Luego de un árido intercambio de palabras con señorita Antioquía, Daniel vió que Betty había cambiado a una posición incluso más recluida que la inicial. A uno de los pasillos laterales de la cubierta, justo en los espacios muertos que conectaban la proa con la popa. Daniel supo que no lo había visto. Tal vez solo porque realmente pensó que podría haberse arrojado por la borda.
Se dirigió a ella sin prisas y no fue hasta que estuvo a unos cuantos pasos de Beatriz, que Daniel finalmente la vió levantar la mirada.
Pudo presenciar mientras se acercaba, la rápida progresión de espanto, terror y disgusto en el rostro de la mujer a medida que procesaba que en efecto estaba nuevamente frente a Daniel Valencia. A él le resultó imposible ocultar una sonrisa de satisfacción.
—Doctora Pinzón, ¿cómo le va? ¿terminó de dilapidar nuestro patrimonio o busca quién le ayude?—saludó Daniel con falsos ánimos y le pareció que la doctora ocultó un hipido de sorpresa. Al escuchar la voz de Daniel había dado un traspié en reversa, como si involuntariamente tratara de huir. Juzgando por su expresión, ella aún no había abandonado el hábito de recibirlo, como si se tratara de la misma muerte.
—Doctor Valencia… —dijo en un hilillo de voz, mientras parpadeó un par de veces, como tratando de borrar la presencia de Daniel de su retina. La vió retroceder unos cuantos pasos más, hasta que finalmente dió de espaldas con las barandillas de la cubierta. Daniel sonrió un poco, y acortó la distancia entre ambos algo más de lo que lo hubiera hecho normalmente con otra persona. La conmoción de la mujer le provocada un sádico deleite. —…¿Qué hace aquí? —terminó preguntando. Daniel notó que ni siquiera había registrado el insulto en su saludo.
Los delicados hombros al descubierto, subidos hasta las orejas por lo abrumada que estaba, la hacían ver más menuda. Y frágil.
Daniel ladeo la cabeza un poco extrañado.
Bajo la tenue luz de las farolas, notó que sus hombros estaban cubiertos de pecas.
No mucho más oscuras que el bronceado de su piel, ni tampoco demasiadas como para saturar. Salpicadas a conciencia, más bien. Un detalle sutil, pero no pudo negar que capturaron su atención.
Daniel se sacudió internamente.
La extraña naturaleza de sus observaciones lo hicieron apartar la mirada. Consternado, desertó del espacio que había reclamado.
Debajo de todos aquellos estrambóticos atuendos, la financista siempre le había parecido más bien una entidad que una persona. Sombría, taciturna y con el filo preciso de un ordenador. Pero justo en ese momento, Daniel tuvo el trepidante pensamiento que después de reparar en tan insignificante cosa como un par de pecas, en el futuro, depersonificarla a tal grado no le saldría con tanta naturalidad.
«Ni siquiera me gustan las pecas»
Cuando uno de los mozos que ofrecía bebidas se acercó a la pareja, las manos de Daniel automáticamente se hicieron de una copa de champaña con la esperanza de despejar rápidamente sus absurdas reflexiones.
Mientras bebía, Beatriz lo observaba con aprensión. Eso tranquilizó sus nervios aún más que el trago que bajaba sedoso por su su garganta.
—¿Sorprendida doctora? No tanto como yo, le aseguro. Pensé que si se iba a gastar nuestro patrimonio, quizá iba a buscar entretenimiento más de su tipo. —dijo echando una mirada al rededor.
La gente reía y conversaba animadamente en sus pequeñas burbujas, los mozos expertamente navegaban entre las masas haciendo discretas paradas en los invitados más cabizbajos y pasando de largo a los más bulliciosos. Los oficiales de la marina no abandonaban del todo la rigidez aún fuera de servicio, aunque algunos cuantos extrovertidos bamboleaban al ritmo de la vivaces notas con las que el cuarteto amenizaba la noche. Todo lo performativo que por más que idílico, Daniel lo registraba como insípido a causa de habituamiento. La presencia de Beatriz, quizá convirtiéndolo en el más memorable coctel de todos en mucho rato.
