La semana siguiente, cómo diseñado para sacarla de quicio, las visitas de Ecomoda siguieron un programa estricto.
Por la mañana, el equipo legal de la empresa—el doctor Santamaría y asociados,—tocaban a la puerta, siempre a las nueve en punto. Cronometrados casi por artilugio, a la hora exacta en que el desayuno había terminado para los Pinzón-Solano. Doña Julia, en su perpetuo delantal de oficio, les ofrecía café o los despedía tras una cortina corrida en los ventanales, según de qué lado de la cama se levantara don Hermes.
Amañada al juego de gato y ratón al que jugaba Betty, evitaba hacerlos pasar si la muchacha aún no había salido a hacer sus diligencias. Muy a pesar de las peroratas del marido, que aunque no tenía mejor respuesta para ellos, cada vez que podía, sentaba al grupo de abogados en el recibidor y los atosigaba con palabrerías y promesas de hablar con la hija para finiquitar de una vez por todas aquel asunto.
«Doctores, es lamentable como la juventud se ha echado a perder en tan pocos años. Muy pocos valores, muy pocos. Pero no vayan a pensar que los Pinzón no somos gente de bien, de palabra. Por mi hija no se preocupen»
En las tardes, la cosa era mas develada. Dentro de un Mercedez negro, aparcado en la esquina contraria de la calle, Margarita esperaba con las ventanas tintadas subidas a tope. El conductor se había dirigido a tocar la puerta una sola vez, y después del primer rechazo, se limitaban a esperar a que Beatriz saliera al encuentro. Esfuerzo inútil que era, porque aún si Beatriz podía sobreponerse a la ansiedad que le generaba ver al cuerpo de abogados de Ecomoda, la terrible vergüenza que la invadía al ver a Margarita era insuperable.
Indigerible.
De la misma forma que era ver la atractiva forma del Toyota Celica, que unas dos o tres noches, había prendido foco bajo las ventanas de su balcón. Betty observaba las luce de los faros siempre sin correr las cortinas, muy pegadita a la pared para no hacerse silueta. Entonces, esperaba unos segundos, con las manos en el interruptor, y con la misma solemnidad de un ejecutor de la silla eléctrica, mataba las luces de su cuarto. Y a esa otra parte de sí misma, que aún le hacía trompicar el corazón al escuchar la despedida del motor.
Al final de la semana, el coste emocional de todo aquello se le había apilado a Beatriz, cómo costales sobre los hombros. Entre el acoso de Ecomoda, la cantaleta de su papá y los angustiados suspiros de su mamá, la residencia Pinzón-Solano estaba presta a implosionar en cualquier momento.
Y por supuesto, también estaba Nicolás, que desde que había escuchado la confesión de Betty sobre la propuesta del doctor Valencia, no desaprovechaba cualquier momento a solas, para montarle tambarria sobre el mismo asunto.
Hoy, para variar, se había escurrido a encuevarse con Betty en el cuarto, en lo que don Hermes se había levantado a sacar la basura, después de la cena.
Sentada frente al ordenador, Betty ojeaba una vez más los clasificados en los boletines digitales de Bogotá, mientras Nicolás volvía a insistir con lo del doctor. Deambulaba en el cuarto de un lado a otro y parloteaba sin guardar aliento, en esa forma tan cansona que a Betty tantas ganas le daban de sacarle a sopapos.
Finalmente distraída de la pantalla, Betty se giró a su amigo.
—Ay, Nicolás, ya por favor. Usted sabe muy bien que ese señor y yo siempre nos hemos llevados como perros y gatos. No sé que tanto podría aguantar tenerlo como jefe. Sería un martirio. Y no sólo para mí, Nicolás. Dónde me contrate, me termina echando en un santiamén.
Nicolás, emocionado por la apertura de Betty al tema, sacó a su amiga del escritorio para sentarla en la cama, y luego de coger la silla del ordenador, se sentó frente a ella ajustándose las gafas.
—Pero es que Betty, vea, si él es el que vino aquí, a buscarla a usted, hasta su casita, pues será porque está en la sin remedio, en la calle de la desgracia, en el último círculo del infierno mejor dicho. Usted tiene la ventaja ahora. No se la va a dejar montar otra vez.
Las palabras no hacían nada para convencer a Betty, que más que considerar el asunto, esperaba a que Nicolás se desahogara para volver a los clasificados en paz. Se acomodó en el espaldar de la cama haciéndose de uno de sus peluches, mientras veía como Nicolás volvía a salir de la silla, exaltado por la anticipación de comenzar otro de sus discursos.
—Mire, Betty, en todo caso, él doctor no sería su jefe, jefe. Los dos estarían así, vea. —Nicolás hizo un gesto de manos como de sosteniendo una balanza y Betty rió negando con la cabeza.
—Nicolás, muy ingenuo usted. El doctor Valencia nunca va a verme como alguien de su mismo estatus. ¡No sea bobo!—dijo, tirando a Beto con puntería certera, a la cabeza de su amigo. Nicolás cogió el muñeco con algo de espanto y se sentó nuevamente, poniéndolo en su regazo como maestro y ventrículo. Betty suspiró levantándose de la cama. —Seguramente volvería a la misma historia de antes, y yo no pienso repetir eso, mucho menos con esa gente. A ser la misma pobre tonta asistente.
Nicolás, viendo que tenía todas las intenciones de regresar al ordenador, la cogió por los hombros y volvió a sentarla frente a él, transfiriendo también el muñeco.
