Capítulo 2.

"Pasaba de medianoche, y Ga'Hoole celebraba como nunca antes. Todo el árbol se iluminaba con lámparas de diferentes colores, el cielo brillaba con estrellas, la luna y pequeños faros fabricados en el mismo árbol. La noche era alegre y joven."

"Soren observaba las estrellas desde una plataforma del árbol, que se parecía a un balcón. Se encontraba exhausto; todos en la fiesta querían hablar con él y no lo dejaban ni un segundo a solas. En un descuido de sus admiradores, se escabulló, logrando salir de la celebración desapercibido. Ser un héroe era algo muy diferente a lo que había imaginado.

—Hola —dijo una búho Nival,era muy parecida a los reyes de Ga'Hoole, pero más joven, aproximadamente de la edad de Soren. Se acercó por detrás y se paró justo al lado de él. A lo lejos se escuchaban las risas y voces de la fiesta, pero la noche parecía tranquila—. Soy Amber, ¿me recuerdas? Luchamos juntos en San Aegolius."

Soren se giró, tratando de reconocer a la chica. En realidad, no la recordaba; aquella batalla había sido tan frenética que apenas había podido darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Ella tenía un rostro delgado y redondo, con ojos brillantes y profundos que reflejaban la luz de la luna. Soren quedó hipnotizado, perdido en su mirada. Era de su misma estatura, con ojos color ámbar, y sus alas se oscurecían a medida que llegaban a las puntas.

—Oye, ¿te sientes bien? —preguntó Amber.

Soren sacudió la cabeza, despertando de su trance.

—Sí, ¿por? —respondió, algo confundido por la pregunta inesperada.

—Porque estuviste como en un trance durante un par de minutos —dijo Amber, soltando una risita. Soren había estado parado, mirándola sin moverse, pero a él le había parecido que solo habían pasado unos segundos.

—Oh, perdón... ¿en serio? —respondió Soren, avergonzado.

—Sí —Amber bajó la mirada, ruborizada—. Bueno... creo que me voy. Solo quería agradecerte por habernos librado de Metalbeak.

—¡Espera! —exclamó Soren al notar que Amber comenzaba a dar media vuelta.

—¿Sí? —Amber se detuvo, mirándolo.

—¿Cuál es tu nido? —Amber frunció el ceño, percibiendo un doble sentido en la pregunta de Soren. Él también lo notó y rápidamente intentó corregirlo.

—¡Perdón! Oh, ya lo arruiné... —Soren se sonrojó como un tomate y bajó la cabeza, tratando de disimularlo.

—Descuida, entendí lo que querías decir —respondió Amber, mirando a Soren, que seguía con las plumas ligeramente rosadas—. Mi nido es el principal, por si algún día quieres visitarme.

—¡¿EL PRINCIPAL?! —exclamó Soren, sorprendido. El nido principal era donde dormían el rey y la reina de Ga'Hoole.

—Entonces... ¿tú eres...?

—Su hija, sí. Pero eso no te molesta, ¿o sí? —Amber le lanzó una mirada juguetona.

Soren agitó la cabeza rápidamente, como para disipar cualquier duda.

—No, para nada... Fue un gusto hablar contigo, nos vemos luego.

Amber soltó una risita coqueta y se alejó, dejando a Soren perdido en sus pensamientos.

Después de varias horas, la noche llegó a su fin. Algunas aves regresaron a sus nidos, mientras que otras volvieron a sus puestos. Soren regresó a su nido, descansó unos minutos y luego voló hacia el nido de Ezylryb, ya que lo había citado la tarde anterior.

—¿Qué sucede, señor? —preguntó Soren mientras planeaba hacia la abertura del tronco y se posaba en una de las ramas internas del árbol.

—Oh, Soren, eres tú. Pasa, muchacho, pasa —Ezylryb lo invitó a entrar, y Soren accedió sin dudar.

—¿Ocurre algo? —preguntó Soren, curioso.

—Claro que no, muchacho. Solo te necesito para tomar algunas medidas —respondió Ezylryb con tono cálido, pero con la habitual fatiga en su voz.

—¿Medidas? —Soren se mostró confundido.

—Sí, verás, ahora que eres un guardián, necesitas un buen armamento para las batallas —dijo Ezylryb con una sonrisa cansada, mientras tomaba una de sus garras de guerra y rasgaba una roca dura. Las chispas que salían de la roca encendieron el carbón de su recipiente, donde comenzaba a moldear el metal.

—Aguarde... ¿usted sabe hacer armaduras? —Soren preguntó, incrédulo.

