XXXVII: "Anatkh"

Intentaba entrar al mundo onírico a cómo diera lugar, buscar el lugar descanso en su mente y dejarlo dormitar, pero el enorme hueco insufrible en su pecho se expandía a cada centímetro de su alma, arrebatando su somnolencia.

Claude creía estar dormido, pero ni a su cabeza engañaba. A pesar del frío tras las paredes de piedra, se había quitado las ropas, pues el calor de su cuerpo se tornó insoportable. Enredándose entre las cobijas, Claude jadeaba de fastidio y reniego a sí mismo, ¿Fiebre a estas horas de la noche? ¿Alguna enfermedad atacó a su ser? ¿O era el castigo de Dios por no ser tan impío cómo el creía? El ardor no decía ni al fresco, ni a sus ruegos, ni a sus maldiciones en forma de suspiros.

La culpabilidad se adhería en cada cavidad de su cuerpo, anidándose, esperando pronto a echar raíces y emerger de él cómo un doloroso seto, la pena de las consecuencias de sus actos. El remordimiento era más fuerte en Claude, y crecía con cada latido de su corazón.

Jalaba bajo su almohada el escondido y robado camisón de su protegida. Acariciaba, pero ya no con devoción, sino con arrepentimiento, ¿Como pudo haber cometido onanismo con la imagen de Aliceth en su cabeza? ¿Con que cara sería capaz de verla al día siguiente? Ella siempre había demostrado lealtad y fidelidad a él cómo su superior, persona y ahora amigo, ¿Cómo lograría ver sus ojos marrones sin evocar los fatales delirios que desembocaron en su más bajo momento moral?

Aliceth no tenía ni idea de los obscenos pensamientos que cruzaban por su mente, de la pecaminosa obsesión que reclamaba cada vez que la miraba.

Sus dedos acariciaban el suave lino, las hebras tan delgadas, volvía a meter su mano bajo la tela, contemplando su sombra bajo esta. Claude bajó lentamente su cara hasta tomar uno de los cordones, sus labios besando, acariciando suavemente.

Al mover sus ojos, un jadeo ahogado lo atrapó: Vio a su protegida recostada a su lado, cómo esa noche en su viejo hogar, su cabellera roja extendida en la almohada de satén, sus orbes oscuros mirándole, sus labios curvados en una tímida sonrisa.

Frollo extendió su mano a la mejilla de su María, ella tan tímida, cerrando sus ojos apenas sentía el tacto de las falanges de su superior contra su piel pecosa. Ignorando la improbabilidad y la razón, Claude se acercaba a ella.

Sus ojos recorrían su rostro, tan bello, tan tímido e inocente, como la primera vez que lo vio. Su mechón rebelde cayendo sobre este, reposando sobre sus pestañas. Al seguir acariciando su mejilla, su vista recorrió su escondido cuerpo bajo las sábanas, ciñéndose contra estas tan bien.

Sin pensarlo dos veces, Claude tomó las sábanas y las levantó, tirando de ellas para adentrarse en su refugio. La oscuridad no ayudaba con sus ojos, pero si su sentido del tacto. Aunque fuese una ilusión, un jadeo escapó al sentir su piel contra la de ella, el toque divino que su oscura alma necesitaba.

La miraba con tanto deseo y anhelo, y a su vez, algo de tristeza y arrepentimiento. Los extraños sentimientos que tenía por ella ahora estaban manchados por su culpa.

Bajaba su cabeza, y dejó escapar un extraño gemido que sorprendió a la Aliceth de sus fantasías, más cuando elevó su cara y vio una lágrima caer por su rostro.

—Mi señor... ¿Que sucede?— La Aliceth divina posaba su mano en su mejilla, limpiando su lágrima.

—María... Soy un ser indigno de ti... Soy un ser degradante, sucio, ¡Debes de alejarte de mí y jamás volver! ¡Debes de irte!— Frollo no podía evitar gritar —No merezco tu bondad, tu servicio, tu inocencia... He traicionado todo lo puro de nuestra relación con mis bajos modos... Mira lo que te he convertido, mira lo que me he convertido...

Una mano caía en su propia cara, no era capaz de ver a su protegida, aunque esta fuese falsa.

