Capítulo 2: Interferencias
Nobody's honest
Nobody's true
Everyone's lying
To make it on through.
I guess I just feel like
I'm the same way too.
I guess I just feel like
Good things are gone.
And the weight of my worries
Is too much to take on.
I think I remember
This dream that I had
This love's gonna save us
From a world that's gone mad.
I guess I just feel like
What happened to that?
(Nadie es honesto,
Nadie es verdadero.
Todo el mundo está mintiendo
Para salir adelante.
Supongo que siento que
Yo también soy así.
Supongo que siento que
Las cosas buenas se han ido.
Y que el peso de mis preocupaciones
Es demasiado para cargarlo.
Creo que recuerdo
Este sueño que tuve
De que el amor iba a salvarnos
De un mundo que se ha vuelto loco.
Supongo que siento
¿Qué le pasó a eso?)
I Guess I Just Feel Like - John Mayer.
—¿Tienes idea de la situación en la que me ha dejado ahora, Auror Potter? —le preguntó Florence Selwyn, con ambos codos apoyados sobre la mesa mientras se inclinaba para quedar más cerca de Harry, sentado al otro lado del escritorio. No esperó a que Harry respondiera—. Una operación encubierta en terreno muggle, cinco muertos, una sospechosa encerrada en nuestros calabozos y nadie reporta nada a nuestro sector hasta que la FAE nos está respirando en la nuca —le describió ella, frunciendo el ceño.
—El Cuartel de Aurores no tiene la obligación de reportar sus operaciones al resto de los departamentos —le recordó Harry, con tranquilidad—. Gran parte del éxito de nuestros operativos se basa en la confidencialidad, supervisora Selwyn.
—Vaya éxito —masculló Selwyn por lo bajo. Se llevó una mano a la frente, frotándose el entrecejo. —No soy tu enemiga, Potter —agregó, levantando lentamente la mirada hacia él, sosteniéndose la frente con una de sus manos—. Talvez te cueste creer esto, pero estamos en el mismo equipo.
—Sin intención de ofenderla, no estoy seguro de que lo estemos —confesó Harry con una media sonrisa.
—Los dos estamos intentando evitar una guerra entre los mundos —insistió Florence.
En cierta forma, era cierto. Ambos buscaban lo mismo. Al principio, cuando la Subdivisión de Asuntos Muggles, comúnmente referida como S.A.M. surgió, el instinto de Harry fue desconfiar de Florence Selwyn. Pero los años le habían enseñado a respetarla también. Era una mujer de principios, estricta e inteligente. Estaba convencida de que el mundo muggle era una amenaza inminente para los magos y la aparición de la FAE había reforzado ese pensamiento. Era una mujer dispuesta a hacer todo lo necesario para evitar que dicha amenaza alcanzara a su gente, y era allí donde su camino y el de Harry se bifurcaban de forma inevitable: Selwyn estaba dispuesta a sacrificar el mundo muggle si eso significaba que los magos tuvieran una chance de sobrevivir.
—He hablado con el Inefable Sullivan —siguió Selwyn, al ver que Harry no decía nada—. Me ha entregado el informe sobre el dispositivo que tus aurores rescataron de la escena —abrió una carpeta que había sobre su escritorio y pasó rápidamente las hojas, repasando la información. Harry frunció el ceño: no se suponía que una subdivisión como el SAM tuviera acceso a documentos confidenciales de esa categoría. Pero Selwyn parecía contar con un pase libre para acceder a prácticamente todo dentro del Ministerio—. Una especie de bomba biológica, ¿entendí bien?
—Algo así —confirmó Harry—. Pero es difícil terminar de descifrar cómo funciona sin una autopsia de los cuerpos afectados.
—Es difícil conseguir una autopsia si los cadáveres son muggles —puntualizó Florence, sin despegar los ojos del documento. Harry exhaló con pesadez.
—Podríamos pedirles acceso. Tanto ellos como nosotros queremos atrapar a los culpables de esto —intentó Potter, pero la cabeza de Selwyn se levantó con un movimiento veloz y seco, sus ojos clavándose sobre él e interrumpiendo lo que estaba por decir.
—Para ellos, nosotros somos los culpables. Rebeldes… Aurores… No conocen la diferencia. No les importa la diferencia. Todos somos magos. Todos somos capaces de hacer magia. Eso nos hace potenciales culpables —era otro de sus discursos extremistas que dejaban en claro su postura. Meneó la cabeza en un gesto negativo—. Negaremos cualquier participación de alguien de la comunidad mágica. Ha sido un terrible accidente, un desperfecto eléctrico, ¿no es esa la versión que dimos?
—La FAE no es estúpida. Buscará señales de magia y las encontrará, supervisora —trató de hacerle ver porqué ese era un terrible plan.
—El departamento de Misterios no cree que puedan rastrearla dentro de los cuerpos —insistió Florence. Fue el turno de Harry de menear la cabeza, anonadado.
—Hubo un combate. Una de las habitaciones tiene escudos colocados por la gente de la Rebelión. Incluso si no detectan magia en los cadáveres, sin duda la encontrarán en el resto del edificio.
—Todo evidencia circunstancial. Pueden sospechar que hubo magia involucrada, pero no pueden demostrarlo —se mantuvo inflexible Selwyn.
—Florence, esto solo empeorará la imagen que tienen de nosotros —le suplicó que entrara en razón.
—Ellos ya han decidido hace mucho tiempo qué opinión merecemos, Harry —se lamentó la mujer, dedicándole un gesto condescendiente, como si le pareciera ingenuo de su parte todavía creer que podía hacer algo para cambiarlo.
—No todos los ellos. Hay gente buena entre los muggles, gente dispuesta a colaborar, a aceptarnos por lo que somos —Harry también podía ser testarudo. No quería darse por vencido. Necesitaba que Selwyn comprendiera que no todos en el otro mundo los veían como monstruos.
Pero la sonrisa lastimosa de Florence se extendió aún más en sus labios mientras los escuchaba.
—¿Gente como tus tíos? —disparó sin previo aviso y con inclemencia—. Dime, ¿cómo recibieron ellos la noticia de que su sobrino era un mago? ¿Te aceptaron en la familia? ¿Abrazaron tus habilidades y te incentivaron a que alcanzaras todo tu potencial? ¿O te encerraron en un armario y desearon internamente que desaparecieras?
El golpe lo tomó completamente desprevenido. La historia de vida de Harry no era ningún secreto. Rita Sketeer se había encargado de revelarlo todo al público en sus libros. De alguna forma, la escurridiza reportera se había enterado de los pormenores más horripilantes del pasado de Harry. Pero que Florence lo utilizara como un arma para ganar la conversación lo descolocó por completo.
—Ellos… —las palabras se atragantaron en la boca de Harry, los recuerdos del hueco debajo de la escalera volviendo a él como flashes de una películas de terror—. No todos son como ellos —volvió a repetir, con voz áspera.
—Mis abuelos eran así también —le confesó —. Los muggles le temen a todo lo que no pueden controlar. Su historia y progreso se ha construido en base a guerras y destrucción. Aniquilan a todo aquel que es diferente antes de que pueda convertirse en una amenaza. No vamos a permitirles que hagan lo mismo con nosotros, Auror Potter —decretó con firmeza.
Cerró el informe del departamento de Misterios y abrió uno de los cajones de su escritorio para extraer otro documento.
—No más intervenciones en el mundo muggle sin antes consultarlo con mi sector —retomó la conversación como si nada, y le tendió a Harry un documento sellado por el Ministro De Fazio.
Harry lo leyó por arriba de forma veloz, aunque ya se imaginaba por dónde iba la cosa. Efectivamente, era un decreto oficial donde se asentaba que el Cuartel de Aurores debía de trabajar en coordinación con S.A.M. para todo operativo que involucrara intervenir en el mundo muggle.
—Si realmente quiere evitar que esto siga escalando hacia una guerra entre ambos lados, mi sugerencia es que el cuartel se concentre en disolver esa Rebelión de los Magos de una vez por todas. Cuanto antes volvamos a separar los mundos, mejor —le aconsejó Florence, suavizando un poco el tono de su voz.
Harry se aclaró la garganta, todavía aturdido. Asintió con un gesto de cabeza y abandonó la oficina. En el pasillo, Ron lo aguardaba reclinado contra la pared, ambas manos en los bolsillos. Se enderezó en cuanto lo vio avanzar, pero su rostro se ensombreció de inmediato, leyendo que la reunión había salido peor de lo esperable.
—¿Tan mal? —inquirió Weasley, curvando las cejas con sorpresa. Como respuesta, Harry empujó el documento contra el pecho de su amigo, arrugándolo un poco en el proceso. Un silbido agudo escapó de los labios de su amigo mientras lo leía, al tiempo que avanzaban de regreso al cuartel—. De acuerdo, así de mal entonces.
—Necesito salir unas horas, ¿puedes cubrirme? —le pidió Harry.
—Sí, claro… ¿A dónde vas? —leyó la preocupación detrás de la pregunta, a pesar de que Ron se había esforzado por usar un tono casual.
—Hay alguien a quien necesito visitar —dijo misteriosamente Harry. No era como si no pudiese decirle la verdad a Ron, sino más bien que no confiaba en los oídos dentro del Ministerio que podían escuchar al pasar.
Caminó durante varios minutos por las calles de Londres antes de adentrarse en una de las callejuelas vacías. Debía asegurarse de que nadie lo estuviera siguiendo antes de Aparecerse.
Little Whinging se mantenía como una pueblo congelado en el tiempo. Los años pasaban pero el barrio seguía siempre igual. Sus casitas, todas idénticas y perfectas, con sus prolijos jardines delanteros y sus vidas rutinarias. Nada extraordinario sucedía jamás allí. O al menos, eso creían ellos.
Harry tomó aire antes de avanzar por Privet Drive hasta la casa número 4. Se peinó inconsciente con las manos el cabello negro revuelto antes tocar al timbre. Aguardó conteniendo el aliento.
Una adolescente abrió la puerta. No podía tener más de quince años. Su atención estaba puesta en el teléfono portátil que sostenía en una de sus manos, mientras se sonreía a causa de un video que se reproducía en el mismo. Tardó algunos segundos en levantar la mirada desde la pantalla hacia Harry, demasiado ensimismada en lo que fuera que estaba viendo.
—¡Tío Harry! —se sorprendió al reconocerlo, guardando por fin su teléfono en el bolsillo trasero de sus vaqueros y recibiéndolo con un abrazo.
—Hola, Daisy —la estrechó Harry, exhalando la tensión que había estado agarrotándole el cuerpo hasta ese momento.
Todavía le resultaba difícil volver allí. Era ilógico y lo sabía. Pero no lograba acostumbrarse a la ausencia de Petunia y Vernon. No porque los extrañara, sino porque una parte de él seguía temiendo que se aparecieran en cualquier instante y comenzaran a gritarle. Era imposible. Ambos habían muerto muchos años atrás. Pero aún bajo tierra, seguían atormentando a Harry.
