Marcela entró al apartamento en oscuras. El desastroso viaje—de ida y regreso—a la casa de Daniel, tomó un poco menos de tres horas en total. Ni un quinto del tiempo para el que Marcela se había programado por la mañana al dejar el apartamento. Las cortinas que había dejado corridas en los ventanales, anticipando llegar muy tarde por la noche, no hacían más que ocultar el radiante sol de media tarde, estampado en el limpio cielo de la ciudad. Para variar, el pronóstico del tiempo había sido muy fiel, un encantador día para pasear.

Un día hermoso por demás, que sin embargo, no penetró la lúgubre atmósfera dentro de las cuatro paredes a las que regresó Marcela. Sus planes para el día habían tomado un rumbo funesto. Espectacularmente. De esa forma tan horripilante que las cosas últimamente lo hacían cuando Marcela Valencia se tomaba la gran osadía de esperar algo con anticipación.

Detenida frente al aparador, Marcela tiró la cartera sobre el mueble y luego, en un arranque de frustración, sacó los tiquetes para el teatro que había metido dentro, y los rompió hasta casi hacerlos confeti.

No había ni tenido la oportunidad de sacarlos frente a Daniel.

Mientras los terminó de machacar en el suelo con disgusto, se rió un poco incrédula. La obra, Madama Butterfly.

«Cómo que muy en la nariz, ¿no, Marcela?»

La rabieta no la alivió ni de lejos, pero estos días, Marcela estaba sacando estudios en vivir con lo mínimo. Lo mínimo de ingresos, lo mínimo de reputación, lo mínimo de amor.

Lo mínimo de dignidad.

Marcela caminó por el penumbroso pasillo con todas las intenciones de cerrar el telón por el día. Lo único para lo que le quedaban fuerzas era para buscar el mustio consuelo de sus sábanas, en esperas que la vida no decidiera tenerla como enemiga pública al día siguiente.

Le dolía la cabeza, tenía el maquillaje corrido por las benditas lágrimas que no había podido atajar en el viaje de regreso, y lo poco que se había embriagado se había evaporado mucho antes que el elevador de Daniel bajara al vestíbulo. Pero a pesar de tremendo coctel de calamidades, lo que la hacía apretar los dientes, lo que realmente la tenía arrastrando los pasos, era la vergüenza. La terrible humillación de tener que confesar el asunto de Beatriz. Otra vez. A su hermano.

«¡A Daniel, ni más, ni menos! ¡Dios mío!»

De la nada, una ronca voz penetró la maraña de pensamientos quejumbrosos que la mortificaban.

—Te he estado llamando como loco y no contestaste ni una sola vez.

Marcela, que realmente no había reparado en la presencia de nadie dentro del apartamento, tampoco se detuvo con el reproche abrupto que le llegó desde la dirección general del estudio. Ligeramente pensó que donde llegara a perder el impulso que la arrastraba por inercia, seguro terminaba desparramada sobre las frías lozas sin haber llegado a la recámara. Sin poder descansar. Sin tener sosiego.

Casi que prefirió que aquella voz hubiese sido la de un ladrón. Entonces hubiese podido levantar las manos en rendición y dar un último suspiro—Dios, por fin. Su obituario, el de una penosa mujer a la que se le habían apilado una serie acontecimientos desafortunados. Pero no, el infortunio de Marcela era uno de esos extraños—caprichosos—, de los que a uno lo iban matando a mordiscos.

De los que le hacían aparecer a Armando Mendoza en su apartamento, precisamente ahora, cuando su cara era lo último que quería ver con la humillación de su infidelidad nuevamente a flor de piel.

Los dientes de Marcela, casi que podían chirrear de lo mucho que los apretó para evitar saltarle encima y finalmente cogerlo por el pescuezo. Con mucha severidad, trató de enfocarse únicamente en poner un pie delante del otro.

Por su parte, Armando, todavía hecho una sombra en la oscurana del apartamento, al escuchar su caminata continuar indiferente, salió con apuro siguiendo su lenta peregrinación hacia la recámara.

