A diferencia de la mayoría de visitantes sacando ventaja del sol mañanero, Daniel pasó lejos de las vistosas terrazas y de las cómodas sillas veraneras, que se inclinaban plácidas bajo los coloridos parasoles en la entrada del hotel. Con andar diligente, entró por el imponente pórtico del edificio y se sentó a esperar a Beatriz dentro del lobby.

En lo amplio del vestíbulo, apenas y habían unas cuantas personas. Huéspedes en poca ropa, sin duda en tránsito a disfrutar de la playa cuando aún el clima no llegaba a su cúspide castigadora. Discutían de buen humor, en una cacofonía de multilingüismo, que no hacía falta desenmarañar para otorgarle fiel interpretación.

«Turistas embelesados por las bellezas del trópico»

Todo en todo, una réplica muy fiel a lo que publicitaban los folletos de bienvenida.

Claro, y luego estaba Daniel Valencia.

Con su traje negro de ejecutivo, la gomina del pelo desertándolo a cuenta de gota por el bochorno, y el semblante de muerte que confesaba la poca disposición que tenía para estar ahí.

El hombre realmente desentonaba con aquel paisaje, como chorro de agua en aceite. La curiosa ocasional mirada de los viajeros, haciendo poco para alejarlo de su incomodidad.

«Danielito, danielito, esos trajes de sepulturero, ¿ya los compras al por mayor o simplemente te los regalan en las tiendas cuando te ven la cara? ¿Tu sí sabes que hay, no sé, chorrocientos mil colores más en la industria textil? Por que no te pasas por donde la abeja reina de Lombardi y le pides una carta de colores, o bueno, ya que vas por allá, ¿porqué no mejor te confeccionamos tu capa oficial de vampiro? Al menos eso le explicaría a la gente por qué siempre andas vestido como una parca, ¿no crees, hombre?»

La insidiosa voz de Mendoza en su cabeza, lo hizo chasquear la boca fastidiado.

Se abanicó sutilmente las solapas de la chaqueta, y repasó una mano por la frente para arreglarse un mechón de pelo extraviado. En la estación de recepción, el gran reloj de agujas marcaba las nueve en punto.

Técnicamente, la cita aún no se había retrasado aún, si acaso la intransigente puntualidad de Daniel jugaba otra vez en su contra. Con lo acostumbrado que estaba a ser prioridad en la agenda de cualquiera, que la doctora no estuviera ya esperándolo le pareció algo deliberadamente desafiante.

«Sin duda, se estará desquitando las de ayer»

Con cada repiqueteo de las agujas, sentía el humor írsele al infierno.

Para cuando sintió encima otra vez la inspección del grupo bullicioso en la distancia, no tuvo reparos en fulminarlos con la mirada. El círculo de personas que aptamente interpretó el visaje universal de hostilidad, discretamente se reinstaló un poco más lejos.

El terrible genio que se le estaba fraguando no vaticinaba una reunión placentera .

Finalmente—y quizá por motivo de evitar que siguiera intimidando gente—, un mozo lo abordó donde estaba instalado. Daniel le proporcionó el nombre de la doctora y le indicó que avisara prontamente a su cita que había llegado.

Antes de que el mozo girara rumbo a los telefonistas, ordenó también un espresso martini.

Ante el pedido, el uniformado, que a cercana inspección era aún más niño que hombre como tal, ojeó discretamente el pequeño reloj que llevaba en la muñequilla. Daniel notó a todas luces la osada recriminación que escondía el gesto y se imaginó que estaría quizá a escasos segundos de soltar algún comentario fuera de lugar. Claro, que al percatarse de la severa mirada que Daniel envió en su dirección, muy juicioso se retiró en silencio modestamente.

Por naturaleza, Daniel Valencia no era un hombre histérico o neurótico—al menos no como el desequilibrado payaso de circo que era Armando Mendoza—, pero aún en el mejor de los días, no se asomaba ni de lejos a ser simpático. Y de esos buenos días, Daniel no tenía desde la última junta directiva en Ecomoda.

Peor aún, parecía en los últimos días estar adquiriendo el hábito de apilar tragedias. La noche anterior se le había ido la hora repasando las proyecciones de inversión que había comentado con Vásquez. El amanecer lo había cogido en dos pestañazos. Se había venido a encontrarse con Beatriz, de mal genio y trasnochado.

Un error estratégico grave, y de principiante.

Con la explícita franqueza con la que solía sopesar sus acciones, se dió cuenta desde que se sentó a esperar, que realmente no estaba en la mejor forma para tan semejante tarea que iba a ser hablar con la doctora.

En la noche, en medio de cálculos y revisión de informes, había contemplado la posibilidad de llamar a Roberto. Se había imaginado la conversación al teléfono, la revelación y el consecuente asombro al otro lado de la línea, la ligereza al delegar tan agobiante compromiso.

Liberador, pero solo había sido un ejercicio mental. Y aunque se intentó a decir a sí mismo que el riesgo a que la mujer escapara fue lo que detuvo su mano, lo único en lo que pensó viendo el techo en el hotel fue la mirada cansada de Roberto.

No había nada que hacer. Los dados ya habían rodado.

«Tremenda suerte la de Ecomoda»

El mozo regresó con la bebida y trató de recomponerse.

No podía estar más descolocado para la negociación y aún la cosa no había empezado. Necesitaba la cabeza fría y el traje lo tenía dentro de un infiernillo. Incluso creyó tener un poco de arenilla dentro de las medias cuando estiró las piernas para relajarse.

Daniel se rebatió en el asiento y se abanicó las solapas de la chaqueta. Bebió un trago largo del coctel y volteó la vista al reloj. La cita ya estaba en tiempo.

