Notas: ¡Hola, hola! En la actualización de hoy voy a contaros mucho más sobre la vida de Rinako. Cuando me centro tanto en el pasado siento que el presente queda suspendido en el tiempo, casi sin avanzar, pero espero que os guste mucho.
Al saber que no disponía de un medio propio para regresar a Tokyo, la señora Miyanishi mandó a una de sus empleadas a llevarme en coche hasta la metrópoli. A pesar de que le insistí en que no hacía falta, puesto que podía tomar el autobús de vuelta, la mujer no aceptaba un no por respuesta.
En el fondo de mi ser, agradecía ahorrarme pasarme la siguiente hora en transporte público, pero no podía dejar de sentirme culpable por lo pobre trabajadora que parecía a punto de marcharse a casa cuando había sido llamaba por su empleadora. De modo que le indiqué un lugar más periférico donde podía dejarme, y así podía estirar las piernas de camino al apartamento de Towa.
Agradecía mucho sentir el aire en mi rostro a pesar de que el frío se hacía cada vez más invernal. Pero pensé que me ayudaría mucho a mantenerme atenta mientras escuchaba el resto de mensajes que me había mandado Sesshomaru.
Me recosté contra un árbol y me permití cerrar los ojos. Me encontraba exhausto, drenado, desesperanzado... Pero era más que consciente de que no podía volver a dejarme caer en los brazos de la desesperación. Ya había vivido ese tipo desazón antes, y sabía perfectamente que esa sensación se terminaría por traducir en pensamientos autolíticos si me dejaba llevar por ella.
Ya había quedado más que comprobado que jamás podría refugiarme bajo el gélido y pacífico abrazo de la muerte. Así que no tenía sentido ni siquiera contemplar aquella posibilidad.
Antes de poder hacer nada, sin embargo, supe que mi cuerpo tenía que descansar de la larga búsqueda de mi hija mayor, la cual se había alargado por a saber cuántas décadas. Respiré profundamente, aspirando los aromas del bosque, sintiendo cómo la vida latía bajo la corteza a mis espaldas. Bajo la hierba en la que estaban hundidos mis dedos. A través del aire que transportaba la fragancia de las flores que mecía mi cabello, el polen haciéndome cosquillas en la nariz.
A pesar de saberme rodeado de otras criaturas que habitaban en la foresta, me reconfortó más la silenciosa compañía de seres que siempre había considerado como inferiores que la soledad en la que me había regocijado desde mi juventud. Rodeado de los sonidos de la naturaleza y arropado por la respiración del bosque, logré conciliar el sueño mientras un insecto se paseaba despreocupadamente entre mis dedos.
Recuerdo haberme despertado sobresaltado en mitad de aquella profunda noche por culpa de terroríficas pesadillas que involucraban a las mujeres que más amaba. Llevé una de mis garras hasta mi cuello, en busca de mi collar de perlas. El mismo que había confeccionado trenzando tallos de flores, siguiendo los expertos movimientos de Rin en su día. De aquel modo, siempre podría sentir a las tres cerca de mí. Una vez sentí su frío tacto bajo mis yemas, las agarré con firmeza y las arrastré hasta el exterior de mis ropas.
Aquellas esferas púrpura, dorada y plateada eran todo lo que me quedaba.
Me negué a abrir los parpados tras que los primeros caprichosos rayos de sol me azotasen el rostro. No había dormido suficiente.
Por primera vez en mi larga existencia, me permití quedarme completamente inmóvil, dejándome engullir por la perezosa necesidad de no empezar el día, a pesar de haberme desvelado.
El cántico de las aves silvestres acariciaba mis oídos como una canción vespertina. Deseoso de unirme de aquel milagro musical de la naturaleza, mis labios comenzaron a tararear en un susurro la canción favorita de Setsuna. Aquella que no podía parar de tocar porque le traía de vuelta el recuerdo de Hisui.
Continué dormitando a duermevela mientras el sol se alzaba en lo alto, impasible. Entre los innumerables estímulos del bosque, un intruso comenzó a hacerse paso hasta alcanzar mis fosas nasales. Se trataba del empalagoso olor a miel. Aunque no se parecía a nada que hubiese registrado nunca antes. Resultaba tan invasivo que me daban ganas de vomitar, interrumpiendo mi calma y tensando mis músculos en alerta.
Por todos los cielos, ¿me estaba erizando por algo tan simple como una comida desconocida?