—¿Dónde estabas? —volvió a increpar, si acaso más resuelto.

Marcela bufó por lo bajó y de paso, secuestró una botella de whiskey olvidada en uno de los libreros. Se arrancó los zapatos a patadas y continuó deslizándose con desgana por el frío piso. Siguiéndole los pasos, escuchó a Armando volver a preguntar un par de veces más sobre su paradero, y a la última le fue realmente imposible no soltar una carcajada. El sonido seco y estridente, pareció rebotar por los recovecos del apartamento.

—¿Y tú dónde, amor? Déjame adivinar, ¿en alguna cantina de mala muerte ahogando tus penas? ¿o encerrado en tu apartamento descorchando como maníaco las reservas de tu bar? Dime, ¿hoy, de dónde vienes?—llegando a la puerta de su habitación, finalmente se giró hacía Armando prendiendo las luces del pasillo. El horror que era su maquillaje hicieron que el hombre diera un paso atrás; la histeria apenas contenida en su verde mirada, que contuviera el aliento. Marcela siguió con su falso entusiasmo—¡Ah, ya sé! ¡Vienes de montar turno bajo el balcón de Beatriz, mientras te mueles a golpes con tu propia conciencia!

Como por autoreflejo, vió a Armando apretar la quijada, de esa forma que lo hacía cada vez que Marcela invocaba su nombre. El hombre la llamó, claramente invocando cada onza de su paciencia y Marcela replicó burlescamente.

Marcela…

—¡Armando! —

Ella entró a la habitación, y Armando, con el cejo fruncido, se quedó en el umbral recostado en el marco de la puerta. Marcela notó su reserva pero se sacudió de hombros.. Tomó el mando del televisor y se acomodó en la cama sin mucha ceremonia.

El ruido blanco de la TV pronto llenó el espacio entre los dos, y Marcela lejanamente pensó que la escena estaba montada.

Había sido lo mismo las últimas visitas. Armando con una aversión casi patológica a compartir la recámara con Marcela, y ella, fingiendo no notarlo mientras cambiaba de un canal a otro en la pantalla.

Finalmente, luego de una pequeña eternidad, escuchó a Armando soltar una exhalación mesurada y dirigirse a ella.

—Vengo de la casa de mis papás. —dijo, y Marcela ni pestañeó. Sin embargo, cuando por el rabillo del ojo, lo vió dirigir la mirada hacia el armario, sintió la primera punzada de incertidumbre. En el cajón, las perchas que antes habían sostenido sus trajes, colgaban vacías o desparramadas por todo el piso, y en una esquina, estaba su maleta a medio abrir, con la ropa rempujada por las comisuras, sin ningún tipo de consideración. No había que hacer mucho cálculo para saber que había pasado. Ella había hecho sus maletas. Otra vez.

Marcela esperó algún comentario de todo aquello, pero al final, pasando lejos de un interrogatorio, Armando continuó con lo que había empezado. Sus palabras fueron solemnes y quedas.

—Hablé con mis papás, Marcela. Ya era tiempo que les diera la cara.

Marcela se aferró con vértigo al mando del televisor. Entre canal y canal, sintió el estómago caérsele al piso. Cuando Armando se giró, con todo el peso de su atención en ella, las manos inevitablemente le comenzaron a temblar.

—Marcela, tenemos que hablar, de esta situación de los dos, de cómo-

—No. —sacó Marcela en un murmullo. Armando se detuvo como si la negación le hubiese caído como piedra al pecho. En el silencio de su confusión, Marcela lo encaró de pronto con los ojos arrasados en ira, machucando amargamente cada palabra —No, Armando. No.

Él se repasó las manos por el rostro unas cuantas veces, y Marcela lo vió indudablemente buscando que decir, que hacer. Su propia trepidación no hizo más que aumentar al verlo tan cuidadoso. Solo podía existir una única razón para aquello, y Marcela sintió vibrar las mismísimas moléculas de todo su ser, con la repulsión por escuchar precisamente esas palabras.