—Corrección, Betty. Su socia. Usted sería su socia—
—¿Socia, yo? ¿Ya se volvió loco usted? ¿Con qué plata sería socia yo de ese señor?—Betty se levantó fastidiada, sin ánimos de seguir entreteniéndolo—Ay, no juegue Nicolás, que no estoy para tonterías. Tengo muchas cosas en que pensar como para que usted me esté metiendo disparates en la cabeza.
—No son tonterías, Betty. —le aseguró él, y rápidamente corrió a meterse bajo la cama para arrastrar el baúl con papeles que Betty guardaba de Ecomoda. Ella lo vió curiosa mientras rebuscaba entre las pilas de carpetas hasta que en medio de la nube de polvo que levantó con todo el revuelo, finalmente una carpeta verde salió a flote. Betty no tuvo ni que hacer memoria de qué tenía dentro, el día que la metió ahí, lo tenía grabado en la cabeza como por cincel.
—¿Me va a decir que se le olvidó que tenía esto?
Boquiabierta por unos segundos, Betty vió a Nicolás ondear el fajo de facturas y comprobantes, de un lado a otro. Lo único que había quedado de aquel mal negocio de las telas.
«Betty, llévese todo esto a su casa, o no sé a dónde, pero desaparéscalo de aquí. ¿Me escuchó, Beatriz? ¡Desaparéscalo!»
Beatriz se tragó un hipido.
—¿Nicolás, usted en qué está pensando?
—En nada Betty, en nada. Sólo le digo que usted está sin plata porque quiere, mire, aquí esta el billetito ganador. Su golden ticket. Los dos millones de dólares que el cabezón ese de su jefe, perdón, su ex jefe, le hizo perder a la empresa. Quietecitos y esperando a que usted los canjee.
Betty salió corriendo a la puerta, asomó la cabeza al pasillo para confirmar que nadie los había escuchado, y después echó llave al cuarto lo más silenciosamente que pudo. Cuando se dió la vuelta, Nicolás tragó gordo con la careta brava que traía encima.
—Nicolás, ¿usted cómo se va a poner a decir cosas como esas tan campantemente? ¿Ahora si le patina el coco, dígame? Lindo el señor, gritando a los cuatro vientos cosas que le cuento en confidencia. Vea, que dónde mi papá se de cuenta, nos mata a ambos. —Nicolás se acomodó en el respaldar de la cama, con Beto y la carpeta secuestrados en el regazo. Pacientemente dispuesto a esperar a que a Betty se le pasara el ataque, que en vez de menguar, parecía ponerse más recio a medida que avanzaba el monólogo. —Además, ¿usted cree que es solo ir a donde ese señor y decirle, hola, cómo le vá, se acuerda hace unos meses cuando estafó a Ecomoda, será que si nos quiera pagar lo que se robó, bueno, gracias? ¡No sea idiota!
Betty se plantó con ambas manos en la cintura. Era la viva imagen de don Hermes fúrico, aunque se había reconfigurado de rostro, el chip no le había cambiado. Nicolás se encogió más con la imagen que con la amonestación.
—A ver, pasé eso. —le ordenó Betty, acercándose a tomar la carpeta. Nicolás salió de la cama, echándosela bajo un hombro y cruzando al otro lado de la habitación.
—Un momentico Betty, déjeme le explico lo que podemos hacer. No crea, a este asunto ya le he puesto mucha cabeza. Mire, nosotros podemos, más bien digo, el doctor Valencia-
Betty se abalanzó sorpresivamente para coger la carpeta y Nicolás, chillando del susto, alcanzó a extenderla arriba de su cabeza. Ambos comenzaron a dar vueltas por el cuarto peliándose los papeles.
—Yo no quiero que me explique nada, pase a ver antes que mi papá suba con todo este alboroto que nos tenemos.
—Betty, espérese un momentico sí, déjeme al menos decirle una cosa, no sea así—
—¡Nicolás, pase a ver!
—Betty, pero es que—
—¡Nicolás!
—¡Beatriz Aurora Pinzón, calle esa alharaca que se tiene ahí arriba! ¡Y dígale al pánfilo ese, que busque casa!
El grito de don Hermes que viajó desde la sala, los trabó de espanto a ambos por unos segundos. Betty, más naturalizada con los rugidos de su papá, se repuso primero, aprovechando para arrebatar la carpeta de las manos de Nicolás.
—Betty, al menos dígame que lo va a pensar, ¿si?
Nicolás se apresuró detrás de ella, mientras Betty ya se agachaba frente a la cama a organizar el desastre y meter la carpeta de donde había salido.
—Nicolás, no sea cansón. En todo caso, si esa plata se recuperara, sería de Ecomoda, no mía.
Betty se levantó y ambos se sentaron en la cama.
—Betty, esa es plata perdida. Fuera de libros, como quién dice, no existe. ¿Dígame, acaso Ecomoda registró ese dinero como perdido? Vea, es que esos dos millonsotes incluso pasaron por fuera de Terramoda. Son el atlantis.
Betty rodó los ojos.
—Entonces, dígame brillante genio de las finanzas, doctor Mora. ¿Cómo hago yo para justificar una entrada de dos millones de dólares en hacienda, ah? Lindo, mi papá desempleado, sin jubilación ni liquidación, yo, desempleada y sin prospectos, y mi mamá ama de casa desde los mil novecientos. Entonces, llego a la ventanilla y cuando me pregunten, les digo que crecieron en el patio de al fondo, ahí detrásito de los mangos. Por favor, Nicolás.