—¡Mamaaá! —gritó Daisy hacia el interior de la casa—. ¡El tío Harry está aquí! —agregó mientras se hacía a un lado para dejarlo pasar.
—¿Harry? —repitió una voz femenina desde la cocina. Una mujer se asomó por el arco que conectaba hacia la misma. Llevaba puesto un delantal para evitar ensuciar su ropa, y sostenía en una de sus manos una cuchilla para trozar verduras—. ¡Harry! —repitió al reconocerlo, mientras una sonrisa de sorpresa se dibujaba en su rostro.
Al igual que lo había hecho antes Daisy, la mujer acortó rápidamente la distancia y lo abrazó como pudo, cuidándose de que sus manos no ensuciaran la ropa de Harry.
—Perdón por caer sin avisar —comentó Harry, rascándose la nuca un tanto nervioso. Cayó en cuenta que ni siquiera se había cambiado el uniforme de Auror. La mujer chasqueó la lengua e hizo un gesto con la mano, restándole importancia.
—No seas absurdo, cariño. La familia no necesita invitación para caer —aseguró ella. Harry sintió una tibieza en el pecho al escucharla. Los antiguos habitantes de Privet Drive jamás se habrían referido a él como "familia"—. Dudley llegará en cualquier momento. Ponte cómodo mientras termino de preparar la cena. Te quedas a cenar, ¿verdad? —lo invitó mientras volvía hacia la cocina, asumiendo el sí antes de que él siquiera respondiera.
—Gracias, Martha —balbuceó Harry, mientras sus ojos vagaban de forma inevitable hacia la diminuta puerta debajo de las escaleras, tan cerca de la entrada. Sintió como si la sangre se le escurriera fuera del cuerpo, dejándolo frío y entumecido. Una parte de él quería abrir la puerta solo para ahuyentar esos absurdos fantasmas de su mente, pero otra parte temía que si lo hacía, un niño de cabello oscuro y gafas rotas aparecería en el interior.
—¿Todo bien, tío? —preguntó Daisy, observándolo con cierto desconcierto.
—S-sí —tartamudeó él, sacudiéndose los recuerdos de una vida que se le antojaba extraña, como si le hubiese pertenecido a otra persona. Dejó la puerta debajo de las escalaras atrás.
Tras la derrota de Voldemort, sus tíos Vernon y Petunia habían regresado a Priver Drive y habían retomado sus vidas habituales como si nada hubiese pasado. Olvidaron rápidamente que un niño llamado Harry había vivido alguna vez allí.
Pero Dudley no lo olvidó. Siguió recordando al muchacho delgado y extraño que alguna vez había habitado en el estrecho espacio debajo de las escaleras. Un niño que, a pesar de los constantes abusos y maltratos, le había salvado la vida en una ocasión.
Vernon murió cuando Harry aún se encontraba en la Escuela de Aurores. Harry no acudió a su entierro. Sabía que su presencia solo traería más angustia a la familia y no lo unía ningún tipo de cariño hacia su tío. Ginny, sin embargo, envió un ramo de flores de lirio en un gesto simbólico que por supuesto que Petunia supo comprender.
Él y Petunia solo se rencontraron en una ocasión. En la entrada de esa misma casa, un año después de la muerte de Vernon, y antes de que Dudley decidiera regresar a vivir allí con su familia para cuidar de su madre enferma. Petunia había contraído cáncer de pulmón, consecuencia de años de fumar a escondidas mientras espiaba a los vecinos y envidiaba las vidas de los extraños que veía pasar frente a su casa. Para entonces, ya le costaba caminar sin oxígeno suplementario y su cuerpo estaba extremadamente delgado y frágil. Aún así, le lanzó una mirada severa a Harry que lo hizo detenerse en el porche de la casa y aguardar, como una especie de intruso que espera una invitación formal.
—Dijiste en tu carta que querías hablar conmigo —se exasperó un poco Harry. No tenía paciencia para estas cosas. Su vida ya era de por si complicada como para incluir también a su familia muggle.
—Me enteré que has tenido un hijo —comentó Petunia, mientras daba un sorbo a la taza de té, sentada en el porche de entrada, contemplando el aburrido y monocromático paisaje frente a ella.
—Se llama James —respondió Harry, todavía de pie en las escalinatas—. En honor a mi padre —agregó con cierta malicia, sabiendo que provocarían una reacción en ella. Petunia nunca decepcionaba. Sus labios se fruncieron en un gesto de profundo desagrado.
—Jamás entendí qué veía en él —suspiró , meneando la cabeza y tosiendo varias veces en el camino—. Pero estaba perdidamente enamorada de ese... hombre —agregó con cierta nostalgia, entrecerrando un poco los ojos como si quisiera evocar recuerdos de otros tiempos.
Harry se atrevió a acercarse y ocupar la silla libre en la galería. Notó que Petunia tenía una caja junto a sus pies, en cuyo interior yacían un montón de objetos aleatorios e irreconocibles para Harry.
—Antes de ser la novia de tu padre, antes incluso de ser una bruja… Ella fue mi hermana, ¿sabes? —le dijo con voz extrañamente ronca—. No te das una idea de las horas que pasé imaginando cómo podría haber sido la vida para nosotras si esa estúpida carta nunca hubiese llegado y si el egocéntrico de tu padre no la hubiese convencido de huir…
—No huyeron. Estaban enamorados y se fueron a vivir juntos —la corrigió Harry. Petunia chasqueó la lengua, restándole importancia.
—Me sacó a mi hermana. Y eso es algo que nunca le perdonaré —gruñó con rencor.
—Ambos están muertos, tía Petunia. Ya no queda nadie a quien odiar —le recordó Harry compadeciéndose inútilmente de ella.
—Aún estamos tú y yo, muchacho —le recordó ella, mirándolo con ojos cansados y tortuosos—. No por mucho tiempo, igual. Los doctores dicen que es mejor que empiece a poner mis cosas en orden… Ya sabes, a despedirme —explicó Petunia.
—¿Es eso lo que estamos haciendo acá? ¿Despedirnos? —arqueó las cejas Harry, incómodo. Nunca antes había tenía una charla tan profunda con su tía.
—No hemos sido una buena familia para ti. Pero te dimos un techo cuando lo necesitaste y te permitimos quedarte aquí hasta que tuviste edad suficiente para irte —se defendió innecesariamente ella. Harry soltó una risa sarcástica, grave y un poco triste. Hasta el último momento, Petunia seguía sosteniendo su postura.
—Me hicieron sentir que era un estorbo, que ocupaba espacio y que sus vidas habrían sido mucho mejor si yo simplemente me hubiese muerto con mis padres —reformuló Harry. Petunia tuvo la decencia de sonrojarse.
—Hice… Hicimos lo mejor que pudimos para prevenir que tú también fueras… uno de ellos —insistió.
—¿Era tan terrible tener un mago en la familia? —todas las preguntas que nunca había podido hacer, por fin estaban a su alcance. Petunia suspiró agotada.
—Por dios, te pareces tanto a ella que me da escalofríos mirarte —gimió Petunia mientras desviaba la mirada.
—La mayoría dice que me parezco más a mi padre —la desafió Harry.
—Por fuera, tal vez. Pero por dentro... Eres todo Lily —insistió su tía con un gesto gatuno—. Ella nunca lo entendió, y tú tampoco. Los magos y los no magos… no estamos hechos para convivir. Cada vez que la magia se cruzó en nuestro camino, cosas malas, muy malas, sucedieron.
—Así que preferiste separarte para siempre de mi madre —la acusó Harry. Ella le devolvió una mirada confusa.
—¿Separarme? Fue ella quien se alejó. Apareció una mañana en esta misma galería diciendo que debía esconderse, que nadie podía saber a dónde iría, que su hijo estaba en peligro… Que todos nosotros lo estábamos. Balbuceó un montón de incoherencias, sobre brujos tenebrosos y profecías asesinas. Y luego me abrazó y me dijo... —la voz se le entrecortó—."La sangre es más espesa que el agua" —hizo una pausa, su mirada volviéndose ausente, como si estuviese imaginando aquella versión de Lily Potter allí mismo frente a ella—. Fue lo último que me dijo.
Ambos guardaron silencio unos minutos, dándole su propia connotación a la historia que Petunia acababa de relatar. A lo largo de los años Harry había recolectado pequeños retazos de las vidas de sus padres. Era fragmentos sueltos, que obtenía cómo podía, ya que la mayoría de las personas que alguna vez los habían conocido ahora se encontraban muertos. Pero aquí se encontraba Petunia, compartiéndole una parte de la vida de su madre que él nunca había escuchado. Lily Evans no se había alejado de su familia por voluntad propia: se había visto obligada a hacerlo para protegerlo a él, a su hijo, y al resto de la familia de Voldemort.
—He estado limpiando la casa, intentando dejar todo en orden para cuando… Ya sabes… —carraspeó, incómoda con el concepto de muerte—. Pensé que tú querrías estas cosas.
Empujó con el pie la caja que tenía junto a ella en dirección a Harry.
—¿Qué es todo eso? —preguntó con cierto escepticismo, mientras la abría y revolvía un poco en su interior.
—Supongo que te pertenece.
Había una manta azul, pequeña, posiblemente de bebé. Unos cuadernos gastados, con hojas dobladas en las esquinas. Unas cuantas fotos. Y una carta.
Los ojos de su tía se quedaron clavados fijos en la carta que Harry sostenía en ese momento, instándolo a leerla. Harry la abrió con cuidado, el pergamino estaba agrietado a causa de los años y la tinta un poco borrosa, pero reconoció la caligrafía de inmediato. Hacía muchos años que no veía esa escritura y una puntada de añoranza le golpeó el pecho. La ausencia de Albus Dumbledore todavía dolía, demasiado fresca.
La leyó con lentitud, deteniéndose en cada palabra, en cada frase, en cada punto. Petunia no lo apresuró. Se quedó sentada en la galería, mirando hacia ha calle con expresión ausente, mientras esperaba a que Harry terminara.
—Esta es la carta que te dejó cuando me entregó después de la muerte de mis padres —comprendió Harry.
—La misma —confirmó ella.
—Tenías la opción de negarte. No estabas obligada a recibirme en tu casa —puntualizó Harry. La carta era muy clara en ese aspecto: Petunia no tenía la obligación de recibir al niño, pero sí lo hacía, entonces mantendría vivo el sacrificio de su hermana y de esa forma lo mantendría a salvo.
—La sangre es más pesada que el agua —repitió Petunia como toda explicación.