Cuando sacó los ojos de recepción, finalmente vió a la mujer bajar las escaleras del gran vestíbulo. El segundo trago se le quedó suspendido a mitad de camino y se enderezó en la silla con perplejidad.

«No lleva el capul»

Definitivamente habían detalles más notables, pero ninguno lo impresionó más como el cambio de peinado.

No había nada de intricado en la cuestión, simplemente se había amontonado los rulos sobre la cabeza en una floja moña. Sin gomina, al natural. Capul y todo.

Daniel se imaginó que sin duda habría sido por el clima; el mismo bochorno que lo tenía abanicándose cada dos que tres. Una reconfiguración funcional, por así decirlo. Ciertamente, el descuido con el que le caían algunos mechones rebeldes por la nuca, no traicionaban ni pizca de vanidad. Aquello no era un nuevo estilo per se.

Aquello era fortuito choque de circunstancias.

El sol y la humedad de Cartagena habían hecho, lo que aparentemente ningún estilista en Bogotá había podido hacer por Beatriz. Desaparecer de tajo aquel peinado de espanto.

Claro, que otra cosa también era el blanco y sencillo conjunto de bermudas y camiseta sport que traía encima. La selección le colaboraba más que las desconcertantes combinaciones de colores con las que solía aterrorizar en Bogotá. Y hasta los blancos mocasines eran una mejora a las extrañas zapatillas que parecían como manifestadas por una máquina del tiempo.

Visto todo en conjunto, un look muy regular.

Algo que nadie en su círculo consideraría como sobresaliente o de gusto distinguido. Puesto en contraste con los pequeños bañadores que parecían ser la norma en Cartagena, terminaba hasta siendo aburridísimo. Del tipo que no hacían a nadie reparar dos veces en una desconocida. Quizá y hasta del tipo que pudiera uno pasar como uniforme del personal de servicio.

Y sin embargo, Daniel sonrió sardónicamente, contrariado con él mismo.

Estaba dividido entre el menosprecio que corría en sus pensamientos y la reacia apreciación con la que observó a la mujer de pies a cabeza mientras se dirigía a él.

Dió gruesos sorbos al coctel.

Aún llevaba las pesadas gafas de marco anticuado, los metálicos brackets y el andar no era otra cosa más que descompuesto y errático. Todo lo usual que Daniel ya conocía de sobra, y a lo que intentó enfocar su atención, pero quizá por exposición rutinaria, todo eso ya había comenzado a perder su factor de espanto. pero que no hacía nada para menguar los nuevos detalles que saltaban a la vista. y que por exposición rutinaria, venía perdiendo el factor espanto.

No encontró alivio, si acaso resaltaban más otros detalles.

El bronceado que traía encima por ejemplo, cómo si hubiese pasado días en la playa. El sol había dejado en las mejillas de Beatriz, un rubor lustroso que le dejaba el rostro más fresco. Y la boca, seguro por la brisa salina, la traía de un colorado febril, que atraía como por magnetismo los ojos de Daniel. Una y otra vez.

Una gama de nuevos matices, que en medio del estupor pasmoso en el que había caído preso, le parecieron estimulantes.

Daniel se aclaró la garganta desconcertado. Se aflojó un poco la corbata y todavía a ciegas se reajustó los gemelos de plata en la manga de la camisa.

La cosa se había descarrilado muy rápido y no supo dónde.

Dió el último sorbo con avidez y apartó decididamente la mirada. De su pequeño lapso de juicio apenas se permitió concluir una cosa.

«A esta mujer, Bogotá le va fatal»

De la misma forma que a Daniel le venía Cartagena, en su oscuro traje de lino doble forro y zapatillas estilo oxford, a más de treinta grados centígrados de temperatura y entreteniendo episodios de demencia.

Para cuando la doctora eventualmente lo alcanzó en la mesa, Daniel estaba más tenso que los cables del Golden Gate.

—Llega tarde. —la recibió Daniel de forma abrupta. El fastidio, que si bien tenía que ver con la mujer, no era ni de lejos por el retraso.

Ella lo vió con ojos pasivos mientras tomaba asiento, aparentemente no la sorprendió su actitud antipática. Fue un alivio para Daniel, que la naturaleza de su hostilidad no demandara explicación. Mejor aún, que no levantara sospecha.

—Disculpe la tardanza doctor, pero tengo otros compromisos a los que atender acá. Mi tiempo es muy limitado. —El tono de Beatriz no denotó ni enfado ni fastidio.

La tranquilidad mortificó a Daniel, que aún se sentía víctima de una singular agitación, que lo tenía tamborileando los dedos en una pierna por debajo de la mesa.

—¿Usted cree que yo andaré vacacionando por acá, doctora? Con Ecomoda en el estado en que la dejaron usted y Mendoza. —replicó, sin reparos en contener su mal humor. La energía nerviosa que lo recorría saliéndosele de la boca a insultos.

Era un sentimiento extraño, verse a sí mismo auto sabotearse de forma tan escabrosa.

Ella lo vió por unos segundos, volvió la vista a sus propias manos sobre la mesa y decididamente se puso de pie.

—Es evidente doctor Valencia, que está conversación no va para ningún lado. Y no estoy interesada en repetir otro altercado como el de anoche. Si me disculpa. —Daniel apretó los dientes, pero se obligó a levantar una mano en un gesto conciliador. Beatriz se detuvo.

—Doctora, siéntese. Por favor.

Afortunadamente, la mujer se sentó a la mesa. Aunque su semblante no regresó a lo plácido que había sido cuando recién había arribado.

Como por intervención divina, el mozo regresó a limpiar la bebida de Daniel, aliviando un poco la incomodidad.