A pesar del ácido sarcasmo en las palabras de Betty, los ojos de Nicolás chispearon. Se acercó a uno de los cajones junto a la cama y de una gaveta, sacó la tarjeta de presentación del doctor Valencia.
—¿No le dije que iba a ser socia? Betty, tal vez usted no pueda justificar esos dos millones, ni tampoco esos tipos quieran pararle mucha bola si usted va y los confronta, pero su nuevo socio si.
Nicolás le cogió una mano y la hizo cerrar el puño sobre el papelillo.
—Es que vea, si usted le echa cabeza, es el emparejamiento perfecto. Por un lado, usted necesitaría un historial financiero como para justificar un depósito tan grande, y el doctor Valencia, ¿acaso no está necesitando platica para su nuevo fondo? Por fin usted y ese tipo tienen algo en común, Betty. —Ella ladeó la cabeza escéptica, y Nicolás levantó un dedo—Un problema de liquidez.
Betty se mordisqueó el pulgar, sopesando las palabras de Nicolás. Aún después de haber confirmado sus sospechas con el doctor Valencia, nunca consideró la idea de recuperar algún dinero de los estafadores. Mucho menos, había considerado confesarle al doctor, que las sospechas de Betty para con aquellos señores no solo habían sido por los corrillos en Cartagena, sino porque la misma Ecomoda había sido estafada.
La idea de romper el pacto de confidencialidad, al que se había comprometido en aquella sala de presidencia, le dejaba un mal sabor de boca. Y aún así, la rígida petición del doctor Valencia, era un trago mucho más amargo.
«Vengo a pedirle que me salve a mí»
Betty suspiró dándole vueltas a la tarjetilla en el regazo.
—Nicolás, aún si eso fuera una posibilidad, yo no me sentiría bien cogiendo parte de ese dinero. Si acaso, debería entregarle los documentos al doctor Valencia y dejarlo que él vea que hace con eso.
Nicolás frunció el entrecejo, subiéndose las gafas.
—Espérese un momentico Betty, no me mal entienda, no crea, tampoco le estoy diciendo que usted vaya y se quede con los dos millones, pero le digo, al menos debería de recuperar los ochenta mil dólares que el tal doctorcito le viró la última vez. —Nicolás se levantó, sentenciando con el dedo—Eso sí, como indemnización ya por último, por lo que usted ya sabe. —terminó en un hilillo mientras se encogía de hombros.
Betty apachurró el semblante y Nicolás se apresura a añadir—El resto, si quiere pues se los endosa a ese señor, el Valencia, que ya como que viene siendo Ecomoda ¿no? Y pues, que él vea si los comparte o no. Aunque no creo, Betty. No creo.
—¡Betty, mija! ¿Qué hubo pues? ¡Despídase del microlax! ¡No lo sufra, no lo sufra!
Nicolás volvió a trastabillar con la gritadera de don Hermes y se tiró a buscar su agenda y un rollo de periódico con los clasificados que Betty había marcado para él a bolígrafo.
Palmeándose la ropa, no vaya a ser se le olvidara alguna de las mil chucherías que cargaba encima, se despidió de Betty antes de salir del cuarto.
—Ya como que me cogió la noche, ¿no? Bueno, Betty, nos vemos mañana. —abriendo la puerta, salió al pasillo y Betty lo vió asomarse una última vez. —Échele cabeza, Betty, échele cabeza. Chao.
—Chao Nicolás.
Mucho más tarde, casi que llegados a media noche, Betty seguía desparramada sobre su cama, con la tarjeta del doctor Valencia cogida en puño. Si cerraba los ojos, podía verla como quemada en sus retinas. En el paso arrastrado de las horas, se había memorizado el número de la línea de su casa, su teléfono personal y la dirección de su apartamento escrita a bolígrafo en la parte trasera. Tener tanta información de aquel hombre le causaba un sentimiento extraño. Cómo un vértigo hilarante. Por el absurdo, la imposibilidad. Y sin embargo, reivindicaba una pequeña y desconocida parte dentro de ella.
«Puede buscarme cuando quiera»
El eco del tono suplicante del doctor, la sacó disparada de la cama. Bajó las escaleras descalza, tratando de volar por encima de los peldaños y cogió el teléfono con manos temblorosas. Sentía el cuerpo echo gelatina, el corazón yéndole a mil.
Los dedos marcaron el número de la planta fija como por inercia, al mismo tiempo que la aguja corta del reloj en el recibidor, se movía a las doce en punto.
Betty se mordió un labio para no chillar de espanto, cuando la llamada conectó en el primer repique.
—¿Aló?
Un resoplido incrédulo se le escapó en la bocina.
«¿De verdad me habrá estado esperando todos los días? ¿Todo el tiempo?»
Sintió el estómago en la garganta, y aún así Betty batalló por no soltar una sonrisa de oreja a oreja. Recordó lo que había dicho Nicolás.
«Los dos estarían así, vea, vea»
Betty inhaló temblorosamente para calmar los nervios.
—Beatriz. —aventuró el hombre al otro lado de la línea.
A pesar de las altas horas, no parecía que lo hubiese cogido con las cobijas encima. Tenía la voz igual de modulada que todas las veces que habían hablado. Si acaso, la conexión al teléfono le daba un tono más sedoso. Betty se aclaró la garganta.
