Luego de consultar con doña Catalina, Beatriz decidió que lo mejor sería recibir a los señores en un pequeño café en el centro histórico. El doctor Valencia había dado su palabra con respecto a mantener el secreto de su paradero, pero se imaginó que demandar el mismo secretismo al grupo de abogados no dejaría una buena impresión. El asunto ya era turbio tal y como estaba.

Por otro lado, tenía la esperanza que todo el alboroto en Bogotá con Ecomoda, se mantuviera muy pero muy lejos del poquito sosiego que había encontrado en Cartagena. De lo que estaba viviendo, de doña Catalina y de la gente que había conocido en el Reinado. Incluso de Don Michell, que de un momento a otro ya se había envuelto en el asunto sin que Betty supiera cómo—cuando el hombre se había enterado que Betty estaba necesitando de un sitio, había insistido en conseguirle un buen lugar.

«Corre por mi cuenta, Betty. Mírelo como parte de mi disculpa por lo de la última vez»

Betty no había podido negarse. Aún si hubiese podido resistir a la insistencia de doña Catalina y el francés, su bolsillo hubiese resentido el gasto. Con lo ajustado que serían sus días cuando regresara a Bogotá, la generosidad de don Michell le venía como agua de Mayo.

Afortunadamente para la sensibilidad de Beatriz, el saloncito que había rentado, no presumía de ostentoso, era más bien chico y modesto. Y aunque tenía una decoración marcadamente rústica, en general tenía una pinta que iba con el tema de la ciudad. Colonial y con la tropicalidad a flor de piel.

Estaba en el segundo piso de un establecimiento que aparte de café y pastelerías, ofrecía un sin número de artesanías hechas en madera. Los típicos recordatorios para turistas y una sección de figurines tallados en ébano que habían llamado el ojo de Betty por su desnudez. Al espacio de reuniones, se podía subir por una escalerilla que conectaba el balcón del salón directamente al nivel de calle. La gruesa estructura de madera rolliza estaba cobijada por un forro de flores veraneras.

Como todo lo que había visto desde que aterrizó, era un deleite para los ojos. Y sin embargo, Betty, que desde el balcón del salón repasaba la vista por las calles de la ciudad, no dejaba de estrujarse las manos con ansiedad.

—Hace falta muy poco ¿no?

Betty giró hacia el centro del salón y se encontró con la sonrisa de Michell. Estaba terminando de colocar una bandeja de limonada con hierbas, y acomodando una vez más las sillas en la ovalada mesa para reuniones.

Temprano, cuando doña Catalina le había sugerido que el hombre la acompañara, Betty había resentido la oferta. Le había parecido muy incómodo, muy personal como para involucrar al señor. Pero a medida que los segundos habían ido aflorando su nerviosismo, agradeció una vez a doña Catalina, y claro a don Michell, por perseverar ante su terquedad.

Betty sonrió igualando el gesto del señor.

—Veinte minutos. —dijo, y el hombre volteó hacia el reloj en una de las paredes mientras se secaba las manos en el delantal que llevaba puesto. Para todos los efectos, había asumido el rol de mesero para la ocasión.

—Entonces, bajaré a la cocina. Puede tocar el timbre si me necesita ¿si?—ella lo vió señalar al objeto en cuestión y asintió. Michell le sonrió otra vez y enderezándose a toda su estatura, se llevó una mano detrás del cuello—Bueno, Betty, y si no me necesita, pero me quiere aquí de todas maneras, también puede tocar el timbre. Para mí, no es ningún problema.

Betty parpadeó, no sabiendo que contestar. Como siempre, la amplia disponibilidad que don Michell le acreditaba, la sobrecogió. Nunca había conocido a un hombre tan generoso.

Al menos ninguno que no estuviera en peligro de perder su empresa, su matrimonio y la buena reputación de su buen nombre.

«¿Qué le habrá contado doña Catalina para que me tenga tanto pesar?»

Al final, no fue necesario que pensara en nada. Michell se apresuró a despedirse, atropellando un poco las palabras y recogiendo la bandeja con la que había subido.

—Nos vemos al rato, Betty. Mucha suerte.

Betty, ondeó una mano en su dirección y regresó la vista a la calle. Si acaso había notado el sonrojo en las mejillas del francés, lo atribuyó a una cuestión de complexión. A algunas personas, no les iba bien el sol.