Daniel se enfocó nuevamente en la doctora—Sé perfectamente que este no es su tipo de ambiente. —concluyó con una risa sardónica, más dirigida a sus cavilaciones que a la mujer enfrente.
El cambió de Beatriz de miedo a molestia fue casi instantáneo.
Al verla fruncir el entrecejo, Daniel acordó que el enojo en el rostro le encajaba incluso mejor que el pánico. Al menos, la hacía enderezarse con más presencia y se veía más cómoda con los hombros echados hacia tras. Tal vez lo único familiar de aquella velada hasta el momento para la doctora, fuera el desdén de Daniel Valencia.
—¿Perfectamente? Dígame, doctor Valencia, ¿cuál cree usted que es mi tipo de ambiente? —increpó mesuradamente, despegándose un poco de las barandillas en las que se había atrincherado.
Daniel, que no había soltado la observación con completas intenciones de ser antagónico, inevitablemente respondió con ironía, también él entrando en comodidad.
—Le ofrezco disculpas si peco de escéptico doctora Pinzón, pero no me imagino que sus círculos sociales sean muy concurridos por reinas de bellezas, celebridades, ministros de la nación, y uno que otro distinguido invitado extranjero. ¿O me equivoco? —Aunque la pregunta fue retórica, el silencio de ella era suficientemente diciente. Daniel continuó, insufrible—Incidentemente, comparto frecuentemente con gran mayoría de los invitados hoy, y le puedo asegurar de primera mano, que ellos no suelen relacionarse con embaucadores y estafadores de mala calaña. Es más, creo que si vieran una a la cara, no serían capaces de reconocerla.
Daniel la vió mientras se acomodaba los lentes nerviosamente, y sus labios se quebraban en un mohín de disgusto. Anticipó con cierta expectativa su respuesta. Para alguien que a todas luces aparentaba ser una persona más bien tímida, la Doctora Pinzón siempre tenía algo que decir en sus encuentros.
—Comparto con usted esa impresión, doctor. Si las personas pudieran anticiparlo a uno con solo verlo a la cara, seguro también se podrían evitar ser emboscados por las groserías que esconden muchos rostros hermosos. ¿No le parece? —Daniel rió con el cumplido tan ofensivo, y ella se molestó aún más ante su humor. —¿Acaso esta amenazándome con exponerme ante toda esta gente? —preguntó forzosamente aunque no se mostró muy consternada ante la posibilidad. Daniel supuso que en algún momento los bochornos públicos se apilaban de tal forma que lo dejaban a uno insensible—Si va a intentar humillarme públicamente, vaya, que seguro le toca también explicar que está en banca rota.
—¿Amenazarla? Como cree, doctora. Si soy muy consiente que mi vida y la de mi familia están en sus manos. —contestó Daniel con un tono casual y su pasividad pareció descolocarla un poco. Daniel no mentía, no tenía ninguna intención de exponerla. Más allá del coste social que eso podría implicar precisamente en un evento como en el que estaban, no lo haría porque fundamentalmente lo encontraba juvenil y de mal gusto.
—Entonces, ¿qué quiere doctor Valencia? La situación financiera de Ecomoda fue explicada a detalle en la junta directiva. Yo les entregué los balances, los reportes de ventas, las proyecciones de los niveles de endeudamiento—
—Si, si, si. Nadie niega que el estado de la empresa finalmente fue expuesto en toda su completa calamidad. Pero resulta doctora, que los poderes que usted entregó no son suficientes para las gestiones que Ecomoda requiere. —Daniel estudió su reacción muy de cerca, pero la mujer se mostró genuinamente sorprendida por las noticias. Aparentemente aquella torpeza con la que había redactado los poderes, no escondía ninguna artimaña suya. Si su asombro era confiable o no, era debatible. Daniel no la conocía lo suficiente como para entender los matices de su expresión.
—¿Como así que no son suficientes?, si yo autorizo total—
—Doctora Pinzón.