—Voy a hacerlo. —soltó sin preámbulos. Secuestrada aún por el ímpetu desconocido que la había sacado corriendo de la cama a media madrugada. —Voy a ayudarlo, doctor. Acepto su propuesta.
Un silencio pregnante invadió la línea.
Betty se despegó la bocina de la oreja sacudiéndola un par de veces e incluso sacudió el cable del teléfono.
—¿Aló? ¿Doctor?
Con la oreja pegada al aparato, Betty captó un trémulo suspiro, y luego, con una nitidez desconcertante, el sonido de una áspera risa aterciopelada.
A Betty se le erizó el cuerpo de pies a cabezas.
No recordaba haber escuchado reír al doctor jamás, y todos los atisbos de humor que el hombre siempre manifestaba, eran más cercanos a la burla y el sarcasmo, que a ninguna otra cosa.
Pero el sonido al otro lado del teléfono, esa risa había simple y llana satisfacción.
—Gracias. Muchas gracias, Beatriz, de verdad se—
El brazo de Betty estampó el teléfono en la mesa antes que pudiera pensar siquiera en descolgar la llamada. Confundida, parpadeó unos segundos frente al aparato, y luego se llevó una mano a la boca por lo descarado de su descortesía.
«De todos modos, ya le dije que sí»
Subió las escaleras convenciéndose que discar de nuevo para pedir disculpas, era un paso adelante y dos atrás.
Cuando se metió bajo las cobijas, aún se repasaba las manos por ambos brazos. Cada vez que recordaba la risa del doctor Valencia, los pelos se le ponían de puntas.
El estudio del apartamento de Daniel, muy rápido se convirtió en la oficina oficial de su nuevo proyecto—o en términos de Olarte, su nuevo emprendimiento para salir del hoyo. El hombre, aunque falto de arte y delicadeza para usar la lengua, no estaba muy lejos de la verdad. Daniel, todas las mañana que se levantaba y entraba al despacho para empezar los incontables elevator pitch para sus nuevos prospectos de inversionistas, sentía que descendía unos cuantos metros más por el despeñadero.
Los continuos rechazos por la bocina del teléfono, por sí mismos eran tolerables, pero el traslape de su espacio íntimo con menesteres tan aburridos e insípidos, eso si que era fatal para sus sensibilidades. Una profanación.
Adiós a las noches de Shostakóvich y pinot noir, a las ironías de Parra en compañía de un buen chardonnay; mejor dicho, adiós a los pequeños placeres solitarios que siempre acostumbró a consumar por predilección en aquel espacio diseñado a su gusto y antojo.
Daniel Valencia se había convertido, de un segundo a otro, en una caricatura de su antiguo yo, en uno de esos chinos anglosajones que se atrincheran en su garaje pensando en ser millonarios. El remate del chiste entre Vásquez y Daniel.
En uno de esos tipos que lo hacían cargarse a risotadas sabiendo que más que bobos eran por pecar de optimistas.
Daniel se recostó en el sillón echándole un ojo al escritorio lleno de papeles. Antes que pudiera maldecir otra vez a Armando Mendoza, el teléfono repicó sobre la mesa.
Era Beatriz.
—Doctor, le tengo noticias sobre los documentos que me hizo llegar. Nicolás y yo los hemos estudiados, y me imagino que no hace falta decirle que es un proyecto muy sólido, muy completo. —Daniel hizo un sonido de afirmación, por más rata que Fernando había resultado ser, era un tipo con arte para los negocios. No esperaba menos. Beatriz continuó—Pero para no alarmarlo doctor, la propuesta que hemos construido con Nicolás es muy competitiva. Y pues, con respecto a la diversificación de cartera, las proyecciones de rendimiento que hemos hecho, definitivamente arrojan un mejor comportamiento, incluso con inversiones muy conservadoras. Ahoritita se lo acabé de mandar por fax a su casa, si no está muy cogido de tiempo le puedo explicar algunos detalles.
Daniel enmudeció uno segundos.
Luego de que Beatriz finalmente le había devuelto la llamada hace unos días, no había perdido tiempo en hacerle llegar una copia del proyecto del fondo de inversión. Completa con el acuerdo de compromiso con el que Vázquez lo tenía tan agarrado del pescuezo. La única instrucción que le había dado, era estudiarlo. Había planeado reunirse con ella al final de la semana y esperaba poder ahorrarse algo de tiempo poniéndola en materia.
Pero ahora, ahí estaba esa mujer en la bocina, llamándolo a primera hora en la mañana, luego de no únicamente haberlo estudiado, sino que de construir una propuesta y todo, en solo tres días después. Cómo la resurrección de Cristo. La incredulidad lo hizo soltar una carcajada.
«¿Cómo carajos hizo Mendoza para quebrar Ecomoda?»
—¿Doctor Valencia?
Daniel se aclaró la garganta retomando la compostura.
—Eh, si. Por supuesto, Beatriz. Yo he reestructurado el plan inicial del antiguo fondo, pero evidentemente una segunda propuesta sería lo ideal. No se preocupe por el tiempo, continúe.
Beatriz continuó y Daniel se levantó de inmediato a localizar el fax de la doctora de entre la pila de papeles que había acumulado la bandeja de la máquina. Ella debió de tener su propia copia en la mano, porque a medida que entraba en detalles, dirigía a Daniel con números de páginas y referencias en los gráficos.