—Marcela, por favor, no puedes pretender que sigamos-

De un momento a otro, irrevocablemente abandonada a sus emociones, Marcela se abalanzó sobre Armando hecha una furia.

—¡Que no, Armando!, ¡No te quiero escuchar!, ¡No!, ¡No!, ¡No quiero!, ¡No quiero!

Armando, sobrecogido por el huracanado estallido de Marcela, intentó cogerla en un abrazo para evitar la lluvia de puños que caían sobre él.

—¡¿Por qué me haces esto?!, ¡¿Por qué?!, ¡¿Por qué?!

Ambos forcejearon por interminables minutos, hasta que Marcela, desecha en sollozos, acabó perdiendo sus fuerzas a la impotencia.

Él aprovechó el respiro para asegurarla en un agarre apretado y sentarse en la cama, con la mujer temblando en su regazo. En la cacofonía de los sonidos agónicos de Marcela, ambos permanecieron ahí, meciéndose juntos y varados en la desgracia.

Armando no intentó de apaciguarla ni de consolarla, solo se permitió sostenerla. A ella y a todo su dolor. Quizá con el último poco de amabilidad que le quedaba, o con lo último de su amor por ella.

«¡No, Dios mío! ¡No, no, no, no!»

—Por favor, Armando. Por favor. No me hagas esto, por favor. No, no, no—Marcela suplicó entre hipidos de terror.

Finalmente, la realidad de la ruptura arrasó por completo con su altivez.

Las manos se le engarrotaron enrroscadas en los brazos de los que se había tratado de liberar segundos atrás y, ahogada en su desesperación, intentó voltearse frente a él, buscando sosiego en su mirada. Pero Armando se negó a aquello. La sujetó con más fuerza y los mantuvo a ambos viendo hacia el frente.

En el transcurso de los minutos, Marcela sintió en su agarre como su disposición cambió de consolatoria y empática, a algo que era casi impersonal. Le fue imposible no darse cuenta que ya no la sostenía para contenerla, para aliviarla, sino más bien para inmovilizarla. Para frenar la forma ansiosa en la que ella trataba de encontrarse con él.

Por unos segundos, Marcela no supo del todo si alcanzó a respirar o no, la realización fue como un golpe llano justo en la boca de su estómago. Sin embargo, fue el suspiro exhausto que lo escuchó soltar a su espalda lo que finalmente le atravesó el corazón. Armando ya se había quedado sin fuerzas. Ya había bajado los brazos.

«Estás sola en esto. Otra vez, estás peleando sola»

Cuando Armando recostó su frente en la base de su cuello, Marcela sintió nuevamente las lágrimas rodar a borbollones. Lo que les estaba pasando no necesitaba explicación, y sin embargo, no podía aceptarlo.

Marcela apretó los ojos, sintiendo desmoronarse con sus palabras.

—Tú sabías que esto iba a pasar, Marcela. Tú lo sabías, que tenía que pasar. —ella negó frenéticamente sin poder hablar y Armando soltó una risa seca, sin atisbo de humor, tratando de razonar con la vehemencia con la que Marcela se aferraba a su desdicha—Hiciste mis maletas. Recogiste mis cosas.

—¡Estaba enojada, confundida!, ¡Solo fue eso, amor, un arranque!, ¡Una rabieta!, ¡No fue nada, nada!

—No, Marcela. Escucha. No a mí, escúchate a tí. Fue más que eso. Tú lo sabes, que esto ya no funciona. Que hace tiempo que no funcionamos. —Armando tomó aire y terminó de destrozar lo poco que quedaba de su alma—Quizá y nunca funcionamos, Marcela. Desde el inicio, nunca estuvimos bien. Y habernos encaprichado con seguir en esta relación, terminó por arruinarnos a ambos. Así que por favor, te pido, te ruego, que no me hagas seguir lastimándote. Marcela, no quiero seguir lastimándote.