Claro que no se trataba de eso. Los alimentos cocinados nunca se transportaban solos, y el hecho de que aquel tufo fuera tan poderoso como para enmascarar por completo la esencia de su portador me ponía los nervios de punta. Sobre todo, porque parecía acercarse hacia mi posición.
Me llevé las manos al cinto, sujetando con firmeza la empuñadura de mi Bakusaiga, y entonces esperé. Me concentré en los sonidos hasta reconocer las pisadas bípedas que efectivamente sonaban cada vez más cerca. Mantuve los ojos cerrados para fingir completa vulnerabilidad. Y cuando percibí un crujido dentro de mi rango de alcance, desenvainé para amenazar la garganta del humano que había osado perturbar mi descanso.
Una figura vestida de negro de pie a cabeza se alzaba frente a mí. Cargaba una voluminosa cesta de bambú trenzado a las espaldas, lo cual era el único elemento que la hacía parecer corpulenta. Porque a quien estaba apuntando con mi filo se trataba de una frágil anciana humana.
Una que me observaba con unos familiares ojos castaños de cervatillo.
Contuve la respiración sin atreverme a guardar el arma. Debía de estar delirando.
-U-una katana... - Murmuró la mujer para sí misma, sin atreverse a dar ni un solo paso en cualquier dirección. – No eres un extranjero, ¿verdad?
Estudié su apariencia en completo silencio. La mujer llevaba el cabello oculto bajo un oscuro velo que le caía por encima de los hombros, su silueta difuminada bajo la larga túnica que le caía hasta los tobillos. Pero incluso con aquellas inusuales vestimentas y su avanzada edad, supe reconocerla.
Se trataba de la reencarnación de Rin. Y dado que no había vuelto a usar ninguna perla, debía de tratarse de la misma enfermera que había conocido años atrás. Aunque parecía haber abandonado por completo aquella profesión, a juzgar por sus extrañas vestimentas que no era capaz de reconocer.
-Un ronin, ¿quizás? – Trató de adivinar la anciana, llena de una curiosidad casi infantil.
Envainé la espada con un rápido movimiento antes de levantarme con deliberado desgarbo.
-Solo soy un simple forastero. – Bufé, rezando porque el tono rasposo de mi voz y mi alta planta la hicieran darse media vuelta y marcharse por donde había venido.
Quería que me viera como la amenaza que suponía para ella y saliera corriendo en dirección contraria. Sin embargo, para mi sorpresa, la anciana me sonrió con dulzura.
-Parecéis un príncipe con ese porte tan elegante. – Comentó.
Chasqueé la lengua, maldiciendo la túnica con emblemas púrpuras que había robado para sustituir mis raídas vestimentas. Al menos agradecía que la costumbre de dormir y despertar sin perder mi fachada humana ni un solo instante hubieran salvado para evitar la muerte de un infarto de que aquella mortal. No habría sido la primera anciana a la que se le detenía el corazón de aquel modo por verme en mi forma original.
-Si no tenéis a dónde ir, caballero... ¿Podríais echarle una mano a esta vieja? Mis huesos ya no son lo que eran.
Arrugué el ceño al ver cómo la mujer descargaba la voluminosa cesta de su espalda.
Ni loco iba a acompañarla, por mucho que me pidiese ayuda. Era por su bien, puesto que si me quedaba cerca de ella sólo le auguraría un trágico final. Aunque tampoco debía de quedarle mucho, dada su avanzada edad.
-Si me asistís con el reparto, os recompensaré con tantos bollos de miel como podáis comer. – Me ofreció la anciana con una sonrisa que acentuaba todas las arrugas de su pequeño rostro.
¿Un antiguo soberano, victorioso guerrero de miles de batallas, una de las criaturas inmortales más poderosas que caminaba sobre la faz de la Tierra, comprado por unos empalagosos dulces? Por supuesto que no caería ante un soborno tan patético.
Pero, por desgracia, la luz que resplandecía en sus ojos sí que atraía a este demonio en particular como el néctar a las abejas, dejándome completamente a merced de aquella mortal.
La anciana se presentó como Rinako Tachibana, confirmándome por su apellido que compartía la misma identidad con la enfermera de antaño. En su incesante parloteo me contó que nunca llegó a casarse tras la muerte de su prometido en la guerra, y ahora trabajaba como monja para un pequeño convento. Al parecer, los occidentales no habían traído consigo únicamente las armas de fuego, sino también aquel culto religioso llamado "cristianismo". Me explicó que se había acercado a mí porque me había confundido con uno de esos extranjeros, dado mi exótico color de cabello. Pensaba que podía haberme perdido de camino al monasterio sin un mapa que seguir y sin hablar el idioma local, pero al desenvainar mi perfecta katana japonesa se había dado cuenta de que no debía de proceder de muy lejos.