La interrumpió no queriendo discutir más sobre la utilidad del poder firmado. Ninguno de los dos era experto en leyes y además, en Ecomoda habían pasado días discutiendo lo mismo. Era un tema más que agotado para Daniel, y era claro que el asunto no tenía otra solución.
—La junta directiva se reunió con los abogados y en términos simples y llanos, Beatriz, a usted se le necesita en Bogotá. —concluyó severamente Daniel, y las palabras le cayeron a la doctora como balde de agua fría. Ni aún cuando la había llamado embaucadora, la mujer mostró tanta afronta como al escuchar que tendría que regresar a la ciudad.
—Yo no tengo ninguna intención de regresar a Bogotá. Mucho menos de presentarme en Ecomoda. —dijo torciendo el gesto de un lado a otro. La convicción con la que afirmaba su indefinido exilio no hacía más que despertar la curiosidad de Daniel, que al no tener propiedad de interrogarla en lo personal, decidió seguirla antagonizando con la empresa.
—Ah, ya veo. Esta era su jugada maestra. Orquestar toda esta farsa para eventualmente quedarse con la empresa, —Daniel la acusó, gesticulando un sarcástico aplauso congratulatorio. —Muy buena actuación en la junta. Entregó los balances, entregó unos supuestos poderes, incluso ofreció unas disculpas muy sentimentales a Roberto y Margarita, abandonó su cargo y hasta sus prestaciones sabiendo a conciencia que no estaba renunciando a nada—
—Escuche bien, Doctor Valencia—lo interrumpió la doctora, sorprendiéndole un poco. La conocía mordaz, pero nunca descortés. Detrás de sus empañados lentes, sus pequeños ojos estaban llenos de tanta ira que silenciaron a Daniel incluso más que el grosero arrebato de palabra —Yo cuando me fui de Ecomoda renuncié a más cosas de las que usted va a renunciar en su vida. Renuncié, al respeto por mi trabajo, a la confianza que me dieron los accionistas, a la oportunidad de crecer profesionalmente en una empresa a la que le dediqué más de dieciocho horas diarias de trabajo. —confesó ella haciendo una pausa abrupta tratando de controlar el desborde de emoción.
Daniel parpadeó con las cejas por lo alto. Aquello lo sorprendió genuinamente.
«Así que la inmunda oficina venía en paquete con explotación laboral. Ay, Armandito, Armandito»
Con lo mucho que Mendoza defendía su posición en la empresa, era incongruente el trato de quinta que le había dado a su mano derecha. La curiosidad de Daniel con respecto a la ruptura entre presidente y asistente crecía a segundos.
Beatriz, que estaba muy ocupada atajando las lágrimas, prosiguió sin notar la intriga en el rostro de Daniel.
—Renuncié a colegas que estimaba y me estimaban. Al sueño de mis papas de verme trabajar un un lugar respetable y distinguido. A mi ciudad, a mi casa. A los más sagrado para mí, que es mi familia. Y si de mi depende, nunca sabrán nada más de mi. Así que ya pare por favor. Pare con esta persecución, con este acoso inútil, porque no van a encontrar más ayuda de mi parte.
Daniel la vió reajustarse los lentes y percibió que la conversación estaba pronta por concluir. Su pequeña cartera de perlas que llevaba al hombro, estaba secuestrada en un agarre férreo como si se dispusiera a salir corriendo en cualquier momento. Para dónde exactamente, Daniel no sabía. Pero si terminaba haciendo que se tirara por la borda, Daniel tendría que seguirla al agua. No había garantía de que la volviera a encontrar de forma tan fortuita.
Vagamente pensó que tal vez en otras circunstancias se hubiese podido compadecer de la situación de la doctora—eficiente y leal trabajadora que tiene la desdicha de caer en manos de un incompetente jefe, cuyos únicos doctorados reales son en manipulación y engaño—, pero no, el destino los había puesto justo donde estaban. Divididos por la histórica rivalidad entre Daniel y Armando, y el insuperable embargo por decenas de millones de dólares.