Murió unos años más tarde. Para entonces, Dudley ya se había casado y tenía a su primera hija, Iris. tras el fallecimiento de Petunia, la familia se trasladó de forma definitiva a Privet Drive. Y una vez más fue iniciativa de Ginny contactarlos. Le escribió a Martha, la mujer de Dudley, presentándose e invitándolos a cenar. En esa época, Harry y Ginny acababan de mudarse al Valle de Godric. Talvez fuese el instinto paternal de Harry intentando incentivar el vínculo entre primos, o talvez la insistencia de Ginny por enmendar las cosas con su familia materna (y única familia que le quedaba), pero lo que comenzó como reuniones esporádicas y un tanto incómodas pronto se volvió parte de una rutina mensual.
La mayoría de las veces, se juntaban en el Valle. A Harry no le gustaba visitar Privet Drive y Dudley lo respetaba de forma silenciosa. Martha y Ginny establecieron rápidamente un buen vínculo, la primera aceptado sin ningún tipo de dificultad la existencia de magia en el mundo. Dudley se mostró aliviado cuando sus dos hijas llegaron a los once años y ninguna mostró el menor signo de magia en sus venas. La magia todavía le daba escalofríos.
Lentamente, Harry y él comenzaron a sanar las viejas heridas. Algunas anécdotas de la infancia se volvieron cómicas con los años y ambos fueron capaces de revivirlas sin que eso supusiera un trauma interno. Pero evitaban hablar de las golpizas que Dudley solía darle cuando era pequeño y del ataque de los dementores que casi mata a Big D una tarde de verano. Empezaron a conocerse, y extrañamente, a agradarse.
La Rebelión de los Magos los había forzado no solo a encontrarse en contexto social, sino también laboral. Dudley y su empresa de seguridad privada se habían convertido en un punto de contacto fundamental entre el mundo mágico y el muggle, sobre todo para mantener una vigilancia estrecha en las esferas más vulnerables, como la familia real o el propio primer ministro.
Dudley reportaba de forma semanal con la Orden del Fénix, manteniéndolos al tanto de todo lo que lograba averiguar, principalmente sobre la FAE. Había sido él quien les había alertado de los radares de magia nuevos. No era inusual que él y Harry se encontraran. Lo que sí era atípico era que Potter lo visitara en Privet Drive.
—¡Harry! —lo llamó con su estruendosa voz Dudley. Recién entonces Harry cayó en cuenta de que su primo llevaba un rato llamándolo sin obtener respuesta. Se había perdido en los recuerdos una vez más y no había notado la llegada de Dudley. —¿Qué haces aquí? ¿Pasó algo? —su primo vivía con un temor constante a que una guerra abierta entre los mundos se desatara en pleno Londres. Y Harry debía reconocer que su miedo no era injustificado.
—No, no —se apresuró a decirle Potter, sacudiéndose el aturdimiento, intentando recordar porqué estaba allí en primer lugar—. Quiero decir, sí —balbuceó.
Dudley ocupó el sofá frente a él, la preocupación haciéndose evidente en su rostro. No era frecuente verlo a Harry en ese estado. Se había mal acostumbrado a verlo siempre entero, siempre listo. Pero los últimos años habían sido un golpe duro, y aunque Potter hacía su mayor esfuerzo por seguir adelante, había momentos en que su fortaleza flanqueaba.
—El incendio en Covent Garden —recuperó el habla Harry, carraspeando un poco para disimular el temblor en su voz, mientras ignoraba los fantasmas que sobrevolaban la habitación.
—Vaya desastre. Hemos tenido que reforzar la seguridad de toda la familia real por culpa de esa mierda —resopló Dudley.
—¿Y la FAE? —insistió Harry.
—Está buscando cómo inculparlos a ustedes, por supuesto —dijo Dudley, encogiéndose de hombros.
—Por supuesto —repitió Harry, rumiando las palabras—. Voy a necesitar que me consigas una copia de las autopsias de las víctimas.
—Soy un guardaespaldas, no un maldito forense, Potter. No tengo acceso a los informes de las autopsias —se quejó su primo.
—Mueve alguno de tus contactos y consíguelo —dijo Harry sin darle importancia a la queja. Dudley puso los ojos en blanco pero asintió con la cabeza, percibiendo que el ambiente estaba raro.
—¿Eso es todo? —lo instó a seguir Dursley—. Porque podrías haberme llamado para decirme eso —señaló lo obvio.
Era verdad. No necesitaba ir hasta allí. Ambos poseían teléfonos descartables para comunicarse entre ellos y así evitar se rastreados. Habían desarrollado un sistema de palabras claves. Hasta la fecha había demostrado ser efectivo y seguro.
No. Harry no había recorrido todo el camino hasta Little Whinging simplemente para solicitar el informe de una autopsia que no estaría disponible hasta dentro de varias semanas.
Los muggles le temen a todo lo que no pueden controlar.
La frase de Florence Selwyn resonaba en cabeza como un eco tortuoso, entremezclándose con cada uno de los recuerdos de su infancia en aquel lugar que confirmaban que la mujer tenía razón.
—¿Crees que el mundo sería un mejor lugar si la magia no existiera? —preguntó en voz alta Harry, su mirada encontrándose por fin con la mirada expectante de su primo.
La pregunta lo tomó por sorpresa. Dudley abrió y cerró la boca varias veces, sin conseguir pronunciar una respuesta coherente durante varios minutos.
—Mierda, Harry… No lo sé. No voy a mentirte: todo este rollo de la magia me hace cagar de miedo —respondió finalmente, exhalando pesadamente y vaciando su pecho. Debió de percibir la decepción en la mirada de Potter, porque se apresuró a continuar —. Pero talvez el problema no sea la magia. Talvez somos nosotros… las personas.
A veces, Dudley lo sorprendía. Harry sonrió, agradeciéndole la respuesta y se puso de pie.
—¿No te quedas a cenar? Martha está cocinando suficiente comida como para alimentar a la mitad del barrio —bromeó Dudley, intentando alivianar la seriedad que se había instalado entre ellos.
—En otra ocasión —se disculpó educadamente Potter, abriéndose paso junto a su primo hacia la salida.
Si incluso Dudley, que colaboraba con ellos en la lucha contra la Rebelión, encontraba difícil lidiar con el concepto de la magia en el mundo, ¿qué podían esperar del resto? Llegado el caso, ¿podrían demostrarle al mundo muggle que los magos no eran una amenaza? ¿Cuántos de ellos estarían dispuestos a creer? ¿A confiar? ¿Cuántos buscarían aniquilarlos?
La dificultad para responder esas preguntas había sido el motivo inicial para la creación del Estatuto de Secreto Mágico. Un forma de protegernos y proteger también a los muggles del caos que generaría la presencia de la magia en su realidad.
Pero los tiempos cambiaban... la gente cambiaba. Y a veces, las cosas que alguna vez habían funcionado, dejaban de funcionar. Harry se estaba dando cuenta de ello: el Mago había iniciado una rueda que era imposible detener. Giraría hasta convertirse en una avalancha y destruiría todo lo que conocían.
Habían pasado el punto donde podían contenerlo. Ese tren había partido hacía mucho tiempo. Lo mejor que podían hacer era contener los daños y prepararse. Necesitaban resarcir los vínculos con los líderes del mundo muggle, necesitaban demostrar que no todos los magos eran asesinos y criminales. Debían buscar un punto en común, una forma de convivencia nueva, una alternativa a la avalancha, que de lo contrario, los sepultaría a todos.
¿Pero cómo hacer algo así cuando la confianza entre ambos bandos se encuentra fracturada?
Harry caminó de regreso a su casa rumiando estos pensamientos, intentando descifrar, sin éxito, una solución a un problema que lo sobrepasaba. La Rebelión jamás aceptaría un acuerdo de paz con los muggles. Irían hasta las últimas consecuencias. Y los muggles jamás negociarían una convivencia con el Ministerio de Magia en tanto los ataques de la Rebelión continuaran.
Florence Selwyn tenía razón: si realmente quería evitar esa avalancha, tenía que detener a la Rebelión cuanto antes. Necesitaba atrapar al Mago de Oz y ponerle un fin a búsqueda del Bien Mayor.
Cuando Molly llegó a la casa segura, Draco ya la esperaba ahí. La observó entrar sin levantarse de la silla, pero sosteniendo la varita en la mano que se encontraba reclinada sobre el apoyabrazos, el extremo de la misma apuntando hacia la entrada. Molly se bajó la capucha para que la reconociera pero aún así, el hombre no dejó de apuntarla.
—El código —le exigió Draco con ojos fríos.
—Salazar fue el mejor fundador —resopló Molly, mientras se removía el abrigo con gesto cansado. Draco sonrío y bajó por fin la varita. —Tus códigos se están volviendo demasiado absurdos, ¿lo sabes? —se quejó la chica. Draco torció una mueca socarrona.
Esperó a que la chica tomara asiento frente a él y recuperara el aliento. La observó con detenimiento durante largos minutos, tratando de ver más allá de la simple apariencia.
Físicamente, Molly no había cambiado demasiado. Llevaba el cabello muy corto ahora, según ella por una cuestión de practicidad. El pelo largo resultaba muy molesto a la hora de pelear. Últimamente, había muchas peleas que pelear. Sus ojos seguían siendo azules como los de su madre, pero ya no tenían ese brillo inocente, esa apertura ingenua. La mayor parte del tiempo se encontraban entrecerrados, moviéndose inquietos de un extremo al otro la habitación, analizado constantemente posibles amenazas y rutas de escape. El efecto secundarios esperable después de llevar tantos años una doble identidad. Las pecas en sus mejillas y en su nariz se habían apagado poco a poco, señal de que ya no pasaba mucho tiempo al aire libre, ni siquiera durante el día. Se había convertido en una persona nocturna y solía activarse con la puesta del sol. El resto del tiempo que no se encontraba luchando para la Rebelión, se la pasaba encerrada en un laboratorio.
Pero los cambios que Draco podía notar iban mucho más profundo que su aspecto físico, que un corte de pelo o una vestimenta diferente. Él sabía lo que un lugar como el Torreón podía hacerle a una persona. Lo había vivido en carne propia. Había visto a sus amigos desmoronarse, corromperse y quebrarse bajo el influjo de Voldemort décadas atrás. Él mismo se había quebrado en pedazos. Sabía reconocer las señales de las heridas ocultas, esas que corren por dentro de la piel, esas que pasan desapercibidas a la mayoría de las personas.
Ella intentaba ocultarlas, pero él las veía. Ese estado de alerta constante, ese temblor casi imperceptible, ese latido extra en su cuello que delataban la presión constante en la que se encontraba. Y la oscuridad. La oscuridad que ensombrecía su rostro y difuminaba su sonrisa. Molly ya no reía como antes. Ya no veía el mundo con los mismo ojos llenos de esperanza. El Torreón le había robado parte de su inocencia y de su bondad. La había vuelto más insensible. Y a pesar de que Draco lamentaba la pérdida de la persona que Molly podría haber sido de haber elegido otro camino, también se alegraba de que hubiese sido capaz de atravesar satisfactoriamente la transición.
No habría sobrevivido allí de otra forma.