El hombre, después de recoger la copa de coctel y repasar un limpión por la mesa, extendió un menú a la mujer mientras le preguntaba solícitamente si le apetecía la misma bebida de la última vez. Ella, aparentemente sorprendida por la memoria del empleado, abandonó toda pretensión de leer la cartilla y le dedicó una animada sonrisa confirmando la orden.

Jugo de mora.

Daniel levantó una ceja sorprendido.

María Beatriz había tenido una afición por la mora hace algunos años. De cuando se castigaba con los diez mil regímenes de dietas antes de su infatuación por el bisturí.

«Una palabra hermanito, colágeno. ¡Colágeno! Aunque con lo poco que te ríes, no me imagino que te salgan arrugas pronto»

La extraña coincidencia lo enfocó.

Nadie necesitaba más la reestabilización de Ecomoda, que su propia hermana. Daniel contuvo un estremecimiento al imaginarse la inevitable invasión de María Beatriz a su apartamento, si los fondos como accionistas terminaran por suspendersele.

«Ni Dios quiera»

Cuando el mozo volteó en dirección de Daniel, únicamente pidió un vaso de agua carbonatada.

Otra vez solos, Beatriz ojeó discretamente el reloj que llevaba encima y Daniel, con más templanza, se dispuso a empezar con todo aquello.

—Cómo usted se podrá imaginar doctora, en esta reunión voy a tomarme la atribución de hablar en representación de la junta directiva. Aunque claro, no es una representación oficial como tal, con todas las restricciones que usted ha impuesto.—Beatriz torció la boca con incomodidad, y Daniel hizo un esfuerzo por evitar más provocaciones. Cuando continuó, lo hizo con más aplomo. —Espero que entienda que está no es simplemente una plática casual y que lo que aquí discutamos, puede tener repercusiones legales. ¿Si estamos en la misma página, doctora?

Beatriz asintió con la misma gravedad en su semblante. Se reacomodó los lentes y con mucha calma, como eligiendo meticulosamente cada palabra, contrapuso sus pretensiones a las de Daniel.

—Entiendo doctor Valencia, que está plática entre nosotros la están teniendo el accionista representante de Ecomoda y la representante legal de Terramoda. Sin embargo, yo no pienso comprometerme con nada que implique un compromiso legal, sin mis abogados presentes y solo si mis compromisos actuales aquí en Cartagena, no se ven afectados.

Daniel la observó con irritación y algo de renuente admiración. Hablar con ella siempre había sido como un juego de cartas. Intriga y estrategia. Entretenido hasta que a uno le toca padecer ver al azar vencer a la destreza.

Y para el infortunio de Daniel y toda la junta directiva, ya todas las estrellas se habían alineado a favor de Beatriz. No tenían mas aces bajo las mangas, solo les quedaba por acomodarse a las peticiones de la doctora.

Más grave aún, Daniel se imaginó que la mujer debía estar consciente de su buena mano.

—Entiendo la parte de los abogados, yo pienso lo mismo que usted. Sin embargo, esencialmente lo que vengo a negociar es su regreso a Bogotá. El proceso de traspaso necesita ejecutarse cuanto antes, así como la interrupción del proceso de embargo. Y para ambas cosas, no hay otra forma que no sea contar con su presencia.

Beatriz estrujó las manos y se rebatió en su asiento incómoda. Era evidente que Bogotá se había convertido en su palabra menos favorita.

El mesero regresó con ambas bebidas, y la doctora agradeció la pauta, dedicándole al mozo una tenue sonrisa. El hombre, que desatendidamente colocaba el vaso frente a Daniel, correspondió el gesto con una mirada más bien acicalada. Mientras la mujer tomaba con avidez de su refresco, Daniel lo vió tomarse más tiempo del necesario en pulir la mesa.

Trataba de capturar la mirada de Beatriz, pero los ojos de ella se habían clavado firmemente en las gotas de condensación que el vaso había dejado en la mesa. Con la punta de uno de sus dedos las iba recogiendo de una a una con la concentración absorta, mientras el trapo del mozo pasaba y repasaba.

La mirada de Daniel bailó del trabajador a la doctora, de ida y regreso varias veces, pero no podía hacer ni pies ni cabeza de aquello. Finalmente, viendo que el hombre no tenía reparo en la impertinencia, Daniel terminó despidiéndolo toscamente con un bullicioso carraspeo de garganta.

Al otro lado de la mesa, Beatriz, que no notó ni lo uno ni lo otro, cuando el mozo partió, se apartó de la bebida y regresó como si nada a la conversación, enfocando nuevamente la atención de Daniel.

—Mi regreso a Bogotá, no es negociable doctor. Ya le he dicho que no pienso regresar. En todo caso, sobre lo del asunto del traspaso, si es necesaria mi colaboración más allá que tenga que firmar algún papel, tendrá que ser cuando acabe mis labores en Cartagena.

De nuevo, la doctora imponía sus condiciones.

—¿Y cuales son esas labores que la retienen acá? ¿De cuanto tiempo estamos hablando? —trató de averiguar Daniel. Se convencía cada vez más que el misterio detrás del auto exilio de la doctora, si bien podía ser personal, tenía a Ecomoda como telón de fondo. Sin esa información, era como ir a ciegas.

Negociaba para perder.

Como era de esperarse, Beatriz, recomponiéndose las gafas, volvió a evadir sus inquietudes escuetamente.

—Esa es información personal que no estoy obligada a decirle.

Daniel rió con sarcasmo. Su limitada paciencia extinguiéndose con la ambigüedad de todo aquello. Nunca acostumbró a rezarle a santos de causas perdidas.

