Daniel leía el contrato por enésima vez, buscando, entre la densa sopa de letras que eran los documentos, algún vacío, alguna cláusula que le salvara el pellejo. Olarte, desde el otro lado del estudio, se comía las uñas paseando de un lado a otro, evidentemente con ganas de soltar la lengua.

Finalmente hastiado, Daniel tiró los papeles al escritorio, haciendo brincar del susto al hombre.

—Escupa pues, lo que tanto lo atormenta Olarte. —le ordenó, tamborileando los dedos impaciente sobre la mesa.

El financista se apresuró a enderezarse, mientras nerviosamente se acomodó el traje.

—Doctor, sin ánimos de ofenderlo, yo creo que lo mejor es seguir adelante con el negocio.

Daniel le mandó una mirada oscura.

—No, no, no, vea, usted y yo ya nos rebanamos el seso todo el fin de semana viendo si se pueden evadir las obligaciones, pero ya ve, esos tipos lo tienen bien agarrado, doctor. La verdad, no hay por dónde.

En el silencio de Daniel, Olarte se aventuró a tomar asiento frente al escritorio.

—Mejor vea hasta dónde lo lleva la cosa.

Daniel frunció el entrecejo y volvió a retomar los papeles con más ahínco. La mandíbula tan tensa, que las palabras salieron proyectadas como balas fuera de su boca.

—Si sólo va a decir idioteces Olarte, no lo necesito más aquí.

Olarte se abalanzó con urgencia tratando de explicarse.

—Doctor, es que, digamos que usted recoge la plata y paga la penalización, estos tipos están bien conectados, lo convertirían en paria en un santiamén. Y pues, las cosas a como están, con lo de Ecomoda y ahora usted en pa—Daniel lo entrecortó aclarándose la garganta—digo pues, con su situación en el ministerio. La verdad, que no les queda muy difícil hundirlo.

Las predicciones de Olarte quedaron entre ambos un momento, y Daniel se preguntó, si el hombre estaría considerando no asociarse más con él.

«Yo lo haría, viendo como estoy casi que arruinado»

Olarte, ajeno a las divagaciones del doctor, se echó un poco para atrás rehuyendo al intenso escrutinio.

—C-claro, que usted pudiera ir y denunciarlos. Pero, ahí también si quién sabe doctor, que serían capaces de hacerle ese par.

La advertencia regresó la atención de Daniel a la conversación. Se levantó y cogió un jarrón con agua del aparador, sirvió un vaso para él y luego de una breve consideración otro más para Olarte.

El hombre cogió el vaso con ambas manos, le agradeció por el gesto, pero no hizo intentos de tomar de la bebida. Despreocupadamente puso el agua fría sobre una pila de revistas económicas en la mesa de café. Daniel vió aquello y en vez de retomar su asiento tras el escritorio, dió marcha hacía los ventanales del estudio. Si empezaba a coger lucha con Olarte por cómo la condensación del vaso había arruinado las portadas, probablemente la cosa no pararía pronto.

Estaba tenso, agitado y con la agresividad a flor de piel. Olarte poco o nada tenía que ver con eso.

—Aparte, le digo una cosa doctor, yo he estado revisando el plan de inversión del fondo, y pues se ve todo muy correcto. Ese tal Vásquez, tiene buen ojo para saber que industrias tienen potencial, y pues todas las empresas que tiene en la mira son legítimas. Yo mismo les pasé lupa. A cómo se va moviendo el asunto hasta ahora, no hay nada que lo vaya a meter en problemas.

Aún de espaldas, Daniel resopló con el optimismo de Olarte.

—Doctor—enunció ácidamente, y Olarte, en la silla, se erizó como un gato—como veo que usted lo ve todo muy correcto, muy legal, ¿cómo para qué se imagina que tipos con tal reputación, podrían estar necesitando de un fondo de inversión privada?

Al final, Olarte terminó por beber del vaso con agua, si acaso para tragar los nervios que le generaba el sarcasmo del doctor.

En la ventana, Daniel veía las primeras gotas de llovizna golpetear contra el vidrio sin que el sonido se filtrara ni in poco. Una barrera entre la tormenta, y el lío de preocupaciones que inundaba su apartamento. Sonrió un segundo con la ironía, hasta que escuchó las sacudidas de nariz de Olarte, sacándolo de sus cavilaciones. Daniel se estremeció de disgusto antes que lo escuchara contestar.

