En la secundaria Ryōō, los salones de clases eran tan amplios como una pequeña oficina, con un total de cuarenta pupitres perfectamente alineados en cada aula. La principal diferencia era que ninguno de ellos ostentaba una dorada e ilustre placa con nombre. No, antes de merecer una —si es que se podía considerar un premio—, los estudiantes tendrían que esforzarse unos años más. Solo al graduarse de la universidad y adentrarse en el competitivo mundo laboral que les aguardaba, podrían aspirar a una placa en alguna oficina. Por ahora, todo cuanto había allí pertenecía al austero director de la institución, quien sí exhibía la famosísima placa, pero en su despacho, y pocos eran los desafortunados que llegarían a verla durante el ciclo escolar.
Aun con todo, los estudiantes conservaban la libertad de elegir un asiento al inicio del año. Una vez tomado, nadie los movía de su lugar. Algunos incluso llevaban años ocupando el mismo sitio, como si el nombre estuviera inscrito allí de todas formas. Por eso, cuando alguien faltaba, sin importar el motivo, su ausencia era evidente: el pupitre permanecía vacío hasta su regreso.
Algo parecido sucedía durante los recreos. Al sonar la campana, todos se dirigían al unísono, como un enjambre de hormigas, hacia sus puestos, siguiendo rutas que conocían de memoria y confiando en que nadie ocuparía el sitio que ya habían reclamado. La única excepción eran los alumnos de primer año, quienes, por razones obvias, solían aventurarse un poco más allá de su zona de confort.
Yutaka y su grupo de amigas —Minami, Hiyori y Patricia— tampoco escapaban a esta regla invisible. Ahora, al término del año escolar, finalmente podían decir con orgullo que habían encontrado un sitio donde se sentían como en casa. Desde hacía un par de meses, siempre se las podía ubicar en el patio trasero de la secundaria, en una de las amplias orillas junto a la cancha de fútbol, cerca de la estación de lavado comunitaria. Curiosamente, a pesar de su ubicación estratégica, casi nadie la utilizaba.
El que terminaran asentándose allí fue idea de Yutaka. Nunca logró acostumbrarse al silencio sepulcral de la biblioteca, que tanto disfrutaba Minami, ni al bullicioso ajetreo de la cafetería, donde Hiyori se sentía como pez en el agua. Tampoco soportaba el tedio de quedarse en el mismo salón de clases en el que ya pasaban todo el año, como Patricia solía sugerir, insistiendo en que aquello era "lo más radical" —fuera lo que fuera que eso significara.
No fue de extrañar, entonces, que su sugerencia sorprendiera a todas y, al principio, no convenciera a nadie. El lugar era demasiado apartado, demasiado rústico, y no encajaba con los gustos de ninguna.
Sin embargo, esa misma peculiaridad terminó por conquistarlas. No era ni demasiado silencioso ni excesivamente ruidoso, y la cercanía del club deportivo lo convertía en "lo más radical" —fuera lo que fuera que eso significara. La brisa constante que recorría la zona era un alivio, especialmente en los calurosos días de verano. Desde entonces, cada vez que tenían tiempo libre, se reunían allí, acomodadas en un banco bajo la generosa sombra de una de las estructuras exteriores, justo al lado del enrejado que delimitaba la cancha de fútbol.
Ya bien pasado el mediodía, el pintoresco grupo estaba terminando de almorzar, riendo y conversando como de costumbre. Todo parecía transcurrir con normalidad… hasta que Yutaka vio a Konata aparecer en el horizonte. El pedazo de melonpan que aún masticaba se le atoró en la garganta, y de inmediato la situación se transformó en caos. Alarmadas, sus amigas acudieron a socorrerla: Minami le tendió su cajita de jugo apresuradamente, mientras Patricia y Hiyori, sin perder tiempo, ya estaban enfrascadas en un acalorado debate sobre quién debía realizar la maniobra de Heimlich.