—No, pues, que disposición a negociar más óptima. Primero me amenaza con desaparecer si me contacto con la junta directiva, luego que no va regresar a Bogotá, no me asegura del todo si nos colabora o no, pero que si lo hace, será cuando usted disponga en un indeterminado periodo de tiempo que no va a decir. —las palabras de Daniel, que no llegaron a ser gritos, aún así atrajeron algunas miradas al rededor.

El negro traje fuera de lugar, la rigidez de su postura y la tosquedad con que se quebraban sus reclamos sobre la pasiva mujer, no pintaban una reunión muy tranquila. Tampoco ayudaba el hecho que Beatriz, al otro extremo, se hubiese atrincherado en su asiento con el jugo de mora secuestrado a la altura del pecho, mientras a sorbos lo había empezado a ver con ojos nerviosos.

Daniel trató de reinar la hostilidad de su tono, pero al final no pudo evitar que las palabras salieran cargadas de reproche.

—Le sale más sencillo doctora, decir con todas las letras que no piensa entregar la empresa. —Beatriz finalmente se enderezó un poco con la acusación. Volvió el jugo a la mesa y buscó la mirada de Daniel antes de contestar.

—No tengo ningún interés en quedarme con Ecomoda. Si lo tuviera, créame que no estaría aquí. Tratando de sobrevivir esta reunión con usted ¿no cree? —lo increpó resuelta y Daniel se colmó con el agua sobre la mesa, para evitar responder con la misma ironía.

Era evidente que si la antipatía seguía entre ambos, iban a estar dando círculos toda la mañana. Aún le hacía falta empacar antes del vuelo, y había quedado con algunos ejecutivos de anoche para un almuerzo de negocios.

Y por supuesto, que la necesitaban para levantar el maldito embargo, y la plática no había avanzado ni un condenado milímetro.

«Necesito otro enfoque. Tiene que haber algo»

Beatriz, aunque a primeras parecía ser una persona muy frágil, nunca había sucumbido ante las amenazas. Lo sabría él, que se había pasado toda la presidencia de Armando tratando de intimidarla, que la había visto rechazar ochenta mil dólares y que incluso había sido testigo de cómo levantaba el telón en aquel teatro de espanto yendo contra la voluntad de su idolatrado jefe.

Ni el infame encantador de serpientes que era Armando Mendoza—con su lengua de plata y sonrisita de infarto—, había conseguido imponer su voluntad. A Daniel le había quedado claro en la junta directiva, que la mujer tenía un carácter de miedo.

Por otro lado, su sentido de la ética, que decir, era algo más que extraviado.

No había aceptado un soborno, pero si había falseado informes por meses. No había pedido nunca un aumento, pero había comprado un auto de cincuenta mil dólares. Y claro, para confundir más, al final del día, lo había devuelto.

Daniel le dedicó una mirada en el otro extremo. Bebiendo su jugo y ojeando furtivamente el reloj en su muñeca, no podía verse más inofensiva. No como la mujer que había fraguado un embargo clandestino.

«Una paradoja hecha carne y hueso»

No trataba de ocultar su impaciencia, pero tampoco hacía nada para abandonar la mesa. No se imaginó que fuera por consideración para con él o con la junta directiva, así que otro motivo debía existir que la retenía aún.

Pensó de repente en un juego de rompecabezas mecánicos que Roberto le había regalado hace años. Piezas que ensamblaban un cubo de madera, solo colocadas en cierto orden y de cierta forma, a pesar que todas tenían las mismas dimensiones. Había pasado meses partiéndose la cabeza, y en realidad una vez que Roberto le había enseñado el mecanismo, la solución era muy sencilla a pesar de la complejidad del sistema.

En medio de las contradicciones, una única cosa definía a Beatriz. Tendría que existir una única cosa para explicar esa maraña de contradicciones.

De un momento a otro, Daniel pudo imaginarlo.

«No es tan inteligente como pensaba. Es más optimista que inteligente»

«Soy más leal que inteligente»

Ocultó una sonrisa llevándose la bebida a la boca.

—Doctora, dígame ¿nos queda alguna opción sin usted? ¿Deberíamos simplemente paralizar Ecomoda?—preguntó finalmente Daniel.

La pregunta la conmocionó y eso confirmó sus sospechas.

Leyendo la consternación en su rostro, fue evidente que a pesar de las tensiones, la mujer no había dedicado tiempo a considerar lo muy real y cercana que estaba la empresa de la ruina.

—Beatriz, usted más que nadie sabe cuantas personas dependen de la operatividad de la empresa. ¿Todo ese discurso romántico sobre sus colegas, era mentira? O es que no ha reparado en pensar que si quebramos, no solo la junta de accionistas, sino que más de mil puestos de trabajo se irían a paro también.

Ella tomó un trago de su jugo de mora y se limpió delicadamente con una servilleta. Daniel alcanzó a distinguir un poco de la sorpresa que trató de disimular agachando la mirada. Aparentemente había dado en el clavo.

—Usted, ¿acaso está tratando de manipularme, doctor?

—No, doctora. No es esa mi intención.—Beatriz lo miró con recelo y Daniel se rió secamente antes de sincerarse con la mujer—Más que nada Beatriz, por que creo que mis probabilidades de éxito, son mas bien imposibilidades. Me imagino que hasta usted ya lo habrá notado, que yo no tengo los mismos talentos que Mendoza.

La confesión quedó un momento entre ambos, y Daniel vió el ensombrecido rostro de la doctora sopesar las palabras, con la vista nublada en la lejanía. No pudo interpretar su reacción pero supo que el pesado silencio, era equipaje de la misma maleta en la que había atrancado el misterio de su exilio.

Inclinándose un poco sobre la mesa, Daniel la atrajo nuevamente a la conversación.