—Pues lo más obvio doctor, sería para lavado de dinero, pero ya le dije que no parece ser nada de eso.

Daniel concordó en silencio, sin decirle al hombre ni sí, ni no, y Olarte, en la ansiedad provocada por su silencio, se tiró encima de los papales de nuevo. Rebatiendo hojas cómo para buscar otra respuesta.

Daniel regresó a su escritorio. Cuando se sentó, cruzó de piernas y empezó nuevamente tamborilear los dedos sobre la mesa, mientras iba desenredando todo aquello.

—No, claro que no. Vásquez no es tan idiota. Ni me creerá tan cínico. Pero tampoco se va a echar a la cama con tremendos ejecutivos por nada.

Una idea le chispeó por la mente.

—El plan de inversión, ¿Qué dice sobre las estrategias? —Olarte levantó la cabeza confundido, pero se apresuró a buscar el documento.

—Aquí dice doctor, que aprovechando la política nacional de liberalización comercial, se centrará en empresas con alto potencial de desarrollo internacional—Olarte le dió vuelta a la hoja, escaneando los párrafos—Que se aprovecharán las reducciones arancelarias en exportación y los bonos del gobierno acreditados como incentivos para promover el comercio internacional.

Daniel asintió mientras escuchaba, recordando incontables reuniones y llamadas telefónicas, el obsesivo interés de Vásquez por las nuevas reformas para atraer capital extranjero. De todo el tumulto de incertidumbres, algo comenzaba a tomar forma.

—Y los criterios de selección, ¿cuáles son?

—Si, un segundico, doctor—Olarte rebatió las hojas nuevamente y se aclaró la garganta—dice, que empresas con crecimiento anual proyectado de al menos un veinte por ciento en—

—En qué industrias, Olarte —apresuró Daniel, con un gesto de manos.

—Si, en industrias de bienes no tradicionales doctor, flores, frutas, textiles…

Daniel cogió los informes que Olarte había traído sobre ambos hombres, Pacheco y Wallace. Como ya le había resumido por teléfono, una lista de empresas con muy corto tiempo de operatividad se apilaban una tras otras.

En promedio, empresas que operaban apenas un par de meses. La más longeva, la empresa de importaciones de Pacheco. Esa le había durado un poco más de año y medio. Wallace por su parte, apilaba una lista similar de asociaciones con desarrolladores inmobiliarios. Grupos que se convertían en humo luego de corto tiempo.

Daniel, mientras leía los papales, paseaba por el estudio, y Olarte, con los ojos abiertos como pupilo, seguía su figura de un extremo a otro con especial atención.

—Las empresas siempre desaparecen en corto tiempo.

—Si doctor, todas.

Daniel volvió a a tomar asiento, zarandeando el pliego de papeles con los nudillos y murmurando distraídamente.

—En el fax, la doctora dijo que en Cartagena, ya habían corredillos sobre la reputación de ambos tipos.

Olarte se tiró de la silla vuelto una pila de nervios y balbuceos.

—¿La doctora? ¿Cuál doctora? ¿Usted acaso está trabajando con alguien más, doctor? Vea, doctor Valencia, si no le gusta mi trabajo, digo, si siente que no le estoy cumpliendo, yo puedo—

Impasible a la agitación de su asociado, Daniel se paso una mano por la barbilla, pensativo.

—Claro, es imposible que no vayan dejando rastro. Y si piensan subir de escala, estarán necesitando algo más prudente, más discreto. Algo que no los deje tan expuestos, y claro que les dé legitimidad.

Olarte, en el fondo, siguió deshaciéndose en suplicas atropelladas por reclamos, mientras Daniel volvía a darle vueltas a lo que sabía de Vázquez. A pesar de todo, Daniel no había podido desestimar sus dudas de que Fernando no sería tan capaz como para facilitar algo tan abismal como lavado de dinero.

«Tampoco vaya a pensar que soy una completa rata, hombre, porque no»

Debía de ser algo muy a su estilo, indiferente a cualquier código ético, pero con lo mínimo de legalidad como para esconderse en vacíos jurídicos.

—Usted sabe que siempre le he sido muy leal, desde cuando estaba en Ecomoda, y—

Daniel levantó una mano para acallar el ruido blanco que era Olarte. Tiró el manojo de informes sobre el escritorio y volvió a levantase de la silla, energizado con la epifanía que de pronto le llegó. Cuando terminó de ordenar sus conjeturas, se dirigió a Olarte nuevamente.