El monasterio tenía una sala a la que llamaban "capilla", donde los fieles del cristianismo se reunían para rezar. En el edificio principal, además, daban cobijo a los extranjeros que venían a extender su fe por nuestras tierras. "Convento" era el nombre que recibía el anexo donde habitaban las mujeres devotas que habían logrado reclutar, como ella. Con el objetivo de recaudar fondos para su organización, me contó que solían hornear aquellos bollos de rellenos de miel, receta europea, y venderlos a los pueblos vecinos. Aquella tarea era demasiado pesada para una mujer de tan avanzada edad como ella, pero Rinako insistía en que debían darse a conocer antes de esperar que la gente se dirigiese motu propio hasta su puerta a demandar más producto.
No paramos de deambular por los alrededores hasta que logramos vender dos terceras partes del inventario. Aunque, más bien, era la monja quien se ganaba a los clientes con su encantadora sonrisa mientras yo la seguía en silencio como una mera mula de carga. Me reconfortaba ser consciente de que yo no era el único ser débil que sucumbía a su arrollador carisma.
-Bueno, joven, muchas gracias por su asistencia. – No pude evitar sonreír internamente al ver que me trataba como a un chaval, aunque sabía que lo parecía, en comparación con ella. – Puedes quedarte todos los panecillos que han sobrado, toma.
Sostuve el pegajoso bollo que la monja me ofrecía con tres dedos, tratando de evitar sin éxito que la pringue se extendiese por toda mi mano. Contuve la respiración para evitar ser noqueado por el meloso olor y le di un bocado. La textura era esponjosa como una nube, y el regusto tan dulce que sentí una inmediata inyección de azúcar ascender por mis venas.
-Un sabor... Único. – Le expresé, alejando la comida de mi boca. Le había dado una probada por cortesía, pero no tenía intención de comerme aquel bollo. Ni mucho menos zamparme el resto que quedaban en la cesta. – Pero no hace falta que sea tan generosa. – Añadí, curvando los labios como muestra de agradecimiento.
La anciana dejó escapar una sonora risa.
-Veo que puedes dejar de fruncir el ceño y sonreír, muchacho. – Comentó, divertida. – Eso está mejor, tienes que aprovechar cada día para dedicarte a algo que te haga feliz.
Me quedé observándola embelesado. Jamás pensé que volvería a ser testigo de una escena tan cotidiana, tan sincera y... Cálida. ¿Cuántas veces había soñado con aquello? Con verla llegar a una edad avanzada con una expresión tan pacífica en el rostro. Se podía sentir su plenitud en la radiante viveza de aquellos ojos castaños que me tenían atrapado.
La espabilada anciana aprovechó mi desconcierto para tratar de recuperar la cesta que aún descansaba sobre mi espalda, acción que interrumpí cuadrando los hombros.
-¿Qué estáis haciendo? – Inquirí, borrando toda emoción de mi rostro para ocultar la tierna mirada que asomaba en mis ojos.
-Necesito recuperar mi cesto, muchacho. – Contestó, arrugando la naricilla por un instante en un adorable gesto de protesta. – ¿No tienes ninguna bolsa para guardarte los panecillos?
-Con este que tengo entre las manos me siento más que pagado. – Alcé mi mano para mostrarle el dulce a medio comer, haciendo hincapié en que no quería ninguna más de aquellas empalagosas creaciones. – Lo que me preocupa es que parezcáis tener la intención desandar el camino completamente sola. Está a punto de caer la noche.
La luz rojiza del atardecer les confería un tono aún más cálido a sus redondeados ojos, a pesar de tener los párpados caídos por la edad. Sus patas de gallo se vieron acentuadas por una nueva sonrisa.
-¿Quién iba a interesarse por asaltar a una vieja como yo? – Inquirió con sarcasmo.
-Lleváis una buena suma en los bolsillos, mi señora. Un dinero que os habéis ganado con el esfuerzo de todo el día. Me quedaría más tranquilo si me permitierais acompañaros para asegurarme de que llegáis al convento sin percances.
