Sumergida en la tina, el calor del agua envolvía mi cuerpo, calmando los músculos tensos después de la interminable caminata y el recibimiento poco cálido en el castillo. Cerré los ojos y dejé que mi mente divagara, inevitablemente llevándome a los sueños.

Edward. Siempre era él. Los sueños habían comenzado mucho antes de esta locura, antes de la niebla, antes de que el bosque nos engullera y nos trajera aquí. En ellos, él aparecía en fragmentos: una sonrisa fugaz, un toque en mi hombro, sus ojos dorados mirándome como si yo fuera el centro de su universo. En esos sueños, me sentía conocida, comprendida, como si nuestras almas ya se hubieran encontrado en algún lugar más allá del tiempo.

Pero ahora... aquí estaba él, en carne y hueso, mirándome como si fuera una extraña más. Cada vez que me dirigía la palabra, lo hacía con una formalidad distante que me partía en dos. ¿Acaso no sentía él lo mismo? ¿Era posible que esos sueños fueran solo míos?

Pasé mis manos por el agua, creando ondas suaves mientras trataba de ahuyentar el dolor de la duda. Había algo en él, algo que no podía ignorar. A pesar de su reserva, había momentos —breves, casi imperceptibles— donde su mirada parecía titubear, como si una chispa de reconocimiento luchara por emerger.

Suspiré, inclinándome hacia adelante para apoyar la frente en mis rodillas. "No tiene sentido", me dije a mí misma. Tal vez todo esto era un cruel truco del destino, un rompecabezas imposible que estaba destinada a resolver sola.

Cuando el agua comenzó a enfriarse, salí de la tina y me envolví en una toalla. La señora Fitzgerald me había dejado un vestido limpio y seco. Aunque era mucho más cómodo que mi ropa húmeda y moderna, el peso del tejido y la longitud de la falda me resultaban incómodos.

Después de vestirme, salí de la habitación, dispuesta a explorar un poco más del castillo. Los pasillos estaban apenas iluminados por antorchas, y el aire frío me recordó que este lugar no era menos hostil por dentro. Mientras caminaba, mis pensamientos aún estaban sumidos en el enigma que era Edward.

Fue entonces cuando ocurrió. El borde de mi vestido, demasiado largo y pesado para mi falta de costumbre, quedó atrapado bajo mi pie. Intenté recuperar el equilibrio, pero fue inútil. Solté un pequeño grito mientras caía hacia adelante, extendiendo las manos justo a tiempo para evitar golpearme la cara contra el suelo de piedra.

—¡Ay! —murmuré, incorporándome con torpeza y revisando rápidamente que nadie hubiera sido testigo de mi torpeza. Mis mejillas ardían de vergüenza, aunque no hubiera nadie cerca.

Me alisé el vestido y miré a mi alrededor, asegurándome de que no hubiera daño alguno. Sin embargo, en el silencio del pasillo vacío, una sensación incómoda se arrastró por mi piel, como si estuviera siendo observada. Sacudí la cabeza, riéndome de mi propia paranoia, y continué mi camino, aunque con pasos más cuidadosos.

El castillo parecía susurrar historias de tiempos antiguos, y por un momento, dejé de lado mis preocupaciones para escuchar. Quizá, entre sus muros, encontraría respuestas a las preguntas que me atormentaban. O, al menos, algo que pudiera darme una pista sobre cómo encajar en este mundo extraño y peligroso.

Cuando finalmente llegué al comedor, sentí cómo las miradas se posaban sobre mí. Alice y Jasper ya estaban sentados, y sus expresiones decían más de lo que sus palabras podían transmitir. Alice frunció el ceño y me lanzó una mirada que mezclaba desaprobación y preocupación. Jasper, en cambio, solo negó con la cabeza, exhalando con una mezcla de resignación y fastidio.

—Llegas tarde —dijo Alice en voz baja cuando me acerqué al asiento vacío junto a ella.

—Lo sé, lo siento —murmuré, evitando su mirada. Mis mejillas ardieron de nuevo, esta vez por la vergüenza de mi retraso.

—Bella, estamos en un lugar desconocido, rodeados de extraños, y tú decides pasearte sola. ¿Qué estabas pensando? —su tono era más preocupado que molesto.

—Necesitaba un momento... para pensar —respondí, mi voz apenas un susurro.

Antes de que Alice pudiera replicar, Jasper intervino, su voz calmada pero firme.

—Deberías ser más cuidadosa. No podemos permitirnos que algo te pase.

Asentí, incapaz de argumentar. Sabía que tenían razón, pero las emociones que me abrumaban eran difíciles de explicar.

La tensión en la mesa era palpable, pero fue rota abruptamente cuando Edward entró en el comedor. Su presencia llenó el espacio de una manera que era imposible ignorar. Todos los murmullos cesaron, y las miradas se dirigieron hacia él. Edward caminó con la seguridad de alguien acostumbrado a mandar, sus ojos recorriendo la mesa hasta posarse en mí por un breve instante. Algo en su mirada me hizo contener la respiración.

Sin decir una palabra, tomó asiento en la cabecera de la mesa, y la conversación se reanudó lentamente, aunque con una evidente cautela. Durante toda la comida, pude sentir su mirada sobre mí en momentos intermitentes, y mi mente no pudo evitar preguntarse si sus pensamientos eran tan caóticos como los míos.

Los platos servidos eran abundantes y rústicos, con un sabor que, aunque simple, resultaba reconfortante. La señora Fitzgerald se encargó de supervisar que todo estuviera en orden, y su actitud maternal ayudó a aliviar parte de la incomodidad.

Mientras el banquete continuaba, me esforcé por parecer tranquila, aunque mis pensamientos seguían girando en torno a Edward, a sus ojos que parecían esconder secretos, y a la extraña conexión que no podía ignorar. Quizá, solo quizá, estaba comenzando a vislumbrar un fragmento de lo que el destino tenía preparado para nosotros.