Lo primero que hizo al llegar de Cartagena fue visitar a Roberto. Desafortunadamente, Daniel no había sido el único con la misma idea. En el salón, Armando estaba sentado en una de las sillas cerca a la consola de los licores. Un vaso de whiskey ya secuestrado entre ambas manos. Cuando ambos encontraron mirada, el hombre elevó el vaso en forma de brindis.
—Daniel.
El gesto aspiró a burla, pero los ojos de Armando estaban muertos.
Daniel se detuvo a medio andar, pero antes que pudiera pensar en cómo mortificar al hombre, Margarita entró a la sala acompañada de Roberto.
—¡Daniel, qué gusto verte! —Daniel, que aún llevaba el maletín en una mano, lo bajo un momento para recibir con ambos brazos el saludo—Me imagino que Roberto al final pudo contactar contigo para la cena. ¿Sí te quedas, hoy?
Detrás de Margarita, Roberto levantó las manos algo apenado. Considerando la presencia de Armando, las intenciones de la cena eran muy aparentes. Roberto probablemente había querido extenderle la cortesía de no tener que sufrir la velada.
—Lo siento mucho, Margarita. Tengo la agenda a tope. Tendrá que ser otra noche.
La mujer le dió un apretón en el antebrazo.
—Bueno, tú te lo pierdes.
Cuando Margarita se acercó a su hijo para tratar de sacarlo del rincón dónde había hecho guarida, Daniel recogió nuevamente su maletín y tomó a Roberto por el hombro.
—Roberto, he venido porque necesitaba hablar contigo urgentemente
—Claro, porque no nos acompañas a la terraza. Marcela está aquí, y María Beatriz también.
Roberto señaló en dirección al jardín, y Daniel vió al par de sus hermanas conversando animadamente. Volvió la vista al rincón donde Margarita seguía persuadiendo a Armando, y por último volteó a ver a Roberto, con una ceja enmarcada.
El hombre suspiró y le sonrió con un gesto de resignación.
Daniel, aunque sospechoso de todo ese escenario, decidió dejar el tema a un lado y enfocarse a lo que había llegado.
—Mejor hablemos en tu despacho. Me gustaría mantener este asunto con extrema confidencialidad.
—Por supuesto, como tu digas. Sigue, sigue.
—Entonces, aún quiere negociar, pero bajo sus reglas. ¿Qué condiciones te ha impuesto?
Al otro lado de la mesa, Daniel vió a Roberto alcanzar su pipa. Las ventanas del estudio estaban aún cerradas, y el olor a tabaco era tan fuerte que Daniel lo sentía en el paladar. No era del todo desagradable. Aún si el hábito de fumar siempre lo había repelido.
—No quiere entenderse con nadie más de la junta directiva. Y con respecto a su paradero, lo quiere mantener en secreto por el momento.
Roberto dió otra calada a la pipa, y las cejas se le dispararon al cielo.
—¿Por qué te eligió a tí precisamente Daniel, es que tenían buena relación, eran íntimos?
La pregunta fue tan absurda que Daniel soltó una carcajada involuntaria.
—No podrías estar más equivocado.—la imagen del vestido manchado de la doctora, flotó en su cabeza por un segundo y Daniel se sacudió, negando aquello—No parece ser un caso de elección. Creo que ha sido porque yo fui el primero en encontrarla. Quizás si hubieras sido tú, Roberto, tendríamos mejores posibilidades de negociar.
El hombre suspiró cansadamente, dejando caer todo su peso en el cómodo sillón.
—Daniel, ya es mucho que esa muchacha esté hablando de negociar.—Daniel se cruzó de piernas, concordando con aquello aunque no lo dijera. Cualquier otra persona se habría ido lo más lejos posible. La doctora en cambio, había decidido quedarse. Roberto se acercó un poco por encima de la mesa, ansioso en su curiosidad—¿Cómo la has visto? ¿Qué impresión te ha causado?
Daniel sonrió sardónicamente.
—Bueno, aún no se gasta toda nuestra plata en cirugías, así que te imaginarás que tan bien se ve. —con la memoria aún fresca del último encuentro, sintió la necesidad de añadir en voz baja—Aunque, algo mejor vestida.
—Daniel, por favor. —reprendió Roberto, haciendo un gesto de súplica con las manos.
Daniel se abanicó la chaqueta del traje y se acomodó más relajado en la silla. Descansó la mejilla en una de sus manos y con la otra articuló un gesto nebuloso al hombre.