— Le pregunto ahora, doctora, si usted está realmente dispuesta a llevar está crisis a su punto máximo. Porque Beatriz, no nos queramos engañar, Ecomoda está en cuenta regresiva y para bien o para mal, usted es la única que puede detener el reloj.

La mujer se quedó unos segundos pensativa y Daniel repasó su semblante detenidamente esperando la moneda caer de un lado u otro. Cuando la mujer contestó, su voz apenas llegaba a los oídios de Daniel.

—No, claro que no. No quiero que Ecomoda quiebre. De alguna forma, yo le tomé mucho cariño. A la empresa. A mis compañeras de trabajo. A mucha gente allá.

Daniel sintió la tensión extinguirse un poco. Al menos había encontrado la poca buena voluntad que aún le quedaba a la doctora. Se recostó en el respaldar de la silla, mientras ella continuó de forma vacilante.

—Doctor, déjeme preguntarle una cosa. ¿La junta directiva tiene alguna estrategia para proteger Ecomoda si el traspaso se efectúa? Porque en el momento que el traspaso sea efectivo, los acreedores se harán de la empresa. La empresa va a quebrar, incluso más rápido que siguiendo bajo mi poder.

—Dígame, ¿acaso no le parece un absurdo que siguiéramos operando tranquilamente, con la incertidumbre de tenerla a usted con absoluto poder para hacer y deshacer a su antojo?—Daniel bufó con incredulidad. Era imperativo que las familias tuvieran el control de la empresa. Era la única forma en la que podría sacar lo poco que quedaba de su capital de aquel alboroto tan espantoso.

—Sólo me refiero doctor, que sin un plan para respaldar la deuda, el traspaso sería la ruina inmediata de Ecomoda. Bueno, al menos que la junta directiva afrontara los saldos con su patrimonio particular. Pero me imagino doctor, que esa opción es un absurdo aún mucho mayor ¿o me equivoco?

Daniel no dijo nada porque la respuesta en realidad era más que obvia, y primero lo cogían muerto antes que confesarle a la doctora que aún cuando sumaron todos los activos entre los socios, no cabía ni para cubrir un tercio del endeudamiento.

Además con el acceso que Mendoza le había otorgado a la mujer sobre las finanzas de todos, poca falta le hacía a la doctora dar tales saltos imaginativos

Beatriz sonrió con incomodidad mientras hacía una pausa para tomar otro trago de su bebida. El tintineo del hielo en el cristal anunciando que se le había agotado.

Como invocado por el sonido, Daniel vió al mozo en la distancia encaminarse hacía la mesa y antes que arribara lo despidió con un gesto descortés.

Confundida con la señal, Beatriz giró la vista hacía atrás buscando la distracción de Daniel, pero el hombre ya había dado la vuela tras un pasillo de servicio. La mujer se giró nuevamente, y aclarándose la garganta un poco, prosiguió con su explicación.

—En todo caso, lo más conveniente para la empresa sería mantener la figura jurídica y tratar de renegociar con los bancos nuevos plazos, claro, siguiendo las nuevas estrategias de quien asuma la dirección. Pero bueno, esa ahora es tarea de Don Roberto, supongo.

No había como refutar aquello. Efectuar el traspaso era beber de la copa envenenada. Entre los acreedores y Beatriz, tenían más suerte con la mujer, que aún parecía atesorar su tiempo en Ecomoda. A los bancos que iban a importarles mil y tanto de Bogotanos en paro.

«¡Maldita sea!»

Daniel se liberó completamente de la corbata de un tirón como había fantaseado hacer desde que salió de su hospedaje. Luego de desabotonar los dos primeros botones de la camisa, la tomó y meticulosamente la dobló, guardándosela en el bolsillo interno de la chaqueta. Distraídamente notó que la mujer, ante el espectáculo, lo miraba con curiosidad bajo las pesadas gafas. Sin embargo, la atención de Daniel estaba en otra parte, en las palabras de Roberto que regresaban a atormentarlo.

«Quieren a Beatriz, Daniel. Solo confían en ella»

Con cada posibilidad que iba extinguiéndose, era evidente a los ojos de Daniel cuál era la única solución que tenía que negociar. El regreso de Beatriz a Bogotá, pero no solo para detener el embargo.

«La presidencia. Ella tendría que asumir la presidencia de Ecomoda»

Daniel la observó en silencio por largos minutos.

El sudor le escurría por la espalda dentro de la camisa, podía sentir la gomina del cabello cediendo la batalla ante la humedad de la costa y estaba mas o menos seguro que no únicamente dentro de las medias, sino también en su ropa interior, algo de arenilla de mar se había colado quién sabe cómo.

Estaba fastidiado por el calor, por no estar en Bogotá cerrando negocios que tanto necesitaba, pero sobre todo, por la inutilidad de la negociación cuando sus las únicas opciones era algo malo y algo peor. La conclusión del asunto era tan terrible como irremediable.

—Entonces, estamos donde empezamos. Entre el vacío total, y una espada desenvainada apuntulándonos la espalda. —respondió Daniel, con más acidez de lo que pretendía. —En todo caso, es necesario que usted regrese a Bogotá para detener el proceso de embargo antes que el juez falle a favor de Terramoda.

—Realmente estamos donde empezamos doctor, porque a como le dije temprano mi regreso no es negociable. —antes que Daniel pudiera soltar palabra, Beatriz levantó una mano conciliadora para contenerlo —Sin embargo, puedo comprometerme a que mis abogados hagan lo posible por frenar el proceso de embargo. Sobre el traspaso de Ecomoda y la exploración de estrategias para que la figura jurídica se mantenga hasta que la empresa pueda saldar sus deudas, puedo comprometerme a colaborarles sólo después de haber terminado mis obligaciones aquí. Más o menos en una semana.