Cuando su padre le había comentado a Roberto, que Daniel compartía su afición por los rompecabezas, el hombre lo había inundado de regalos para el próximo cumpleaños. Pilastras de pinturas abstractas seccionadas en cientos de piezas. Algo que muy pocos elegirían para un niño, pero que Roberto, en su entusiasmo, había sacado de su preciada colección, sin reparos de su corta edad.

La dicha de Daniel duró por meses. No solo por la complejidad de la colección, sino porque la poca censura de Roberto, Daniel la entendió como respeto. Claro, hasta que en el próximo cumpleaños, el hombre le regaló un juego de tangram.

Los colores le habían recordado a una caja de crayolas y Daniel, igualmente repelido y decepcionado, la había tirado a una esquina para acumular polvo. Cuando su padre, entretenido por el berrinche, le transmitió la noticia a Roberto, el hombre se había apresurado a visitarlo el mismo día para explicarle el juego. Daniel recordaba no haber quedado del todo convencido a primera mano con la explicación, sin embargo, cuando Roberto le había dicho que podían sacarse más de mil figuras con las mismas siete piezas, la cabeza le había volado.

Era uno de los recuerdos más claros de su infancia. Una intensa combinación de asombro y curiosidad entusiasta. Lo abrumador del desafío había deleitado a Daniel. La excitación había sido como un zape de energía directo al cuerpo.

Daniel se escuchó en la distancia intercambiar saludos, Santamaría y la doctora se estrechaban la mano mientras él luchaba contra la tensión apretando los dientes. Aquel lejano recuerdo de infancia, no era muy diferente de lo que sintió cuando entró en el pequeño salón.

La doctora Pinzón era su nuevo tangram. Y cada reconfiguración lo atraía de una forma pavorosa.

El conjunto que llevaba era muy conservador, de camisa manga corta y falda larga a mitad de pantorrilla, pero habían detalles encantadores. Como el escote redondo que enmarcaba un cuello esbelto y atractivo, y la rectitud del corte que caía en una silueta de cintura delgada. Los estampados de la falda, eran del estilo de la doctora. Un floreado poco convencional, aunque más sutil, en tonos pasteles muy románticos y frescos. Cuando caminaba, los finos paletones en el diseño balanceaban la tela de forma delicada. Un toque de femineidad que le acentaba muy bien a Beatriz.

Ella los invitó a tomar asiento, y Daniel notó que rehuía su mirada. A diferencia de en la fragata, cuando había tratado de abrumarla con su cercanía, Daniel no sintió satisfacción con su desconcierto. Si acaso, el perturbado era él, que mientras escuchaba a Santamaría intercambiar trivialidades sobre el clima, se debatía que tono de labial acompañaría mejor, el rubor tostado en las mejillas de la mujer.

—Buenas, buenas. Buenas tardes, estimados caballeros, ¿cómo les va? Doctor Santamaría, muy buenas tardes.

Los abogados de la doctora entraron bulliciosamente. Dos pequeños tipos caricaturescos que sostuvieron la atención de Daniel, los dos escasos segundos que tardó Beatriz en levantarse y recibirlos en la estancia.

Santamaría saludó al par reservadamente, sin extender su mano, y Daniel, que seguía escudriñando con atención, el rostro de la anfitriona, no se percató que los recién llegados se enfocaban en él, hasta que uno de ellos se le plantó enfrente.

—¿Doctor Valencia, si mal no me equivoco? Muy buenas tardes. Lo he visto mucho en las revistas económicas doctor, muy buena pinta, muy elegante como siempre—el pequeño hombre extendió una mano hacia él, y Daniel tuvo que levantarse un poco de su silla para responder al saludo, sin agregar ninguna consideración en la pausa. El hombre continuó con la misma efusividad—Un gusto conocerlo, doctor. Aunque nos esperábamos la presencia del doctor Mendoza, usted comprenderá, pues, el asunto de las empresas—

En el otro extremo de la mesa, Beatriz carraspeó, y la mirada de todos se redirigió a la mujer. Los abogados de la doctora, que ya habían tomado asiento, volvieron a dispararse fuera con evidente galantería.

Daniel entornó los ojos fastidiado.