—Pues que te digo Roberto, esa mujer es una caja negra. Y el único que puede decodificarla, será tu hijo quizás. Y eso, si Armandito tenga la voluntad de parar cinco segundos sobrio—la respuesta mordaz de Daniel, visiblemente abatió el semblante de Roberto, que se levantó del sillón para esconder su agitación.
Daniel se aclaró la garganta, con un poco de remordimiento, volviendo al tema en cuestión.
—Si te soy franco Roberto, ya no sé que pensar. La doctora tiene una forma de actuar muy errática. Según lo que hablamos, está dispuesta a colaborarnos. Hasta cierto punto, claro esta.
Roberto, aún de espaldas a Daniel, corrió un poco una de las cortinas en los ventanales y con la vista fija en el jardín, asintió.
—Bien, es lo que quería escuchar.
Daniel asomó un poco en dirección a la terraza y pudo ver el pequeño grupo de gente.
Margarita aparentemente había remolcado a su hijo fuera del salón, y ahora el hombre se sentaba entre María Beatriz y Marcela. Todavía tenía el vaso de whiskey entre las manos, y la expresión con la que tenía los ojos perdidos en la distancia dejaba ver muy claro que no le importaba un pito la cháchara a su alrededor.
Daniel sacudió la cabeza y como por telepatía, segundos después vió a Roberto hacer lo mismo.
Daniel se levantó de la silla y acompañó al hombre en sus observaciones.
—Dime una cosa Roberto, tú también lo has pensado ¿no? Lo que en realidad necesita Ecomoda.
—Por supuesto, Daniel. Me imagino que tú habrás llegado a la misma conclusión que yo.—Roberto dió una ligera calada a la pipa, mientras ambos veían a Margarita discutir con el jardinero el arreglo de una cama de claveles. En el reflejo del vidrió, Daniel vió su sonrisa entristecida. — Lo que en verdad necesitamos, es que esa niña vuelva a asumir la dirección de la empresa. —caló otro poco más de la pipa y luego de exhalar volteó hacia Daniel con finalidad. —Beatriz Pinzón tiene que asumir la presidencia de Ecomoda.
La declaración no sorprendió a Daniel, la certeza en su tono sí.
—¿Y tu no te opones a eso? —preguntó, buscando en los ojos de Roberto alguna pizca de vacilación. El hombre estaba resoluto.
—A estas alturas, dime Daniel, ¿acaso sirve de algo lo que yo quiera? ¿lo que cualquiera de nosotros queramos?
Roberto regresó al escritorio a espolvorear la pipa. Daniel bailó la vista entre los cansados hombros del hombre y la familia reunida en la distancia. Cuando volvió a tomar asiento, Roberto ya estaba cerrando el estuche.
—¿Piensas plantearlo a la junta directiva?
Roberto se sentó al otro lado de la mesa, y asintió solemnemente.
—Es a cómo se deben hacer las cosas. Siempre fue así, y si de mí depende, siempre será.
Daniel acercó un saludo a través de la mesa y sacudió la mano de Roberto con genuino sentimiento. Genuina admiración y cariño.
—Entonces, mucha suerte con eso.
Roberto rió y se levantó para darle unas cuantas palmadas al hombro.
—Hijo, no desperdicies tu suerte en mi. Entre nosotros dos, tú tienes la tarea más ardua.
Al día siguiente, cuando llegó a la oficina la pila usual de papeles lo esperaba sobre el escritorio. Las circulares, lista de llamadas perdidas y encima de todo eso, el fax de la doctora. Descartando todo los demás a las gavetas del olvido, tomó la hoja del fax y le echo una mirada rápida. La cita con los abogados sería en dos días.
Abriendo su agenda virtual en el ordenador, ojeó un momento su programa, haciendo cálculos de qué reuniones valían la pena conservar y qué otras no ameritaban reposición. La reunión con la doctora acusaría si acaso un par de horas, pero Daniel igual decidió cancelar todo su día.
Cogió el teléfono y marcó el directo a su secretaria.
—Nelsi, cancele toda mi agenda para el jueves.
Desde el otro lado de la línea, se coló el rebatir de papeles y el clic de un bolígrafo listo para tomar nota.
—Muy bien, doctor. ¿En qué horario?
Daniel se contuvo de entornar los ojos, pero no puedo evitar llevarse una mano al puente de la nariz.
—Señorita, si le digo que cancele toda mi agenda, es porque me refiero al día completo.
Nelsi guardó un silencio apenado por un momento. Sin embargo, la amonestación no le impidió volver a cuestionar a su jefe.