Mortalmente herida con su confesión, fuera de sí y aturdida por el insoportable dolor que parecía no tener fin, Marcela salió de un tirón de entre los brazos de Armando, y cuando finalmente estuvo frente a él, no pudo evitar soltarle tremenda cachetada.

—Eres un infeliz, Armando Mendoza.

Armando, tomó aquello con inconmensurable aplomo. Levantó una de sus manos para repasarse la mejilla, pero no intentó huir ni afectó el mínimo atisbo de enojo. Permaneció ahí, como anclado al mismo piso, tal cual acusado esperando su sentencia. Marcela despotricó con su pasividad, que no hacía más que confirmar el hecho que Armando había abandonado todo interés por preservar la relación entre ambos.

—¿Que no me quieres lastimar? ¡¿Que no me quieres lastimar?! ¡¿A mí?! ¡¿A la mujer que te la has pasado lastimando toda tu vida? —se acercó a él y furiosamente lo tomó de las solapas del traje, doblemente indignada al ver lo impasible que permanecía ante sus reclamos—¿Es mucho pedirte un poco de lealtad para conmigo?, ¿de compasión?, ¿acaso no te sientes en deuda con todo lo que me has hecho?, ¿es tan angustiante para tí estar conmigo?, ¿tan repugnante que no puedes ni soportar quedarte un tiempo más?, ¿hasta que ya no te necesite, hasta que ya no sienta que me ahogo sin tí?, dime, Armando, ¿es mucho pedir? ¡Contesta de una vez!

Armando la cogió por las manos que sostenían su traje y en vez de apartarla, la atrajo con fuerza hacía sí mismo, forzosamente haciendo que ambas miradas se encontraran.

—¿Hasta cuándo? —la cuestionó con urgencia, y Marcela, por primera vez enmudeció con el cúmulo de sentimientos atravesados en lo profundo de sus ojos—Marcela, dime, ¿hasta cuándo? ¡Anda, dime una fecha, un día, una hora! ¿Hasta cuando va a ser eso Marcela? —Armando la soltó abruptamente y empezó a pasear por la recámara de un lado a otro. Su agitación, por primera vez, a juego con la de Marcela—¿Hasta que me odies?, ¿hasta que solo verme te provoque asco?, ¿hasta que la idea de hablar conmigo te mande derechita a buscar una botella?,¡¿Hasta que ver mis trajes colgados te llenen tanto de furia que te provoquen meterlos a trompones dentro de una maleta?!

—Armando…

—¡Es que no sé hasta cuándo, Marcela! ¡Dime una cosa, ¿tú crees que me amas?! —Armando finalmente se detuvo en medio de la habitación y extendió los brazos encarándola con frustración. Cuando él repasó la vista de un extremo del cuarto al otro, a Marcela le fue inevitable notar, que cualesquiera fueran las cosas que encontraba ahí, entre ambos, no hacían más que repelerlo, que alejarlo.—¿Tú crees que esto es amor? ¿Tú crees que así es como se ve el amor? ¿De verdad lo crees?

Marcela se abalanzó sobre él una vez más, zarandeándolo con sus palmas.

—¡Si, si, si! Este es mi amor por tí, Armando. Esto es lo que tu has hecho con nuestro amor. Con mí amor. En lo que tú lo convertiste. ¡En lo que tú me convertiste!

Armando la vió estupefacto y solo atinó a negar con la cabeza horrorizado mientras retrocedía unos pasos.

Marcela, por primera vez se permitió aceptar que lo único que sus sentimientos inspiraban en él, eran genuino pavor y sofocamiento. En los ojos de Armando, su entrega y lealtad, su compromiso y su pasión, no eran más que obsesión y capricho.

—Esto no esta bien. No, Marcela, por favor, entiende.

Fue demasiado. Las piernas a Marcela, no le dieron para tanto y finalmente se desplomó en la cama, con ambas manos sosteniéndose la cabeza. Tembló sobrecogida por el atracón de emociones que se le vinieron encima. La impotencia, la ira, el miedo.