—Dichoso los ojos que la ven, hermosa dama. Permítame presentarme, su servidor el doctor Antonio Sánchez—el hombre caminó bordeando la mesa y se acercó a la mujer, sacándose el gorro e inclinándose anticuadamente. Detrás de él, su secuaz, se presentó con la misma irritante bobaliconería.

—Su servidor, el doctor José Ambrosio Rosales. Para servirle, señorita.

Ella los vió a ambos, y en vez de contestar el saludo, alcanzó una mano para recolocarse las gafas. Las nuevas cejas contorneadas, se fruncieron severamente. La boca, fresca y liberada ahora del antiguo bigote, se torció con molestia.

Unas sorpresivas ganas de sonreír lo secuestraron. La furia de una mujer simpática siempre le había entretenido.

Daniel se reprendió internamente, mientras que Beatriz al par de abogados.

—Doctores, por favor tomen asiento.

El nervioso tono afónico de la mujer hizo que ambos hombres intercambiaran una mirada confundida.

—¿Doctora Pinzón? ¿Doctora, es usted? ¿No me estarán fallando mis ojos? Mi queridísimo doctor Rosales, ¿usted acredita lo que estamos presenciando? ¿La doctorcita Pinzón, mi doctor, usted la ve?

—Así mismo, mi doctor. Parece que es real, es la doctorcita.

Santamaría asertivamente había empezado a organizar en la mesa una pila de papeles que había sacado del maletín. Daniel por otra parte, disfrutaba del circo. Y estudiaba a detalle los manerismos de Beatriz a medida que la atención del par de hombre la sobrecogía. Se reajustaba las gafas sobre el delicado puente de su nariz, repasaba sus manos por los crespos sueltos que le caían en cascada por encima de un hombro.

«¿Siempre ha sido tan largo?»

Al parecer, el capul no había sobrevivido la reinvención. Ni tampoco la gomina. El sedoso cabello le enmarcaba el rostro con un partido a la mitad, y por lo demás iba suelto y al natural.

—Doctora, que bien me le ha asentado la ciudad. No, que no, mi doctor Rosales.

—Exactamente mi doctor Sánchez.

—La felicito, mi doctora. Mis más sinceras—

Beatriz intentó nuevamente cortar con la melosería y Daniel notó que el agobio le había sacado todo el color del rostro. Estaba empezando a verse más bien pastosa.

—Doctores, por favor. Los señores están de afán.

—Si, si, si, claro mi doctora. Disculpe la efusividad. Es la sorpresa, carajo. Me ha cogido usted con los pantalones—

Daniel interrumpió la frase, de un segundo a otro inexplicablemente enfadado con el hombre.

—Bueno, ¿será que podemos empezar?

Santamaría inició sin más preámbulo, pero no fue hasta que el semblante de Beatriz regresó a su color habitual, que el humor de Daniel mejoró un poco.


Luego de haber cuadrado con los abogados de Beatriz la inutilidad de un traspaso, la reunión se había concentrado en la detención del proceso en curso de Terramoda versus Ecomoda. Santamaría se había reunido primero con Roberto, y luego habían llamado a Daniel, para transmitir las noticias.

El regreso de la doctora, era necesario. El juez había requerido atestiguar presencialmente el consenso entre la doctora y Armando. A pesar que los abogados de Beatriz debían haberle proporcionado la misma información, cuando Santamaría explicó el requisito, le pareció que no había sido así.

—Afortunadamente, el juzgado no ha sesionado para emitir un fallo a favor de ninguna de las partes, pero por lo avanzado del proceso, es necesario que los titulares a cargo de ambas empresas, se presenten a lo inmediato ante el juez del caso y confirmen su decisión de llegar a un acuerdo.

Beatriz palidecía a segundos con las palabras del doctor.

—¿Usted se refiere a—

Los abogados de Beatriz intervinieron.

—Exactamente, mi queridísima doctora Pinzón. Aquí el ilustre caballero, doctor Santamaría, hace alusión al doctor Armando Mendoza, y naturalmente a usted, doctora. Es importante que el señor juez atestigüe con sus mismísimos ojos, que ambas partes están en sintonía con la solicitud. Pues, para que no se preste a malas interpretaciones, usted comprenderá mi doctora.