—¿Incluso la reunión con el doctor Vega, de gobernación? Usted había dicho-
—El día completo. —la interrumpió severamente Daniel.
—Doctor, sobre sus llamadas perdidas-
Fastidiado, Daniel desligó el teléfono.
A minutos de abandonar el despacho, el teléfono personal de Daniel repicó. Sacó el aparato de la chaqueta del traje y ojeó la pantalla considerando ignorar la llamada.
Cuando Daniel reconoció el número de Fernando Vásquez, suspiró con resignación.
—Aló.
—Que hubo, Valencia. ¿Confirmas asistencia para esta noche, hombre? Bustamante nos consiguió unas reservaciones de muerte, son en aquel restaurante de-
Daniel interrumpió al hombre, no interesado en volver a escuchar el relato de la última parranda que Vásquez se había pegado junto al otro ejecutivo.
—Si, si. No te preocupes, precisamente estoy terminando acá en la oficina. —dijo mientras organizaba los últimos documentos sobre su escritorio.
Apagó la pantalla del ordenador y se metió el fax de la doctora en la bolsa interna de la chaqueta. No quería dejarlo en la oficina.
—Listo, pues. Espero que no se pierda en el camino, doctor. Esta noche va a ser muy importante. Los socios de Cartagena se vienen para acá. Si todo va bien, vamos a poder consolidar esos contratos papá.
Daniel, con todo lo que siempre se mofaba de Fernando, reconocía que el hombre era capaz de vender arena en un desierto. Sonrió complacido.
—Eso espero. Con todo lo que he tenido que beber siguiéndote el paso, no se que me va a fallar primero, si los ahorros o el hígado.
En la bocina se colaron las bulliciosas carcajadas de Fernando. Daniel se despegó el aparato de la oreja y se levantó del escritorio, tomando su maletín. Cuando volvió a la llamada, el humor de Vásquez aún no se había extinguido.
—Y espera que veas la parranda de celebración cuando firmemos, Daniel. Te voy a secuestrar a New York, una semana. No vas a querer regresar a este Macondo, hermano.
«Ni muerto»
Daniel había escuchado lo suficiente de las juergas de Wall Street como para estar seguro que no eran de su tipo.
—En todo caso, nos vemos allá.—se despidió y colgó la llamada.
Cuando salió, le tocó nuevamente esquivar las olas de interrogatorios de los colegas. Rondaba alta intriga por su breve ausencia el día anterior.
Con andar diligente se apresuró al estacionamiento, sin detener un sólo paso hasta estar frente a su carro. Sin ánimos para intercambiar media palabra más, hizo un gesto para despedir a su chofer. El hombre llevaba el suficiente tiempo en el trabajo, como para descifrar la solicitud del doctor y cederle las llaves sin más preámbulos.
Se subió al carro y mientras se acicalaba el cabello en el espejuelo de la visera, vió a Nelsi correr en su dirección.
—¡Doctor! ¡Doctor Valencia! Espere!—
Daniel metió la llave y encendió el motor, colocó una mano en la palanca de cambios. Los tacones de Nelsi hacían eco por todo el subsuelo del estacionamiento. Volteó a ver el reloj. Estaba a veinte minutos de diferencia de empezar a ir con retraso. Volteó a ver a la mujer que seguía corriendo hacía el.
Al final, terminó bajando el vidrio de la ventanilla.
—¿Que es todo el alboroto que se trae, señorita?
La mujer, lo vió unos segundos, mientras recuperaba el aliento para soltar palabra. Daniel levantó una ceja impaciente, y ella se apresuró a alcanzarle un papel.
Era otro fax.
Era otro mensaje de Beatriz.
Daniel lo leyó tres veces seguidas antes de dar crédito a lo que advertía el mensaje.
Dentro del carro, con la agitada respiración de su secretaria como fondo, se sentó un momento a sopesar la cuestión.
Su reacción natural era no dar crédito a todo aquello, pero la realidad era que Daniel, a pesar de haber intercambiado palabras con Wallace y Pacheco, no los conocía realmente. Ni cómo ejecutivos, mucho menos como individuos. Y por otra parte, la información que la doctora había incluido sobre Bustamante, era lo suficientemente consistente como para que al menos considerar el asunto por un minuto.
Sacó el móvil del bolsillo y jugueteó con el por encima del volante. Mientras se debatía en la indecisión de realizar la llamada, ojeó el reloj sobre el tablero. Estaba en tiempo.
Al final, terminó por discar el número.