Al escuchar esto, Yutaka se puso de pie de un salto tan repentino que el jugo se le resbaló de las manos, llevándose consigo el trozo de melonpan atorado en su garganta. Conociéndolas, estaba segura de que, si intentaban ayudarla, le romperían una costilla o algo peor.
Aunque la tos no cedía y aún sentía que le faltaba el aire, lo que más le preocupaba era evitar que sus amigas pasaran un mal rato. Reuniendo fuerzas, se apresuró a disculparse, diciendo que iba al baño y pidiéndoles que no se preocuparan si tardaba más de lo habitual. En realidad, no podía perder ni un segundo más. La urgencia de alcanzar a su prima le quemaba más que la garganta. Sabía que, pese a sus limitaciones, Konata tenía una agilidad comparable a la de su hermana. Si perdía otro instante dando explicaciones, sería demasiado tarde para todas.
Sin decir nada más, e ignorando las súplicas de sus amigas para acompañarla, Yutaka se dio la vuelta y echó a correr. Hizo lo mejor que pudo, aunque la picazón persistente en la garganta y su pésimo estado físico convirtieron cada zancada en un verdadero desafío. En la distancia, lo único que lograba distinguir era el cabello azul de su prima, ondeando al viento, y, junto con él, un semblante severo que se hacía más evidente con cada metro que acortaba.
Para su suerte —de lo contrario, ya la habría alcanzado—, Konata se había detenido a medio camino al notar que se dirigía hacia ella. La esperaba a un costado de la cancha, con las manos en las caderas y una expresión imposible de descifrar. Yutaka tragó saliva, logrando aliviar un poco el picor en la garganta. Pero cuando comprendió que, después de todo, el motivo de su visita sí tenía que ver con ella, un nudo le apretó el corazón. Sin más opciones, apresuró el paso, rezando porque no fuera nada grave.
Tras unos segundos que se sintieron eternos, finalmente la alcanzó.
—¿K-Konata? ¿P-Pasó algo? —preguntó, tratando de sonar calmada, aunque su voz salió entrecortada y jadeante. Hacía mucho que no corría con tanta intensidad (no por nada era una de las peores alumnas en educación física), pero la urgencia por descubrir el motivo de la visita de Konata la había impulsado a hacerlo. Era extraño que su prima fuera a buscarla; considerando que se veían todos los días, solo algo realmente urgente podía justificar aquella aparición inesperada.
Konata no respondió de inmediato. Sus ojos escanearon a Yutaka con una mirada torva, mientras que la respiración entrecortada de esta última rompía el pesado silencio que se había instalado entre ellas. La situación... la descolocaba profundamente. Aún más inquietante era el hecho de que no podía ver el rostro de su prima; sus ojos estaban fijos en el suelo, en sus zapatos negros, antes brillantes, ahora cubiertos por una gruesa capa de polvo.
Encogida por la extenuación, Yutaka seguía zampándose el aire con dificultad, casi dando la impresión de estar suplicando para que la visita no fuera desagradable, deseando que su reacción hubiera sido simplemente una exageración. Sin embargo, en el último mes, y aunque le doliera admitirlo, había una palabra que describía a Konata a la perfección: insoportable.
—¡¿Puedes al menos tener la decencia de mirarme a la cara, mocosa?!
Como si le hubieran azotado con un látigo, la espalda de Yutaka se enderezó al instante y, con ello, la poca esperanza que le quedaba se desmoronó. A pesar de todo, intentó mantener la compostura: respiró hondo, obligándose a parecer tranquila, y con un movimiento rápido, colocó las manos detrás de su espalda para evitar encorvarse de nuevo. Sin embargo, sus piernas la traicionaron, temblando no solo por el esfuerzo realizado, sino también porque sabía lo que se avecinaba.
—L-Lo siento… Es solo que… me atraganté hace un rato, y correr tan rápido después de eso no fue una gran idea. Además… yo…
—¡Eso no me importa, Yutaka!