Beatriz asintió, pero a penas.

Las palabras dejaron un silencio en la sesión, dispersando un poco la reunión.

Ambos abogados de Beatriz se arrinconaron para cuchichear quién sabe que cosa, y Santamaría se levantó al balcón a realizar unas llamadas de rigor para agendar la cita en los juzgados. En la mesa, los únicos que quedaron fueron Beatriz y Daniel.

O más bien Daniel, porque la mente de Beatriz estaba en otra parte desde que se había mencionado el nombre de Mendoza.

Daniel lo entendió en ese momento, que todo el secretismo y la renuencia a regresar a Bogotá, era para no verle la cara a su antiguo jefe. Era fortuna, tanto como desgracia. Por un lado, daba algo de crédito a las aseveraciones de Beatriz con respecto a sus intenciones de no querer quedarse con Ecomoda, pero por otra parte, pedirle que regresara y se hiciera cargo de la presidencia iba ser como andar a cuestas.

«Entre nosotros dos, tú tienes la tarea más ardua»

Daniel se masajeó el puente de la nariz reuniendo fuerzas. Cuando se levantó del asiento, la atención de Beatriz volvió al presente.

—¿Me permite invitarla a un café, Beatriz?


Cuando todo estuvo dicho, el viaje a Cartagena no le había tomado mucho más que medio día. Sin embargo, Daniel se sintió aliviado de haber cancelado toda su agenda. Había regresado desecho, y no precisamente por el cansancio.

Cuando entró en el vestíbulo del complejo de apartamentos, Esteban, el mozo de recepción saludó a Daniel inclinando la cabeza. El doctor, en respuesta, asomó una mano.

—Doctor Valencia, tiene correspondencia hoy.

Daniel vió al hombre desparecer bajo el mostrador por un segundo, y resurgir con una gigantesca caja blanca que reconoció al instante.

Era el vestido de Marcela.

Después de hacer ir y venir incontables veces a su pobre conductor, la mujer se había dignado finalmente a soltar el desafortunado conjunto. Los hombros de Daniel, que no habían bajado la guardia después de la conversación con la doctora, se anudaron un poco más.

Tomó la caja bajo el hombro, y recogió el resto de papeles que Estaban había puesto sobre el mostrador.

—No, pues, lloviendo sobre mojado.

El hombre lo vió confundido mucho tiempo después que desapareciera rumbo al elevador.

Luego de comer y darse un baño, Daniel finalmente se dispuso a llamar a Roberto. La línea repico tan sólo una vez, antes que el hombre contestara, Daniel tardo mucho menos en soltar las noticias que lo había atormentado toda la tarde.

—Roberto, lo siento. No pude convencerla. Regresará para detener el proceso, pero lo de la presidencia ni siquiera lo consideró.

Al otro lado de la línea, Roberto suspiró pesadamente. Daniel se imaginó que seguramente lo había cogido en el estudio, la pipa en una mano y un vaso de whiskey sobre la mesa.

—¿Crees que vale la pena insistir, ofrecerle remuneración, alguna cosa?

Daniel se acomodó en el sillón, echando la cabeza hacia tras. Cerró los ojos, pasándose una mano por la cara. Detrás de los parpados, el recuerdo vívido de la conversación con la doctora lo asediaba sin descanso.

«Mejor déjeme preguntarle una cosa primero, doctor.¿Usted terminó haciendo negocios con esos señores? ¿O tomó en cuenta mi advertencia?»

«¿Usted qué cree Beatriz, que voy a confiar únicamente en su palabra para un asunto tan delicado?»

Beatriz había sonreído y Daniel leyó la conmiseración en su rostro, muy claramente. Si acaso porque el gesto, era una replica muy parecida al mismo que hacía Roberto.

«Exactamente doctor. Es por esa misma razón, que no vale la pena ni responder su oferta»

—No, Roberto, no creo que tengamos nada que realmente quiera. —le contestó finalmente a Roberto. Era una verdad muy desafortunada, que las únicas cartas con las que pudieron haber negociado, todos ellos las tiraron por la borda el día de la junta.

Confianza y respeto, era lo que Beatriz siempre había querido. Y a cómo estaban las cosas, aún si hubiesen querido hacer tal oferta, la credibilidad de la junta directiva estaba en el piso.