—Aliceth... Sí supieras esto... Sí tan sólo el necio de Jehan no hubiera cruzado la puerta de mi habitación, en la mansión que fue mi viejo hogar...— Frollo elevó su rostro, ahora mirando a la afligida pero curiosa Aliceth, intentando acercarse a su rostro —... Te hubiera tomado, te hubiera hecho mía, y al día siguiente, te hubiera desposado para no seguir manchando nuestro honor, reputación y alma... Y no estaría sufriendo ahora mismo por ti... Por mi culpa...

Claude dejaba caer su frente contra el cuello de Aliceth, y en su pesadumbre, las manos suaves de Aliceth pasaban por su espalda, consolando su desolación.

Mi Señor, ¿Acaso ha olvidado lo que le dije la última vez? Aquello que nos hace sentir bien, nos hace sentir bendecidos... Algo que nos hace sentir amados, no tiene por qué ser una maldición, no tiene por qué ser un pecado...

—Pero soy un hombre de Dios, he hecho juramentos... Y tú, eres... Eres como ella...

La Aliceth de sus fantasías frunció el ceño, confundida, contemplando lo que intentaba idear Frollo en su tormentosa cabeza.

—Como la Madre de Dios... Aliceth... Como la Madre de Dios...

En la penumbra apenas iluminada con las pocas luces de la llamarada de la chimenea, Claude bajaba su cabeza hasta percibir el vientre de Aliceth, pasando su mano sobre este.

—María, no soy digno de ti... Si sigues aquí, estarás pronto no a mi servicio, sino a mi capricho, a mi lujuria... Y creí por un tiempo que deseaba eso, pero no...

El fuego se irritaba con las palabras de Claude, y cuando este bajaba su mirada, la mano de Aliceth volvía a él.

¿Y usted cree que me interesa eso? ¿De qué usted no es digno de mí? Mi Señor... Dios no es tonto, y usted lo trata cómo tal

—¡Jamás he puesto en duda el poder de Dios!— Frollo replicó en enfado —¡¿Que es esa calumnia?!

¿Y porque actúa como si fuese así? ¿Usted no cree que esta es la palabra de Dios?— La mano de Aliceth bajaba de su mejilla a su cuello lentamente, posando en su hombro —¿Usted no cree que tal vez sea el destino?

—Si eso crees, Aliceth, que fatal destino estas permitiéndote acometer...

Claude advertía desesperado a Aliceth, pero dos dedos fueron a su cabellera plateada.

Quizá sólo son nuestros corazones anhelando aquello que rechazas... Y el amor, el amor... El amor tiene diferentes caras, cómo un rubí, un zafiro, o una esmeralda... Estamos entrando en la más prohibida de todas, y a la vez, en la más sincera...

Claude murmuró dos veces el nombre de Aliceth para terminar cayendo en su perdición, besándola con fervor y ansia. Intentaba ignorar todo lo se le había ensañado hasta ese entonces, y enfocarse únicamente en su devota, preciosa y primorosa María Aliceth. Ella abrió sus muslos, dejándole entrar a su refugio sagrado, Claude gimió desesperado, dejándose llevar por la clandestina pasión.

Abrió sus ojos de golpe, el amanecer transcurrió dos horas antes y el seguía en la cama. Se elevó tan pronto de esta, para sentir el frío calar en sus poros, bajó y gruño confundido al verse despojado de todas sus vestiduras, a excepción de su puño, que aún sostenía el camisón de Aliceth. Rápidamente se visitó tan pronto cómo pudo, y guardó su hurto celosamente en un baúl. Aunque al abrirlo, se topó con que ahí se encontraba guardado el vestido azul que perteneció a su madre alguna vez, el que fue prestado a Aliceth aquella mañana de los últimos días de otoño.

Tratando de no dejarse perturbar con sombrías casualidades, Frollo arrojó el camisón y cerró bajo llave el baúl, tenía asuntos pendientes que arreglar esa mañana.

¿El peor de todos? Encontrarse cara a cara con su protegida, su asistente personal, su ex novicia insensata.