—Quería avisarte que la información que nos diste la última vez sirvió para detener el ataque de Covent Garden antes de que se convirtiera en una masacre —retomó la charla Draco, tratando de hacerla sentir mejor. Molly dibujó una breve sonrisa.
—Lástima que sólo atraparon a Olivia Campbell —comentó Weasley—. Habría sido mucho más útil sacar de juego a Morgan—explicó. Draco chasqueó la lengua.
—Ese muchacho está demente. Es capaz de hacer volar todo el lugar antes que dejarse atrapar —se quejó Draco. Hizo una pausa, tanteando el terreno antes de seguir—. Pero logramos hacernos con uno de los dispositivos que cargaban con ellos.
Molly no dijo nada. Pero su postura se modificó milimétricamente. Draco era buen observador. Notó cómo sus manos se cerraron con más fuerza sobre los apoyabrazos y sus hombros se tensaron sutilmente hacia atrás. Estaba adoptando una postura defensiva.
—Lysander Scamander dice que son bombas capaces de matar selectivamente a muggles. Aún no entendemos del todo el mecanismo, pero pareciera estar vinculado a los núcleos mágicos —siguió presionando Draco. Molly apretó los labios, una línea tensa—. ¿Algo que quieres decirme sobre eso? —la terminó de presionar Malfoy, tamborileando los dedos contra el apoyabrazos.
—Sé lo que estás insinuando —dijo Molly. Draco torció una sonrisa de lado.
—Yo solo hice una pregunta.
—No fue Rosier —reaccionó de inmediato Molly. Draco arqueó una ceja, incrédulo.
—Vaya… La Rebelión tiene una Sanadora especialista en núcleos mágicos, pero resulta que ella no tiene nada que ver en la fabricación de unas bombas biológicas que apuntan a dichos núcleos —dijo con exagerado sarcasmo.
—Gwen no tuvo nada que ver con la fabricación de esas cosas —la defendió Molly.
—Vaya… "Gwen" —repitió Draco, remarcando cada sílaba con intencionalidad. El rubor trepó inevitablemente en las mejillas de Weasley.
—Ella no sabía que el Camaleón utilizaría parte de su trabajo para hacer bombas biológicas. Se enfureció cuando se enteró de los muggles muertos —Molly siguió su defensa.
—Sí, ya me lo imagino. Una supremasista de la pureza de sangre rasgándose las vestiduras por un puñado de muggles —satirizó Draco. Molly resopló, molesta.
—Ella no es así.
—Déjame adivinar: ella es especial —siseó Malfoy con cierta malicia. Molly se levantó de la butaca, molesta.
—No la conoces —gruñó.
—¿Y tú sí? —arqueó las cejas escépticamente. Weasley abrió la boca para responder y se contuvo. Respiró hondo antes de respirar.
—Ella nunca quiso que gente inocente saliera lastimada —intentó hacerle entender —. Solo quiere ayudar a los magos… Salvarnos. —se atragantó con la palabra, nerviosa. Draco frunció el ceño, perturbado por las últimas palabras.
—¿Te estás escuchando a ti misma? —le advirtió. Molly bajó la mirada, la vergüenza asomando en su rostro—. Weasley, créeme que si alguien puede reconocer un discurso supremacista de sangre, soy yo.
—No estoy diciendo que ella no sea una fundamentalista de la magia. Estoy diciendo que no es como el resto de la gente allí adentro —se justificó Molly. Hizo una pausa, su mirada levantándose nuevamente para encontrarse con él—. Creo que puedo convencerla de que cambie de bando. Que deje la Rebelión y se una a nosotros.
Draco la contempló durante largos segundos sin saber cómo responder a aquello. Porque por primera vez en meses, vio en Molly algo que creía extinto, culpa de ese horrible lugar. No era solo esperanza. Era más que eso.
—Oh, por las pelotas de Merlín, dime que no estás enamorada de esa chica —resopló Draco, envolviéndose el rostro entre ambas manos.
—¿Y qué si lo estoy? —lo desafió ella, irguiéndose en toda su estatura, sus mejillas encendiéndose aún más.
—No le has revelado tu verdadera identidad, ¿no? Dime que no has sido tan estúpida como para hacer eso —Draco se puso de pie, por primera vez enojado. Molly no retrocedió. Ya no quedaban muchas cosas en el mundo capaces de hacerla retroceder.
—No aún —confesó Weasley, reticente. Draco se frotó el rostro con una mano, en un gesto de evidente desesperación.
—No puedes decirle —insistió.
—Draco… Creo que ella también me ama —susurró Molly, una suave sonrisa tirando de la comisura de sus labios. Como respuesta, un sonido burlón escapó de entre los labios de Draco.
—Por todos los demonios —rió con excesivo sarcasmo—. Supongamos que esto que dices es real. ¿Realmente crees que te seguirá amando cuando sepa la verdad? ¿Cuándo sepa quién eres en realidad y lo que has estado haciendo todo este tiempo?—Draco intentó hacerla entrar en razón. Molly era demasiado inteligente como para no darse cuenta de que se estaba comportando como una adolescente estúpida.
—Yo… —trastabilló con su propia lengua.
—¿Crees que seguirá eligiéndote, si eso implica traicionar todo lo que cree, todo por lo que ha peleado este tiempo? ¿Podrías tú hacer algo así? ¿Estas dispuesta a arriesgarlo todo por ella? —continuó Malfoy con inclemente frialdad.
Eran palabras crueles y Draco era consciente de ello. Estaba rompiéndole el corazón y haciendo añicos las últimas esperanzas de Molly de ser amada. Le estaba negando la posibilidad de un final feliz. Arrebatándole lo poco que quedaba de su inocencia, zambulléndola con brutalidad en la realidad. Pero no le importaba hacerlo si eso era lo necesario para mantenerla viva. Había hecho cosas mucho peores durante su vida para mantener gente viva a personas mucho más malas que Molly.
No había un final feliz en ese esa historia. No para ella. Molly tenía que entenderlo, o de lo contrario, todo el trabajo que habían hecho hasta entonces sería en vano.
La chica le dio la espalda, escapándose hacia la ventana más cercana, mirando hacia el exterior como si quisiera encontrar allí alguna solución inexistente. Finalmente, sus hombros cayeron y su pecho se desinfló con una exhalación resignada.
—¿Cómo está mi familia? —preguntó luego de un tiempo, volviendo a girar su atención hacia Draco. Malfoy aceptó la bandera blanca.
—Lucy ha decidido abrir su propio local —le notificó Draco, sonriendo con sinceridad. Era la primera buena noticia que le entregaba en semanas—. Es un comercio pequeño, en una de las laterales de Diagon Alley, pero ella está muy entusiasmada. Estas semanas ha estado muy ocupada, terminando varios encargos para la Gala de Innovadores del viernes.
—¿Van a hacerla este año? —se sorprendió Molly. Draco hizo un ademán con la muñeca.
—El Ministerio no ve motivos para posponerla y los benefactores insisten en llevarla adelante. Ya sabes, prefieren fingir demencia y seguir con sus vidas como si no estuviese pasando nada raro —explicó Malfoy—. En cierta forma, es comprensible. La vida sigue.
—Para algunos —agregó Molly con amargura.
—Sí —coincidió Malfoy. No tenía sentido fingir lo contrario. Los dos habían resignado demasiado de sí mismos en el camino como para poder aspirar a cualquier tipo de normalidad en sus vidas.
—¿Qué hay del resto? —insistió ella, volviendo a sentarse frente a él.
Draco seleccionaba cuidadosamente la información que le trasmitía a Molly. Sabía que la supervivencia de la chica dentro de la Rebelión dependía en gran parte de su estabilidad emocional. Ella necesitaba creer que aún valía la pena lo que estaba haciendo. Que los beneficios compensaban el sacrificio.
Así que Draco la alimentaba con las noticias que sabía que renovarían su fuerza. Y evitaba las malas.
No hablaba de Percy, por ejemplo. Molly estaba al tanto de que su padre había dejado el Ministerio de Magia tras la muerte de Kingsley. Pero ignoraba que desde entonces se pasaba la mayor parte de su tiempo encerrado en la Mansión Malfoy, obsesionado con el ataque a Azkaban.
Percy había visto morir demasiados Ministros sin poder hacer nada para evitarlo. Pero Shacklebolt había sido más que un simple líder político a quien asesorar. Había sido su amigo. La persona que le había brindado una segunda oportunidad dentro del Ministerio. Y se había suicidado bajo sus narices, sin que Percy lo viera venir ni pudiera hacer nada para prevenirlo.
Desde entonces, trabajaba día y noche intentando rastrear a los prisioneros que habían escapado de la cárcel ese día, como si enmendar el desastre de Azkaban fuese un pago necesario para compensar la pérdida. Prácticamente no comía, ni dormía. Toda su energía estaba invertida en esa eterna cacería, en un intento desesperado por conseguir lo imposible. De recuperar lo que se había perdido para siempre.
Solo Dominique conseguía distraerlo por momentos. En sus comienzos, ella y Percy habían trabajado codo a codo en el proyecto. Pero conforme fueron pasando los meses, se hizo evidente que el objetivo de Percy era quimérico e inalcanzable. Pero al ver que el hombre no estaba dispuesto a abandonar su proyecto, Dominique había optado por ayudarlo en la medida que le era posible. Le llevaba comida para recordarle que debía alimentarse. Lo relevaba en su trabajo para que durmiera al menos unas horas por día. Lo asistía en sus investigaciones, y cada tanto, daban con alguna pista que llevaba a la captura de algunos prófugos.
El trabajo de Percy no era en vano, pero lo estaba consumiendo en vida. Y le estaba costando su familia. Su esposa, Audrey, se había resignado a su ausencia. Lucy se había quedado con ella en la casa familiar, pero aun así, era una casa muy grande para ellas dos solas. La falta de Molly se sentía, y mucho.
Recientemente, Lucy había tenido la idea de contactar a su madre con Elektra Cameron. La novia de Albus había iniciado una organización sin fines de lucro llamada Lumos, con el objetivo de ayudar a los magos hijos de muggles y a los muggles víctimas de la Rebelión. Trabajar para Lumos le había dado un propósito a Audrey y le había servido como motivación para levantarse todas las mañanas y salir de su casa. Aun así, Draco prefería no comentarlo con Molly. Recientemente, Lancelot Wence les había advertido que la Rebelión tenía puesta su mira en Lumos, lo que suponía que cualquiera involucrado con la organización podía ser un potencial blanco.
—Todos están bien —mintió Draco—. ¿Tú estás a salvo? Nos ha llegado el rumor de que están buscando al culpable de filtrar el ataque de Covent Garden —fue el turno de preguntar de él.
—No sospecharán de mí —afirmó Weasley con seguridad. Draco frunció el ceño, no del todo convencido.
—No puedes confiar en nadie allí adentro, Molly —le recordó una vez más.
—Sí. Lo sé —rumió ella. Draco se inclinó hacia delante afianzando su mirada gris sobre ella.