—Seguramente planean esconderse detrás de la diversificación de cartera.

Olarte se sacudió la nariz confundido.

Las inquietudes sobre su asociación con el doctor seguían en la punta de su lengua, pero terminó atajándolas. Entre una cosa y la otra, el humor le había mejorado a Daniel. Aunque todavía descolocado, prefirió seguirle la corriente.

—Si un tipo es contrabandista, y el otro es un estafador disfrazado de agente de bienes raíces, realmente una cosa no tiene que ver con la otra doctor, ¿no cree?

Daniel se aflojó la corbata y se sacó la chaqueta del traje. Aunque su situación no había mejorado, por primera vez en la noche, empezaba a sentir algo de alivio.

—Piense Olarte. ¿Qué es lo más esencial para un contrabandista?

—Pues será trasladar la mercancía, doctor.

—Exactamente, el transporte. No sería necesario utilizar el fondo en sí para realizar contrabando, a uno le bastaría con tener información privilegiada sobre la logística y los itinerarios como para sacar provecho. Y con suficiente dinero, quien sabe, hasta se podría sabotear a la competencia y monopolizar ciertas rutas comerciales. Al menos aquellas con rubros incipientes en exportación.

Olarte digirió la explicación un momento, y luego preguntó curioso.

—¿Pero y entonces, el otro tipo, doctor, qué saca ese?

—Probablemente planean inflar la liquidez del fondo con los incentivos gubernamentales. No se necesitaría mucha inversión inicial para aparentar más solidez de la que realmente se tiene, sería algo muy atractivo para nuevos inversores. Y en el caso que un proyecto llegara a fallar o desaparecer, el fondo mismo mitigaría la deuda, no Wallace como tal.

Finalmente llegando a sus propias conclusiones, Olarte se repasó una mano por el rostro.

—Ah, ya veo doctor. Van a colocar a las empresas en posesión del fondo como colaterales. Por eso usted hablaba sobre sabotaje ¿no?

Daniel asintió, sacando una botella de vino y dos copas del aparador. Olarte negó modestamente la bebida y Daniel se sacudió de hombros indiferente. A duras penas había extendido la cortesía.

—Si uno toma control de la competencia, y al mismo tiempo la convierte en garantía de un mal negocio, es realmente matar dos pájaros con la misma piedra. —dijo mientras volvía a tomar asiento en el escritorio. Olarte se carcajeó un poco con las palabras.

—No será una figura muy limpia doctor, pero la verdad que está muy bien pensado. Visto así, si tuviera la plata—cuando Olarte vió la mirada oscura que le mandó Daniel, rápidamente cortó la oración y se reacomodó en la silla cambiando el tema—¿Entonces que planea hacer? ¿Si va a denunciarlos?

Daniel rebatió el vino en la copa.

—¿Denunciarlos? No, no es algo procesable realmente. ¿Y ya se le olvidó que también estoy metido en esto? Ni hablar.

Olarte lo estudió un segundo, y conjeturando acertadamente que su presencia ya no era tan indispensable, fue alcanzándose su maletín. Siempre era mejor despedirse sólo que esperar a que el doctor lo despachara.

—Está como al inicio doctor, ahí si no hay de otra entonces. O consigue la plata, o pues, le tocará seguir dentro. —Daniel tragó generosamente de la copa y Olarte se puso de pie—Bueno, siempre está una última opción.

—¿Y cual es esa?

—Pues que consiguiera alguna prueba, algún rastro de papel, y en vez de usted salir, sean ellos los que salgan.

Daniel resopló entretenido.

«Ni con un milagro»


En frente de los juzgados, Betty y Nicolás veían el reloj. Las ocho y media de la mañana. Habían llegado una hora antes a la cita, el taxi que habían cogido casi que había pasado volando encima del tráfico mañanero de Bogotá. Nada de lo que hubiera podido hacer el carro de don Hermes, ni en sus mejores días, cuando el cacharro no se tentaba para encender, cómo lo había hecho hoy por la mañana dejándolos varados antes de siquiera poner pie en carretera. Afortunadamente, entre la impuntualidad y su necesidad de chaperonear a su hija de un lado a otro, don Hermes no había tenido reparos en mandarlos expeditos a coger taxi.