Daniel se sintió de nuevo cómo en la facultad, no porque no entendiese las idas y vueltas de lo que Beatriz estaba presentándole, sino porque en mucho rato no se había emocionado con las finanzas así, casi que desde que era un muchachito recién apuntado en la universidad. Una felicidad agridulce, cuando las probabilidades y estadísticas por primera vez lo habían alejado del sueño de sus padres, y de Roberto, al saber que nunca iba a apasionarse de tal manera por el diseño y la moda. O Ecomoda.
La característica voz afónica de Beatriz al teléfono era todo un deleite. Porque a pesar que sus minuciosas explicaciones no eran otra cosa más que pragmáticas, Daniel escuchaba el eco de su entusiasmo en cada palabra.
Si hubiese tenido un espejo enfrente se habría horrorizado de ver su propia cara. Quizá incluso peor de lo que lo hizo Marcela al entrar al estudio.
—No puede ser, ¿Ya se cayó el cielo? ¿Se secó el mar? ¡Daniel Valencia perdido en una ensoñación al teléfono!—Daniel dió un respingón en la silla e inconscientemente sofocó la bocina del aparato en un hombro. Apenas y se había terminado de enderezar cuando Marcela se acercó a saludarlo con un beso en la mejilla.
—¿Con quién hablas?
—Negocios. —respondió escuetamente. Ella se cruzó de brazos con una ceja enmarcada y Daniel regresó el teléfono a su oreja. Beatriz no se había percatado de la interrupción.
Habiendo entendido que su hermano no estaba interesado en regalar explicaciones, Marcela se sentó cruzada de piernas en uno de los sillones a esperarlo. La indelicadeza sin duda justificándola por lo anómalo que era ver a su hermano de tan estupendo humor.
Daniel la vió con los ojos entrecerrados pero intentó volver a la conversación con la doctora, conscientemente poniendo mucho más cuidado al sentir los ojos de Marcela mantenerlo en su periferia.
En la mesita del café, la vió rebatir entre las revistas y hacer la típica cara de disgusto que siempre ponía cuando no encontraba nada relacionado con diseño o modas. O algo que la entretuviera en lo que sin duda se imaginaba iba a ser una conversación muy larga.
Daniel suspiró y se aflojó un poco la corbata. Evidentemente no tenía intenciones de dejarlo a solas. Cualquier atisbo o sospecha sobre la vida amorosa de Daniel, tenía el mismo efecto que una gota de sangre en un tanque de tiburones.
«Mujeres»
Cuando Marcela volvió la vista hacia él, Daniel le señaló uno de los cajones en el aparador. Estaba lleno de revistas de farándula. De tanto recoger los tomos que Beata dejaba regados por todos lados, Daniel ya había amasado una generosa colección. Después de coger un moño que le llenaba los brazos, Marcela se quitó los tacones y se sentó, esta vez con las piernas enrroscadas como una niña.
Aparentemente la visita iba a ser larga.
Daniel cogió nuevamente la propuesta de la doctora, no iban siquiera por la mitad. Con un ojo pegado en Marcela y el otro, ocasionalmente revisando los papeles en mano, las respuestas de Daniel se volvían cada vez más lacónicas a medida una inexplicable tensión en aumento, empezaba a hacer que se moliera los dientes.
—Es una buena idea.
—Ya veo.
—Claro.
—Si.
—Hmm.
Finalmente, Beatriz se detuvo.
—Doctor, si acaso interrumpo alguna reunión, podemos organizarnos en otro momento.
Daniel exhaló repasándose una mano por el rostro. Era una situación verdaderamente ridícula y sin embargo, no podía explicarse exactamente el por qué.
—Deme un segundo, por favor.
Se levantó y los ojos curiosos de Marcela se le pagaron a la espalda hasta dobló por el pasillo rumbo a la cocina. Llegando a su cava, eligió al azar un de las últimas botellas que quedaban y deslizó dos copas colgantes, del estante aéreo sobre la isla del desayunador. Cuando Marcela indudablemente le siguiera los pasos, era importante que tuviera una excusa.
—Puede continuar.
Sin la espalda tiesa por el escrutinio de Marcela, Daniel volvió a reconectarse sin problemas a la conversación. Beatriz, a pesar de que la pausa había imbuido cierta inseguridad en su tono, percibiendo el cambio de humor de Daniel por sus respuestas más generosas, pronto regresó a la misma efusividad del inicio.
Mientras cabeceaba y sonreía complacido, los minutos le pasaron volando. Al igual que los taconazos de Marcela, que finalmente lo había alcanzado en la cocina, había tomado asiento y tenía unos buenos segundos, escudriñando cada pequeña reacción en el rostro de Daniel.
—Es una estrategia muy interesante, Be…—Daniel se detuvo en seco al levantar la vista de a copa que hacía bailar sobre la encimera y encontrarse con la burlesca mirada de su hermana. El nombre de Beatriz se le atascó en la garganta—…Veo que le ha puesto mucho detalle, doctora.
Marcela, con una de las manos sosteniéndose el rostro entretenido, levantó una de las copas con humor pícaro. Daniel le sirvió vino, tarareando otra respuesta insípida a Beatriz.
La doctora, al otro lado de la línea, suspiró con cansancio y finalidad.
—Doctor, creo que mejor será que dejemos esto para cuando nos reunamos. Quizá la próxima semana.