—Lo siento, pero éste es el precio.
El suelo de la habitación vibró, las runas dibujadas en la piel de Lily iluminándose como fuego sobre su piel. Sola en el centro, con el cabello rojo arremolinándose y la piel encendida, parecía una figura mística, una fuerza sobrenatural. Así la veía Amadeus Relish, desde un lateral mientras tomaba incansables notas en sus cuadernos. Y la joven Cornelia Smith, con ojos inmensos y repletos de devoción.
Pero el Mago de Oz veía la verdad: una niña, apenas una mujer, poderosa pero solitaria. Atormentada por su propia inmensidad. Desconcertada con su talento. Una vidente que se sentía ciega.
Así había llegado a Aquilanest, a él. Y a pesar de que el camino recorrido había sido largo y próspero, el Mago todavía podía ver los resabios de aquella niña insegura, temerosa de su poder.
La luz de las runas se disipó, el suelo dejó de temblar y Lily abrió lentamente los ojos. Amadeus se acercó inmediatamente para comprobar que se encontraba bien. Ella asintió con un gesto silencioso y se puso de pie apoyándose en él. Sus ojos se encontraron con la figura del Mago de Oz, percatándose por primera vez en su presencia en la habitación. Había llegado en medio de la sesión y se había introducido silenciosamente, sin interrumpir.
Lily se soltó de Amadeus, irguiéndose orgullosa y sosteniéndole la mirada con el mentón en alto. Debajo de su capucha, el Mago sonrió. Había que reconocerle que era una jovencita feroz. Y eso era algo que él admiraba.
—Si han terminado con el entrenamiento de hoy, ¿podrían dejarme a solas con la Pitonisa? —solicitó el Mago, pero la entonación en su voz daba a entender que no era verdaderamente un pedido, sino una orden.
Amadeus le hizo un gesto a Cornelia y a los demás Visionarios que se encontraban en la sala y todos se movilizaron al unísono hacia la salida. Con cierta dificultad pero manteniendo el orgullo intacto, Lily se trasladó hasta el sofá más cercano.
—Hacía mucho que no venías a supervisar mis entrenamientos —jadeó la muchacha, luego de que pasaran los minutos y el Mago no dijera nada.
—No he venido a eso —confesó el hombre, caminando con parsimonia hacia donde estaba ella y ocupando el lugar a su lado. —Pensé que podíamos conversar sobre tu reciente… aventura.
—Te has enterado —intentó parecer indiferente, sin éxito. El Mago chasqueó la lengua.
—Nada sucede en Aquilanest sin que yo lo sepa, muchacha —le dio como respuesta. Lily resopló sin poder esconder su irritación.
—Fue Amadeus, ¿verdad? —frunció el ceño.
—Solo preocupa por tu seguridad —reconoció el Mago.
—¿Has venido a prohibirme que lo vuelva a hacer? —formuló la pregunta de forma desafiante.
Lily era una tormenta de emociones. Siempre lo había sido, desde aquel primer encuentro que habían tenido más de tres años atrás. Ciclaba entre estados de ánimo caóticos y una frágil autoestima que la llevaba a vivir siempre al límite, intentando demostrarle al resto y a sí misma de qué estaba hecha.
El Mago sabía perfectamente la respuesta. Lily estaba hecha de magia y fuego. Una combinación peligrosa, capaz de causar inmensurable daño si no sabía administrarse con cuidado. También sabía que no tenía sentido forzar su voluntad. El vínculo entre ellos se había forjado desde el libre albedrío: ella había acudido a él buscando respuestas y él se las había brindado. Su relación se sostenía siempre y cuando esa primicia se mantuviese. Lily era libre y el Mago no la quería de otra forma.
Ella tenía que elegir la Rebelión voluntariamente.
—Aquilanest es tu hogar, no tu prisión. Puedes irte siempre que lo desees —le recordó el Mago.
—¿No has venido a regañarme, entonces? —a pesar de la irreverencia de la pregunta, su tono de voz era curioso, casi dubitativo. Por momentos, Lily era enternecedora. El Mago no podía evitar sorprenderse de que alguien con un poder como el suyo necesitara tanto de la aprobación externa.
—¿Regañarte? —se rió el Mago, liberando parte de la tensión que se había acumulado entre ellos—. He venido a felicitarte —la corrigió.
Lily no fue capaz de ocultar su sorpresa y también su felicidad. Una sonrisa satisfecha se perfiló en sus delgados labios mientras sus hombros se relajaban y su postura cambiaba completamente.
—Amadeus dice que ya puedes controlar el futuro inmediato —recalcó el Mago, asegurándose que sus palabras reflejaran el orgullo que sentía en ese momento. Lily se sonrojó.
—Lo más próximo que puedo llegar es dos minutos —trató de restarse importancia, como si no fuese gran cosa—. Pero Amadeus cree que con un poco más de entrenamiento, podemos reducirlo a un minuto… O incluso menos —agregó, esperanzada.
—Asombroso. Verdaderamente asombroso —dijo el Mago mientras juntaba las manos para palmearlas con suavidad, en un aplauso apreciativo.
—Gracias —masculló por lo bajo, mientras peinaba su cabello con una mano detrás de la oreja, despejando su rostro.
Antes de Aquilanest, el control de Lily sobre el Tercer Ojo era precario, pero Amadeus le había hablado de un potencial inmensurable y no se había equivocado. Les había tomado horas, días e incluso años, pero finalmente estaban llegando. Lily dominaba las artes mentales a un nivel avanzado que superaba las expectativas de cualquier mago promedio, más aún si se tenía en consideración su corta edad. Su participación en los últimos interrogatorios lo había dejado en evidencia.
Y ahora, parecía estar alcanzando un nivel de control sobre el Futuro que prácticamente llegaba al Presente. Estaban cerca. Muy cerca.
—Me gustaría invitarte a la próxima reunión —le solicitó el Mago de manera imprevista. Los ojos avellana de Lily se abrieron inmensos e impresionados.
—¿Con la Guardia? —quiso asegurarse la chica. El Mago asintió.
—No creo que a Ford y a Naomi le haga gracia mi presencia, señor —hizo una mueca incómoda.
—Tendrán que hacerse a la idea —descartó sin darle mayor relevancia, provocando una nueva sonrisita en Lily—. Piénsalo —agregó mientras se ponía de pie para marcharse. Lily se limitó a asentir con la cabeza, sin darle una respuesta. Pero el Mago se sentía confiado. Se detuvo al llegar junto a la puerta, y giró a mirarla por sobre el hombro—. Con tu ayuda, podemos salvar el mundo mágico, Lily.
Afuera, Amadeus esperaba junto a la puerta, sosteniendo un cuaderno entre sus manos temblorosas, balanceándose como era su costumbre de un pie al otro. El Mago le hizo un gesto para que caminara con él, alejándose del resto de Visionarios que custodiaban siempre en las proximidades de la Pitonisa.
—¿Esto es lo último que has recopilado? —le preguntó mientras tendía una mano para que Amadeus le entregara el libro.
—Sí, señor —confirmó el muchacho, acomodándose los anteojos mientras lo seguía por los pasillos de Aquilanest.
—Dime, Amadeus, ¿crees que está lista? —le consultó.
—Lo estará dentro de poco —Relish confirmó sus sospechas.
—Bien —aceptó el Mago con paciencia—. Has hecho un buen trabajo cuidándola —le reconoció.
—G-gracias, señor —balbuceó tímidamente el muchacho—. Sobre la visita al Valle de Godric… —empezó a decir luego, rascándose la nuca incómodo.
—No puede repetirse —lo interrumpió el Mago, tajante—. No podemos arriesgarnos a ningún tipo de contacto con su familia.
—Sí, señor —aceptó sin quejarse Amadeus.
—¿Sigues vivo, Alex? —le preguntó Louis, tumbado sobre la cama de la habitación con los brazos cruzados detrás de la nuca, mientras esperaba a que su amigo saliera de una vez por todas del vestidor.
—Prométeme que no te reirás —le respondió la voz de Alex desde el interior. Louis sonrió hacia la habitación vacía.
—No me hagas prometerte algo que no puedo cumplir, hermano —dijo mientras una risilla pícara se filtraba entre sus dientes.
Escuchó a su amigo soltar un largo y resignado suspiro antes de salir del vestidor. El hombre que surgió a través de ese arco poco se parecía a su amigo Alexander. La ropa muggle cómoda y práctica que acostumbraba usar había sido reemplazada por un traje color azul marino satinado, con pequeños cristales incrustados en las solapas de la casaca y en los puños de las mangas, que le daban el aspecto de un cielo estrellado. Se había engominado el cabello para la ocasión y llevaba la barba prolijamente afeitada.
—Vaya… Te ves… —no llegó a terminar la frase, tartamudeando mientras intentaba contener la risa.
—¿Cómo un pendejo ricachón pretencioso? —se quejó Alex, frunciendo el ceño con un gesto desdichado. Louis se sentó en el borde de la cama para verlo mejor.
—Yo iba a decir elegante, pero supongo que tu descripción es más acertada —se burló finalmente de él. Alex tiró la cabeza hacia atrás y un gruñido escapó de su boca.
—Si tanto lo odias, ¿por qué no te pones otra cosa? —se animó a cuestionarlo Louis, mientras se cruzaba de piernas sobre la cama y apoyaba los codos en sus rodillas y la cara sobre una de sus manos flexionadas, observándolo con la cabeza ladeada, como si estuviera haciendo un verdadero esfuerzo por entender su vestimenta.
—Le prometí a Aurora que lo usaría. Dice que me da un aspecto más… distinguido —respondió Alexander, sonrojándose levemente mientras lo decía y fingiendo prestarle atención súbitamente a los botones de su camisa.
—¿No es suficiente con que accedas a asistir a esa fiesta pomposa en primer lugar? —revoleó los ojos Louis.
—Es la Gala de Innovadores, Louis —lo corrigió su amigo.
—Oh, menos mal. Ahora suena mucho menos engreído —exclamó con divertido sarcasmo Weasley. Alex le lanzó una mirada de advertencia y el muchacho refunfuñó y se dejó caer nuevamente de espaldas contra la cama.
—Las empresas más importantes de la industria mágica estarán allí. Si queremos conseguir benefactores para nuestros nuevos proyectos necesitamos dejar una buena impresión —explicó de forma práctica Alex, batallando inútilmente con los puños de su camisa.
Louis rodó de la cama hasta el borde, pero justo antes de caer se incorporó con una elegancia que solo él podía lograr. Caminó hasta quedar frente a Alex y extendió una mano hacia él, haciendo un gesto que indicaba que le tendiera los puños para que él se los abotonara. Le tomó tan solo unos segundos dejarlos impecables.
—Vaya, tienes talento para esto —fue el turno de reírse de Alex, y Louis aprovechó el momento para ajustarle el moño en el cuello un poco más de lo necesario, haciéndolo toser mientras se sonreía con picardía.