La locura.

Los pensamientos le empezaron a correr rápidos y delirantes.

Quería acabar con Armando. Amaba demasiado a Armando. Ojalá nunca hubiese conocido a Armando Mendoza. No podía vivir sin él. Quería abrirlo de lado a lado y meter las manos hasta los codos dentro de él, quería sacar de puñado en puñado el veneno de Beatriz. Quería vaciarlo todo, de dentro hacia fuera, pulirlo, hacerlo nuevo, hasta que en sus paredes blancas y relucientes lo único que existiera fuera el reflejo de Marcela.

Ella, refraccionada un millón de veces por todas sus superficies impolutas.

Marcela se sintió acogida por una espesa sensación de letargo, algo pervasivo y paralizante que nada tenía que ver con la calma, aún si la hizo dejar de llorar.

Cortando el silencio que se había prolongado entre los dos, Armando se arrodilló frente a ella, levantando su rostro con delicadeza.

—Marcela, yo no vine hoy acá para pelear contigo. Vine para que habláramos, para que las cosas entre los dos no quedaran tan mal, ¿si?

El intento de tregua tuvo en Marcela el efecto contrario.

—Ella no va a perdonarte, Armando. Nunca. ¿Tú no has querido entender eso, cierto? Beatriz no va a regresar contigo, jamás. No lo hará, Armando.

Él, desencajado por un segundo, echó el rostro hacia atrás repelido por la crueldad que desbordaba de los opacos ojos de Marcela. Ni la cachetada le había logrado sacar tal mueca de dolor, cómo lo hicieron las palabras que Marcela siguió apuntalando con deleite sádico—Tú lo sabes, ¿no?, lo mucho que esa mujer te odia, cuánto anhela verte sufrir.

Las palabras reverberaron, pesadas y sofocantes. Armando buscó sus ojos, pero no logró reconocer a la mujer que tenía en frente. El eco de su responsabilidad, lo hizo estremecerse hasta la médula.

«Este es mi amor por tí, Armando»

Reconociendo el momento por lo que era, Marcela continuó abusando de su ventaja.

—O tal vez no lo sabes, ¿verdad?, lo mucho que te desprecia, lo poco que le importas.

—Marcela…

Armando se alejó de ella y dió un traspiés en la alfombra. La vulnerabilidad que no podía ocultar, estimulaba frenéticamente los despiadados embates de la mujer.

—Armando, esa mujer te odia tanto, tanto, pero tanto, que prefirió a Daniel y no a tí—Armando abrió los ojos como platos, la confusión haciéndolo soltar un flojo balbuceó que Marcela interrumpió imperiosa—Si, Armando. A Daniel, mi hermano. A Daniel Valencia. Incluso después de todas las humillaciones, los desplantes, los insultos. Cuando Daniel pidió su ayuda, ella le dijo que sí. Le dijo que sí a él, y a tí… a tí te tiró por el despeñadero.

Armando palideció.

—Marcela, ¿de qué estás hablando? ¿Cómo es que Daniel—

Ella rebatió una mano en el aire callándolo abruptamente.

—Mira, no pienso entrar en detalles contigo sobre Daniel, sólo me importa decirte que no tienes ninguna posibilidad, que no tiene caso que guardes ninguna ilusión, que tires tu vida al caño por alguien a quién no le interesa todo tu sacrificio, tu entrega, tu lealtad.

Completamente obviando lo que Marcela trataba de decir, Armando volvió a increparla, si acaso con más urgencia, nuevamente acercándose y tomándola por los hombros.

—Marcela, ¿qué asuntos son esos con Daniel? ¿Qué ayuda? ¿Cuál ayuda? ¡Marcela, por Dios!

—¡Ay, eres un estúpido! —le gritó finalmente Marcela, hasta la coronilla con toda la discusión. De un tirón se escapó del agarre de Armando y se abalanzó sobre la maleta con sus trajes. Tenía todas la intenciones de levantarla y sacarla volando junto con su dueño por la puerta de enfrente, sin embargo al comprobar que era demasiado pesada, no le quedó más que arrastrarla fuera de la recámara a punta de jaloneos y trompicones—¡Largo de aquí! ¡Largo!