-Hmm... - La mujer se llevó las manos a la barbilla pensativa. – Me aduláis, pero no tengo por costumbre permitir que un desconocido me escolte hasta mi hogar. – Una astuta curva ascendió por las comisuras de sus labios, pícara. - Me sentiría más segura si renunciaseis a tanto misterio y me dijerais al menos vuestro nombre para saber quién camina a mi lado.
Me había negado a responder a todas las preguntas personales que me había hecho la anciana durante los recados puesto que no había elaborado de antemano ninguna identidad nueva que poder interpretar. Tampoco era necesaria, puesto que nuestros caminos debían de volver a separarse una vez acabo aquel día. No merecía la pena el esfuerzo de inventar una historia convincente si no iba a poder permanecer en su vida...
Pero no debía de haber perdido los modales por aquel motivo. No debía olvidar de que era una obligación presentarle el debido respeto a una persona de su edad, tal y como exigían las tradiciones humanas.
Y mi nombre no era una información confidencial o que necesitase demasiados retoques.
-Taisho. – Musité, recuperando aquel apellido que me conectaba a la memoria de mis hijas. – Sesshomaru Taisho.
Pero el asombro que asomó a sus ojos me hizo muy consciente de que no debía de haber dicho eso. Había repetido el mismo apellido que antaño, si bien se trataba de la primera vez que le decía mi nombre.
Aunque si la anciana tuvo alguna sospecha, no me lo hizo saber. Quizás ni siquiera recordaba el apellido de aquel soldado malhumorado por la desaparición de su hijo en batalla.
Recorrimos el camino de tierra semi oculto entre la vegetación de la foresta y ascendimos una suave pendiente antes de llegar al complejo que me había descrito la monja anteriormente: el monasterio.
Por la puerta salía un hombre vestido con una túnica negra y que cargaba una lamparilla en la mano, por encima de su hombro. A pesar de que su atuendo era similar al de la anciana, él no llevaba un velo recubriendo su cabeza, dejando completamente expuesto un cabello tan rubio como el heno. Jamás había visto una cabellera de aquellos tonos en un ser mortal, pero su olor era completamente humano, por lo que rápidamente descarté la posibilidad de que pudiese tratarse de un demonio disfrazado.
Al acercarnos, pude apreciar que el rostro del hombre estaba surcado por dos oscuras ojeras, las cuales acentuaban aún más el color azul de sus iris. Una poblada y densa barba como la de los dioses milenarios recorrían sus mandíbulas y barbilla. La piel era rugosa y se veía reseca, como la de un hombre que había pasado muchas horas bajo el sol.
-¡Hermana Rinny! – Exclamó el individuo con acento extraño, recibiendo con una sonrisa y los brazos abiertos a la mujer a mi lado. – Yo había pensado que algún problema te sucedido...
La pronunciación del extranjero sonaba muy recargada para los fonemas japoneses, su gramática dejaba mucho que desear, y había osado llamar por un diminutivo a alguien mayor que él, pero, a pesar de todos aquellos elementos chirriantes... Podía percibir perfectamente la preocupación en la claridad de aquellos ojos del color del cielo.
-Todo está bien. – Pronunció la anciana despacio, seguramente para facilitar la comprensión del japonés de su interlocutor. – Este buen hombre me ha ayudado mucho hoy y necesita cobijo para pasar la noche.
¿Cuándo diablos había yo acordado quedarme allí con la pícara anciana? Aunque era de sentido común para los mortales pasar la noche bajo techo...
Claro, sería raro negarme a su hospitalidad en aquellas circunstancias, pensé, mientras controlaba la tensión en mi rostro.
-Qu-quedo a su cuidado... - Tartamudeé, inseguro de su el hombre comprendería aquella expresión.
Sus ojos se iluminaron de una manera incluso más radiante que cuando Rinako sonreía, empleando todos los músculos de su cara:
-¡Sí, sí...! – Exclamó con un estridente torrente de voz, a pesar de que reinaba el silencio a nuestro alrededor. - Hay uno, una... - El hombre titubeó, preocupado de que no pudiera entenderle. - cosa... Habitación, cama... Disponible.
Al menos su entendimiento parecía mucho mejor que su capacidad de comunicación en japonés. Le dediqué una cortés reverencia mientras me presentaba:
-Agradezco vuestra hospitalidad. Me llamo Sesshomaru Taisho. – Me presenté nuevamente, dado que ya era muy tarde para tratar de inventarme una nueva identidad.
Al alzar los ojos para mirarle, me encontré con su palma de la mano extendida. Muy cerca de mis ojos, gracias a la inclinación de mi cuerpo.