—De joven solía ser herrero, pero hace años que no forjo una —dijo Ezylryb—. ¿Te gustaría que lo haga alguien más?

—¡Por supuesto que no! —exclamó Soren con entusiasmo—. ¡Un armamento forjado por el mismo Lyze de Keal! —gritó emocionado, pero luego se detuvo—. Aguarde, ¿y mis amigos...?

—Tranquilo, ellos ya tienen sus armas —lo interrumpió Ezylryb—. Por ahora, solo hablemos de ti.

Ezylryb tomó una cinta negra y la entrelazó alrededor de la cabeza de Soren para medir el tamaño de su casco. Luego, preparó una mezcla con la consistencia del lodo y pidió a Soren que colocara sus patas en ella. Cuando la mezcla se secó, retiró sus garras, dejando una huella perfecta.

—¿Qué armas quieres en tus patas, Soren? —preguntó Ezylryb con calma.

—Unas garras como las que usted se forjó para vencer a Metalbeak —respondió Soren, ansioso. Finalmente tendría unas armas de guardián forjadas por el héroe de los sueños.

—No, no, no, muchacho, te equivocas. Yo no fabriqué mis armas.

—Pero... ¿usted...? —Soren tartamudeó, confundido—. ¿No fue usted?

—No, muchacho, mis armas fueron forjadas especialmente por el mejor herrero que ha tenido el árbol de Ga'Hoole —dijo Ezylryb, con una pizca de nostalgia en su voz.

—Entonces, ¿quién fue? —Soren, curioso, no podía esperar para saber más.

—Su nombre era Varlor, pero se retiró después de la primera derrota de Metalbeak —respondió Ezylryb con un suspiro.

—¿Qué sucedió?

—Varlor era unos años más joven que tú en ese entonces. No era un gran guerrero, pero tenía un talento especial para la metalurgia. Conoció a una chica y se retiró al Bosque Tyto para vivir tranquilamente. ¿Quieres que te cuente más?

—¡Claro!

—Varlor fue conocido por fabricar las armas más resistentes de la guerra y por sus diseños únicos. Él mismo forjó las armas doradas del rey y la reina.

»Cuando los Guardianes regresaron de la batalla contra las Garras de Hielo, Varlor conoció a Eryha, una Tyto guerrera legendaria. Se enamoraron y decidieron retirarse. Volaron al Bosque Tyto para comenzar una nueva vida juntos. ¿Sabes? —dijo con una sonrisa—. Tenía unos años menos que tú cuando conoció a la chica de su vida. Creo que tú también conocerás a la tuya en un futuro no muy lejano.

—¿Yo? —preguntó Soren con inocencia.

—Sí, hijo. He notado cómo te miran muchas aves jóvenes por aquí —dijo el maestro con una sonrisa socarrona—. Y entre ellas, incluyo a Amber.

Soren sintió que las plumas del cuello se le erizaban. ¿Amber? ¿La hija de los reyes? Era una lechuza majestuosa, elegante, con un plumaje tan suave como la luz de la luna. Pensar que alguien como ella pudiera fijarse en él le parecía un desvarío.

—Vuelve mañana para recoger tus cosas. Estarán listas al atardecer —añadió el maestro con serenidad, como si no acabara de soltar semejante bomba.

Con la mente revuelta, Soren asintió y alzó el vuelo hacia su tronco. La brisa nocturna acariciaba sus alas, pero no lograba calmar sus pensamientos. Mientras se acomodaba en el interior hueco del árbol, el eco de las palabras de su maestro seguía resonando en su cabeza. ¿Amber? ¿En serio?

El sueño tardaría en llegar esa noche.

A cientos de kilómetros de las áridas zonas rocosas de Aegolius, atravesando un desierto abrasador, se alzaba un majestuoso bosque de coníferas. Altos árboles, con sus ramas densamente cubiertas de agujas verdes, se entrelazaban formando un techo natural que protegía una fauna exótica y fascinante. Este rincón de la naturaleza era conocido como El Bosque Tyto, un lugar donde la vida florecía en todas sus formas.

En lo más profundo de este bosque, atravesando un lago pantanoso cuyo aire estaba impregnado por la humedad, se alzaba, imponente, un árbol gigantesco. Sus ramas se extendían hacia el cielo, como si quisieran tocar las estrellas, y su tronco, sólido y antiguo, sobresalía de entre la espesa vegetación, marcando la cima de una elevada cumbre.