«Se me va ya, mija. No se preocupe por mí, cuando le arregle unas cositas a la máquina, por ahí me paso a buscarlos. No se atrase más, que va a pensar esa gente Betty»

Había sido una bendición para Betty, que había amanecido con la ansiedad a tope, y que no se imaginaba que la perorata cansona de su papá—siempre más intensa por las mañanas—, le viniera muy perlas, precisamente hoy.

El día que iba a volver a encontrarse con el doctor Mendoza.

Betty, agobiada por los nervios, se repasaba las manos, una y otra vez, por la melena que le caí sobre un hombro. De vez en cuando se tocaba las gafas nuevas, aún no se acostumbraba del todo al modelo. El marco era tan ligero que por momentos sentía que ni siquiera las traía encima. Como el maquillaje, que aún la hacía voltear a ver dos veces, cuando veía el reflejo de su propio rostro sobre alguna superficie.

Doña Catalina le había insistido mucho antes de regresar, en su compromiso con su nuevo cambio, y Betty, aunque a momentos sentía un poco del absurdo que era su nueva rutina, no quería defraudar la confianza de la mujer. Así que desde los pocos días que tenía de haber regresado, hacía el esfuerzo de maquillarse y combinarse más acertadamente la ropa. Aún si no era más que para bajar a tomar café con su mamá, o para aguantar las retahílas de su papá sobre Ecomoda.

Betty soltó una pequeña carcajada, recordando como de momentos a don Hermes se le trababa la lengua y le cambiaba el tono si la veía muy de cerca. Nicolás había sufrido del mismo síntoma, pero no le había perdurado más que unas cuantas horas.

Prueba de eso, que ahora, mientras esperaba muy juntito a ella, se sobaba el estómago con angustia, recordando los roscones que no había alcanzado a secuestrar de la mesa antes que don Hermes los despachara.

—Betty, ¿será que su papá alcanzó a reparar la nave? ¿será que nos trae algo para masticar? —dijo, viendo el reloj en su muñeca. Una chuchería de colores estrambóticos, que le iba mejor a un niño que a un ejecutivo. A pesar de la licencia que le había dado para quedarse con los trajes y las otras cosas de su cambio de look, Betty sabía que el reloj no había salido del cajón en la sala comedor de su casa. —Ay, Betty, cómo me fue a sacar tan temprano. ¡Oiga, oiga! ¡Ya me empezó a aullar la tripa!

Betty sonrió con empatía. También le chirreaba la tripa, pero era de nervios.

—Ya sé, ya sé, no sea necio Nicolás. Pero entiéndame, ¿si? Yo no me podía venir sola. Yo lo necesito a usted aquí conmigo.

Nicolás, que se había sacado la gabardina y se la había colgado en un brazo, se la volvió a colocar, enderezándose. Cuando habló de nuevo, Betty rió por cómo engrosaba la voz.

—Tranquila, antigua novia, yo la entiendo. Usted ocupa de un guardián, un protector, un tipo que le ponga cara al bestia de su ex jefe, y quién más sino yo, dos pies completos de pura musculatura—dijo, mientras flexionaba un brazo haciendo que Betty riera desaforadamente.

Las pocas personas que deambulaban por los pasillos, lo veían con curiosidad.

—Ah, con que le causa mucha gracia señorita, no crea, no crea, si le parece muy poco lo que ve, es por pura falta de combustible, dónde me hubiera traído las arepas de su mamá, usted lo que estuviera es boquiabierta.

Betty entre risas, recuperó un poco el aliento para soltarle una burla.

—Como quién dice, el Popeye colombiano, solo que en vez de espinacas, que le den arepas entonces.

Nicolás, más entretenido que ofendido, sacó pecho y comenzó a rebatir un brazo de forma cómica.

—Mire Betty, que dónde se aparezca el doctorcito ese, el cabezón ese, yo vengo y—

—Buenos días.

Nicolás y Betty, ambos gritaron de espanto. Como una sombra y con los pasos más ligeros que un gato, el doctor Armando había aparecido detrás de su amigo.

Iba impecablemente vestido, como siempre, o tal vez incluso mejor, como cuando le tocaba renovar contrato con las modelos. Traje oscuro y una corbata que atraía la vista a los hombros. A lo decididamente masculina que era su figura.

Betty se reprendió mentalmente, tratando de recobrarse de su asombro. El doctor, a pesar que también la había ojeado de pies a cabeza, tenía un semblante tranquilo. Ella sintió extraña, la forma que su rostro intentaba afectar serenidad.