«¿Qué promesas y falsos arrepentimientos no conjuran cincuenta millones de dólares?»

Roberto pareció llegar a la misma conclusión.

—Me lo imaginaba, Daniel, es una pena.—en la lejanía, Daniel creyó escuchar la voz de Margarita. Roberto se despegó un segundo de la llamada, y Daniel aprovechó para buscar un vaso de agua en la cocina.

Encima del desayunador estaba todavía la correspondencia con la que había subido. El único sobre abierto, era un fax de gobernación que Nelsi había mandado a su dirección. A pesar que ya lo había leído un par de veces, compulsivamente lo tomó otra vez. Sin embargo, el abrupto regreso de la voz de Roberto al teléfono, lo hicieron soltarlo como si tuviera espinas.

—Dime, ¿cómo estas, tú Daniel?

Daniel se aclaró la garganta y evitó volver los ojos a la maldita circular con deletreaba su despido.

—Definitivamente he estado mejor. ¿Y tú?

La respuesta le sacó una pequeña carcajada a Roberto.

—Tú lo has dicho Daniel, definitivamente no en mis mejores días.

Daniel salió de la cocina, huyendo de la circular. Cuando llegó a la habitación, la caja funesta de su hermana lo esperaba sobre la cama. Las ondas de tul blanco habían comenzado a salirse de las comisuras.

Un escalofrío recorrió a Daniel, nunca antes el vestido de una mujer lo había espantado tanto. Cogió el bulto y lo llevó al cuarto de huéspedes.

—En todo caso, Roberto, ella regresa la próxima semana. A lo mejor tengas más suerte que yo.

—Lo intentaré, créeme.

Daniel abrió las puertas del armario y una avalancha de abrigos le cayó encima. María Beatriz le había jurado tres veces que sí había empacado todo antes de volver a viajar.

«Cuando regrese, la mato»

—Bueno, tengo que dejarte. Tengo asuntos pendientes.

Daniel tiró la caja de Marcela a la cama nuevamente, y se agachó frente al armario para empezar a organizar el desastre.

—¿Nada con lo que te pueda colaborar?

Daniel se detuvo. Era una pregunta habitual. Y más rutinaria aún eran sus respuestas negativas. El vaivén entre los dos, tan antiguo, que Daniel recordaba incluso haberle preguntado a su madre, más de una vez al respecto. Tanto así, que las palabras le vinieron nuevamente a la cabeza.

«No hay razón hijo, la generosidad nunca necesita motivos.»

Aún en cuclillas, Daniel balanceó su peso de un lado a otro, dándole vueltas al asunto, no pensando en Roberto, sino en Beatriz.

Quizá, el asunto con la doctora, no era una cuestión de ayudar a Daniel, sino simplemente de ayudar. Mientras Daniel se preguntó, por qué a mí, quizá lo que Beatriz se había preguntado era, por qué no.

«Daniel, algunas personas, son así, porque sí»

No era que Daniel no creyera en el concepto, después de todo, al otro lado de la línea, estaba Roberto, pacientemente aguardando su silencio.

No, ultimadamente lo que lo hacía dudar era su propio comportamiento, las cosas que habían salido de su boca. Las ofensas, las humillaciones, las burlas, las miles de necedades que justificó el día de la junta, cuando se reveló que la doctora había participado en el montaje.

Era improbable que la doctora le ofreciera su generosidad. Improbable, pero no imposible.

«Algunas personas, son así, porque sí»

De un momento a otro, toda la tensión del día se le drenó en una exhalación. Roberto cuestionó el sonido, y Daniel finalmente respondió.

—Muchas gracias por la oferta Roberto, por el momento, no se me ocurre nada, no. Una cosa si voy a pedirte, ¿podrías preguntarle a Margarita si podríamos revisitar la idea de cenar juntos esta semana? ¿les viene bien el viernes, o están cortos de tiempo?

La llamada quedó en silencio un segundo, y luego se colaron un par de risas en la bocina. Al parecer Roberto había tenido la conexión en alta voz.

—Tiempo es lo que único que nos queda estos días, Daniel.

Daniel se despidió de ambos, y desligó la llamada. Para cuando terminó de arreglar el desastre que era el cuarto de huésped, tenía la mente otra vez en calma.