Aparte, siendo muy honestos, la episódica empatía de Daniel siempre se había manifestado en dosis subóptimas.
—Muy sentido el discurso doctora, pero tiene que saber que si usted no nos colabora, no quedará más que proceder de manera judicial. Y si usted no se presenta a poner la cara ante esta situación, tocará de pronto buscar a alguien que si lo haga. ¿Su familia, quizás?—tanteó Daniel para calcular su reacción y aparentemente fue la peor cosa que pudo decir, porqué en vez de amedrentarla, la convirtió en una furia.
—Eso no se lo admito, Doctor Valencia. Esta persecución absurda es un atropello más que no pienso permitirles, si se tiene que arreglar de la manera judicial, así se será, pero no voy a permitirme ser victima de un chantaje tan bajo o que busque como involucrar a mi familia en cosas que me competen a mí. —Era la primera vez que había visto en Beatriz un genuino desprecio hacia su persona. Miedo, si. Terror, también. Enfado, molestia e irritación, seguro. Pero nunca desprecio, odio.
Daniel entendió que en todo este tiempo, no se había permitido ser tan personal con él.
Lo sorprendió darse cuenta.
No era tan cínico como para olvidar las incontables veces que había antagonizado a la doctora con cada visita a Ecomoda, y sin embargo no había sido recipiente de una mirada tan desdeñosa, como ahora que la amenazaba con involucrar a su familia.
Y lo curioso fue que en vez de encontrar un sentimiento homónimo en él, aquella reacción hasta le pareció admirable.
—Yo no pienso regresar a Bogotá. —repitió nuevamente Beatriz, sacándolo de sus cavilaciones. Daniel pensó que más que para él, lo decía para sí misma.
Habiendo perdido el ánimo por seguir contrariándola por el momento, decidió preguntarle de manera directa.
—Sabe una cosa Beatriz, no entiendo todo este acto de desaparición y esa marcada renuencia por no regresar a Bogotá, ¿será que hay algo más personal en juego? —dijo Daniel, tratando de provocarla, pero la mujer palideció muda con la pregunta. —Ese misterio por el que se decidió a entregar Armando, eso nunca lo explicó doctora.
Beatriz levantó un poco el mentón, antes de mirarlo con una determinación que hizo muy poco para disuadir a Daniel de abandonar el asunto.
—Yo no le debo ninguna explicación a usted ni a ningún otro ejecutivo de Ecomoda, doctor. Así que si me disculpa, me retiro. Buena noche.
Daniel, sin reparar en nada más terminar la conversación, alcanzó un brazo y la tomó por un hombro ligeramente para retenerla. Sin embargo, el rechazo de Beatriz fue tan abrupto, que al intentar huir del contacto la abandonada bebida que había sostenido la mitad de la noche terminó volcándose sobre su propio vestido. Algún coctel tropical y cólorido, que más que alcohol había sido una menjurje de colorizantes. Y que terminaron dejando una horrible mancha marrón sobre la brillante y delicada tela del atuendo.
Su rostro, evidentemente en contra de todos sus esfuerzos, rápidamente se descompuso en una visible mezcla de pánico y bochorno. Los pequeños ojitos castaños de la mujer vacilaban entre la masa de invitados al rededor y la ruina de su propio traje. Sin duda viendo con espanto y aprensión a los grupos de cámaras con las gigantes luces, que daban vueltas entrevistando de lado a lado. En segundos, la menuda figura de Beatriz empezó un titiriteo nervioso que no se decidía entre llanto o el desmayo.
Daniel, impulsado más por objeto de hábito y costumbres que por alguna noción de auto censura, rápidamente se despojó de la chaqueta de su traje y la cubrió. Si bien era cierto, siempre había sido menos que cortés intercambiando palabras con la doctora, no era tampoco ningún propósito ver a la mujer sufrir un infarto por culpa suya. Dios los librara a todos de que a Beatriz le pasara algo con el patrimonio de las familias aún en sus manos.
—Doctora, lamento lo de su vestido. No me esperé que su reacción fuera tan…sorprendente. —trató él de reparar la situación, aunque sus palabras cayeron en oídos sordos.