Ni el mismo doctor Valencia se había mostrado tan impasible.

Nicolás, aún aferrado a uno de sus brazos y escondido detrás de Betty, le dió una pequeña sacudida a su amiga.

—B-bue-

Betty se aclaró la garganta y volvió a saludar.

—Buenos días, doctor Mendoza.

Nicolás por su parte, torció la boca y cabeceó levantando una mano en señal de saludo.

El doctor, clavando por un segundo la mirada en los brazos de ambos que aún seguían enredados, volvió a saludar.

—Buenos días, Betty. —con menos consideración, desvió la mirada a Nicolás. —Buenos días, doctor Mora.

Un silencio incómodo cayó sobre los tres. Era evidente que el doctor quería iniciar algún tipo de conversación con Betty, pero ella, que percibió sin problemas sus intenciones, evitaba encontrar su mirada. Entendiendo todo aquello Nicolás, sin nada de discreción, se atravesó entre ambos como una barrera, y Armando lo fulminó con una mirada incendiada.

Afortunadamente el impasse no duró mucho tiempo, los abogados de ambas partes finalmente haciendo acto de presencia, e inundándolos de tanta juerga legal que la incomodidad se disolvió en preocupación.

Fue hasta que salieron de los juzgados que el doctor se acercó a Betty para intentar abordarla. Los abogados se habían quedado finiquitando alguna cosa entre las partes y Nicolás con ellos, prestando atención a las peroratas del doctor Sánchez.

Armando había esperado el momento justo.

—Beatriz, yo quería pedirle el favor, si me regala algunos minutos de su tiempo, para conversar. En privado.

Betty cogió su bolso bajo el brazo y giró el cuerpo el dirección opuesta. En la distancia, Nicolás le envía una mirada, pero el doctor Rosales, le capturó un brazo volviéndolo a la conversación. Betty suspiró.

—No creo, doctor. No hay nada que conversar. —dijo, reajustándose las gafas. Armando sacudió la cabeza.

—No, Betty, usted se equivoca, hay muchas cosas entre los dos que no están del todo claras, me gustaría que me escuchara un momento.

Betty, que hasta en ese momento, solo había estado agobiada por los nervios, empezó a sentir la vieja ira subirle por la garganta.

—Doctor, créame, que las cosas entre los dos nunca estuvieron más claras. Ahora si me disculpa, tengo afán.

—Betty, un momento por favor, espere. —El hombre levantó una mano como para intentar retenerla y Betty retrocedió impulsivamente. Por un momento trasladada a la fragata, a las acusaciones del doctor Valencia y a su propio traje arruinado.

Armando, alarmado por el genuino rechazo que vió en su rostro, se apresuró a levantar ambas manos en un gesto apaciguador. Cuando las bajo, las metió tras de sí, como para evitar ofenderla más.

—Disculpe, Betty, no quería asustarla.—el tono con que resumió, era notablemente más modulado—Tranquila, esta bien, no voy a hablarle de nosotros. Es sobre Ecomoda, por favor. Solo sobre Ecomoda.

Betty asintió.

—Entiendo. Pero doctor, ese tema también esta agotado. Y ahora, con los abogados, no hace falta, que usted y yo hablemos realmente.

—¡Que sí hace falta, Beatriz!—soltó impulsivamente el doctor, y Betty se sobrecogió con su exaltación. Los abogados y Nicolás, giraron la vista hacia los dos, y ella mandó un saludo tranquilizarlos. Armando, con angustia, se pasó ambas manos por el rostro—Perdón, no quería gritarla.

Betty hizo un gesto que era exactamente de disgusto, pero tampoco era una mueca muy simpática. El doctor, algo leyó en el rostro de Betty, porque después de estudiarla por un momento, se acercó a ella soltando una avalancha de palabras.

—Betty, por favor, reconsidere, se lo pido. Yo sé que usted le tiene mucho aprecio a la empresa, a la gente que hay allá, y me atrevería a decir que al tiempo que pasó allá. Yo sé que usted no es la persona fría y vengativa que todos dicen que es. Yo sé que usted es cálida, con un corazón muy amplio. Dios, el corazón más amplio que he conocido. Betty, yo la conozco a usted, yo sé que no quiere que la empresa quiebre, yo lo sé.

Ella escuchó todo aquello si interrumpir. Era más o menos lo mismo que el doctor Valencia había tratado de decirle, en el lobby del hotel en Cartagena. Si acaso, lo único diferente era la forma que mientras escuchaba al don Armando, cada palabra parecía incendiarle el pecho.