—Mi madre me hizo asistir a cientos de estos eventos cuando era chico. Son siempre lo mismo: gente rica mirando de forma condescendiente hacia aquellos no tan ricos que prácticamente suplican por conseguir su gracia —le contó Louis. Terminó de acomodarle las solapas del saco y dejó ambas manos apoyadas sobre los hombros de su amigo, sosteniéndolo para asegurarse de que le prestara atención—. Tú no necesitas el reconocimiento de esa gente, Alex. Eres brillante y ya lo sabes. No necesitas su plata tampoco. Eres asquerosamente rico. Puedes auto financiar tus proyectos, sin necesidad de chuparle las medias a ninguno de esos idiotas.
—No es solo por el dinero. Se trata de dejar una impresión que perdure —interrumpió una nueva voz entrando en la habitación.
Aurora Ollivander llevaba puesta una túnica a juego con la ropa de Alexander. Era el mismo tono azul con los mismos cristales plateados bordados en las mangas y en el ruedo de su escote y espalda. Se había recogido el largo cabello en un prolijo moño que se sostenía con una especie de tiara, de cristales azules bellísimos. Se había quitado las gafas para la ocasión.
Entró en la habitación ignorando completamente la presencia de Louis Weasley, con los ojos fijos en Alexander. Lo contempló de pies a cabeza con mirada analítica, haciendo que el muchacho se sonrojara un poco mientras esperaba ansioso la reacción.
—Debo decir que Lucy Weasley ha hecho un trabajo excelente. Ese traje te queda exquisito y combina de forma celestial con mi vestido. Te ves increíble, cariño —se alegró Aurora, sonriendo por primera vez desde que había llegado e inclinándose hacia delante para besar a Alex.
—¿Entonces tú no crees que se ve como un pendejo pretencioso? —disparó maliciosamente Louis, guiñándole un ojo cómplice hacia Alex que Aurora no llegó a ver.
—Louis, veo que sigues aquí. Todavía —fue el seco saludo que le dedicó, sin gastarse siquiera en sonreírle.
—Lo mismo podría decir de ti y me he estado conteniendo —en realidad, rara vez se contenía.
—¿Tan pocas ambiciones personales tienes que te la pasas el día entero dentro de esta casa, que ni siquiera es tu casa, perdiendo el tiempo? —aprovechó la ocasión para quejarse de algo que ya venía siendo un problema frecuente entre ellos.
—¿Y quieres escuchar la mejor parte? ¡Tu novio me paga por eso! —siguió provocándola Louis.
Aurora abrió la boca, lista para despotricar contra Louis, quien en ese momento se sonreía satisfecho consigo mismo, regodeándose en su capacidad de hacer enojar a la novia de Alex. Pero la puerta de la habitación se abrió una vez más y James Potter entró para salvar la tarde y evitar la ácida batalla que estaba a punto de desatarse. Alex volvió a respirar, aliviado y agradecido de su oportuna llegada.
—¡Estan todos acá! ¡Espléndido! —exclamó emocionado.
No, mucho más que emocionado. Estaba completamente desencajado de alegría. Todavía llevaba puesto su uniforme de entrenamiento de quidditch y era evidente que no se había bañado porque tenía el cabello pegado a la frente a causa del sudor y las ropas estaban empapadas y asquerosas. Pero nada de eso parecía importarle en ese momento, porque James Siirus Potter lucía una de las sonrisas más grandes que Louis le hubiese visto desde que su madre había muerto, y eso solo podía significar una cosa.
—¡Me han fichado como titular para lo que queda de la temporada! Soy oficialmente parte del equipo titular de los Puddlemere United —informó casi de inmediato, haciendo evidente que no era capaz de contener toda la emoción que lo invadía.
—¡Por las pelotas de Merlin, eso es una locura! —estalló Louis, saltando hacia él y envolviéndolo en un abrazo que casi lo tira al suelo.
—¡Te dije que lo recibirías! ¡Eres puro talento! —se unió al festejo Alex, sin importarle que el costoso traje se arrugara y ensuciara un poco en el proceso.
James había tenido un inicio un poco turbulento con el equipo. Su representante le había conseguido un lugar en el banco de suplentes, pero los eventos familiares que sucedieron durante los primeros años desde que James dejara Hogwarts le habían impedido mantener la constancia necesaria para conseguir una titularidad. El padrino de su novia había sido asesinado. Su hermana se había fugado y unido a la Rebelión de los Magos. Uno de sus mejores amigos había decidido irse como corresponsal de guerra a la Frontera, donde todos los días cientos de personas morían. Su madre había fallecido bajo los efectos adversos de una horrible maldición.
Si no había abandonado el quidditch, había sido gracias al apoyo incondicional de sus amigos y familia. Y de Hedda. La chica había jugado un rol fundamental en la estabilidad psíquica de James. Lo había mantenido entero durante todo el proceso, conteniéndolo de la misma forma que él la había contenido durante su transformación y con la muerte de Jaques. Fue ella quien le recordó la importancia de llevarle cierta normalidad a la vida de la gente. La importancia de mantener cosas intrínsecamente buenas en nuestra cotidianidad, capaces de causar alegría, sorpresa y… un poco de esperanza.
Así que James había retomado con más energía que nunca la nueva temporada. El primer partido lo había contemplado al completo desde el banco de suplentes. Pero el entrenador de los Puddlemere no era estúpido. Llevaba en su historial un total de 5 victorias en el campeonato, aunque ninguna de ellas con el Puddlemere. Pero tenía fama de sacar adelante cualquier equipo que le pusieran en frente. Le bastó ver a James volar los últimos diez minutos del segundo encuentro para saber que era de los buenos. El siguiente partido, lo metió tras el primer descanso. James anotó más puntos que todos los otros cazadores combinados.
Y esa mañana, James había llegado al campo de entrenamiento para desayunarse dos maravillosas noticias: el primer lugar, Oliver Wood había decidido promoverlo a Cazador titular para el siguiente partido, nada menos que contra las Hollyhead Harpies. Y en segundo lugar, había conseguido el pase desde uno de los equipos de las inferiores de una chica nueva para el puesto de Buscadora.
—¡Sophie Dixon! ¿Entienden que hemos fichado a Dixon? —exclamó complemente fuera de sí, mientras caminaba desde un lado al otro extasiado.
—¡Esto merece un brindis! —lo incentivó Louis.
Aurora se aclaró la garganta, interrumpiendo el momento de absoluto éxtasis y recordándoles su presencia.
—Por más que estoy segura de que esto es un gran logro para ti, James, nosotros tendremos que brindar en otro momento o llegaremos tarde a la gala —señaló la chica, con una respetuosa expresión de disculpas en el rostro que no llegaba a alcanzar sus ojos.
—Los dioses del Olimpo no permitan algo así —murmuró por lo bajo Louis para que solo James pudiese oírlo, utilizando intencionalmente una voz que simulaba la de una escandalizada mujer de clase alta. James ahogó una risita, disimulándola rápidamente con un acceso de tos cuando Alexander miró en su dirección con expresión sospechosa.
—Si siguen aquí cuando regresemos, brindaremos juntos —prometió Alex.
—Oh, cariño, seguramente volvamos tarde. No creo que ellos sigan aquí para entonces —y lanzó una mirada significativa hacia James y Louis que daba a entender que más les valía no estar allí.
Habían llegado hasta la chimenea principal de la casa, listos para usar la Red Flú, cuando Aurora frunció el ceño, como notando algo malo en el traje de Alex.
—Cariño, ¿dónde está tu emblema? —le preguntó, mientras chequeaba por las dudas que no estuviera colocado en la cara interna de la chaqueta.
—Oh… Sobre eso… —Alex tartamudeó, incómodo—. ¿Es realmente necesario que lo lleve?
Aurora le dedicó una mirada profunda y seria. Lo tomó de ambas manos, estrechando aún más la conexión. Cuando finalmente habló, lo hizo de una forma suave y calmada, pero al mismo tiempo, firme.
—Alex, ya lo hemos conversado —le dijo de forma paciente—. La invitación no llegó a nombre de la Casa de Varitas Ollivander, ni a nombre de mi padre, ni a mi nombre. Llego a nombre de Alexander Lestrange. Es a ti a quien quieren ver.
La Gala de los Innovadores era un evento anual que organizaba la Sociedad Londinense de Inventores y Desarrolladores Mágicos, formada por la elite de Londres mágico. Su objetivo oficial era introducir en sociedad a las nuevas y jóvenes promesas en el área y ayudarlos a recaudar fondos para sus proyectos. Su objetivo extraoficial, y posiblemente el más importante, era reforzar el status social de sus miembros, al tiempo que brindaba la exclusiva posibilidad a estos nuevos inventores de codearse con los ricos y poderosos y tal vez, si tenían suerte, conseguirse un benefactor. Era considerado un honor recibir una invitación a tan distinguido evento, el cual cumplía ese año su aniversario número 110.
Después de la Segunda Guerra Mágica, la familia Ollivander había sido removida de la Sociedad por votación mayoritaria de sus miembros. Desde entonces, Gervaise y su hija no habían recibido jamás una invitación al evento. La llegada de Alexander había cambiado todo.
Su creatividad y su talento nato con los Encantamientos habían propulsado de regreso al mercado las varitas Ollivanders. En los últimos años, las ventas se habían triplicado y la familia había ampliado el local de venta al público a un espacio más amplio para poder atender la elevada demanda. Por primera vez en veinte años, Gervaise Ollivander, el padre de Aurora, no estaba endeudado.
Pero no había sido únicamente el talento de Alexander lo que había conseguido esa invitación a la gala. La perseverancia de Aurora había sido otro factor determinante. La chica había trabajado incansablemente, hasta el punto de rozar la obsesión, para revertir la publicidad negativa que rodeaba tanto a Alexander como a su propia familia. Había organizado fiestas para promocionar sus nuevas y revolucionarias varitas mágicas, había enviado muestras de regalo a personalidades célebres dentro y fuera del país para que las probaran en primera persona, había reinvertido la mayor parte de las recientes ganancias en refaccionar la fachada del local y darle un aire moderno.
Lentamente, habían empezado a abrirse nuevamente camino dentro de la comunidad que tan solo dos años atrás parecía rechazarlos por completo. Y sin embargo, Alex seguía sin sentirse cómodo en su nuevo rol.
—Una cosa es recibir una invitación a tu nombre y otra distinta es usar el emblema de los Lestrange en público. Se siente… como algo violento —masculló el muchacho, removiéndose incómodo de un pie al otro.
—Y siempre se sentirá así hasta que tú le des un nuevo significado —le dijo ella, y colocó una de sus manos debajo del mentón de Alexander, obligándolo a levantar la cabeza en alto—. Eres Alexander Lestrange, el último heredero de uno de los linajes más poderosos del mundo mágico. No permitas que nadie te haga sentir vergüenza por reclamar lo que es tuyo. Esta es tu oportunidad de hacer renacer la familia Lestrange y darle el significado que tú consideres —y mientras decía eso, sacudió su varita haciendo aparecer un aplique de oro en donde se encontraba grabado el escudo de la familia Lestrange y lo enganchó por encima del corazón de Alex, allí donde no pasaría desapercibido.