Beatriz, que aún parecía estar batallando por recuperar el semblante, clavó la mirada aturdida en el suelo, más no ofreció ninguna otra reacción.
Se encontraban a una moderada distancia del círculo de conversaciones, sin embargo, Daniel se reposicionó un poco, de tal forma que ella quedará algo oculta de la vista inmediata de cualquiera. Cuando uno de los meseros se acercó hacia ellos, discretamente se hizo de un paño y un vaso de agua.
—Señorita, tenga. Permítame y la acompaño al tocador. Afortunadamente, creo que nadie nos ha prestado atención desde hace un rato. —le insistió Daniel, mentalmente recordándose en no intentar cogerla nuevamente. Pero cómo estaba aprendiendo que era la naturaleza de aquella mujer, no hizo falta que siguiera tratando de socorrerla.
Cuando Beatriz finalmente reaccionó, lo hizo soltando un sonido extraño. Una mezcla entre un sollozo en seco y un resoplido sin humor. Daniel no pudo ponerle nombre. Era tan particular como la propia risa de la doctora.
Oculta por el capul y los empañados lentes, mantenía escondida su expresión, pero al menos el titiriteo de sus pequeños hombros había parado.
Daniel esperó un estallido de indignación, tal vez una cachetada o una lista de improperios. Aunque a conciencia no podía reconciliar ninguna de esas cosas con la mujer que tenía en frente. Fuera de los supuestos de Daniel, la reacción fue más bien anticlimática.
Sin aceptar el paño y el agua que Daniel le ofrecía, se enderezó y tomó un profundo suspiro con los ojos cerrados. Daniel observó que los parpados y el labio inferior, le temblaban nerviosamente, pero al menos había podido evitar las lágrimas. Cuidadosamente despojándose de la chaqueta que la cubría, devolvió la prenda a Daniel y tomó el vaso con agua de una de sus manos. Mientras él cogió la prenda en silencio y volvió a vestirse, la vió tomarse sin pausa la bebida entera.
Ofreció un pequeño gracias al volver el recipiente a las manos de Daniel, y con la espalda tiesa como una tabla se dispuso a marcharse. Sin palabras, sin reclamos, sin escándalos. Daniel parpadeó desencajado y un segundo luego se apresuró tras ella.
—Doctora Pinzón, por favor, espere—
—Doctora—
Beatriz se volteó tan repentinamente que por poco y ambos colisionaron. Recuperándose del sobresalto, Daniel notó que entre ambos su mano se había extendido sosteniendo una pequeña tarjeta de presentación. Hotel Las Américas. Una de las acomodaciones oficiales para el staff del reinado, según le había comentado Vásquez. Extrañado alcanzó el papel. Tenía escrito a punta de bolígrafo, un número de habitación y una extensión de teléfono en la parte trasera.
Daniel levantó la vista hacia la mujer cuando la escuchó aclararse la garganta.
—Mañana. —dijo muy resolutamente, pero evitó mirarlo a los ojos. Daniel sintió su mirada pasarle por encima de un hombro. Cuando continuó, enunció cada palabra lentamente pero con firmeza. —Resolveremos esta situación de una vez por todas. —la escucho asegurarle al tiempo que Daniel guardaba la tarjeta en su saco.
—Revisaré mi agenda—
—Mañana. —volvió a repetir, esta vez viéndolo directamente a los ojos. A pesar de su apariencia descompuesta, el tono en su voz no dejaba espacio para argumento. Quizás era por el enojo, por el rencor o por la indignación, pero la tenacidad en su semblante irradiaba una confianza que lo sobrecogió. A Daniel no se le ocurrió decir nada más. A pesar de la sospecha que aún sentía por la mujer, sintió que si Beatriz le aseguraba que mañana iban a resolver todo, entonces mañana así sería.
—Ah, y si por alguna razón, alguna otra persona que no sea usted doctor, se pone en contacto conmigo, esta…tentativa de negociación acabo. ¿Entendió? Me voy.— Daniel asintió casi en automático. Beatriz buscó en su mirada por unos segundos más y encontrándola satisfactoria, dió la vuelta y se despidió—Buena noche.