Daniel se sorprendió al escuchar la información, que hubiera establecido un límite de tiempo ya era algo más que la nebulosa noción inicial con la que habían empezado. Decidió no insistir más por el momento acerca del asunto de regresar a Bogotá.

—¿Qué garantía me ofrece, doctora? ¿O acaso espera que me fíe de la solidez de su palabra?

—No, claro que no. Voy a contactarme con mis abogados hoy mismo y a solicitar una reunión de emergencia con ellos. Voy a proponerles que viajen hasta acá para que podamos vernos cara a cara, evidentemente usted y su abogado o el abogado de la junta en todo caso, están invitados. Hoy por la tarde, cuando ya haya arreglado la logística con ellos, le estaré enviando los por menores en un fax a su despacho.

—Esta bien. Por mi parte, hoy mismo que regrese a Bogotá citare a la junta directiva y les comunicaré su posición.

Beatriz, que había gradualmente regresado a un estado de afable tranquilidad, se crispó de inmediato al escuchar las palabras de Daniel.

—Doctor, le recuerdo que mantengo las condiciones iniciales de está negociación. No quiero tratar con nadie más de la junta directiva y tampoco quiero que nadie más sepa sobre mi paradero. —repitió nuevamente. La ferviente solicitud excitó la intriga de Daniel, que no encontraba especulación adecuada para justificar aquello.

—No entiendo tanto secretismo, doctora. Usted tiene que entender, que todo eso es motivo para que no nos sintamos seguros con sus intenciones. —dijo y su respuesta no fue satisfactoria para la mujer, que de un tirón se levantó del asiento con ambas manos sobre la mesa.

—¡Júreme que va a cumplir con el acuerdo!

Daniel levantó una ceja ante la agresividad de su demanda pero no lo tomó personal. En cambio, se sintió aliviado por su desesperación. Al menos su silencio, era algún tipo de ventaja sobre la mujer.

Indiferente a la agitación de Beatriz, se levantó abotonándose la chaqueta del traje y extendió una mano en forma de saludo hacia la doctora.

—Yo no juro Beatriz, mucho menos para hacer negocios. Pero le doy mi palabra. —dijo serenamente y Beatriz se acercó a estrechar el saludo. Cuando sostuvo su mano, Daniel dió un tirón abrupto, atrayéndola hacía sí. El gesto la desequilibró un poco, pero logró estabilizarse plantando una mano para no caer sobre la mesa. El rostro lo tenía congelado en un mudo chillido de espanto, Daniel por su parte le sonrió oscuramente—Siempre y cuando doctora, usted colabore conmigo.

Ella lo vió con los ojos aún sobresaltados por la sorpresa, pero alcanzó a responder en un hilillo de voz.

—Claro que sí, doctor.


Cuando Betty regresó de hacer las llamadas de rigor a sus abogados, se sentó a esperar a su jefa en una de las terrazas cerca de la piscina. Era pasada la hora de almuerzo, pero no había sido capaz de hacerse comer otra cosa más que una que otra frutilla y claro, el vaso de jugo de mora que había bebido con el doctor.

Sintió el estómago hacérsele un nudo ante el recuerdo. Bajando la vista a sus manos sobre el regazo, hizo y deshizo los puños. Aún sentía la impresión del fuerte apretón con el que hombre se había despedido.

—¿Le apetece un coctel señorita?—Betty levantó la vista sorprendida y lo primero que encontró fue un puñado de cocos ensombrillados sobre una bandeja. El joven detrás de los cocteles le ofrecía una sonrisa afable.

Su inclinación automática fue rechazar la bebida, pero sorprendiéndose a sí misma terminó por coger uno de los cocos.

El uniformado, aprobando su elección, se despidió y redirigió su atención a un grupo de hombres, que carcajeaban desaforadamente sentados al borde de la piscina. No podían ser mucho más jóvenes que mediados de treinta, pero la jugarreta con la que bromeaban entre sí, y la expresividad con que agitaban los brazos acompañando las anécdotas, los hacía parecer un puñado de muchachitos en cuerpos de adultos.

Se veían tan despreocupados, tan felices. Y Betty, en cambio, sentía el peso del mundo tirando de sus pies hacía el centro de la tierra.

—¿Usted les conoce?

—¡Don Michell! ¿Cómo le va?—El hombre se inclinó para saludar con un beso en la mejilla y Betty una vez más se recordó que el gesto era puramente cordialidad. Aún así, sintió las mejillas cosquillearle por la vergüenza. Cuando Michell volvió a enderezarse, ella se aclaró un poco la garganta y trató de ocultar su incomodidad—Perdón, ¿qué fue lo que dijo antes?

—Eh, si. El señor con la camisa celeste. El de sombrero grande. ¿Usted le conoce?

Michell señaló discretamente con un movimiento de cabeza y Betty siguió el gesto con la vista hasta toparse con el grupo de hombres, que ahora con cocos en la mano, estaban incluso más escándalosos que hace unos minutos.

Volviéndose a Michell, rió un poco y negó sacudiendo una de sus manos.

—No, no, que va. No sé quienes son. ¿Por qué?

Michell sonrió, pero incluso ella, que había compartido muy poco con él, se dió cuenta que el gesto fue uno de compromiso.

—Oh, bueno. Entonces, olvídelo.

Betty regresó a dar pequeños sorbos a su coco y Michell por su parte, se sentó de piernas cruzadas a observar a los huéspedes en la piscina. Espiando discretamente su reloj de muñeca, el tiempo pasaba arrastrando los minutos. Corrió el cuello de un lado a otro buscando señales de doña Catalina pero la mujer siguió sin aparecer.