Se volvió a vestir y cogió las llaves del coche.

Era casi media noche, pero afortunadamente para Daniel, los corredores de bolsa no tenían horario.


A Vásquez lo encontró en un bar cabaret. El lobo Jack. Era un estrecho recoveco, oculto en la zona industrial, detrás de una cervecería. Muy estereotípico. Luces de neón rojas, terciopelo en todas las superficies y pestilencia de perfume barato.

Cuando subió a la zona exclusiva en el segundo piso, el portero lo dejó pasar con evidente asombro. No era la primera vez de Daniel, pero hoy para variar, nadie lo intentaba meter a rastras. No pasaron ni cinco segundos, cuando escuchó el bullicioso saludo de Fernando.

—¡Pero si no es el mismísimo Daniel Valencia! ¡Carajo hombre, se cayó el cielo pues!—el hombre no tardó en arrastrar a Daniel su mesa. El grupo de mujeres que lo acompañaban, hicieron una inspección rápida de Daniel, y abrieron el círculo para recibirlo con sonrisas acicaladas.

Daniel tomó a Vásquez por el antebrazo y cabeceó apuntando a la mesa.

—Necesitamos hablar. En privado.

Vázquez se sacudió el agarre de encima.

—Hablar qué hombre, dejé la pendejada y siéntese. No me haga esperar a las reinitas.

Antes que pudiera volver a sentarse, Daniel lo tomó por el hombro.

—Fernando.

El hombre se tensó un momento, pero al final despidió a las mujeres. Cuando se sentaron a la mesa, Daniel no perdió el tiempo.

—Wallace y Pachecho. ¿También estás dentro, o solo tengo que preocuparme por Bustamente?

Fernando se volteó hacia Daniel con la cara más inexpresiva que le hubiera visto. Después de unos segundos estalló ahogándose en carcajadas. Y cómo era su preferencia, le comenzó a dar palmaditas en el hombro.

—¡Yo se lo dije al tonto este, hombre! ¡Marcelo, por favor, el hombre trabaja en hacienda, claro que se dá cuenta!—las risotadas volvieron a ahogarlo por un instante y cuando se recompuso, afectó un puñetazo juguetón en la mejilla de Daniel—Hermano, sinceramente, hasta pensamos que por un momento lo habíamos engañado, usted si que se sabe amarrar la lengua, ¿ah? —Daniel sintió la ira estrangularle la garganta. Vázquez a su lado, le silbó al mesero, aún entretenido—¡Otra botella, chino!

Daniel cerró los ojos y se bebió dos tragos de quien sabe qué, que el grupo de mujeres había dejado sobre la mesa.

No podía matar a Fernando, no tenía el suficiente dinero para negociar una fianza. Ya ni siquiera sabía si le quedaba lo suficiente para el sicario.

Daniel esperó a que la botella llegara, y sólo después de dos tragos más se sintió en capacidad de dirigirse nuevamente a Vázquez.

—Dame una razón, una maldita razón Fernando, para no llamar a la oficina del ministro, y denunciarte justo en este mismo instante.

Fernando lo vió con confusión como si las palabras no tuvieran sentido, y Daniel se dió cuenta que al hombre ni siquiera le había pasado por la cabeza que Daniel podía estar en contra de involucrarse en algo tan turbio.

En un arranque de furia, Daniel levantó a Vázquez por las solapas de la chaqueta y lo arrinconó contra una de las paredes. Algunas mozas al rededor se sobresaltaron, pero la sonrisa en la estúpida cara de Vázquez las confundió lo suficiente cómo para que no llamaran al tipo de seguridad.

Daniel lo zarandeó contra el concreto.

—Espere, espere hombre. Tranquilo, no se me altere.—Daniel apretó el agarre que tenía sobre él hasta que Fernando comenzó a jadear entre risas—Vea, hermano a ver, si usted mismo estaba consciente que este negocio era de alto riesgo, si o no, dígame.

Daniel no contestó, pero aflojó un poco para que el hombre siguiera hablando.

—Y usted mismo sabe, como a este país se le esta yendo el bote, si o no, dígame. —volvió a preguntar y Daniel tampoco contestó. Si destrababa la quijada, lo terminaba matando. Vázquez le zarandeó los antebrazos para que lo liberara.