-Oliver. – Dijo una palabra extraña que no comprendí. – Mi nombre es Oliver.
-¿Cómo...? – Inquirí, confundido.
Me erguí despacio, tratando de descifrar las maneras de aquel hombre.
-Oriberu, para los locales. – Añadió la anciana Rinako mientras caminaba por mi lado, por lo que miré en su dirección. – Siempre se queja de que no sabemos pronunciar bien su nombre, pero es muy complicado...
Me reconfortaba no ser el único que no comprendía el idioma extraño del hombre con pelo paja.
-Intentaré recordarlo... - Por el rabillo del ojo seguía viendo los dedos extendidos del extranjero hacia mí, como si esperase algo. Resultaba perturbador. – Su mano... ¿Tengo que hacer algo? – Le pregunté a la monja, lo más parecido a un intérprete que había en esos momentos.
La anciana imitó el gesto de Oliver, extendiendo su palma hacia mí.
-Tienes que hacer lo mismo que él. – Me explicó. – Dale la mano. Es su forma de saludar.
Tragué saliva antes de volverme hacia el hombre antes de estirar el brazo en su dirección. Realmente no me sentía muy cómodo con el contacto físico con humanos, pero si no quedaba más remedio...
-U-un placer, Oriberu... - Dije, sin esforzarme en imitar la pronunciación original de su nombre. Me había convencido más la versión que me había facilitado Rinako.
Viendo que correspondía su gesto, Oliver agarró mi palma con firmeza, sacudiéndola con un inesperado apretón que casi provocó que sacase mis garras para liberarme de su agarre. Pero seguía pareciendo amigable, a pesar de sus bruscos gestos.
-¡El placer es mío, Susshimalú! – Exclamó él, entusiasmado.
Contuve una risa socarrona.
De repente, ya no me sentía tan torpe por no saber decir su nombre correctamente.
Casi obligado, dado que tanto Rinako como Oliver insistían en ofrecerme hospitalidad, al final terminé por pasar la noche en la abadía. En realidad, como tampoco tenía ningún otro lugar al que ir, no importaba que perdiese una noche en aquel lugar.
Al día siguiente, la reencarnación de Rin volvió a buscarme para que volviera a ayudarla con sus entregas al pueblo, petición a la que no pude negarme. No me molestaba que ella específicamente se aprovechara de mí.
Mientras descendíamos por suave pendiente, comenzamos a vernos rodeados de arrozales, los cuales se encontraban distribuidos en terrazas a distintos niveles, aprovechando todo el terreno cultivable que fuera posible. Analicé con curiosidad aquellas estructuras construidas por la mano del hombre por primera vez en la vida. Lo cierto era que habían diseñado un método bastante eficaz para asegurarse el alimento durante todo el año, y jamás me había parado a darles crédito por ello.
Tampoco era que necesitasen mi aprobación, claro.
Un grito desgarrador hizo que varias aves salieran volando a nuestro alrededor. Rinako se detuvo abruptamente a mi lado.
-¿Qué ha sido eso? – Inquirió, entrecerrando los ojos para otear en dirección a la voz.
-¡Ayuda! – Exclamó una voz juvenil, ahogada.
Yo arrugué la nariz ante el olor metálico que alcanzó mis fosas nasales. Se trataba de la inconfundible pestilencia de la sangre.
-Vamos a ver qué ha sucedido, joven. – Dijo la anciana, echando a caminar.
Como impulsado por un resorte, alargué el brazo para retenerla por la muñeca.
-Podría ser peligroso.
No quería volver a ser testigo de cómo la vida se desvanecía de sus ojos. Ni siquiera estaba seguro de si podría soportarlo.
No después de perder a Setsuna.
Y mucho menos tras no haber sido capaz de mantener a Towa a mi lado.
No podía explicárselo de ninguna de las maneras, pero, en lo más hondo de mi corazón... Deseaba que, al menos aquella anciana, pudiera alcanzar su fin en paz. Por todas las que no habían podido hacerlo antes que ella.
-Pero tenemos que hacer algo, si es que necesita ayuda. – Insistió la monja, liberándose de mi agarre.
La determinación en sus ojos era firme e inamovible. Aquella mujer había nacido para cuidar de los demás, y jamás le negaría asistencia a ningún ser vivo. Como cuando había intentado acercarse a mí para asegurarse de si me encontraba bien, a pesar de encontrarme armado y mi ventaja física.