El grito la golpeó de nuevo, sacudiendo aún más su pequeño cuerpo y obligándola a cerrar los ojos. Por un segundo, consideró mantenerlos así, temerosa de que, si los abría, una lágrima traicionera resbalara por su mejilla. Le dolía tanto que la tratara de esa manera, pero sabía que apartar la mirada solo enfurecería aún más a Konata. Con visible esfuerzo, entreabrió los ojos y, antes de que la delataran, se los frotó rápidamente con un antebrazo. Luego, alzó la vista y se encontró con esas intensas iris verdes que no dejaban de juzgarla.
—¡Quiero que me digas qué es lo que estabas pensando cuando dijiste todas esas cosas!
Yutaka frunció el ceño, ahora desconcertada por completo.
«¿A-a qué te refieres…?»
Sus labios temblaron, pero enseguida se dio cuenta de que preguntar no la llevaría a ninguna parte. Konata no le daría una respuesta directa; últimamente, ni siquiera pensaba con claridad. Sin otra opción, tomó una profunda bocanada de aire y dio un paso al frente, decidida a abordar el problema desde otro ángulo.
—Konata… —Su tono, aunque vacilante al principio, fue cobrando fuerza poco a poco—. ¿Qué hice esta vez? ¿Por qué siempre tienes que desquitarte conmigo cuando algo no te sale bien? ¡No es justo! Yo nunca te he hecho nada malo, ¿entiendes? ¡Nunca!
Después de eso, la expresión de Yutaka cambió por completo. Su mirada, antes dócil, se endureció mientras observaba a Konata, esperando una respuesta que nunca llegó. Konata desvió la vista, y los sutiles gestos que hizo —quizá sin siquiera darse cuenta— irritaron a Yutaka más de lo que podía comprender.
—¡Estoy harta de esto, Konata! Harta de tu actitud, harta de que me trates mal sin razón alguna… Si sigues así, hablaré con mi madre. Quizá… quizá lo mejor sea que me regrese a casa, si tanto te molesta mi presencia.
Por un momento, sus palabras parecieron atravesar la coraza de Konata. Su rostro se suavizó, revelando un fugaz atisbo de duda… quizás incluso de arrepentimiento. Yutaka casi se permitió creer que eso bastaría para tranquilizarla. Pero algo más estaba hirviendo dentro de ella, algo que no podía contener, aunque sabía que no era el momento ni el lugar para decirlo.
—Esto tiene que ver con Yui, ¿no es así? —continuó—. Sé que estás dolida por lo que pasó. Yo también lo estoy, Konata, pero no puedes seguir así. Huir de la realidad no cambia nada, solo te lastima más. ¿No te das cuenta de que estás lastimando también a los que te rodean, a los que te quieren? Las cosas no siempre son como...
—¡Cállate!... ¡Solo cállate!
El grito de Konata resonó con tal fuerza que el bullicio del club deportivo cercano se apagó por un instante. Algunas cabezas se giraron en su dirección, atraídas por la conmoción. Incómoda bajo sus miradas, Yutaka forzó una pequeña sonrisa en su dirección. Levantó una mano temblorosa, con la esperanza de tranquilizarlos, de transmitirles en silencio que todo estaba bien. Pero antes de que pudiera completar el gesto, Konata —completamente consumida por su amargura— acortó de golpe la distancia entre ellas, bajándole el brazo y sujetándole la muñeca.
—¡No me des ese estúpido discurso otra vez! —espetó, tironeándola más hacia ella para que no pudiera apartar la mirada—. ¡Me lo has repetido hasta el cansancio y ya no lo soporto más!
La situación se volvió tan incómoda que, tras algunos murmullos, los miembros del club decidieron trasladarse a otro lugar para continuar su práctica en paz, dejando a las primas aisladas en medio de su tensa confrontación. El silencio que quedó atrás se sintió igual de insoportable para ambas, pero resultó ser un mal necesario.