—Bueno, pues, nada más le estamos metiendo un elemento extra a la cosa, un levanta muertos, hermano, no se mareé.

La despreocupación en el tono de Vázquez lo hicieron estallar.

—¡Maldito idiota! ¿Escuchas las idioteces que estás diciendo? ¿Tan estúpido eres? ¿Qué creías que iba a pasar? ¿Qué me iba a carcajear contigo? ¿Qué te iba a seguir el juego en esta porquería de negocio que has montado? Te lo advierto, más vale que me dejes fuera de esto. —Daniel volvió a estrellar a Fernando contra la pared, y esta vez las mozas no dudaron en correr a llamar al portero.

—Shh, shh, shh, no pasa nada hombre. Cálmese, va a hacer que nos echen y yo todavía no termino aquí. Ya relájese Daniel, ¿confía o no confía en este servidor, nada va a pasar?

Daniel lo soltó asqueado. No había negociación con con tipos como Vázquez. Recogió las llaves del carro y se sacó el móvil del pantalón. Antes que pudiera discar, Fernando serpenteó un brazo y le arrancó el aparato.

—A ver Daniel Valencia, mejor nos sentamos y hablamos la cosa. Nada de llamaditas.—el hombre diestramente apagó el dispositivo y se sentó a la mesa—No se le olvide doctor, que usted ya está dentro. Y que si quiere sacar los pies del agua, hay una clausula punitiva para los socios que quieran abandonar el proyecto. Yo sé que su bolsillo no está como para orgullos ni berrinches.

La clausula era de medio millón. Daniel apretó los dientes. Ni por la mitad de sus órganos se iba volver a sentar en una mesa con la sabandija esa. Permaneció de pie, mientras Fernando volvía a rellenar los tragos con la botella. La juguetonería le había regresado.

—Fresco, pues a ver. Tómese un whiskicito, ¿no?, esta bien. Quédese ahí pues, y me deja explicarle cómo es la cosa.

Hizo una pausa para tomarse ambos vasos, y enseguida los volvió a rellenar mientras empezó a hablar.

—Tampoco vaya pensar que soy una completa rata, hombre, porque no. Digamos que, de vez en cuando, uno necesita socializar con el vecindario. Danny boy, no me diga que usted cree que somos los únicos haciendo esto. No, hermano, actualícese, reseteé la máquina ya. Mire, fresco, que si algo se pone maluco, soy amigo de cierta gente, que son amigos de gente muy por encima del rango de estos tipos. Así que deje la cantaleta mi doctor, estamos con la espalda cubierta.

Fernando volvió a beberse ambos vasos de whiskey, pasándoselos como aguapanela.

—Ahora, yo sé que a usted, señorito de alta alcurnia, le pueda parecer raro todo esto, pero esto no es cosa del otro mundo, no es tan extraviado la verdad. —lo intentó consolar Vázquez, extendiendo un vaso rebosante en su dirección. El manotazo de Daniel le sacó un ruido sordo al cristal, cuando lo estrelló contra la alfombra.

—Me importa un bledo si es extraviado o no. Yo no voy a seguir en algo tan turbio.

Fernando se levantó con todo y botella de la mesa. Caminó hacia Daniel con los brazos extendidos y mofándose a carcajadas.

—Bueno, y que piensa hacer, a ver dígame, empresario en banca rota. ¿Va a pagarnos la penalización cosiéndonos trapitos a mano con los retazos que le quedan a Ecomoda? ¿Le va a ir a llorar a los acreedores para que le dejen algo después del remate? No sea terco, hombre, sólo quédese tranquilito, que no le pasa nada.

Daniel lo tomó nuevamente por las solapas y lo arrastró hacía si mismo.

—Fernando, yo estoy fuera. Si me vuelve a buscar, alimaña de alcantarilla, le juro que lo mato, ¿me escuchó? Lo mato.

Se dió la vuelta, dejando a Vázquez, su maldito teléfono y todos los ahorros de la mitad de su vida, en la estúpida mesa de cabaret.

—¡Daniel! ¡Ey, Daniel! ¡Venga para acá! ¡No sea tan anticuado hombre! ¡Estamos en otro siglo, hermano! ¡Todo el maldito mundo lo hace! ¡It's just business!