Sujetando el inalámbrico entre hombro y oreja, Daniel apoyó ambas manos en la encimera y colgó la cabeza resignado. Era una completa idiotez tanta evasividad por afectar discreción. Y perder el interés de la doctora, que tanto trabajo le había costado conseguir, era sin duda una estupidez peor. Daniel consideró por un segundo tener que volver a escupir aquella bochornosa petición de ayuda, y se estremeció decidido.
—La verdad doctora, la otra semana es muy lejos. Me gustaría que nos viéramos cuanto antes. Esta noche sería perfecto.
Levantó la cabeza y clavó los ojos en Marcela, que desentendida de su dilema, elevó una ceja sorprendida desde el otro extremo de la isla. La característica franqueza de Daniel haciéndola ladear la cabeza con una sonrisa.
Por otro lado, en la línea, el tono nervioso de Beatriz empezaba a hilar un rollo de excusas absurdas.
—D-doctor, la verdad es que…
Daniel la interrumpió.
—No tengo tiempo que perder. Por favor, Beatriz.
Marcela se sobresaltó al escuchar el nombre.
Viéndola a los ojos, Daniel pudo ver el preciso momento en el que la sorpresa le abrió puerta a la sospecha. Y luego, el momento en el que la postura tensa y anticipadamente confrontativa de Daniel, le dieron paso a la confirmación. De qué no era María Beatriz, ni ninguna otra Beatriz. De que al otro lado del teléfono, estaba precisamente esa Beatriz.
Betty.
Daniel terminó de cuadrar con la doctora los detalles de su reunión, bajo la mirada tempestuosa de Marcela que cogía intensidad con cada segundo.
—Ya tiene mi dirección, pero permítame la cortesía de enviar por usted.
Marcela se levantó derechito al estudio, huyendo de las palabras como si fueran un azote. Daniel, en el momento, más capturado por la vacilación que escuchaba en el silencio de Beatriz, con la ausencia de Marcela, se permitió afectar una voz más íntima.
—Beatriz, créame que no es ninguna molestia para mí. Si acaso, todo lo contrario.
Beatriz no contestó, pero Daniel supo, que el silencio no era más de vacilación. La había escandalizado. Rápidamente capitalizó su bochorno.
—A las siete en punto, entonces. Muchas gracias, doctora.
Daniel desligó la llamada con una sonrisa.
Se imaginaba el balbuceo fúrico e impotente de la doctora frente al teléfono y eso lo hacía querer carcajearse, pero se contuvo. En el estudio lo esperaba Marcela, y por ver como se había atrincherado llevándose la botella de vino y ninguna de las dos copas, el pronóstico era funesto. Seguramente quería su pescuezo en la guillotina.
Daniel resopló con cansancio y se quitó la corbata, doblándola sobre el pantry.
«Mejor no darle ninguna idea»
Cuando entró al estudio nuevamente, la Marcela que encontró drenando la botella de vino, era muy diferente a la Marcela que dió la vuelta en su cocina hecha una tempestad. Era una Marcela que no podía reconocer, que nunca había visto. Una que no únicamente destilaba miseria, sino una Marcela, como imbuida en miasma.
Daniel avanzó con cautela y se sentó tras su escritorio, simulando organizar los papeles en la mesa. Marcela, que al parecer no tenía intenciones de romper el tenso silencio, bebía gruesamente del vino sin que su rostro afectara disgusto.
A cómo Daniel la dejara seguir sin discutir, iba a terminar por arrasar con lo poco que quedaba de su colección en reserva.
—Entonces, el muro del silencio, pues. —le reprochó finalmente Daniel, con poca paciencia. La falsa de organizar papeles, abandonada por completo.
Marcela bajó la botella a la mesa. A pesar del tono pausado y severo con que respondió, tenía los ojos aguados.
—Daniel, no sé en qué andarás tú, y sinceramente, nunca me ha interesado meterme en tus asuntos, pero si no estoy suponiendo mal y realmente hablabas con quien cree que estabas hablando—Marcela machacó la última oración con evidente frustración—Déjame que te diga algo, tú no puedes seguirte relacionando con esa mujer.
Daniel elevó una ceja intrigado.
El disgusto de su hermana para con la antigua asistente de Armando, no era cosa nueva, pero escuchando su tono en ese momento, percibió un matiz nuevo de su rechazo para con la mujer. No sólo la odiaba, la resentía.
—¿Y eso por qué? ¿Alguna razón en particular?
Marcela se levantó disparada de la silla, evidentemente ofendida.
—¡¿Acaso ya se te olvidó que esa mujer hundió Ecomoda?! ¡¿Qué nos embaucó?!
Daniel se echó para atrás en el sillón y se cruzó de brazos mientras la observaba analíticamente. Marcela siempre utilizaba sus ataques de histeria para soltarle mentiras.
Él mismo había escupido a los cuatro vientos esas afirmaciones hasta hace apenas un par de semanas atrás, y sin embargo, al escucharlas ahora de la boca de Marcela, inesperadamente, no hicieron otra cosa más que fastidiarlo. Porque Daniel supo en ese momento, con Marcela montando su típica rabieta, que su hermana sacaba a relucir el tema del embargo para satanizar a Beatriz frente a todos, cuando los verdaderos males por los que la padecía no se atrevía a confesarlos con franqueza.
Daniel tamborileó los dedos sobre el brazo del sillón tratando de moderar su enojo. Estaba cansado con la vieja rutina.