Alex se inclinó hacia delante y la besó. Un beso delicado, tan solo sus labios tocándose. Louis hizo un gesto como si estuviera dándole arcadas y James tuvo que darle un codazo para que se detuviera antes de que Alex y Aurora lo vieran.
—¿Te sigue apeteciendo abrir uno de esos vinos absurdamente caros que hay en la bodega de esta casa? —ofreció Weasley, una vez que tanto Alex como Aurora se hubieron marchado.
—Imposible negarme a algo así —aceptó James con una sonrisa traviesa.
No fue hasta que completaron la segunda copa de vino que James finalmente se aclaró la garganta y adoptó una actitud más seria.
—Sabes… De vez en cuando podrías darle un respiro a Aurora —comentó Potter, casi al pasar, mientras hacía girar el escaso líquido que aún quedaba dentro de su copa antes de beberlo de un sorbo.
—Lo haré el día que ella tenga algo lindo para decir de mí —retrucó astutamente el pelirrojo, dedicándole una sonrisa maliciosa.
—Lo digo en serio, Louis. Es la novia de Alex —insistió James.
—¿Y qué? ¿Se supone que debe caerme bien simplemente por ser la novia de uno de mis amigos? —bufó Louis.
—Con Hedda te llevas bien —puso a modo de ejemplo.
—Hedda nunca me ha mirado como si yo fuera basura pegada en la suela de su zapato —retrucó Louis.
—Al menos haz el esfuerzo por Alex, ¿quieres? —resopló James, mientras se llenaba de nuevo su copa, visiblemente molesto con toda la situación.
—Créeme que lo intento, James —aseguró. James arqueó una ceja escéptica—. ¿Vas a decirme que a ti te cae bien?
—Le hace bien a Alex y eso es lo que importa —evitó responder Potter. Louis se inclinó hacia delante en la mesa, acercándose más a su amigo, como si estuviese a punto de revelarle un secreto que no quería que nadie más pudiese escuchar, a pesar de que la casa estaba vacía.
—¿Estamos seguros de que le hace bien?
—¿De qué hablas? Entiendo que Aurora no sea santa de nuestra devoción, pero no puedes negar que de no ser por ella, Alex nunca habría conseguido el trabajo en Ollivanders. Lo ha apoyado en todos sus proyectos durante estos años y se ha mantenido a su lado a pesar de todos los rumores que han surgido contra él desde que se cambió el apellido —puntualizó con justa razón James. Louis volvió a reclinarse contra el respaldo de la silla, encogiéndose de hombros y dando un sorbo a su copa, prolongando misteriosamente el silencio entre ellos—.Escupe de una vez lo que quieres decir, Louis —le ordenó James, quien lo conocía demasiado bien como para fingir otra cosa.
—No sé cómo explicarlo, pero algo en ella me da mala espina —confesó Weasley—. Todas estas cosas buenas que hace para ayudar a Alex… ¿Y si no las hace a pesar de que es un Lestrange, sino justamente porque es uno? Todas estas estúpidas fiestas, la ropa ostentosa, el emblema familiar… Parece obsesionada con que Alexander reclame su lugar en la sociedad como Lestrange.
—Louis, ¿te acuerdas lo difícil que fue el primer año después de que Alex decidiera usar ese apellido? —fue el turno de James de inclinarse sobre la mesa para hablar de forma más íntima con su amigo—. La gente se cruzaba de vereda cuando nos veía caminando por Diagon Alley. Murmuraban cada vez que entrábamos en una tienda. Una vez una mujer se acercó a gritarle a Alex mientras cenábamos en el Caldero Chorreante. Nadie quería darle trabajo.
—Lo recuerdo perfectamente, James —gruñó Louis. Habría sido difícil de olvidar.
—Hoy lo invitaron a una fiesta —puntualizó James—. Aurora puede no ser nuestra persona favorita, pero acepta a Alex por la persona que es, e intenta que el resto del mundo haga lo mismo.
—Bien —aceptó Louis, poniendo los ojos en blanco —. Pero sigue siendo una elitista —insistió Louis.
—No eres tú el que tiene que salir con ella. Solo intenta de no ladrarle cada vez que se cruzan —zanjó el asunto Potter.
—¿A dónde vas? —le preguntó Louis al ver que se levantaba de su asiento.
—Se terminó la botella —hizo un gesto con la cabeza hacia la botella de vino vacía.
—Siempre supe que eras un vividor, James Potter —se burló Louis.
—Lo dice la persona que está viviendo de prestado en la casa de uno de sus amigos millonarios —retrucó jocosamente James.
—¡Que me paga por estar aquí, carajo! —se rió Weasley, guiñándole un ojo.
Rose aplaudió junto al resto de los oyentes en la sala de conferencia. Sobre el escenario, Waman Ruka aceptaba las positivas aclamaciones con una inclinación humilde de cabeza. El moderador de la conferencia se puso de pie, acompañando los aplausos, y se giró hacia el público con una amable sonrisa en los labios.
—¡Vaya día que estamos teniendo hoy! —aclamó con una voz amplia que resonaba fácilmente en el auditorio—. Abriremos ahora el espacio para las preguntas finales, si les parece.
Varias manos se alzaron de inmediato entre el público. Desde su estrado, Waman señaló en primer lugar a uno de los brujos que se encontraba sentado en las primeras filas. Respondió a su pregunta educadamente y luego le pasó la palabra a otro oyente. Una a una, fue respondiendo a todas y cada una de las dudas.
—Profesor Ruka, ante todo, quiero expresarle mis felicitaciones por su trabajo —decía en ese momento la bruja a quien acababa de concederle la palabra—. En su última publicación, La magia de pasar desapercibidos, usted expone la necesidad de nuestra sociedad de sostener el Estatuto de Secreto Mágico. En él, usted llega a la conclusión de que el mismo debe de sostenerse a toda costa.
—Así es —reafirmó Waman con un gesto de asentimiento.
—Pero mantener el Estatuto en pie está demostrando ser un desafío cada vez mayor, sobre todo en la sociedad de hoy día. Mantener oculta la magia implica un gasto descomunal para los gobiernos, tanto en recursos humanos como económicos. Y ninguno de los dos sobran. A ello, debemos sumarle que la tecnología muggle se vuelve cada vez más difícil de evadir —la mujer hizo una pausa, dándole peso a sus palabras y acrecentando la expectativa del auditorio—. Mi pregunta es, ¿qué hacemos cuando el costo es demasiado alto?
—Lo pagamos —respondió tajante Waman—. Porque la contrapartida de no hacerlo supone exponernos a un mundo que, como usted muy bien señaló, nos supera en número y cuya tecnología difícilmente podremos contrarrestar. La alternativa al Estatuto de Secreto Mágico es la guerra.
—Pero ya estamos en guerra, profesor —insistió la mujer—. Aquí en Europa nos estamos desangrando lentamente mientras peleamos entre nosotros sobre este asunto precisamente, al tiempo que gastamos fortunas intentando evitar que los muggles se enteren. Entiendo que en la teoría su planteo es muy lógico, pero en la práctica, se está volviendo insostenible en el tiempo.
—¿Cómo me dijo que era su nombre? —le preguntó Waman, al tiempo que daba la vuelta al estrado y caminaba hasta quedar en el borde del escenario, lo más cerca que le era posible de la mujer.
—Astrid. Astrid Braun —respondió ella, un tenue rubor alcanzando sus pálidas mejillas.
—¿De dónde eres, Astrid?
—De Poznan, Polonia —respondió Astrid.
Un murmullo agitado recorrió el teatro, mientras el nombre de la ciudad reverberaba entre el público como un eco maldito.
Poznan todavía desencadenaba escalofríos en la sociedad mágica. La ciudad entera había sido destruida durante los primeros años de la Guerra de la Frontera. La evacuación no había llegado a completarse antes de que las tropas rusas llegaran y muchos civiles, mágicos y no mágicos, habían muerto. El lugar había quedado en ruinas, inhabitable. Había sido un punto bisagra en la guerra, la primera gran derrota de Romanoff. Su avance hacia Alemania había sido contenido ese día. Pero el precio había sido alto. Para alguien como Astrid, posiblemente demasiado alto.
—Vamos a imaginar que la Confederación Internacional de Magos decide abolir el Estatuto de Secreto Mágico. Sin división entre los mundos, ahora magos y muggles deben convivir en la cotidianidad. La comunidad muggle posiblemente se muestre dividida: algunos recibirán a los magos con alegría, porque pensarán que con la magia llega también la solución a gran parte de sus problemas. Otros, nos recibirán con desconfianza y miedo, convencidos de que un poder como ese solo puede significar una desventaja y una amenaza para aquellos que no lo poseen. Ambos grupos, sin embargo, tendrán algo en común: no serán indiferentes a nuestra presencia. Querrán algo de nosotros. Y así, comenzarán los conflictos. Cada país comenzará a contabilizar sus magos, a estudiar el origen de ese poder, a intentar replicarlo, imitarlo o… extraerlo de nosotros, incluso. Muchos no dudarán en vernos como potenciales armas. Nuestra existencia pasará a ser de interés nacional —Waman fue enumerando lentamente una secuencia de eventos capaz de erizarle los vellos de la nuca a Rose. El silencio dentro del auditorio era denso, como si el público estuviese conteniendo el aliento mientras lo escuchaba—. Y eso, asumiendo que la simple revocación del estatuto será motivo suficiente para terminar la guerra actual en Europa… Dime Astrid, ¿crees que Sergei Romanoff bajará armas una vez que la existencia del mundo mágico sea revelada? ¿O crees que, por el contrario, redoblará la apuesta, atacando con más determinación, esta vez para tomar el control absoluto del continente, mágico y no mágico?
Astrid no fue capaz de responder. Waman tampoco parecía esperar que lo hiciera. Su punto había quedado en claro.
Rose aprovechó la pausa para aclararse la garganta y ponerse de pie, a pesar de que nadie le había cedido la palabras. Sintió el peso de cientos de ojos sobre ella mientras lo hacía.
—¿Diría usted, entonces, que la colaboración internacional es un pilar fundamental para nuestra supervivencia? —interpeló Rose.
Los ojos grises del chamán se clavaron en ella, entrecerrándose en un gesto analítico. Astrid, sentada a unas pocas filas de ella, también había girado a mirarla y, al igual que el resto del auditorio, aguardaba la respuesta de Ruka.
—Diría que, desde una perspectiva teórica, la solidaridad internacional para afrontar los obstáculos que pueden surgir de mantener el Estatuto de Secreto Mágico tiene un rol importante. Aunque en la práctica, sabemos que esto es mucho más complejo, ¿no es así? —encontró una forma políticamente correcta de responder, al tiempo que sonreía de manera carismática y con cierta complicidad hacia el público. Muchos de los oyentes sonrieron empáticamente y algunos incluso soltaron risitas sarcásticas, demasiado familiarizados con las vicisitudes de la política como para entender que conseguir algo así suponía una absoluta utopía.