Solo entonces, en medio de aquel vacío opresivo, Konata se percató de lo irregular que era su propia respiración. Luchando por recuperar el control de sus emociones, notó que todavía sujetaba con fuerza a Yutaka. Su agarre vaciló levemente antes de aflojarse por completo. Con un suspiro cargado de agotamiento, dejó caer el brazo a su costado.
Yutaka se frotó la muñeca, lanzándole una mirada furtiva a su prima. A pesar de la marca rojiza que quedaba en su piel, no sentía nada. O, más bien, lo que sentía estaba en otro lugar, más profundo, en un rincón que Konata parecía empeñada en agravar. Ya no sabía qué pensar de ella. La persona que tenía delante le resultaba irreconocible, y esa distancia despertaba en su interior una asfixiante sensación de soledad.
Intentó hallar consuelo en la idea de que todo había sido un error, que Konata no era así realmente. Pero llevaba más de un mes soportando aquel trato injusto, y esto era el colmo. Que Konata la hubiera agarrado de la muñeca con tal fuerza debería haber sido la señal definitiva, el momento en el que cumpliría su palabra. Llamaría a mamá y le diría que volvía esa misma tarde... pero algo la obligó a quedarse. Quizá era una ingenua esperanza, o tal vez el miedo de dejarla sola en ese estado.
Con las lágrimas acumulándose en sus ojos, Yutaka echó un último vistazo a Konata, buscando desesperadamente alguna señal de la persona que recordaba, la prima a la que tanto quería. Pero lo único que encontró fue una expresión desconocida, marcada por una ira contenida... y una profunda tristeza.
Era demasiado.
El nudo en su garganta se apretó hasta doler, y cuando ya no pudo contenerlo más, su frustración y su dolor se desbordaron en palabras.
—¿T-tú crees que así vas a arreglar algo? —soltó, su voz temblorosa pero cargada de emoción—. Yui nunca te enseñó a tratar a la gente así… ¡ni a mí, ni a nadie! —Su tono vaciló por un momento, pero se mantuvo firme al agregar—. Si ella te viera ahora, estaría tan decepcionada...
Konata parpadeó y, por un momento, pareció dudar, como si esas palabras la hubieran golpeado en lo más hondo, pero la sensación duró solo un instante. Toda la tensión que había estado acumulando finalmente encontró su salida. Se plantó frente a Yutaka, furiosa, y con un gesto desafiante, le clavó el dedo en el pecho, presionando con más fuerza de la que había planeado.
—¡Ya te lo he dicho mil veces, Yutaka, y sigues sin entender! ¡Esto no tiene nada que ver con Yui! ¡Deja de meterla en todo lo que digo o hago! A mí ya no me importa lo que haga esa mujer, ¿lo entiendes? Esto es por ti, Yutaka. Por tu maldita manía de querer arreglar todo. ¡Siempre tienes que entrometerte, siempre tienes que opinar!
—¡Auch! ¡Me haces daño, no tan fuerte! —se quejó Yutaka, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a deslizarse por sus mejillas—. ¡Ya basta! —gritó, agotada por su actitud, y apartó su mano con un manotazo que resonó en los oídos de ambas—. ¡Lo dices como si no me incumbiera, como si fuera una extraña! Pero claro que es mi asunto, ¡es mi hermana a quien has lastimado! Y, como si eso no fuera suficiente, siempre tengo que estar en medio, soportando todo entre ustedes dos, porque son igual de testarudas. ¿Cómo no te das cuenta de lo ingrata que eres? Tú, que la has acaparado todos estos años, y ahora que se va, porque así es la vida, te comportas como si tuvieras seis años otra vez. ¡Esto ya es el colmo!