No podía importarle en lo más absoluto que yo quisiera cuidar de la preciada alma que le había concedido la vida.
Asentí, resignado. Si era lo que quería hacer, yo no podía hacer más por combatir al destino. Aunque, al menos, me quedaría más tranquilo si permanecía a su lado.
De modo que no tuve más remedio que acompañar a Rinako hasta el origen de aquella voz desgarrada de dolor. Por fortuna, no percibí a nadie más a nuestros alrededores, llevándome a pensar que debía de haber tratado de un accidente, más que de un ataque.
Mi deducción fue correcta, puesto que al final del rastro con olor metálico, nos encontramos con un campesino retorciéndose para salir de un arrozal. Tras de sí dejaba una estela de sangre que contaminaba el agua de los cultivos.
-¡Oh, dios santo! – Exclamó la anciana, retirándome la cesta de bollos de miel de la espalda para que pudiera socorrer al joven malherido. - ¿Estáis bien? ¿Qué ha sucedido?
El muchacho se veía enclenque y desgarbado. Se me antojaba un poco joven como para poseer sus propias tierras, pero dados los tiempos turbulentos que corrían, quién podía saber cómo había acabado allí solo.
-U... ¡Un desprendimiento...! – Se aquejó, alcanzándose la pierna de la que le manaba la sangre. – He tenido la mala suerte de caer sobre una de mis herramientas, y... Ahh... - El muchacho apretó la mandíbula, tratando de contener las oleadas de dolor.
Alzando la vista, pude corroborar la veracidad de su historia. El borde del nivel inmediatamente superior de la terraza tenía un gran boquete, y los restos de tierra desvencijada yacían al nivel de nuestros pies. Entre los escombros había también una azada con el mango astillado y la cabeza metálica cubierta de la sangre de su dueño. El rastro seguía el camino que había seguido el campesino hasta el borde del camino que rodeaba los cultivos.
Me agaché para poder levantar el cuerpo del muchacho y, sin dificultad ninguna, lo cargué a mis espaldas como si se tratase de un niño. No pesaba mucho más que Towa, a pesar de ser más alto que ella, como si sufriera de una severa malnutrición.
-Vamos a llevarle al médico del pueblo, sujétese bien. – Le indicó la monja al herido, demostrando su pasado como sanitaria, sin perder los nervios ante una situación de emergencia.
-No... No tengo dinero para pagarlo, mi buena señora... - Objetó el muchacho, negando con la cabeza. – Es suficiente con que me hayan sacado del agua, no querría que se echara a perder la cosecha...
-Nosotros correremos con tus gastos médicos. – Insistió Rinako. – No tienes que preocuparte por nada más ahora mismo.
El campesino terminó por agachar la cabeza, aceptando con gratitud la ayuda. Yo no pude contener una ligera sonrisa, orgulloso de la resolución de la mujer que me guiaba al pueblo como una responsable líder de escuadrón que no iba a permitir que ningún soldado con vida se quedase atrás.
Hacía mucho tiempo que yo no había sido tan feliz como en aquel momento, de modo que me dejé domesticar sin oponer resistencia alguna, cargando con el cuerpo del muchacho sin objetar.
Me encantaba tener cualquier excusa para poder permanecer a su lado ni que fuera un día más.
-¿Hay alguien en casa? – Exclamó la monja mientras atravesaba la cortina que daba acceso a la choza del médico.
Para nuestra decepción, su casa se encontraba completamente inhabitada. Había instrumentos médicos y ungüentos dispersos en diferentes estanterías, sin apenas polvo cubriendo los objetos, de modo que no parecía estar abandonada.
-Aquí no hay nadie... - Musité, depositando al campesino herido sobre una camilla que ya mostraba algunas manchas parduzcas de sangre reseca. - ¿No podríais ayudarlo vos, venerable Hermana? – Imité el título con el que se referían a Rinako el resto de trabajadores de la Iglesia. Ella frunció los labios en una mueca de desagrado. - ¿No dijisteis que teníais experiencia como enfermera?
-Digamos... Que nunca fue mi verdadera vocación. – Explicó ella, dejando descansar su cesta de bollos en el suelo. – Además, mi vista tampoco es lo que era, y no sé si voy a tener pulso para coser una herida tan larga...
A pesar de sus ganas de ayudar al muchacho, parecía que su confianza en aquel oficio no había aumentado en absoluto con los años. El nerviosismo que había mostrado en el pasado se había convertido en auténtico terror. En ese caso, no me extrañaba que hubiese terminado por abandonar la profesión.
