parece que hasta hace poco, aquí el rumorado tempano de hielo de Daniel Valencia, no paraba de pegarle ojo a la niña?.

—Marcelo, por favor, esto no es la secundaria. Aquí nadie necesita chaperones, ni más faltaba. —Daniel se sacudió de encima bruscamente a Bustamante quién no se dió por ofendido, y muy al contrario continuó sonriendo de oreja a oreja viendo el interés crecer en los ojos de Vásquez.

—Tranquilo Daniel, que no es para chaperonear. ¿Para qué son los socios, pues hermano? Hoy por ti, y mañana por mí, ¿no? —Antes de que pudiera excusarse por alguna bobería, Bustamante y Vásquez lo flanquearon y lo guiaban con evidente destino.

—No, Fernando, espere hombre…

—Tranquilo Valencia, que usted no va solo, esta noche tiene caballería. —El humor de Bustamante a sus expensas, lo hacían querer partirle la cara.

—Qué les digo que no, hombre. Ni siquiera sabía que esa mujer estaba allí, yo no quiero nada con ella. No me interesa. —Ambos hombres pararon abruptamente, deteniendo la procesión. Bustamante lo miró algo confundido.

—Ah, pero ahí si que está mintiendo hermano, que usted pasó un buen rato viendo para allá ¿Y que más hay para ver ahí hombre?, a ver dígame. ¿A parte de la diosa esa, que más lo iba a tener tan cautivado, tan ensimismado, tan embobado? ¡Si hasta sonriendo estaba este tipo, Nando! —Daniel guardó absoluto silencio, por primera vez sintiendo los nervios hacerlo sudar frío.

Que iban a saber el par de idiotas, que ahí en una esquina, esa mujer abandonada como árbol de navidad en mes de Enero, era la llave para conseguir los cincuenta millones de dólares de su antiguo patrimonio. El golpe de suerte de encontrar a aquella doctora subida en la misma fragata, cuando ni el mismísimo Armando Mendoza sabía donde estaba, casi que lo había dejado pasmado.

Fernando soltó una carcajada, sin duda atribuyendo su silencio a una crisis de timidez. Daniel se podía imaginar la ronda de burlas que le esperaban en el próximo cóctel. Y en el mismo segundo, también se imaginó, cómo serían peor si la verdad entre la doctora y Daniel llegaba a ventilarse. Tratando de no hacer un escándalo para espantar a la desaparecida mujer, Daniel terminó por resignarse a la jugarreta de ambos hombres. Bustamante le dió unas cuantas palmadas de solidaridad mientras lo seguían arrastrando hacia la señorita Antioquía, con Daniel apenas poniendo resistencia ya.

Mientras caminaba, pensó que en realidad poco importaba si Beatriz lo veía.

«¿Qué puede hacer? ¿tirarse por la borda?»

Daniel resopló con humor, quizá abandonarse al mar era el mejor escenario para ambos esta noche.

Fernando, confundiendo el origen del súbito humor de Daniel, lo sacudió por el brazo con algarabía.

—Vió que sí hombre. Venga pues, no se me desmoralice, socio. Con las viejas el problema no es conquistarlas, sino como lograr que se les olvide.