Konata apretó los dientes con tanta fuerza que un dolor punzante comenzó a irradiarse desde su mandíbula. Lo peor de todo era que, en el fondo, sabía que Yutaka tenía razón, y eso solo avivaba aún más su ira. No se trataba solo de orgullo herido, ni del hecho de que su prima menor demostrara una madurez y entereza que ella misma no tenía. Lo que realmente la consumía era despertarse cada mañana y enfrentarse a una realidad que detestaba: no había elegido que Yui se fuera así, tan de repente. Después de toda una vida juntas, la sensación de abandono era insoportable. No podía evitar sentirse traicionada por una de las personas que más amaba, alguien en quien siempre había confiado para estar a su lado.
¿Por qué tenía que terminar así? ¿En qué se había equivocado? ¿Por qué todos esperaban que simplemente lo aceptara, que se conformara con verla una vez al año y, si tenía mucha suerte, quizá dos? ¡Era absurdo!
Konata se aferró a cualquier excusa —por absurda que fuera— para justificarse. Pero ahí estaba el problema: no había ninguna. Solo una frustración creciente que le ahogaba las palabras, reduciéndolas a gruñidos agitados. Había caído de lleno en su propia trampa. Nunca quiso que las cosas se salieran de control, ni perder el dominio mientras intentaba "hablar" con Yutaka. Y, sin embargo, ahí estaba: con la respiración entrecortada, apenas en pie, y una presión abrasadora en el pecho que no hacía más que intensificarse. No era esto lo que quería. No así.
«¿Pero qué era lo que quería?» —se cuestionó, apretando los puños con fuerza.
Tal vez debería haber pensado las cosas antes de lanzarse de manera tan imprudente, pero ya era demasiado tarde para eso. ¿Realmente esperaba que Yutaka arreglara el lío que ella misma había causado con sus amigas? No… ¿O acaso deseaba que obligara a Yui a regresar? Quizás. Aunque sabía lo ridículo que eso era.
De repente, un pensamiento la golpeó como un rayo: ¿Eso era lo que realmente dolía? ¿Que Yutaka se había despedido y ella no? Si era así, no tenía a quién culpar más que a sí misma. Fue su decisión quedarse en silencio, no decir adiós… mientras que Yutaka, en cambio, sí lo hizo. Con cariño, con palabras sinceras, le había deseado lo mejor a Yui. Era todo lo contrario a ella, oculta entre las sombras de aquella estación, incapaz de dar un paso adelante. Ese recuerdo seguía ardiendo en su interior, avivando una ira sofocante… y una vergüenza insoportable.
Yutaka había hecho lo que se esperaba de ella, lo que una buena hermana haría.
¿Y ella?
¿Qué se esperaba de ella?
¿Qué era Yui para ella, exactamente?
La respuesta era obvia: solo su prima mayor, nada más.
Konata cerró los ojos con fuerza, insatisfecha con su propia conclusión. Intentó encontrar otra respuesta, porque algo dentro de ella le decía que había más. Pero, por mucho que buscara, no lograba descifrarlo… o tal vez sí, y le asustaba admitirlo.
De una forma u otra, lo único que tenía claro era que se había vuelto una persona ingrata. Sospechaba que haber ignorado los mensajes y llamadas de Yui al principio solo había empeorado todo, y ahora, el hecho de que ni siquiera intentara comunicarse con ella era prueba de cuánto se había molestado. Anoche, en un momento de debilidad, trató de llamarla, pero el silencio que obtuvo como respuesta fue tan doloroso que ni siquiera pudo dormir.
El sudor frío en su nuca la hizo estremecerse. Konata se llevó las manos a la cabeza y la dejó caer con resignación. Pensar le resultaba cada vez más engorroso. Estaba exhausta y lo único que realmente necesitaba era un hombro donde llorar y desahogarse. Sin embargo, en lugar de buscar consuelo, se había empecinado en pelear con cualquiera que se cruzara en su camino.