—Déjame te digo una cosa, Marcela. No creo que corramos ningún peligro de que yo olvide semejante barbaridad. Pero dime algo, ¿se te olvidó a tí?—Daniel la vió fruncir el entrecejo confundida—Porque desde hace cuantas semanas, no haces más que andar tras Armando de un lado a otro. Cómo si nada hubiera pasado —Marcela empuñó las manos con la rabia—Cómo si Mendoza no hubiera sido el presidente de la empresa, cuando Ecomoda se fue por el despeñadero. Perdón, cuando él, su asistente y su mejor amigo, la mandaron al despeñadero. ¿O es qué pretendes culpar a esa mujer de todo, habiendo escuchado de la mismísima boca de Armando, no solo la confesión de sus ineptitudes, sino cómo obligó a esa mujer a seguir sus órdenes?
Marcela enmudeció por unos segundos, desencajada no sólo por la recapitulación de Daniel, sino por que no había forma de cuestionar el carácter de Beatriz, sin admitir la calamidad que era Mendoza. Incluso después de todo lo que había pasado, darle municiones a Daniel con las qué atacar a Armando, para Marcela, era como dejarse expuesta bajo el sol, con los nervios en carne viva.
Ambos cruzaron miradas envenenadas desde extremos opuestos en el estudio, pero finalmente fue ella quién terminó desistiendo. Como en ninguna otra ocasión, Daniel había desarticulado de tajo su típica línea de argumentos.
Marcela regresó al sillón y al vino, con el semblante más controlado, aunque sin una pizca menos de amargura.
—La cantidad de culpa que esa mujer tiene, es algo que tú nunca te podrías imaginar.
Daniel exhaló exhausto.
—Y tampoco me interesa hacerlo. No creo que tus anécdotas de escaramuzas con ella en la oficina sean muy estimulantes. Así que por favor, mantente al margen de mis asuntos con Beatriz.
Marcela siguió bebiendo de la botella como si no hubiera escuchado eso ultimo y Daniel aceptó la tregua temporal.
Mientras Daniel reorganizaba—esta vez, de forma genuina,—los papeles sobre su escritorio, luego de unos minutos de beber con semblante pensativo, la escuchó escupir con burla sarcástica desde donde estaba sentada.
—Antes solo era la doctora, ahora la llamas Beatriz.—Daniel levantó la vista de la mesa, pero Marcela no lo veía a él, tenía la mirada pérdida viendo al frente. Daniel regresó su atención a los papeles, hasta que el último murmullo de su hermana lo hizo parar en seco—Bueno, supongo que al menos debo de contentarme con que no le digas Betty. Aún.
Él se revolvió en su silla confundido uno segundos.
—Beatriz, Betty, doctora Pinzón. ¿Qué más da? ¿Cuál es el problema, Marcela?
Marcela chasqueó la lengua para luego girarse ahogada de risas sarcásticas. El vino finalmente haciéndola arrastrar las palabras.
—Ay mírate, ya casi suenas igual que Armando. —dijo ella, y soltó unas cuantas palmaditas en el aire. Los ojos de Daniel se oscurecieron en advertencia.
—Marcela.
Ella soltó otra carcajada sin humor, que le puso los nervios de punta.
—Era ella. —confesó de un momento a otro, aún entre risillas—Cuando preguntaste que, qué otra cosa me había hecho. Era ella.—Marcela carcajeó una vez más intentando afectar indiferencia, pero el trémulo tono de su voz traicionaban su conmoción—Siempre fue ella. Betty. Su Betty.
A Daniel le tomó un momento procesar lo que estaba escuchando. Otro momento más, para aceptar las implicaciones de lo que significaban aquellas palabras, para organizar en su cabeza los acontecimientos y cuadrar con los tiempos en los que se había desarrollado todo.
«No es posible»
Y sin embargo, al mismo tiempo, Daniel tenía que aceptar que ese pedazo de información que su hermana había arrojado en el tablero, encajaba a la perfección en los huecos misteriosos que nadie había podido resolver de la relación entre Beatriz y su antiguo jefe.
«¿Con esa Betty, Armando? No, no. No es posible.»
La sonrisa acongojada de Roberto.
«Esa muchacha Daniel, quizá estará odiando a Armando más que cualquiera de nosotros. Incluso más que tú»
Para cuando Daniel logró recuperar el habla, Marcela se secaba con rabia las traicioneras lágrimas que le habían resbalado por la mejilla.
—Marcela, tu me estas queriendo decir que—
—No me hagas que te lo explique, Daniel. De todas las personas, no a tí, por favor. No puedo.
Daniel salió del escritorio y se sentó en el sillón frente a Marcela con ambas manos repasándose el rostro. Cuando recuperó un poco la compostura, aún así, no se sintió capaz de soltar palabra. Ella le dedicó una sonrisa desesperada y lo tomó por las manos.
—¿Ya me entiendes? ¿Ahora si me entiendes cuando te digo que no puedes relacionarte con ella? Esa mujer me arruinó la vida. Me mató, Daniel. Me mató.
Daniel tomó una profunda bocanada de aire. Era una revelación impactante, pero desafortunadamente, no cambiaba el rumbo de las decisiones ya hechas por Daniel. En el gran esquema de las cosas, realmente no tenía relevancia en lo que a sus negocios con la doctora correspondía, era un asunto muy aparte. Sin embargo, viendo los tiritantes hombros de su hermana, subir y bajar con los sollozos apenas reprimidos, resintió tener que darle otra estocada a conciencia.
Delicadamente soltándose del agarre de Marcela, se levantó y regresó al escritorio a recoger la carpeta donde guardaba los informes de vigilancia sobre Wallace y Pacheco.