Daniel, todavía algo aturdido por la última parte del intercambio, sacó la tarjeta del hotel y le dió vueltas por mucho tiempo después de verla partir. Esa noche no se volvieron a encontrar ni cuando la fragata finalmente regresó a puerto.
—Betty, se me había perdido. La busqué por todas partes. —Catalina saludó a su asistente con los ojos todavía puestos en el círculo que acababa de abandonar. En un segundo había distinguido entre los invitados, la carrerilla de Beatriz en dirección al tocador.
—S-si. No se preocupe, doña Catalina. E-está todo bien. —la trémula voz con que escuchó responder a la mujer, hizo que Catalina se enfocará en ella en seguida. Lo que encontró fue a una Beatriz sumamente pálida y con una rigidez que trataba de ocultar con el cuerpo ligeramente girado hacia el costado. Rehuía la vista de Catalina, y cuando la mujer se acercó un poco más para saber que pasaba con ella, se percató de la mancha en el vestido.
—¡Por Dios, Betty! ¿Qué le pasó? ¿Se tropezó? ¿Se hizo daño?—la urgió a explicar mientras discretamente la tomaba por un brazo y tratando de esconder la mancha con su mismo cuerpo, la dirigió rápidamente al tocador.
Cuando llegaron, la estancia estaba afortunadamente vacía. Beatriz, que sintió que las piernas no le colaboraban un segundo más, se sentó en una banquilla acolchonada entre el lavabo y la batería de sanitarios. Le temblaban las manos y sintió el sudor frío en la nuca, el estomago le daba aún vueltas.
—Betty, dígame si necesita alguna cosa, por favor. La veo muy descompuesta. —dijo Catalina sentándose a la par de ella y tomándole una mano delicadamente. Para sentirle el pulso agitado y por un poco de confort. En la pequeña cartera, el móvil no paraba de sonarle, pero la mujer no hizo intentos por atender. Esperó el silencio de Beatriz, mientras vió a la pobre obligarse a tomar bocanadas de aire y controlar la energía nerviosa que le había provocado aquel encuentro.
—El doctor... —murmuró Betty apenas. La incredulidad ante su mala suerte, le estranguló por un momento la confesión.
—¿Cómo dice, Betty?
—El doctor Daniel Valencia. —dijo con más firmeza—Está aquí. Me vió. Hablé con él. —Catalina la escuchó con asombro, llevándose un mano a la boca como para callar un jadeo de espanto.
—N-no se preocupe doña Catalina. No sabe que estoy con usted. Yo no le dije nada. —agregó rápidamente Betty y mientras Catalina trató de recomponerse del asombro, encontró extraña la urgencia con la que trató de asegurarla que no la había involucrado. Inmediatamente luego, pensó que tal vez no era otra cosa sino su costumbre arraigada a ser escondida. A ser un secreto. Catalina la tomó por ambas manos.
—Betty, quiero que entienda algo por favor. Usted no está haciendo nada malo estando conmigo, ni yo tampoco estando con usted. —Beatriz la escuchó con los ojos abiertos como platos y trató de luchar con los sentimientos que la abrumaban cada vez que la mujer le hablaba con tanta consideración. Catalina, que notó con discreción el ligero temblor en las manos de su asistente, trató de alivianar la situación un poco. —Además Betty, esto no es ese pequeño rinconcito que era Ecomoda. ¿Si se acuerda que el capitán y yo somos amigos? Vea, si yo se lo pido, echa a cualquiera por la borda, así que no se me amedrante.
Ambas rieron con el disparate y Catalina se alivió al ver regresar un poco de color al semblante de Betty. Se levantó al lavabo y aprovechando que habían unos vasos organizados sobre la encimera, llenó uno con agua. Regresó a la banca ofreciendo el agua a Betty, mientras con mucho tacto la volvió a cuestionar.
—Dígame Betty, ¿qué le pasó con el vestido?¿se ha hecho daño?¿Le hizo daño él?—indagó serena aunque internamente batallaba con la indignación en favor de la joven.