Aunque se seguía mostrando terriblemente consternada e impotente por la situación. Tanto, que no pude evitar sentir el impulso de aliviar el pesar que nublaba el brillo de sus ojos.
-Entonces lo haré yo. – Resolví, dirigiéndome a una de las estanterías en busca de aguja e hilo.
-¿Habéis suturado una herida alguna vez? – Inquirió el herido, claramente preocupado por mi impulsiva decisión.
-No, pero confío en los conocimientos de la venerable Rinako lo suficiente como para creer que podré hacerlo siguiendo sus instrucciones.
El campesino tragó saliva, compungido. Mientras tanto, yo finalmente encontré los materiales que necesitaba y los sostuve de forma triunfal por un instante.
-No es por ofender, pero preferiría esperar a que llegase el doctor... - Tartamudeó el muchacho, preocupado por su integridad física. – Él sabrá mejor que nadie qué hacer...
-En realidad, puede funcionar. – Me concedió Rinako, pronunciándose por primera vez desde que había anunciado en voz alta mi alocada idea. Le dirigió una tranquilizadora mirada al campesino herido. – Estás perdiendo mucha sangre, y no sabemos cuánto puede tardar en regresar el médico.
La anciana caminó entonces hacia mí con paso decisivo, remangándose hasta los codos la túnica.
-Decidme cómo tengo que hacerlo. – Le pedí, mostrándole la aguja de hueso y el hilo.
La mujer me hizo dejar los instrumentos sobre la mesa, empujando mis manos con sus arrugadas palmas. Una sonrisa llena de benevolencia atravesó su rostro.
-Primero tenemos que limpiar y desinfectar esa herida. Después de eso podremos pasar a la sutura.
- ... Ya me lo habías preguntado alguna vez, así que aquí tienes la respuesta a cómo fue que me convertí en médico. – Comentó la voz de Sesshomaru, denotando cierta diversión en su voz. – Cuando regresó el doctor, aparte de echarnos una buena bronca por hurgar dentro de su casa sin permiso, elogió los puntos que le había dado al paciente.
Además, Rinako le comió la oreja con mi calma natural y mi facilidad para mantener la compostura, incluso cuando nos dimos cuenta de que asomaba el hueso del campesino por la herida. Lo que para los humanos resultaba una imagen grotesca, para mí no tenía nada de nuevo, por lo que no me sobresalté lo más mínimo mientras seguía las precisas instrucciones de la exenfermera.
Así que, al final, como el hombre se estaba haciendo mayor, decidió que sería bueno tener un relevo que pudiera seguir trabajando en su clínica para no dejar a los aldeanos sin asistencia. Y me acogió como su aprendiz.
El audio que estaba escuchando finalizó, y aunque sentía curiosidad por cómo seguiría la historia, ya estaba llegando al apartamento de Towa. Y me sentía mucho más cansada de lo que estaba dispuesta a admitir en voz alta, por lo que podría retomarlo más tarde.
La verdad era que se me había bastante más liviano escuchar a Sesshomaru sin tener su dolido rostro delante, y pudiendo hacer pausas en cualquier momento que me sintiese saturada de información.
- ¡Buenas noches, Towa! – Saludé mientras entraba por el vestíbulo.
Para mi sorpresa, todas las luces se encontraban apagadas. Resultaba extraño que la joven no hubiera regresado aún del instituto, y un delicioso olor a comida flotaba en el aire.
Encendí la luz y me encontré con una bolsa de comida para llevar de un restaurante de ramen junto a la puerta. Había dos boles vacíos, desechados dentro del envoltorio. Y al acceder a la cocina, me encontré con un tercer tazón que tenía escrito mi nombre en la tapa de cartón.
La caligrafía de Towa era mucho más tosca que aquella.
Dejé mi bolso sobre una de las sillas del salón y caminé despacio hasta quedarme plantada frente a la puerta de la habitación de la medio demonio. No se escuchaba ni un sonido al otro lado.
- ¿Towa...? – La llamé, golpeando suavemente sobre el picaporte con los nudillos.
Se escuchó un débil golpe a otro lado, seguido de un quejido de la muchacha.
- ¿Kaori...? – Juraría que la escuché bostezar mi nombre.
Esperé mientras los pasos de la joven se aproximaban hacia mí hasta que finalmente, me abrió la puerta.