Pudo haber dejado eso de lado, proseguir con sus deberes laborales, ser el mismo cruel Juez de siempre, admirado y temido por la devoción de su ocupación. Más, al darse la vuelta para proseguir con su rutina, logró ver arriba de la chimenea un crucifijo de oro. Sus escuálidos dedos tocaron el oro cuya inofensiva función era solemnemente decorativa, más conservaba un secreto cometido.

Al halar de este, una cuchilla filosa salía de su escondite, una de las tantas armas de reserva que Frollo conservaba en recónditos refugios en caso de posibles emboscadas o traiciones a su persona. La autoridad implacable que daba su imagen conllevaba todo tipo de riesgos.

Las yemas de sus dedos contemplaron el grabado en la daga, acariciando cada hendidura tallada. Le hizo recordar algo para sí mismo. Algo que tenía que ver con el fatal delirio de la noche anterior

Al salir de sus aposentos impecablemente limpio y pulcro con su uniforme, decidió no dirigirse a su despacho, ni siquiera a la biblioteca, todo fuera por evitar encontrarse con su María preferida. En cambio, pidió que Snowball fuese ensillado y preparado. Apenas subió a su caballo, cabalgó fuera del Palacio de Justicia a una sola dirección: Notre-Dame de París.

¿Buscaría orientación? ¿Protección? ¿Asilo?

No, buscaba recordar la naturaleza de su vida.

Claude no tardó en llegar a Notre-Dame, después de dejar a Snowball en la cuadra indicada, el entraba al magno recinto. A pesar del aura gótica y poderosa que emanaba el templo, era su presencia quién le daba el toque lógebro y renegrido con sólo dar un par de pasos entre las bancas, las vidrieras y las catorce estaciones de la Cruz. Algunos feligreses tuvieron miedo al sentir su apariencia, sus rezos tornándose más fuertes entre sus labios. Pero Frollo no iba con intención de causar terror entre los creyentes.

Se dirigió a la entrada de una de las torres de la Catedral, el crujir de su bota con cada peldaño de piedra, su vista firme hasta llegar a una de las habitaciones, la que le pertenecía a su propia cruz, su mejor secreto guardado a la vista de todos, y posiblemente el futuro campanero de Notre-Dame.

Al llegar a la estancia, notó que Quasimodo permanecía dormido aún en el lecho echo de paja, cobijas viejas y almohadas roídas. No quería despertarlo, y no por interrumpir su descanso, sino porque él no era su primacía.

Dio un par de pasos más, dejando atrás el santuario del joven jorobado, llegando a una pared del mismo material que la Catedral. Su ceño fruncido, sus ojos cerrándose, su mano abandonó el guante de equitación, dirigiendo su palma al grabado que hizo trece años atrás:

AN'AΓKH

Era la naturaleza de su vida, el destino del que jamás escaparía.

Anatkh... Fatalidad...

Susurró Claude, el evocar la memoria de el mismo con un compás labrando en la piedra, en pleno abandono y desolación del bárbaro crimen que cometió trece años atrás en las escaleras de Notre-Dame. Su furia con cada golpe que daba contra la pared, cada raspón, cada pedrusco que se abría con cada apasionada y violenta raedura.

La palma seguía sobre el grabado, Frollo inhalaba todo el aire que sus pulmones le permitía alojar en su pecho, y al dejarlo sacar, supo que la fatalidad le seguiría persiguiendo por toda su realidad.

Cuando sus párpados decidieron abrirse, situándose en su presente, en su realidad.

La fatalidad era el fantasma que lo atormentaría y se llevaría a todos los que estuviesen involucrados en su vida. Aliceth sería la primera en caer ante esta.

Y no tenía el coraje de alejarse. Ni de alejarla.

Frollo empujó su propia palma contra el grabado, retirándose lentamente, listo para volver a su rutina, no sin antes ver en una esquina cómo una mosca volaba y caía a la trampa de una telaraña, al acecho de una repugnante telaraña. Por más insignificante que fuese ese acto de la naturaleza, era un aviso de Dios sobre su futuro...

¿Dios? No, el destino. Si había algo que se interponía entre Claude Frollo y Dios era el Destino.

Y su destino era la fatalidad.

Claude se retiró antes de que el sueño de Quasimodo fuese acabado y tuviese que lidiar con sus exigencias y necesidades.