Betty no podía ponerle nombre lo que sintió al ver al doctor desecho en súplicas. Era una amalgama de muchas cosas al mismo tiempo, algo intenso y puntiagudo.

Incluso después de todas las mentiras y toda la manipulación, aún así tenía que luchar contra el impulso de apaciguarlo, de darle sosiego. De sentarse y escuchar todo lo que tuviera que decir.

De querer decir que sí, por que sí.

«Yo no tengo los mismos talentos que Mendoza»

La voz del doctor Valencia, de pronto le resonó con tanta nitidez, que Betty soltó una carcajada involuntaria. Fue como una liga de goma que rompió la burbuja de sus pensamientos en escalada.

Cuando regresó la vista al doctor, se asombró porque ya no tenía el estómago tan pesado, ni las manos con tanta necesidad de estrujarse entre sí.

La embargó más bien una ola de hilaridad.

Respiró profundo para contener un poco la risa, y para tratar de parar su imaginación, que sin reparos a lo inapropiado de la situación, hacía aparecer la imagen del doctor Valencia señalando a don Armando de forma sarcástica.

«Lo ve doctora, no se lo dije, esto si es manipulación, talento nato»

Beatriz nunca hubiera podido imaginarse, que las palabras del doctor Valencia, le fueran a brindar tanto confort. Tanta claridad.

El doctor Mendoza la vió perturbado, igual que Nicolás, que después de su carcajada espontánea, finalmente se había safado de los abogados y había regresado junto a ella.

—Doctor, de verdad. No hay nada que pueda hacer por usted, lo de la presidencia está fuera de discusión. Ahora, si me disculpa.

—Betty—

—¡Betty, vea, ya vino don Gérmenes! —el grito de Nicolás fue la excusa perfecta y Betty aprovechó la conmoción para hacer su salida.

En la espalda, podía sentir la intensa mirada de don Armando siguiéndola hasta que salió del vestíbulo, pero extrañamente, ya no se sintió más abrumada por ello.


Cuando doña Julia asomó la cabeza en la habitación de Beatriz, apenas estaba empezando a quitarse las medias.

—Mamita, allá abajo la están buscando, un tal doctor—

Betty se tiró de la cama y salió del cuarto sin darle tiempo a su mamá de terminar la frase. Cogió las escaleras con piernas tambaleantes, y si no acabó rompiéndose el cuello bajándolas, fue solo por la furia que llevaba encima.

Que don Armando, la siguiera acosando, que se hubiera atrevido a seguirla a su casa para intentar hablar. Betty estaba decidida a resolver todo aquello.

Cuando pasó por el comedor, don Hermes chasqueó la lengua mientras abría el diario de par en par.

—Ya va siendo hora que les dé la cara a esa gente. —dijo, echando más leña a la rabia que azoraba a Betty—Sino, va a pasarse la vida huyendo como una criminal entonces, mija.

Betty salió de la casa sin entretenerse con la amonestación. Aunque lo hizo, evitando dar el portazo que estaba deseando y mordiéndose la lengua para no contestar.

Una suerte fue, que la tuviera bien agarrada entre medio de los dientes, porque seguro se la hubiese tragado al ver el extraño Mercedez parqueado en frente, y al mismísimo doctor Valencia bajando del carro.

Sin dudas, adivinando que Betty se encontraba a unos segundos de regresar corriendo al interior de su casa para cerrarle la puerta con llave, el doctor levantó una mano con urgencia.

—Sólo un momento. Por favor.

Betty se quedó quieta pero no pudo evitar fruncir el gesto con irritación.

—Si es sobre Ecomoda—

Daniel la interrumpió con severidad.

—Tenía razón. —soltó sin explicación y Betty lo miró extrañada. Por un momento, él volvió la vista al suelo y cuando levantó su mirada a Beatriz, estaba tan tieso como una tabla. Cada palabra que salía de su boca, parecía costarle un año de vida—Usted tenía razón, doctora. Sobre la inversión. Es una estafa. Bueno, no exactamente una estafa, pero sí es un asunto fraudulento. Al final, como usted suponía, esos tipos no son de fiar.

Betty se llevó una mano a la boca sorprendida, no con la confirmación del crimen, sino porque nunca esperó que el doctor fuera admitir su error. Mucho menos que fuera ir a su casa a contarle, ni tampoco que se presentara frente a ella, de una forma tan insólita.