En el otro extremo de la mesa, Michell se removía con la misma frecuencia, aunque el origen de su inquietud era enteramente distinto. Soltó un pesado suspiro derrotado y se giró a Beatriz.

—Bueno, Betty, tengo que confesarle, la verdad creo que he cometido una indiscreción.

La incertidumbre en su tono, trozaba la cadencia de sus palabras. Através del engrosado acento, Betty percibió su agitación.

—¿Una indiscreción?

Michell rió apenado, y descruzó las piernas algo nervioso. Tenía el cuerpo girado hacía la piscina, y se inclinó sobre sí mismo dejando caer ambas manos sobre el vacío de su regazo. Era una pose muy varonil y casual. Muy de él, muy atractiva. Betty se dió permiso de ojear un segundo y luego regresó su vista a la piscina. Podía sentir la atención del hombre sobre ella, aún estando en su periferia.

El silencio perduró un momento más antes que Michell, ahora con más tensión que incertidumbre, continuara su confesión.

—Lo que ha pasado, es que hoy por la mañana, he venido a buscar a Catalina y la vi a usted conversando con su amigo.

Betty se reacomodó las gafas confundida.

—¿Mi amigo? ¿Cuál amigo?

—Si, el señor de traje negro. —le llevó dos segundos conectar una cosa con la otra, pero cuando la mujer cayó en cuenta que el hombre se refería al doctor Valencia, un escalofrío le recorrió el cuerpo.

Michell notó el desconcierto que escondió su silencio, y le echó una mirada algo extrañado. Betty se apresuró a sonreír, incluso si sentía el corazón dándole trompicadas en la garganta. Aquello no auguraba nada bueno.

—Ah, el señor. No, no, don Michell, ese señor no es mi amigo.

—¿No es su amigo?

Betty se carcajeó un poco con una mano ocultando el gesto. Nunca se imaginó que llegaría el día que la confundiera por amiga del doctor Valencia.

«Como se dé cuenta el doctor, me mata por el desprestigio»

—No, cómo cree. Él era…—Betty vaciló un poco con el título, pero al final no había otra forma de presentarlo sin tener que entrar en detalles—Era mi antiguo jefe. Bueno, por así decirlo.

—Su jefe entonces. Ya veo. —Michell la vió con una expresión poco convencida, pero no desafió su explicación—Bueno, en todo caso, el ha dicho que es amigo de usted.

—¿Perdón?

—Si, bueno, luego, me lo he encontrado saliendo del lobby y lo saludé pensando que era su amigo. Como yo los vi ayer conversando en la fragata y hoy los volví a encontrar juntos, pues yo pensé que eran amigos.

Betty escuchó aquello e hizo esfuerzos por contener su expresión de espanto. Que el doctor Valencia voluntariamente aceptara no solo conocerla, sino que se tomara la osadía de pasar por su amigo, le ponía los nervios de punta.

Se empezó a sentir secuestrada por una zozobra que la puso a sudar helado en pleno sol de media tarde. En su cabeza, se imaginó todo lo que pudo haber revelado aquel hombre tan mal intencionado. De esa manera tan cruel y brutal. Todos sus pecados desparramados, expuestos ante Michell. La culpa, la maldita culpa que Betty no quisiera que nadie sepa nunca jamás.

—¿El señor…le dijo algo de mí? —preguntó con la voz en un hilillo. Michell, en el otro extremo, se sonrió un poco, ajeno completamente a su atribulación.

—No, no dijo nada de usted. Estaba más curioso por saber quién era yo.

—¿Usted le dijo que era amigo de doña Catalina? ¿Que yo era su asistente? —las preguntas salieron disparadas ansiosamente y Michell la volvió a ver con la punta de las orejas coloradas.

—Si. —afirmó con mortificación, y a Betty le pareció muy genuino el remordimiento por su indiscreción—Perdón, dije algo que no debía ¿no es cierto?

A pesar que los nervios aún la sacudían de pies a cabezas, Betty batió ambas manos tratando de restarle importancia al asunto. No era culpa del pobre hombre que su pasado con esa gente fuera tan complicado.

—No, tranquilo. No se preocupe. Era algo que tenía que pasar. —dijo conciliatoriamente y Michell asintió con evidente alivio. Él se volvió con la vista nuevamente en la piscina, las manos entre las piernas juntas palma con palma.

—Bueno, la cosa es Betty, que luego que hablamos, yo lo vi hablando con aquel señor .—Michell señaló nuevamente al bullicioso grupo de hombres, refiriéndose a la misma persona que lo había hecho cuando recién llego.

Camisa celeste y amplio sombrero de playa. Muy bien parecido, aún con la ropa y el cabello mojado por los ocasionales chapoteos en el agua.

Michell se refregó un momento las manos antes de volver a verla.

—Tenía curiosidad si usted lo conocía también.

Betty negó con la cabeza.

—No, que va, habrá de ser un amigo de él. O algún socio de negocios. —Michell hizo un gesto despectivo y Betty se removió en su asiento con confusión—¿Pasa algo?

—Betty, es que pienso que usted debería de hablar con su jefe y advertirle algunas cosas.

—¿Advertirle?

—Vea, ese hombre es Marcelo Bustamante, es un tipo muy conocido acá. No por cosas muy buenas. Y esos dos más junto a él, el señor Pachecho y Christ Wallace, son tipos de mucho cuidado.

Michell señaló a los acompañantes y Betty los distinguió entre el grupo. Uno con rasgos claramente extranjeros, y el otro de apariencia muy regular. Tez morena y castaño. Eran los únicos en el grupo que llevaban gafas de sol.