En la cima, el árbol mostraba un hueco en su tronco principal, un refugio natural que servía como hogar para un nido de lechuza. Dentro de él, vivían tres aves: un macho y una hembra adultos, junto con una lechuza más joven, de plumaje suave y ojos curiosos, que aún no había alcanzado la madurez de sus padres.

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—¡Hoy te enseñaremos a volar! —exclamó el Tyto macho adulto, mirando con ternura al más pequeño. Su plumaje era completamente marrón, y sus ojos, de un suave café claro, brillaban con orgullo.

—¡Sí, sí, sí! —respondió el pequeño, saltando de un lado a otro con entusiasmo, agitando sus alas sin control. Su emoción era contagiosa.

Cerca de ellos, una lechuza hembra descansaba tranquila. Su plumaje blanco resplandecía bajo la luz del sol, pero sus alas, de un marrón suave, y sus ojos, de un brillante azul, aportaban un contraste sutil pero hermoso.

El pequeño Tyto era joven, aún no alcanzaba la altura de sus padres, pero ya se notaba su crecimiento. Su plumaje, de un dorado claro que se desvanecía hacia el pardo, se iluminaba con la luz que se filtraba entre las hojas. Sus ojos, color miel, reflejaban una curiosidad infinita. Pero lo que más llamaba la atención era una pequeña pluma azul celeste que se erguía en lo alto de su frente, como un copete juguetón, que le daba una apariencia graciosa y encantadora.

El entrenamiento de vuelo comenzó de manera sencilla. El pequeño Tyto intentaba planear de rama en rama, agitaba sus alas con fuerza, hasta que, poco a poco, comprendió que no era necesario ese esfuerzo. Bastaba con extenderlas con gracia, como si el viento mismo lo abrazara. El entrenamiento de aterrizaje no fue complicado; en una sola noche, logró dominar la técnica, sorprendiendo a sus padres con su rapidez para aprender.

La noche siguiente, el entrenamiento cambió: debía agitar sus alas hasta elevarse del suelo, mantenerse en el aire durante un par de minutos y, al final, aterrizar con precisión en un tronco. Aunque al principio se sintió algo torpe, pronto su cuerpo se adaptó a los movimientos.

El joven Tyto avanzó rápidamente. En poco tiempo, volaba con soltura, deslizándose de aquí para allá como una pluma arrastrada por el viento. Competía con sus padres en carreras por el aire y cazaba ratones con una destreza que incluso a ellos les impresionaba.

Su madre, con paciencia y sabiduría, le enseñó el arte de la batalla. Aunque él aún era pequeño para involucrarse en esos asuntos, sabía que nunca estaba de más aprender a defenderse. Su padre, por otro lado, le transmitió las técnicas de la metalurgia, enseñándole a moldear el metal con precisión y a comprender la fuerza que residía en el material. Dos habilidades aparentemente opuestas, pero igualmente valiosas para su crecimiento.

Con el paso del tiempo, el pequeño Tyto se había convertido en un hábil guerrero. Su destreza en la batalla superaba la de sus padres, quienes, aunque orgullosos, se sorprendían al ver cómo su hijo había alcanzado tal nivel de habilidad. Ya no era un simple polluelo; había aprendido el arte de la metalurgia, forjando armaduras y armas con la misma precisión que su padre, lo que lo llenaba de un sentido de responsabilidad y honor.

Una mañana, mientras jugaba con su padre, el joven Tyto se sumergió en una de sus historias favoritas, "La batalla de las garras de hielo", un relato que, al igual que a Soren, había calado profundamente en su corazón. Llenaba su ser de valentía, alimentaba sus sueños de heroísmo y avivaba su deseo de hacer el bien.

—¡Yo soy Lyze de Keal! —exclamó el joven, extendiendo sus alas con dramatismo.

Pero su padre, que había estado disfrutando del juego, se detuvo de repente.

—¿Qué sucede, papá? —preguntó el pequeño, curioso y un poco inquieto por el repentino cambio de actitud.

—Nada, hijo, solo un momento —respondió Varlor, levantándose. Se acercó a unas ramas comprimidas, aquellas que usaban para dormir, y las removió con su pata derecha. Pero al levantar un montón, solo encontró un insecto que corrió rápidamente.

—¡Eryha, amor! —gritó entonces, su voz resonando en el aire. —¿Dónde dejamos, ya sabes qué?

—Está donde lo dejaste, Varlor querido... en la otra —contestó la lechuza hembra, acercándose a la entrada del nido con calma.