Cuando se sentó nuevamente, Marcela observó con sospecha la carpeta y palideció al ver el rostro decidido de Daniel. En la mesita del café, el extendió los documentos entre ambos.
—Marcela, para ser muy honesto contigo, aunque me compadezco mucho de tu situación, la realidad es que yo necesito de la colaboración de esa mujer.
Daniel vió el inicio de una protesta en la forma en la que se les oscurecieron los ojos a Marcela, pero asertivamente la interrumpió con la explicación de lo que había pasado. A medida que iba explicando de inicio a fin, el completo desastre que había sido meterse a la cama con Vásquez, Marcela logró recuperar su compostura si acaso por entender la gravedad del problema en el que estaba metido Daniel. Sin embargo, su renuencia a que Daniel siguiera involucrado con la doctora, no aminoró ni un poco.
—¿Pero por qué ella? ¿Por que no otro financista? Mira, Daniel, tú tienes muchos amigos, muchos colegas, gente de nuestro círculo, nuestro medio.
Daniel se cruzó de piernas en el sillón y suspiró con derrota.
—Si, y del mismo medio que Fernando, que cuando se entere lo que estoy planeando hacer, va a tratar de sabotearme con todo lo que tenga, y tú ya sabes cómo es, no va a dejar piedra sobre piedra hasta verme hundido.
Marcela se puso de pie sin duda por los nervios que le generó la posibilidad. Daniel la vió con pasividad mientras pensativa, deambulaba de un lado a otro. Era cómo ver un reflejo de él mismo hace unos días atrás, cuando había pasado noche y día echándole cabeza al mismo problema.
—¿Y si consigues a alguien externo, un extranjero, que sé yo, alguien fuera de Colombia? —se giró, preguntándole con ojos esperanzados. Daniel bufó entretenido.
—No tengo suficiente capital como para esas extravagancias Marcela, por favor.
Marcela frunció el entrecejo.
—Pues a algún pobre diablo estudiado, igual que Beatriz, de esos andan muchos por ahí Daniel, consíguete uno desempleado y—
Daniel la interrumpió, rebatiendo una mano en el aire para que no continuara con el disparate.
—¿Y confiarle a un desconocido el ultimo capital que tengo? Nunca me arriesgaría a tanto. —Daniel se levantó y la alcanzó en los ventanales, cogiéndola de los hombros. —Marcela, necesito a alguien de confianza, alguien a quién pueda explicarle los por menores de mi situación y los negocios en los que Vázquez me tiene metido. Dónde caiga en las manos equivocadas, podrían denunciarme por fraude. ¿Si me entiendes?
Marcela lo miró confundida y boquiabierta por unos segundos.
—¡Esa mujer puede denunciarte! ¿Es qué confías en ella? ¿Cómo es que no ves que ella es el mayor riesgo? Daniel, esa mujer nos odia, y puedo asegurarte que va a usar cualquier oportunidad para vengarse. ¡Por Dios, Daniel, no pongas tu cabeza en bandeja de plata!
Daniel negó con la cabeza recordando la visita a la casa de Beatriz. Regresó al momento tortuoso en el que le había tocado darle la razón a Beatriz. En el que había tenido que admitir que su propia soberbia lo había llevado al fracaso. Marcela no lo sabía, pero Daniel ya había servido su cabeza en bandeja de plata, y Beatriz, en vez de regocijarse, mofarse, torpemente había intentado ofrecerle consuelo.
«La culpa es de ellos, doctor. De los estafadores. Son unos bandidos, profesionales, no hay forma que uno pueda evitar que lo roben»
—No, Marcela. Te equivocas. —aseveró con firmeza, y Marcela, exasperada con él, comenzó nuevamente a deambular por el estudio con la neura en aumento.
—¿Te estas escuchando Daniel? ¿Es que te volviste loco? ¿Perdiste la razón?
Daniel finalmente se cansó de la cantaleta y la gritó con impaciencia.
—No, Marcela, perdimos cincuenta millones de dólares. Sin mencionar el ahorro de nuestras vidas. Yo en mi proyecto y tú en esa estúpida boda.—Marcela se detuvo estupefacta por el insulto. Daniel no se dió por entendido y continuó sentenciando—Y te digo una cosa, voy a hacer de todo lo que esté en mis manos, por recuperarlo todo. Incluso si te parezco un loco y desquiciado.—Marcela, sacudió la cabeza de un lado a otro cómo no dando créditos a las palabras que salían de la boca de Daniel. Llegando a su tope, comenzó a recoger sus cosas desperdigadas por el estudio, con claras intenciones de marcharse aún si Daniel no había terminado su perorata—Y espero que tú estés pensando en lo mismo, o los Valencia nos convertiremos en uno de esos apellidos que la gente murmura con pésame antes de persignarse.
Con todos sus accesorios encajados nuevamente, se detuvo en el umbral antes de salir del cuarto. Daniel la vió dedicarle una mirada de total desdén.
—Perfecto, si estás tan decidido, entonces haz lo que tú quieras. Quien sabe, tal vez cuando ya lo hayas conseguido todo, de pronto tener una hermana no te hará falta. Chao.
Cada taconeo de sus zapatos sobre la loza, Daniel los sintió como una estocada en los tímpanos.
—¡Marcela!
—¡Marcela!
Daniel escucho la campanilla que anunciaba el elevador. Luego, nuevamente silencio.
—Maldita sea.