La vulnerabilidad que dejaba entre ver en su rostro, le daban las mismas ganas de taparse los ojos, que cuando pasaban alguna escena subida de tono mientras miraba televisión son sus papás.

Betty desvió la mirada sus propias manos. Las había empezado a estrujar sin darse cuenta.

—Lo lamento mucho, doctor, pero yo se lo advertí.

Daniel resopló secamente.

—Lo sé. La culpa es mía. —dijo llanamente, sin envolverse en justificaciones. Betty levantó la vista boquiabierta.

Por un lado, quería hundir el dedo en la llaga y recordarle que sí, que la culpa era enteramente de él, por terco y desconfiado. Pero a pesar de todo, todavía tenía atragantado el horrible sentimiento de traición y vergüenza que sintió cuando descubrió el siniestro plan de don Armando.

—La culpa es de ellos, doctor. De los estafadores. Son unos bandidos, profesionales, no hay forma que uno pueda evitar que lo roben. —dijo finalmente, tratando de brindar algo de confort.

El doctor Valencia negó con la cabeza y sonrió torcidamente.

—No Beatriz, la culpa sí es mía. Usted me lo advirtió y aún así seguí adelante con todo.

Beatriz intentó rebatir el argumento.

—Yo no le dí evidencias, doctor, usted tenía razón. A esas alturas mis palabras no eran más que chismes.

El hombre la estudió por un segundo, y tomó aire como para darse fuerzas antes de enunciar sus pecados.

—No fue por las evidencias, doctora. Fue por orgullo. Por soberbia.—Daniel suspiró pesadamente, y se repasó una mano por el cabello. Cuando volvió a hablar, su voz era muy tenue—Parece que Mendoza y yo, no somos muy distintos ¿no cree, Beatriz?

Betty se horrorizó con la comparación.

—No, no, no. Como cree.

El doctor, sin entender completamente la vehemencia con la que negó aquello, resopló con humor funesto.

—Ciertamente. El medio millón que acabo de perder no se compara con los cincuenta millones que le regaló su jefe. Si acaso, aún tendremos una diferencia de escalas, ¿no Beatriz? —Betty vió la sonrisa de Daniel y le pareció increíble que el hombre estuviera sacando chistes a su propia situación.

Al parecer, el doctor no pasaba oportunidad de mofarse de cualquier tragedia, las suyas propias incluidas.

—En todo caso, no hay nada que hacer respecto a eso. Ahora, sumado al capital que había heredado de mis padres, los ahorros de toda mi vida están en el fango. —confesó mientras se echaba ambas manos a los bolsillos.

Betty paso su peso de un pie al otro, incómoda por la culpa que la atravesó con la confidencia, y ansiosa por el brillo calculador que chispeaba en los ojos del doctor.

—Doctor, ¿a qué ha venido? —sondeó cruzándose de brazos.

Daniel le dedicó una sonrisa sin humor. Todo atisbo de burla dejado atrás.

—¿No lo imagina, doctora?

Betty ladeó la cabeza confundida.

—No voy a asumir la presidencia. Lo siento mucho doctor, pero—

El doctor volvió a levantar una mano entre ambos.

—No, Beatriz, no vengo a pedirle que salve a Ecomoda. Vengo a pedirle que me salve a mí.

La petición cayó en un pesado silencio.

A Betty le costó tanto digerirla, cómo al doctor le había costado hacerla. Ambos se vieron a los ojos por tensos segundos y Betty se sorprendió cuando el doctor fue el primero en desviar la mirada.

Ella lo vió apoyar ambas manos en el techo del Mercedez y colgar la cabeza entre los hombros. Evidentemente, estaba en un profundo conflicto con lo que estaba haciendo. Tamborileó los dedos encima del metal unos segundos, y luego se volvió a enderezar. La franqueza de su mirada, asustó a Betty.

—Doctor Valencia, yo no creo—

—Lo sé, doctora. Creáme que lo sé. Mi petición le debe sonar muy descarada y fuera de lugar. Pero siendo honestos, Beatriz, y sé que tal vez usted no vaya a creer esto, no estoy aquí únicamente por mí. Si no también, por mis hermanas. Por los Valencia.

Betty tensó el rostro, haciendo un esfuerzo por no mostrar el disgusto que la invadió al pensar en doña Marcela. De alguna forma, le pareció algo inapropiado mostrar que tan poco le importaba el futuro de los Valencia, con el doctor hablando de forma tan cándida.