—¡Ash, en la otra! —Varlor murmuró, arrastrando las patas en signo de frustración. Con un suspiro, se dirigió hacia otro montón de ramas, levantándolas con el mismo gesto, impaciente.

Entonces, con un brillo en sus ojos, exclamó:

—¡Taran! —De debajo de las ramas, sacó un par de garras metálicas que brillaban intensamente. Eran plateadas, con una franja dorada en el filo, un diseño tan hermoso que parecía forjado por los mismos dioses. Además, sacó un casco completamente dorado.

—No puedes ser Lyze de Keal sin una armadura, hijo mío —dijo Varlor con una sonrisa orgullosa, mientras le entregaba la armadura a su hijo.

El rostro de Aleare(Alir) brillaba con una emoción tan intensa que su luz competía con el reflejo del sol en la armadura dorada.

—Pruébatelas, Aleare —dijo su padre, observando con cariño el rostro de su hijo lleno de emoción.

Aleare, sin dudar, tomó las garras y metió sus patas en ellas. Encajaron a la perfección y eran sorprendentemente ligeras. Las observó con admiración, maravillado por la sensación de poder que le transmitían.

—Estas garras se ajustan fácilmente a casi cualquier tamaño de pata del portador —comentó su padre, mientras sonreía con orgullo—. Además, puedes zafarlas sin esfuerzo. Son mi obra maestra... aunque, claro, son solo armas. —Guiñó un ojo con complicidad.

Aleare, absorto en las palabras de su padre, escuchó atentamente, luego procedió a colocarse el casco. Al igual que las garras, encajó con facilidad sobre su cabeza, y, al ajustarlo, notó que había una ranura especial para que su pluma celeste sobresaliera, dándole un toque único.

—A diferencia de las garras, el casco no se ajusta —explicó Varlor—. Pero cuando ya no te quede, fabricaré uno más grande, especialmente para ti.

Aleare sonrió, tocando la pluma que sobresalía del casco. Su corazón latía con fuerza.

—Gracias, papá —dijo, y, lleno de emoción, se lanzó a abrazar a su padre.

—Esto no acabará aquí, pequeño —dijo Eryha, acercándose con una mirada seria—. Mañana te llevaremos a Ga'Hoole. Allí conocerás a los guardianes, y si lo deseas, podrías convertirte en uno de ellos.

Aleare no sabía qué decir. ¿De verdad sus padres lo llevarían a Ga'Hoole? Había escuchado tanto sobre ese lugar en las historias que su padre le contaba, sobre cómo había conocido a su madre, y las épicas batallas en las que ella había participado, incluida la primera vez que Metalbeak fue derrotado.

La idea de conocer a los guardianes lo llenaba de un sentimiento confuso, mezcla de emoción y nerviosismo. Nunca antes había pensado en formar parte de algo tan grande.

La luna se alzó en el cielo esa noche, bañando el bosque en su luz plateada. Aleare decidió salir a cazar por sí mismo. Revoloteó y planeó entre los árboles, sintiendo la brisa fresca chocar contra su rostro, una sensación liberadora. Cada batido de alas lo hacía sentirse más libre, como si el mundo entero estuviera a sus pies. Con un movimiento preciso y ágil, atrapó un roedor en sus garras y lo devoró con orgullo. Repitió el proceso tres veces más, hasta que algo en el suelo llamó su atención.

Aterrizó suavemente, acercándose con cautela al objeto que le había intrigado. Pero su corazón se detuvo al darse cuenta de lo que era. Un Tyto, más grande que él pero aún más pequeño que sus padres, yacía tendido en el suelo. Su ala estaba rota y la mitad de su rostro quemada, una visión que hizo que Aleare sintiera un escalofrío en la espalda. Desesperado, comenzó a aletear para regresar rápidamente con sus padres, pero se detuvo al notar que el ave herida aún se movía débilmente.

—Por... favor... ayúdame... —la lechuza habló con voz ronca, apenas audible—. Tengo... hambre...

Aleare, sin pensarlo dos veces, voló rápidamente en busca de un ratón descuidado que pudiera cazar. La caza fue rápida, y pronto regresó con su presa. Volvió al lado de la lechuza herida y, sin decir una palabra, le ofreció el ratón.

—¿Cuál es tu nombre, señor? —preguntó con cortesía, su voz llena de seriedad, aunque en sus ojos brillaba una mezcla de compasión y curiosidad.

La lechuza, mientras devoraba el ratón con avidez, respondió con voz grave, casi inaudible por el dolor:

—Kludd... mi nombre es Kludd...