Por más que lo intentaba, Yutaka simplemente no lograba comprenderla. Konata se cerraba en sí misma, la apartaba cada vez que intentaba acercarse y, como si eso no fuera suficiente, terminaba desquitándose con ella. A sus ojos, no era más que otro de sus típicos berrinches al escuchar algo que no le agradaba, y esa actitud empezaba a impacientarla. ¿Por qué tenía que ser siempre así? Suspiró con frustración y cruzó los brazos, observándola con desconcierto y fastidio mientras esperaba a que, en algún momento, dejara de comportarse como una niña caprichosa.
—¿No vas a decir nada? —espetó Yutaka, con la voz temblorosa por la rabia y las lágrimas—. ¿De verdad vas a quedarte ahí, callada, haciéndote la víctima otra vez?
—Y-Yo… —Konata intentó articular, pero su voz se quebró antes de poder formar una frase coherente. La disculpa se atoró en su garganta, pesada, sofocante. Si lo decía en voz alta, si realmente lo admitía, ya no habría forma de seguir fingiendo que nada de esto le dolía. Y no sabía si podía soportarlo.
Su mirada se deslizó hacia los zapatos empolvados de Yutaka, como si allí pudiera encontrar algo que le diera el valor para encarar su vergüenza. Con la cabeza gacha en todo momento, era su manera de admitir la derrota. De expresar, sin necesidad de palabras, que Yutaka debería marcharse, dejarla sola. Una disculpa muda, envuelta en un orgullo quebrado.
Pero Yutaka no lo entendió. Permaneció allí, inmóvil, esperando algo más. Algo que nunca llegó.
—Primero me gritas por no mirarte a la cara, y ahora tú no eres capaz de mirar la mía… —dijo con un suspiro, esforzándose por mantener la calma, aunque su voz temblaba con la rabia contenida—. ¡Veo que solo has venido a hacerme perder el tiempo!
Una punzada le atravesó el pecho a Konata, obligándola a contraer aún más los puños, al punto de clavarse las uñas en las palmas. Por un instante, sintió el impulso de alzarlos, de responder, de gritar… pero se detuvo. Sus manos temblorosas cayeron a su falda, donde comenzaron a tirar con fuerza de los bordes, como si eso pudiera contener las emociones que amenazaban con desbordarse.
—¡No es así! —gruñó Konata, apartando la mirada, temerosa de perder el control. Giró la cabeza, evitando que sus ojos se encontraran con los de Yutaka.
—¡Sí lo es! —respondió Yutaka, dando un paso a un lado, insistente, forzando a Konata a mirarla directamente a los ojos.
—¡Solo déjame en paz! ¡Lárgate! ¡No quiero hablar contigo más!
—¿Hablar? —La voz de Yutaka se quebró al alzarla, llena de dolor—. ¡Si lo único que has hecho todo este rato es gritarme, zarandearme…! —Extendió el brazo, señalando la muñeca aún enrojecida—. ¡Y tratarme como si fuera basura prescindible para ti!
Su respiración se entrecortó. Apretó los labios, intentando contener las lágrimas, pero algo dentro de ella se rompió de golpe.
—¡No es mi culpa que no sea Yui, ¿está bien?! ¡No es mi culpa que no estuviera ahí para ti mientras crecías! Yo quería… quería estar contigo. Pero apuesto a que cuando piensas en el pasado, ni siquiera hay mención de mí en esos recuerdos, ¿verdad? ¿Por qué lo harías? Solo fui la patética y enfermiza hermanita de Yui, la que siempre quedaba atrás porque ella prefería estar contigo en lugar de cuidarme como correspondía.
Yui esto, Yui lo otro…
Konata sintió que estaba a punto de estallar, la presión de todo lo que había estado guardando se volvía insoportable. Todo el arrepentimiento que había acumulado durante la discusión desapareció de inmediato, reemplazado por el recuerdo de la verdadera razón por la que había venido aquí. Qué injusto había sido todo: sus amigas susurrando a sus espaldas, lamentándola en silencio durante semanas, todo por un comentario que Yutaka había dejado escapar cuando le preguntaron. Este horrible día, en parte, era su culpa.
