Victoria pasó la mayor parte del día sumergida en su trabajo. La estación de policía era un hervidero de actividad constante: llamadas telefónicas, informes que revisar, casos que cerrar. Cada jornada traía un nuevo desafío, y ese día no era diferente. Sin embargo, había algo que la tenía especialmente distraída, una presencia que no podía ignorar por completo, aunque quisiera.
Edward.
Habían pasado dos días desde que lo vio en el mini súper, cabizbajo y vestido de negro. Su imagen parecía haberse grabado en su mente. Había algo en la manera en que evitó su mirada, como si llevara el peso del mundo sobre sus hombros. Victoria negó con la cabeza, intentando apartar ese pensamiento mientras se sumergía en otro informe de robo.
—¿Victoria? ¿Todo bien? —preguntó uno de sus colegas, un joven oficial llamado Harris, mientras le pasaba otro archivo.
—Sí, solo... mucho trabajo, como siempre —respondió, ofreciendo una sonrisa rápida y volviendo su atención al archivo.
El caso que tenía frente a ella era delicado: una serie de robos en tiendas pequeñas de la ciudad. El patrón era claro, pero aún faltaban pruebas concretas para vincular al principal sospechoso. Victoria sabía que la clave estaba en los detalles, y con esa determinación característica, se puso a analizar cada fotografía, cada testimonio, cada pieza de evidencia.
Horas más tarde, después de revisar varias cámaras de seguridad, encontró algo. El rostro del sospechoso apareció claramente en una de las grabaciones. Una sonrisa satisfecha curvó sus labios mientras hacía una nota rápida para iniciar el procedimiento de búsqueda y captura. Era un pequeño triunfo en un día agotador.
Sin embargo, incluso en medio de esa satisfacción profesional, Edward volvía a su mente. "No tiene sentido", pensó, frustrada consigo misma. Había conocido a hombres como él antes: introvertidos, reservados, cargados de secretos. Y sin embargo, algo la intrigaba. Tal vez era la manera en que parecía al borde de desmoronarse o la forma en que su cabello cobrizo caía desordenadamente sobre su frente. Era absurdo estar pensando en él cuando tenía trabajo que hacer.
Esa tarde, le asignaron un interrogatorio. Un caso de maltrato infantil que la había enfurecido desde el momento en que llegó el reporte. Victoria se sentó frente al sospechoso, un hombre de mediana edad con una expresión arrogante, como si no tuviera nada que temer.
—Señor Reyes —empezó Victoria, dejando caer el expediente sobre la mesa con un golpe seco—, quiero que me explique cómo estas marcas terminaron en el cuerpo de su hijo.
El hombre se encogió de hombros, evitando su mirada. Victoria inclinó la cabeza, dejando que el silencio se alargara, una táctica que sabía que solía poner nerviosos a los sospechosos. Finalmente, él levantó la vista, mostrando una mueca que intentaba ser una sonrisa.
—Tiene un cabello impresionante, ¿sabe? —dijo de repente, desviándose completamente del tema. Su tono era claramente un intento de provocarla—. Ese rojo anaranjado... no es algo que se vea todos los días. Combina con esos ojos azul profundo. Es una mujer hermosa, eso es innegable.
Victoria sintió cómo la irritación se acumulaba en su pecho, pero no dejó que se reflejara en su rostro. Había lidiado con comentarios fuera de lugar antes, y sabía que mostrar molestia solo le daría más poder al sospechoso. En cambio, se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa.
—Y usted es un cobarde que lastima a alguien que no puede defenderse —respondió con frialdad, sus palabras cortantes como una hoja de acero—. Ahora, si ha terminado de hablar de cosas irrelevantes, podemos volver al asunto en cuestión.
El hombre bajó la mirada, murmurando una excusa vaga. Victoria no se relajó ni un instante, manteniendo su postura firme y su voz controlada mientras lo guiaba a través del interrogatorio. Al final, logró obtener la confesión que necesitaba, pero el caso seguía pesando en su ánimo. Siempre lo hacía, sobre todo cuando los más vulnerables eran los que sufrían.
Cuando regresó a su escritorio, se permitió un momento para cerrar los ojos y apoyarse en la fría pared de su oficina. La imagen de Edward seguía ahí, persistente y molesta, como un rompecabezas sin resolver. Tal vez era su mente buscando una distracción después de un día tan pesado, o tal vez había algo más.
Sacó su teléfono del bolsillo y miró la pantalla, su dedo vacilando sobre el teclado. Consideró buscar su número, pero rápidamente apagó la pantalla y volvió a guardarlo. "No tienes tiempo para estas tonterías", se recordó. Había casos que resolver, vidas que proteger. Pero una parte de ella no podía evitar preguntarse si alguna vez volvería a cruzarse con él.