—N-no, no, no. Cómo se le ocurre, doña Catalina, el doctor Valencia no es de esos. —se apresuró a aclarar Betty, y soltó una risa que más que otra cosa era puro nerviosismo e incomodidad. Catalina por su parte, mantuvo un semblante reservado.
—¿Está segura, Betty?¿No me estará mintiendo? —insistió una vez más mientras veía a su asistente negar efusivamente con la cabeza.
—No, señora. Yo con esas cosas no juego, doña Catalina. —dijo, mientras se llevaba la mano a la boca en un gesto solemne de juramentación. Catalina sintió alivio.
—Bueno, entonces yo le creo. —soltó la mujer finalmente con una sonrisa y Betty igualó el gesto como por inercia. Las manos con las inquietamente acariciaba el vaso sobre el regazo se detuvieron cuando Catalina le exigió una explicación nuevamente. —Pero dígame, ¿que pasó? —preguntó y Betty tomó una bocanada de aire para poder dejar salir todo aquello.
Cuando terminó, confesando que le dejó una tarjeta del hotel al doctor, Catalina no dijo nada por un momento. Cuando volvió a hablar, lo hizo tomando nuevamente una de las manos de Betty.
—¿Entonces, lo va a ver mañana? —Betty, viendo las manos que sostenían la suya, notó la elegante manicura de Catalina y la sencillez con que llevaba sus propias manos. Por un segundo se preguntó qué haría la mujer si fuera ella, si fuera Betty. Pero el pensamiento terminó esfumándose en el mismo segundo que llegó.
«Doña Catalina nunca hubiera hecho lo que yo hice. Nunca estaría con un hombre casado»
—Pues eso le dije, pero no sé. La verdad es que no quiero volver a ver a esa gente. Quisiera salir corriendo. Irme lejos. —confesó en cambio Betty. Catalina la vió y trató de suavizar su tono antes de poner las cosas claras sobre la mesa. Valoraba a Betty como profesional, pero por la convivencia en los últimos par de días, creyó sin temor a asegurarse, que la joven tenía más valor para ella que el de una simple asistente.
—Bueno, Betty, yo sé que le dije que la necesito, y sin duda me voy a complicar un poco sin usted a mi lado, pero en vista de lo que pasó, no vaya a sentirse atada por mí. —ofreció la mujer genuinamente, con su característica asertividad.
Betty sintió que las palabras la despertaron de una ensoñación.
—No, no, no, doña Catalina. No vaya a pensar que le voy a dejar el trabajo botado—Betty se rió por lo bajo, sintió que desde que había aterrizado en Cartagena, todos los días le había renunciado a la publicista de una u otra forma. La apenaba profundamente la imagen que la mujer podría estarse haciendo de ella. Catalina, que adivinó lo que atormentaba a su asistente, simplemente negó con la cabeza con mucha indulgencia. Betty continuó—Es cierto que no me esperaba encontrarme con ninguno de ellos nuevamente, pero no crea que no me doy cuenta que muchas cosas quedaron inconclusas. A parte, yo si tengo responsabilidad, con todo eso.
—¿Entonces va a ayudarlos?
La preguntó quedó en el aire unos segundos. Betty volvió la vista a su regazo donde sostenía el vaso, y a pesar que había fijado una cita con el doctor, no fue hasta en ese momento, junto a Catalina que considero la cuestión con total honestidad.
—Pues supongo que es parte del karma que tengo que pagar.
—Bueno, Betty. Recuerde que el karma, no solo es tormento. Nos ayuda a recobrar nuestra luz. A estar completos. Piénselo muy bien, pero aún así recuerde, las cosas tienen que cambiar.
Betty asintió en silencio mientras vió a la mujer salir del baño con la promesa de traerle algo para cambiarse. Sola frente al espejo, la mente le viajó a ese momento justo antes de entrar a la sala de juntas aquel día. Betty supo que las cosas ya habían cambiado en el mismo segundo que abrió esa puerta.