Sin pensar, Konata clavó su dedo en el pecho de Yutaka de nuevo, esta vez con tanta fuerza que la hizo tambalear hacia atrás, sorprendida.
—¡Konata! —exclamó Yutaka, con la voz temblorosa mientras un destello de ira cruzaba su rostro. Dio otro paso atrás, llevándose una mano al pecho al sentir el dolor del golpe.
—¿Sabes lo que pasa aquí? Que estás celosa, Yutaka. Siempre lo has estado. ¿De verdad crees que no lo he notado? Recuerdo perfectamente cómo me mirabas cuando éramos pequeñas, con esa cara de envidia patética. Y ahora vienes aquí, con tu papel de hermanita perfecta de Yui, a intentar joderme en cuanto tienes la oportunidad. Pero vamos al grano, porque no estoy para rodeos: lo que hiciste no te concierne en absoluto. ¿Qué clase de persona divulga mi información privada a mis amigas a mis espaldas, aun sabiendo que estoy pasando por un momento difícil? ¿Te gustaría que yo hiciera lo mismo con las tuyas? ¿Qué dirían si se enteraran de las revistas que tu tan impecable e inocente persona guarda bajo la cama? —Konata extendió el brazo, señalando con desprecio a sus amigas al otro lado de la cancha.
Yutaka apenas podía creer lo que acababa de escuchar. La indignación se apoderó de ella al instante, y su rostro, antes pálido por la tensión, se tiñó de un rojo furioso. Frustrada, apretó los puños, sintiendo cómo la rabia le subía por la garganta como un nudo imposible de tragar.
—¡Eso fue un malentendido! ¡Y no tiene nada que ver con esto! ¡No cambies el tema, maldita sea!
—¡Claro que tiene que ver! —replicó Konata, su voz rebosante de veneno—. Si quieres sacar a colación mis asuntos privados, entonces yo también debería hacer lo mismo con los tuyos. Y ahora que tenemos una audiencia allá —añadió, señalando hacia las figuras distantes que las observaban—, creo que voy a ir a tener una pequeña charla con ellas…
Yutaka se llevó la mano al rostro y la deslizó con fuerza hacia abajo.
—¡Simplemente me preguntaron por ti un día! ¿¡Vale!? ¿Qué querías que les dijera? ¿Que estás de maravilla y que actúas como una estúpida porque se te da la gana? ¿Te das cuenta siquiera de lo preocupadas que están por ti? ¿¡De lo preocupada que estoy yo por ti!? ¿¡Cómo puedes ser tan ciega, maldición!?
—No te creo ni una palabra, Yutaka. Estás mintiendo, estás… —Konata se detuvo, la rabia nublando su juicio—. ¿De verdad crees que soy tan estúpida como para no darme cuenta de lo que estás haciendo? Estás tratando de manipularme, de hacerme sentir culpable. Pero no voy a…
—¡Cállate de una vez! —gritó Yutaka, su voz quebrada y sus ojos llenos de lágrimas—. No puedo más con esto, Konata. Ya no quiero verte ni escuchar nada de ti. Haz lo que quieras, cuéntales lo que se te ocurra a mis amigas, me da igual. Y no me esperes ni esta tarde ni esta noche. ¡Me voy! No voy a poner un pie en esa casa ni un segundo más. Llamaré al tío para que mande mis cosas, pero nada más…
Yutaka inhaló hondo, sus hombros sacudiéndose ligeramente mientras intentaba contener la furia. Cuando habló, su voz fue baja, pero impregnada de una amarga decepción.
—Gracias por abrirme los ojos. No sé cómo he podido aguantar tanto tiempo. Eres la peor prima que alguien podría tener. ¿Y sabes qué? Todavía no entiendo qué vio Yui en ti, cómo tuvo la paciencia de quedarse a tu lado tanto tiempo... Pero da igual. Esto se termina aquí. Este es el último adiós, Konata. Espero no verte nunca más.
Dicho esto, la chica se dio la vuelta con frialdad, desestimando por completo cualquier intento de respuesta o explicación.