—Hace unos años, un par de amigos y yo casi fuimos embaucados por Christ.—Betty escuchó un poco de la rabia que al parecer aún quedaba, en las palabras de Michell. Antes que pudiera darle algún tipo de conmiseración, el continuó relatando—Estaba tratando de convencernos que invirtiéramos en una especie de construcción. Condominios acá en Cartagena. Algo muy costoso, Betty. Y nosotros, muy ingenuos.—Michell soltó una pequeña risa de genuino humor—Al final, resultó que sobrestimamos nuestro capital y tuvimos que retirarnos. Tiempo después supimos que la papelería y los permisos que nos había presentado eran falsos. Nos salvamos por muy poco.

Cuando Michell volvió hacia ella, no pudo ocultar su gesto de preocupación, incluso si era evidente que de aquel asunto, a Michell solo le había quedado el mal sabor de haber sido mentido. El extraño sentimiento de vergüenza ante las acciones de un connacional, la hicieron bajar un poco la cabeza.

—Bueno, y el señor Pachecho, dicen que hace muy poco estafó a una gran empresa en Bogotá.—Betty se acercó intrigada por el asunto. Michell se enderezó en la silla, repasando una de sus manos por el rostro—Si mal no recuerdo, fue por contrabando.

El estómago a Betty se le fue a los pies.

—¿Cómo dice?

—Si, por contrabando. Aquí es muy común escuchar eso Betty, mucha gente que viene y va de Panamá.

Era cierto lo que decía don Michell. El contrabando en el país, desafortunadamente era un crimen muy común. Muy regular. Y sin embargo, algo dentro de sí la obligó a preguntar.

—¿Y el cargamento, usted si sabe de que era? ¿No habrán sido telas, de casualidad?

Michell la escuchó y sopesó su respuesta por unos segundos. Inclinó la cabeza hacía el cielo como haciendo memoria y se acarició la barbilla pensativo.

—¿Telas? Telas. Si, creo que si eran telas. —Se volvió animado hacía Betty y ella trató de responder con el mismo ánimo pero le fue imposible. Michell no pareció darse cuenta—¡Vaya, Betty!, debí haber sabido que estaría al tanto. Usted trabajaba en una casa de modas, ¿cierto?—Betty asintió distraídamente.

En la distancia volvió a ver a los hombres brindar con una nueva ronda de cocos. Reían a carcajada seca como toda la tarde, y la algarabía que antes le había parecido simpática, se le hizo insoportable de un segundo a otro.

Betty sintió todo dentro de ella contraerse con un cúmulo de emociones que no pudo nombrar.

¡Acaso no eran también ellos compinches de su tragedia!

Si el negocio de las telas no hubiera fallado, don Armando quizá nunca hubiese accedido al siniestro plan de don Mario Calderón. No hubiese sucumbido a la desesperación, no hubiese habido necesidad de embargar Ecomoda.

La vida de Betty no estaría desecha.

Hubieran seguido siendo lo que siempre fueron. El presidente de Ecomoda y su asistente.

«¿Aún si no hubiera conocido sus besos? ¿Su forma de hacer el amor? ¿La calidez de su voz cuando decía estar enamorado?»

Betty desfalleció por un instante.

Metió las manos bajo la mesa para evitar que Michell notara que le habían empezado a temblar. En su consternación, apenas logró escuchar a medias la pregunta de él.

—¿Si sabe que empresa fue, Betty?

Aún aturdida por sus pensamientos, lo vió y afirmó en automático.

—Si, n-no. ¡No!—Betty rió nerviosamente, tratando de dar marcha atrás. Michell, que se sorprendió por la mezcolanza, ladeó la cabeza en confusión y Betty se obligó a desenmarañar el malentendido. Mejor dicho, el desliz de honestidad que había tenido.—Es que lo pasaron en los noticieros tantas veces que me quedó muy metido en la cabeza, pero no, nunca se descubrió que empresa.

Michell cabeceó su comprensión y ambos volvieron la vista al bullicioso grupo de hombres, que despreocupadamente seguían apilando cocteles más rápido de lo que el servicio podía limpiar.

Betty escuchó a su lado a Michell silbar por lo bajo.

—Es una lastima, ¿no cree? Ser estafado así, es como para volverse loco.

Betty concordó por lo bajo.

Recordó lo descarrilado que había quedado don Armando con la noticia. Lo que había despotricado. Todo lo que había perdido, que sin duda fue más que dinero.

Lo que se había obligado a hacer.

—Loquísimo.

—¿Perdón?

—No, nada don Michell. Usted tiene razón. Es una lástima ser estafado de esa forma.

Michell, aparentemente con la conciencia más tranquila por haber confesado su crimen social, se recostó con serenidad en la silla, abandonando la tensión de temprano.

—En todo caso Betty, creo que usted debería advertirle a su jefe. Esos tipos son mala compañía. Sería muy trágico que terminara perdiendo su capital.

Betty, recordando que se refería al doctor Valencia, palideció un poco murmurando para sí misma.

—Y por segunda vez.

Apenas agarrando la cola de su barullo, Michell se inclinó sobre la mesa.

—¿Cómo dice Betty?

Ella se levantó ansiosa de la mesa. Tomó su pequeña cartera y volvió a revisar la hora en su reloj. Al final, doña Catalina no había aparecido, con todo y lo que había esperado a la mujer, seguro había olvidado el compromiso. Por otra parte, la confidencia de Michell era alarmante.

—¿Me permite un momento? Tengo que hacer una llamada. —Michell se levantó igual de la mesa con evidente intención de decir algo al respecto, pero Betty ya se había girado rumbo a recepción antes de terminar de excusarse—Me disculpa con doña Catalina. Regreso en un momentico.

Los diligentes pasos de la mujer, se perdieron apresurados en la distancia y Michell la vió irse con un atisbo de añoranza que no explicaba de dónde había salido.

—Claro, Betty. Siga.