Armando, que no se había movido del centro de la habitación, la vió empezar a recoger sus cosas hecha una tempestad. Desde un par de libros y un estuche de lentes sobre la cómoda junto a la cama, hasta la pila de productos que aún permanecían en el baño compartido por los dos.

—¡No quiero verte jamás, ¿me entiendes?! ¡Jamás!

—¡Marcela, ya para, por favor!, ¡Ya! Deja las rabietas, hablemos. Yo vine aquí para hablar.

Marcela se detuvo a medio camino entre el baño y el armario, con ambas manos en la cintura y el par de ojos como láser que atravesaron a Armando sin piedad.

—¿De Beatriz, Armando? ¿Quieres que hablemos de ella? Hazme el último favor en tú vida, y sal de mi apartamento. ¡Ya vete!

Exhausta con lo errático de sus propios estallido, Marcela se sentó sobre la cama y agresivamente regresó a la distracción que era la televisión. Armando, moliéndose los dientes para no soltar más la lengua, empezó a reacomodar su equipaje mientras Marcela, todo el rato, continuó afectando indiferencia.

Eventualmente, el vigor con que Armando guardaba sus cosas, terminó menguándose. Hasta que estancado, haciendo volteretas con una lata de afeitar y sospechosamente interesado en leer las etiquetas, no pudo contener más lo que lo carcomía por dentro.

—Lo dijiste solo para mortificarme, ¿verdad? ¿Lo de Beatriz y Daniel?

Marcela resopló sardónicamente sin ánimos de entretener sus dudas.

—Marcela…

Cuando lo sintió girar nuevamente hacia ella, sin sacar la vista de la pantalla, esbozó una sonrisa envenenada.

—¿Por qué no lo compruebas tu mismo? Anda, vé y síguele los pasos como te gusta hacer. Vé y sal de tu miseria. Tal vez cuando abras los ojos y dejes de actuar tan estúpidamente, tú y yo podamos hablar.

Armando apretó la quijada pero se limitó a salir, arrastrando el lastre de la maleta consigo. En la habitación, Marcela escuchó el rechinar de las llantitas sobrecargadas, por lo largo y ancho del porcelanato. El sonido era tan rechinante que le erizaba los pelos, pero cuando lo dejó de escuchar, se le incrementó la zozobra. Con el mando como loca, siguió cambiando de canal en canal, resistiendo a punta de mordisqueos en las uñas, correr y salir tras sus pasos.

El elevador respingó con su llegada y Marcela tiró los pies fuera de la cama pero logro aguantar hasta que el carro volvió a bajar, para finalmente salir en una carrerilla al recibidor. Tuvo que apoyarse en una de las paredes cuando sus ojos cayeron en la maleta, que aún a medio cerrar, había quedado otra vez abandonada dentro de su apartamento.

Lo único que se escuchó en el silencio, fue su profundo suspiro de alivio.

Cogió el bulto y nuevamente regresó con el a la habitación, mientras en el camino iba recogiendo la estela de chucherías que habían terminado regadas en el camino. Cuando entró a la recámara, tiró la maleta sobre la cama y hecha un ovillo, se acomodó a un costado junto a ella.

Definitivamente, la hora era muy temprana como para pasar por menos que excéntrica, pero Marcela, que casi había vivido tres vidas en el espacio de pocas horas, se cobijó con las mantas hasta la barbilla. Cerró los ojos y el familiar aroma de las lociones de Armando, la arrullaron como a un bebe.

Mientras la somnolencia le iba entrecortando los pensamientos, alcanzó a pensar que cuando Armando abriera los ojos y finalmente abandonara toda esa locura por su fea asistente, le insistiría para que viajaran a París, algunas botellas de loción ya casi estaban medio vacías.