—Muy bien, creo que podemos dar por terminada la sesión de preguntas. Profesor Ruka, agradecemos una vez más su presencia y esperamos volver a cruzarlo prontamente. Damas y caballeros, un aplauso nuevamente para nuestro orador invitado —recuperó la palabra el modulador de la conferencia, mientras iniciaba la segunda y final ronda de aplausos.
Gradualmente, la sala comenzó a vaciarse. Un grupo reducido se aproximó a Waman para estrechar su mano personalmente o hacerle algún comentario sobre su presentación. Pero Rose podía sentir cómo la atención de éste volvía una y otra vez hacia ella. Esperó hasta que tan solo quedaron un par de personas en el salón para abordarlo.
—Espero que mi pregunta no lo incomodara demasiado, profesor Ruka. No sé si me recuerda, soy Rose Weasley —se presentó la pelirroja, extendiendo su mano hacia él. La comisura de los labios de Ruka se tensaron hacia arriba con el atisbo de una sonrisa.
—Te recuerdo —confirmó Waman—. Aunque confieso que me tomó unos segundos reconocerte después de… ¿seis años? —hizo el cálculo mentalmente.
—Sí, el tiempo pasa rápido —dijo amistosamente Rose.
—¿Vienes por la reunión anual de la Confederación? —inquirió Waman. Rose asintió.
—Como parte de la delegación británica, sí —sacó del bolsillo su credencial oficial. La primera reacción del brujo fue de genuina admiración, pero su postura rápidamente cambió por una de mayor tensión, poniendo a Weasley en alerta—. Me preguntaba si podríamos cenar hoy y conversar un poco —se apresuró a soltar la invitación, sabiendo que si lo dejaba ir, no tendría otra oportunidad como esa.
—¿Hoy? —balbuceó Waman, lanzando una mirada rápida hacia su alrededor, censando la trampa frente a él y buscando una forma rápida de escapar. Pero no quedaba nadie cerca a quien pudiera recurrir.
—Sí —insistió Weasley—. Por favor, Waman —agregó, apelando a su lado más empático. Waman suspiró.
—De acuerdo —aceptó el joven peruano. Rose sonrió complacida.
—Nos vemos en el restaurante frente a tu hotel a las 19 —coordinó de inmediato ella.
—¿Cómo sabes en qué hotel me estoy quedando? —se sorprendió Waman.
Ella se limitó a sonreír de forma cómplice, mientras se marchaba del auditorio dejándolo con la intriga.
Cuatro horas más tarde, volvían a encontrarse, esta vez con una mesa de por medio y una pinta de cerveza frente a ellos, en un bullicioso local de comida española en plena ciudad de Sevilla. A su alrededor, la gente estaba inmersa en apasionadas conversaciones, riendo y brindando despreocupadamente. Waman desentonaba con el ambiente jubiloso del local. Siempre había sido demasiado serio para su edad. Incluso ahora, seis años después, Waman conservaba esa mirada antigua, como la de alguien que ya ha vivido muchas vidas. Era difícil recordar que solo tenía un año más que ella.
—Gracias por acceder a venir —dijo Rose tan pronto como estuvo sentada frente a él.
—Me dio la impresión de que verdaderamente necesitabas hablar conmigo —razonó Ruka—. Y estimo que por sitio que has elegido, no quieres que nadie pueda oír lo que estás por decir.
Estaba en lo cierto. Rose había elegido el lugar estratégicamente. Era un restaurante muggle, frecuentado principalmente por la gente local de la ciudad, lo suficientemente grande como para no llamar la atención, pero lo suficientemente pequeño como para llenarse un viernes por la noche.
—Sé que tu padre planea retirar de forma oficial el apoyo de tu país al Ministerio de Magia inglés mañana durante la reunión de la Confederación —soltó sin preámbulos Rose. Waman no dio señales de sorpresa, pero se reclinó hacia atrás en la silla, tomando distancia y cruzó los brazos por encima de su pecho.
—Eso es información confidencial. No deberías saberlo —señaló Ruka. Rose se encogió de hombros.
—Mi trabajo consiste en saber cosas que no debería saber —dijo suspicazmente.
—Eres del SIMA, ¿no? —supo leer entre líneas Waman.
El Servicio de Inteligencia Mágico era un sector poco conocido dentro del Departamento de Cooperación Mágica Internacional. Y eso era algo intencional. Trabajaban para el ministerio recolectando información relevante de índole internacional que pudiese afectar el funcionamiento de su gobierno, y reportaba al jefe del departamento… O directamente al ministro cuando la situación lo ameritaba. Y lo hacían de una forma muy disimulada.
Esa era la explicación que Rose acostumbraba a dar cuando alguien le preguntaba por su trabajo. La versión favorita que su amigo Lysander era la de llamarla espía. No se alejaba demasiado de la realidad, tampoco.
—Soy delegada diplomática británica, profesor —le repitió Rose, reclinándose también hacia atrás en la silla y aguardando.
—¿Qué quieres de mí, Rose? —exhaló Waman.
—Necesito que detengas a tu padre —le pidió Weasley, seria. Waman soltó una risa entre dientes, meneando suavemente la cabeza.
—Has sobrestimado mi influencia si crees que puedo hacer eso —masculló el hombre frente a ella, cierto resentimiento tiñendo las palabras.
—Si Perú retira su apoyo a Reino Unido, sentará un precedente para que lo sigan los otros países de Latinoamérica. Y eso no puede pasar —insistió en el tema Rose. Ruka arqueó las cejas, haciéndole notar lo brusco e irrespetuoso que había sido su comentario.
—No creo que tu gobierno esté en posición de exigir cosas, teniendo en cuenta la situación sin resolver de Gales —disparó el chamán, su mirada endureciéndose. Rose había ido demasiado lejos presionándolo y lo había obligado a sacar las garras para defenderse.
Weasley había esperado que Ruka no sacara ese tema a colación.
Tras la caída de Azkaban y la masacre sufrida por el cuartel de aurores, las cosas se descontrolaron bastante en Reino Unido. Con su personal severamente reducido, el departamento de Seguridad Mágica entró inevitablemente en modo supervivencia. En los meses de confusión que siguieron, y con la ayuda de la Rebelión, un cuantioso aquelarre de vampiros invadió el Valle de Wye, en el límite entre Inglaterra y Gales. Las muertes por mordidas de vampiros subieron de forma escandalosa en la zona. Las leyendas urbanas de espíritus nocturnos capaces de drenar la sangre se reavivaron entre los muggles de Gales.
Llegado este punto, se hizo evidente que ellos no podían lidiar por sí solos con el aquelarre y el departamento de Cooperación Mágica Internacional contactó al gobierno de Perú. A los pocos días, un equipo de chamanes llegó a Londres para ofrecer su ayuda. El plan inicial era levantar protecciones en los pueblos más próximos y limitar el movimiento de los vampiros al bosque de Dean hasta que pudiesen resolver la situación.
Dos años después, el Ministerio de Magia seguía sin poder dar una solución definitiva al asunto.
Pero las cosas habían cambiado mucho en Perú en ese tiempo. Un nuevo presidente había sido electo. Pertenecía a un partido sumamente conservador, arraigado profundamente en la creencia de que los vampiros no podían ser considerados como parte de la comunidad mágica, debido a su naturaleza intrínsecamente maligna.
El nuevo gobierno se había mostrado terminante: no estaban dispuestos a mantener vínculos con países que aceptaban y permitían la libre circulación de los vampiros. Como alternativa, habían ofrecido que sus chamanes ingresaran al bosque de Dean para erradicar la plaga de una vez por todas. El ministro inglés se había negado rotundamente: esa no era la manera en que ellos lidiaban con las criaturas mágicas.
Ambos inamovibles en sus posturas, los países parecían destinados a romper un vínculo que durante décadas había sido de fructífero y de mutua colaboración.
Rose había sido enviada a España a negociar una posible solución por vías extraoficiales. Ernie MacMillan le había sido crudamente sincero al respecto. La ruptura con Perú podía iniciar un efecto dominó con el resto de los países de América, especialmente en el sur. Y no estaban en momento de perder aliados. Había estado convencida de que Waman Ruka valoraría eso por encima de sus prejuicios contra los vampiros. Por lo visto, se había equivocado.
—No esperas que mi gobierno realmente acepte esas condiciones, Waman —le respondió ella. Ya ninguno de los dos sonreía.
—Están matando gente inocente. Gente no mágica, incapaz de defenderse —argumentó él.
—¿Y tú solución es aniquilar a todos de vampiros de la zona? —se exasperó Rose.
—¿Tienes una mejor solución? —retrucó él en una exhalación que daba a entender que no le encantaba la idea pero que no veía otra salida. Se quedó mirándola, esperando que verdaderamente ella tuviera una respuesta a su pregunta.
Pero Rose no tenía una mejor solución.
—Lamento que las cosas tengan que ser así —dijo Ruka, poniéndose de pie.
—¿Y qué si están equivocados? —soltó ella en un último y desesperado intento por retenerlo. Funcionó. Waman permaneció frente a la mesa, a medio camino entre quedarse y marcharse. —¿Y si lo que te han enseñado sobre los vampiros está errado?
—¿Crees que eres la primera persona que intenta llegar a un acuerdo con estas criaturas? —siseó Waman, nuevamente ofendido—. Tenemos siglos de historia para afirmar que no es posible la paz con ellos.
—Tienen siglos de perseguirse y matarse mutuamente —coincidió ella con cierto sarcasmo. El rostro de Ruka se endureció aún más. —¿No crees que vale la pena buscar una solución que no implique erradicarse uno al otro?
—Avísame si la encuentras —le dijo con aire de superioridad, mientras se acomodaba el saco sobre los hombros.
Gracias, gracias, gracias por los mensajes que me han llegado desde la publicación del primer capítulo. No se dan una idea de lo emocionante que es para mí esto. Y lo feliz que me hace poder compartirlo con ustedes.
Y también gracias a todos los que han participado de nuestro juego/concurso un tanto morboso sobre predicción de muertes, jeje. Me sorprendió la cantidad de personas que se sumaron y sus apuestas han sido de lo más variadas e interesantes.
He leído todos sus reviews, pero lamentablemente no he tenido tiempo de escribir una respuesta personalizada y le he dado prioridad a actualizar lo más pronto posible. Pero para los que están en el chat de Telegram, he estado respondiendo algunas de las dudas que fueron surgiendo en los comentarios por ahí, y los invito a seguir preguntando. Responderé en la medida que me sea posible sin caer en spoilers.
Feliz 2025. Quién dice que éste es el año que terminamos la historia (inserte cara de escepticismo aquí).
G.