Mientras la llamada conectaba, su secretaria, que en algún momento había recuperado el aliento, se dirigió a él con intención de decir alguna cosa. Daniel por su parte, le daba vueltas a si aquello ameritaba involucrar a Vásquez.
—Doctor, yo sabía que… —empezó la mujer, pero Daniel que ya tenía la cabeza enteramente en otras cavilaciones, arrancó el auto abruptamente. Ella se apartó de un brinco, con la última frase en un chillido—¡Le iba a ser útil!
El auto salió con un último chirrido de llantas del estacionamiento, y Nelsi, estupefacta se recostó en uno de los pilares del subsuelo para no caer al suelo por la incredulidad.
En medio del tráfico de Bogotá, Daniel, zigzagueando de carril en carril, certeramente ya comenzaba a soltarle una serie de indicaciones a Olarte.
Daniel, escuchaba la plática a su alrededor y si alguien notó que durante toda la comida, había estado tensó como un cable, nadie mencionó el asunto.
Afortunadamente, Fernando, dotado de carisma de nacimiento y la agudeza para las negociaciones que había afilado en el extranjero, era la amenaza de los silencios incómodos y cualquier tipo de impasse en las conversaciones. El hombre, junto con el pesado de Bustamente, habían cargado a cuestas el rumbo de la velada y el resto de participantes parecían muy felices de otorgarles el liderazgo.
Excepto Daniel. Que no había encontrado un momento sensible para arrinconar a Vásquez y compartirle el mensaje de Beatriz.
Mientras jugueteaba con la comida, Daniel sentía cada segundo pasar arrastrándose con demora. Por debajo del fino mantel de lino que cubría la mesa, la ansiedad lo tenía sacudiendo una pierna. Y cuando Vásquez, con mucha pericia, empezó a dirigir la cháchara a la negociación de los contratos, Daniel empezó a acomodarse los gemelos en los puños de la camisa. Una y otra vez.
Era un desagradable gesto nervioso. No lo pudo evitar. Se sentía a segundos de levantarse y sacar al hombre por las solapas.
La incertidumbre lo estaba matando.
El celular le vibró dentro del traje, y Daniel saltó casi disparado de la silla. Algunos comensales voltearon a verlo con consternación.
—Un segundo, por favor. —se excusó, mientras levantaba el aparato que aún repicaba, a modo de explicación.
Para cuando había dado la vuelta en el pasillo que llevaba a los sanitarios, la conversación en la mesa había continuado sin problemas.
Daniel entró y luego de comprobar que no había nadie más, le echó seguro a la puerta.
—Olarte.
Al otro lado de la línea, la gangosa voz del hombre, se coló nerviosa.
—Doctor, ¿lo interrumpo?
—¿Consiguió lo que le pedí?—demandó Daniel a su vez, impaciente. Nunca le alcanzaba el humor para entretener la cordialidad del ejecutivo.
—Eh, bueno, a medias doctor Valencia. A medias. —Daniel lo escuchó sonarse la nariz e hizo un gesto de disgusto. La bocina captó el sonido con suficiente nitidez como para provocarle un escalofrío.
Por eso citaba a Olarte en persona, odiaba hablar por teléfono con el hombre.
—Yo sé que le dí poco tiempo, pero tampoco es algo del otro mundo. ¿Sí pudo revisar las declaraciones sobre la renta, los extractos bancarios?
—Si doctor, esos datos si se los tengo. En efecto, ese tipo, Chris Wallace, tiene sus grabaciones en orden, y los extractos bancarios muestran un capital muy sólido. Muy amplio. Estamos hablando de más de quince millones de dólares doctor. Y el otro tipo, Pachecho, acredita un capital financiero de cinco millones de dólares. Mejor dicho doctor, estos tipos si que son de las grandes ligas, como dicen.—Al otro lado de la línea, Daniel escuchó a Olarte reír nerviosamente antes de continuar—Sólo hay algo que me pone arisco doctor Valencia. —confesó con la misma inquietud, sacudiéndose nuevamente la nariz.
—Explíquese. —insistió Daniel lacónicamente, mientras revisaba la hora con impaciencia. El hombre tenía por hábito hacerle de vueltas largas al asunto.
La llamada se llenó de interferencia un momento mientras Olarte rebuscaba entre sus notas.
—La cosa es doctor, que la mayoría, por no decir, toda la actividad financiera de estos tipos, es fuera del país. Entre Guyana, Panamá y Miami. Si usted dice que son inversionistas, pues no sería raro ¿no? Pero no le puedo averiguar mucho por ahí, esos datos solo los tiene hacienda, como usted sabe doctor. En todo caso, el patrimonio que registran aquí en Colombia, es muy despreciable. En el caso del señor Wallace, apenas y es poseedor de una pequeña propiedad en Cali, que no asciende ni a cien mil dólares doctor, y su otro socio, Pachecho, apenas y registra una propiedad de—
La llamada se cortó por un momento con un ruido sordo.