—Beatriz, si le pido ayuda a usted es porque usted precisamente es la única que puede ayudarme. —el doctor se acercó, y Betty, como sacada de su propio cuerpo, vió cómo Daniel le tomaba una mano.

—¿A-ayudarlo? ¿C-cómo se imagina usted que p-puedo ayudarlo?—las palabras a Betty le salieron en un tono que era más un silbido estrangulado que otra cosa.

Los ojos los tenía pegados a la mano del doctor y a pesar de su perturbación con el gesto, no alcanzaba a hacer nada por sacársela de encima. Afortunadamente, cuando el doctor siguió su mirada, y cayó en cuenta de lo que había hecho, soltó su agarre de improvisto. Visiblemente más perturbado que la misma Betty.

Él se aclaró la garganta y retrocedió un paso antes de continuar.

—Usted y ese amigo suyo, Mora, ¿no habían creado un frente de inversión para Mendoza? ¿Uno que hicieron crecer de la nada? Pues, eso puede hacer por mí. Con eso puede ayudarme. Es lo que estoy necesitando.

Betty salió del bochorno para ponerle cabeza a lo que el doctor estaba proponiéndole. Un trabajo como consultora financiera. Y mejor que eso, no solamente era una oferta para Betty, sino también para Nicolás.

—¿Y qué paso con los señores esos? ¿Sí está resuelto ese asunto?

El doctor Valencia simplemente se rebatió de hombros sin ofrecer ninguna explicación.

—Aparte, ¿de dónde va a sacar plata para invertir? ¿No acaba de decir que lo estafaron de sus ahorros? —preguntó sin reparos. Betty consideró que era mejor tratar el asunto con franqueza, que andar con miramientos. Incluso si no tenía intención de ayudar al doctor. No le pareció que fuera un hombre que valorara mucho la delicadeza.

Betty no se equivocó. Lo único que ocupaba la atención del doctor, era procurar su respuesta.

—Todavía hay algún capital por ahí con el que puedo contar. No es algo que ocupe su preocupación, doctora. Entonces, ¿qué dice?—

Ella se mordisqueó un pulgar, sopesando sus opciones. Después de todo, era una realidad que todavía estaba en paro. A pesar de la oferta de doña Catalina, una puesto como consultora financiera era más atractivo para Betty. Claro, que al tratarse de una petición del doctor Valencia, y de la posibilidad de volverse a involucrar con Ecomoda, era más atrayente la idea de hornear pan con doña Eugenia.

Betty empezó a negar antes de responder.

—La presidencia de Ecomoda—

—No voy a insistirle más con eso. Su decisión con respecto a asumir o no la presidencia, queda a su discreción. Aunque, si no envía una respuesta pronto, me imagino que no está a muchos días de recibir a Roberto aquí en su casa. —El doctor echó una mirada a ambos lados de la calle, poniéndole a Betty los nervios de punta. Quién sabe que podría hacerle su papá, si el mismísimo don Roberto se llegara a aparecer. El hombre, se cruzó de hombros, entretenido con su reacción, pero no comentó al respecto—Creáme doctora, que Ecomoda es tema tan desagradable para mí, como para usted. Tal vez, incluso más. Creo que ambos nos beneficiaríamos de nuevos horizontes.

Ella quiso en aquel momento poder explicarle, que en el paquete funesto en el que había envuelto todo lo relacionado con Ecomoda, el doctor también era parte de aquello.

«¿Para qué le voy a decir? Ni que fuera ayudarlo»

—¿Me da algún tiempo para pensarlo? No quisiera decidir tan a la ligera. —dijo Betty, sin ningún peso detrás de sus palabras. Si el doctor la conociera lo suficiente, se habría dado cuenta por cómo arrugó la nariz y se rascó detrás de una oreja, que no era más que una mentira descarada.

En cambio, el hombre le extendió una tarjeta, con su número personal, y la dirección de su casa escrita a puño y letra en el reverso.

Betty frunció el ceño irritada. Pensar que el doctor había anticipado llegar a tal punto en la negociación, la hacía sentir como una tonta.

Peor, una tonta fácil.

—Puede buscarme cuando quiera, estaré esperando su respuesta.

Betty se dió la vuelta sin despedirse. Esta vez cuando pasó el umbral de la entrada, no se contuvo en soltar un portazo.