—¿A dónde crees que vas, mocosa? ¡No hemos terminado…! —gritó Konata, su voz temblando entre la ira y una tristeza que apenas lograba contener.
Pero Yutaka no se detuvo.
Con la cabeza gacha y pasos inseguros, avanzó como si el peso de la discusión aún la estuviera aplastando. Ignoró el grito de Konata, ignoró todo a su alrededor. Había dejado salir todo lo que llevaba dentro, cada palabra enterrada durante años… pero en lugar de alivio, solo sentía un vacío asfixiante.
Un vacío que no había hecho más que crecer desde la partida de Yui. La extrañaba con cada fibra de su ser, pero, en lugar de hallar consuelo en Konata —la única persona que se suponía capaz de entenderla—, solo había encontrado rechazo, desprecio y heridas cada vez más profundas. Como si eso no bastara, el recuerdo de aquella tarde en la estación seguía persiguiéndola, aferrándose a ella como una sombra imposible de disipar.
La expresión de Yui seguía grabada en su mente.
No era la hermana fuerte y radiante que siempre había admirado, sino una sombra de sí misma: desolada, apagada. Ni siquiera su abrazo logró devolverle el brillo, como si algo esencial le faltara. Algo que, por más que lo intentara, Yutaka jamás podría reemplazar.
Porque, al final, todo había sido inútil. Apartó a Konata de la puerta con todas sus fuerzas, dispuesta a impedir que se interpusiera, pero nada cambió. Yui no lo dijo con palabras, pero su mirada lo dejó claro de un modo imposible de ignorar: lo que más le dolía no era la despedida, sino la ausencia de Konata.
Y entenderlo... dolió más de lo que Yutaka habría imaginado.
Por un instante, quiso gritarle, exigirle respuestas: ¿Por qué nunca era suficiente? ¿Por qué Konata siempre ocupaba ese lugar que, en teoría, le correspondía a ella, su propia hermana? Pero se mordió las palabras. En lugar de ceder al enojo y la frustración, se obligó a quedarse quieta, con una sonrisa frágil en los labios, como si al menos pudiera ser fuerte por Yui en su último momento juntas.
Siguió agitando la mano, forzando una despedida que le quemaba por dentro. A través de la ventana del tren, vio el rostro cabizbajo de su hermana, el débil gesto con el que devolvía el adiós… y en sus ojos, el peso de una ausencia que Yutaka nunca podría llenar.
Cuando el tren se perdió en el horizonte, la opresión en su pecho se volvió insoportable. No era la despedida que había imaginado, ni la que quería, pero era la que tenía. Y aunque entendía que nada cambiaría, la sensación de inutilidad la asfixiaba.
Pero no podía quedarse atrapada en ese momento. Lo único que importaba ahora era el presente: sus pasos alejándose de Konata, de esa prima que siempre había sido una fuente de frustración, de inseguridades… y que, aun así, jamás podría odiar, por más que lo intentara. Ni siquiera un poco.
Ese pensamiento retorció su alma. No era justo. Nada de esto lo era. No odiaba a Konata, pero sí odiaba lo que se había visto obligada a hacer. Odiaba haberla empujado ese día antes de ir a la estación… y ahora, odiaba haberlo hecho de nuevo. Solo que esta vez no fueron sus manos, sino sus palabras las que levantaron un muro entre ellas.
Un muro que tal vez nunca podría derribar.
Pero, ¿realmente quería esto? ¿De verdad deseaba cortar todo vínculo con su prima? Por un instante, un impulso casi incontenible la asaltó: quería girar sobre sus pasos, correr hacia Konata, abrazarla como nunca antes y decirle que lo sentía, incluso si no tenía la culpa de nada.
Pero… no lo hizo.
Había un límite para todo, y Konata ya lo había cruzado. Obligándose a acallar el nudo en su garganta, Yutaka siguió caminando, sin mirar atrás.