El teléfono de Olarte—entre las prisas por complacer a Daniel y su natural nerviosismo torpe—, había inevitablemente caído al suelo. Daniel suspiró. Nunca entendió porque al hombre lo invadía ese tipo de agitación neurótica, cada vez que hablaban.
—Doctor, disculpe el—
—Si, si, si. No me haga perder el tiempo, continúe.
—Por su puesto, doctor. Como le decía, el señor Pacheco aparece únicamente como propietario de una propiedad con un valor de cuarenta y cinco mil dólares.
—¿Cuarenta y cinco mil dólares?—repitió incrédulo—¿Está seguro Olarte? Esa propiedad, ¿qué es, una pequeña bodega, un cuchitril?
—Una casita de montaña en Santa Marta, doctor Valencia. Un cuchitril, tiene usted razón. —se rió y Daniel se apartó el aparato para no escuchar nuevamente el desagradable chirrido que eran sus carcajadas. Unos segundos después, Olarte continuó—Y doctor, otra cosita. Cuando estaba revisando el informe crediticio como inversores, estos dos tipos enlistaron muchas empresas panameñas de referencia. Apenas un puñado no más son colombianas.
—¿Y que hay con eso?
—Bueno, doctor, usted sabe que realmente no me dió mucho tiempo para completarle el encargo. Así que no le pude verificar las empresas del extranjero. Pero las nacionales, todas ya clausuradas. La última activa, cerró hace unos meses mejor dicho—el hombre se detuvo un momento para sacudirse la nariz—Este, era una empresa intermediaria de importaciones, si mal no recuerdo. Tenían un tiempo muy corto de estar en el mercado y su portafolio todavía era muy pequeño, pero bueno, cerraron de repente. Si me lo permite doctor, los chismes dicen que eran-
—Ya, ya Olarte, no me interesan los chismes. No puedo hacer negocios basándome en chismes.
Olarte se calló con la amonestación y Daniel aprovechó el silencio para sacarse el mensaje de la doctora de la chaqueta. Sus ojos volvieron a enfocarse en la última línea con la que la mujer se había despedido.
«Doctor Valencia, no tiene que tomar mi palabra como la verdad, pero espero al menos que si va a dudar de la honestidad y buena voluntad de las personas, yo no sea la única bajo su sospecha»
Daniel regresó a la llamada
—Dígame, Olarte ¿usted que piensa?
—¿Qué que pienso yo, doctor?—balbuceó el hombre efusivamente y la nariz le resopló bulliciosamente.
El gesto como disparado por la emoción que le causaba la consideración de Daniel.
—Bueno, está la cosa muy rara doctor. Pero los extractos bancarios no mienten. Ambos tipos están forrados en plata. Ahora, si me pregunta de dónde viene esa plata y qué hacen con ella, o que para dónde va, pues, ahí si que no sé que decirle.
Daniel ladeó la cabeza pensativo por unos segundos y después, apretando el puño, hizo una bola el fax de Beatriz. Al otro lado de la línea, Olarte soltó una carcajada antes de seguir con complicidad.
—Aunque de todas formas doctor, de dónde viene toda la plata, ah.
Daniel desconectó la llamada abruptamente.
La falta de integridad siempre le pareció algo vulgar.
Cuando finalmente Daniel regresó a la cena, lo hizo con más incertidumbre que cuando la había dejado.
Fue inevitable, que a medida que avanzaba la noche, Daniel se rebatiera entre las dos opciones frente a él. Confiar en la experiencia y honestidad de un tipo que había conocido por más de diez años, y que además, era de sobras destacado en lo que hacía, o confiar en las palabras de la doctora, que a parte de carecer de evidencias y soportes, venían precisamente de una mujer, que lo único memorable que había hecho por Daniel había sido despojarlo del patrimonio de toda su vida.
No fue realmente ninguna competencia, y aún así, cuando más adelante Daniel se encontró firmando el contrato, mientras la plumilla delineaba elegantemente su participación sobre el papel, no pudo dejar de pensar en el fax hecho bola que había tirado al cesto en el sanitario.
Ni tampoco en las palabras de Olarte, que como fantasmas penitentes, hacían eco en su cabeza.
«De todas formas doctor, de dónde viene toda la plata»