Estaba completamente despeinada, su cabello castaño debido a la luna nueva de aquella noche. Tenía los ojos hinchados y el rostro enrojecido.
- Sí que has regresado tarde... - Comentó ella, bostezando una vez más con descaro. – Me he quedado sopa.
De no ser porque aún se notaban los surcos de las lágrimas recorriendo sus mejillas, habría jurado que todo iba bien.
- ¿Ha ocurrido algo mientras yo estaba fuera? – Le pregunté en el tono más suave que fui capaz, a sabiendas de que le costaba espabilarse incluso tras la más breve de las siestas.
Ella asintió con franqueza, y eso me tranquilizó de inmediato.
- Le dije a mi padre que ibas a pasar la mayor parte del día fuera, dado que quería verse conmigo lo antes posible. Aun así, trajo ramen para los tres. – Añadió, señalando en dirección a la cocina. – No sé si lo has visto.
De modo que no me equivocaba. Las manos que habían escrito mi nombre en la tapa de cartón habían sido las de Sesshomaru. Una extraña sensación similar a mariposas aleteando se instalaron en mi estómago mientras me imaginaba su imponente figura recorriendo aquella casa en la que me encontraba.
Pero debía de tratarse de hambre, puesto que mi barriga no tardó en emitir un quejido ante la mención de la comida.
- Sí, pero... Aún no he cenado.
Me di la vuelta sobre los talones, tragando de involucrarme lo menos posible que los temas pendientes entre padre e hija. Sin embargo, Towa sostuvo mi mano, reteniéndome frente a la puerta de su habitación.
- Me... ha contado lo que sucedió en vuestro viaje, y el motivo por el que estás quedándote aquí... Lo siento mucho...
Me di la vuelta para enfrentar los ojos castaños de la joven. Esos que se veían idénticos a los míos, incluyendo su expresión de encontrarse a punto de echarse a llorar.
- No fue tu culpa para nada, no tienes que disculparte...
Towa negó con la cabeza, apretando mi mano con la suya.
- Es que... gracias a que lo pasaste tan mal, mi padre me ha dado dos cartas escritas por mi Madre... Una dirigida hacia mí, y otra para Setsuna... - Una parte de mí se sintió conmovida al saber que no le había transmitido el horror que había supuesto la muerte de su hija menor. Opinaba que había hecho lo correcto respecto a Rin, pero entregarle la misiva que iba dirigida a su hermana quizás había sido un duro golpe para Towa...
Y no sabes lo feliz que me ha hecho leer las palabras de mi madre para nosotras... Tanto, que no sabía cómo mirarte a la cara cuando regresaras.
Forcé una sonrisa, acariciándole el hombro para tranquilizarla.
- Me alegra mucho que al menos aquel episodio haya servido para algo positivo, de verdad. No tienes que sentirte culpable.
- ¿Pue...? – Sollozó la joven, sonándose la nariz. - ¿Puedo abrazarte, Kaori...?
No había modo de que pudiera decirle que no, cuando se estaba mostrando tan vulnerable. Abrí los brazos y la invité a acurrucarse contra mi pecho, estrechándola con cariño mientras ella temblaba.
Solo por aquella y única vez, no me importaba consolar a Towa mientras lloraba desconsolada, como una niña que añoraba los cálidos brazos de su madre.
Notas: No os voy a mentir, me moría de ganas de poder escribir a una Rin en la etapa más madura de su vida. Una mujer sin tapujos, concentrada en vivir al máximo y sin miedo. Quizás estoy proyectando el tipo de anciana en el que yo aspiro a convertirme, simplemente, pero de verdad que he disfrutado mucho el escribir sus interacciones con Sesshomaru con ese inusual desparpajo.
Admito que también me morí de risa yo sola escribiendo al Padre Oliver, con sus problemas de comunicación y pronunciación reguleras. Me ha tentado muchísimo llamar al capítulo "Susshimalú", pero al final he decidido contenerme. Está claro que lo suyo no son los idiomas.
En lo que refiere al presente, las heridas se siguen cerrando poco a poco, mi pobre Towa pudo leer unas últimas palabras de su madre, lo cual me calienta el corazón.
Sé que la relación entre Kaori y Sesshomaru se encuentra en un punto muerto ahora mismo, pero pronto van a comenzar a suceder cosas, así que espero leeros por aquí de nuevo en dos semanas!
Muchas gracias, de corazón, por acompañarme hasta la recta final de esta excesivamente complicada y enrevesada historia.
