Notas: ¡Hola a todas, y feliz domingo! Lo primero de todo, quería disculparme por el retraso de esta actualización. En el año y pico que llevo publicando me había esforzado infinitamente por no tener que llegar al punto de no cumplir con mis propios plazos, pero me ha terminado pasando.
Llevo un par de meses muy frenéticos, donde apenas he parado, entre trámites administrativos, las clases del máster (acabo de empezar mis estudios de posgrado), citas médicas y mil ataques de ansiedad por temas familiares. No suelo detallar tanto mi vida personal, pero no puedo evitar sentir que os debía, al menos, una mínima explicación, y una sincera disculpa.
Y bueno, respecto a la actualización de hoy, os adelanto que por fin vais a conocer un poco la vida de Marin, esa reencarnación previa a Kaori, a la cual habéis tenido el placer de conocer un poquito ya.
¡Espero que la disfrutéis!
Trabajé durante dos años más como doctor en la aldea tras la muerte de Rinako. Durante ese tiempo, tomé al joven campesino sobre el cual realicé mi primera sutura como pupilo y lo instruí para que pudiera ocupar mi puesto.
Una vez no me quedaba nada más que enseñarle, recogí mis escasas pertenencias y me marché del pueblo rural sin dar ninguna explicación. Me apenaba abandonar aquella pequeña comunidad donde me había sentido incluido por primera vez en mi larga existencia, donde todos me habían tratado con amabilidad y sin darme ningún trato preferencial. Había llegado a disfrutar de hacer el seguimiento a mis pacientes a diario, así como discutir teorías con mi más que avispado pupilo. Sin embargo, no me quedaba otro remedio que marcharme, dado que para ese entonces no me quedaba mucho tiempo antes de que los aldeanos comenzaran a sospechar de la ausencia de rasgos de envejecimiento en mi apariencia.
Sentía que mi naturaleza sobrenatural me condenaba a volver a ocultarme entre las sombras, donde mi especie siempre había pertenecido. Sin embargo, reacio a volver a exiliarme en soledad, decidí que no había mejor forma de seguir pasando desapercibido entre los humanos que infiltrándome en grandes concentraciones de los mismos.
En otras palabras, perderme en la multitud de las grandes ciudades.
Viajé hacia el sur por años, ofreciendo mis servicios como médico itinerante para costearme nuevos materiales y alojamientos temporales hasta que, finalmente, alcancé mi destino: Kyoto. A principios del hoy denominado siglo XX, la antigua capital nipona se había transformado enormemente con la influencia occidental y la revolución industrial. Sus calles pavimentadas distaban mucho de los caminos de tierra en los que me había estado moviendo todo aquel tiempo. Aunque, incluso dentro de la modernidad que habían transportado hasta allí las líneas de ferrocarril, me tranquilizaba que aún conservaran ampliamente paisajes y edificios tradicionales, recordándome que no había salido del país.
Con la pequeña fortuna que había ido amasando con mis tratamientos durante el viaje, adquirí un pequeño local junto a las vías del tren donde apenas daba el sol, y allí establecí mi nueva clínica… Y mi hogar.
Vivía de forma discreta, curando de a cliente de todo tipo, tanto adinerados (a los que les sacaba los cuartos sin miramientos) como a miembros marginales de la sociedad. En estos últimos casos, en los que no se podían permitir acudir a un doctor por el precio habitual, cuando ni siquiera podían pagarme con una cantidad simbólica para la reposición de material médico, muchos pacientes me permitían investigar su anatomía y sintomatología hasta su recuperación o inevitable muerte.
Aquel era el equilibrio perfecto entre ahorrar una generosa cantidad de dinero y saciar mis propósitos científicos.
Toda la información que recopilaba era destinada a la investigación personal que había iniciado tras el fallecimiento de Rinako: descubrir si había algún remedio para eludir la mortalidad humana. Noche tras noche, pensaba que la perla púrpura que había enterrado sobre la tumba de la monja y en la nueva vida que surgiría de mi deseo.
Quería proporcionarle la vida eterna, si es que ella lo deseaba, para dejar de sentirme condenado a la soledad. Un egoísta anhelo, sin duda. Pero, si existía la posibilidad, no podía permitirme desaprovecharla. No cuando únicamente me quedaban las perlas plateada y dorada, que permanecían colgadas de mi cuello como un eterno recordatorio de mis hijas. Aquellas joyas les pertenecían únicamente a Towa y Setsuna.
Creía, como un incrédulo, que aún podía reconstruir la familia que había perdido.
Alumbrado por la luz fluorescente de la lámpara eléctrica, las tripas se me retorcieron con un sonoro quejido. Dejé el bolígrafo a un lado del escritorio y me recliné hacia atrás en la silla. Me froté los ojos con los pulgares y suspiré con pesadez.
Desde que me había dejado de cazar demonios para mi sustento, me había visto obligado a acostumbrarme a la comida humana. Y con el cambio de dieta, había notado cómo la frecuencia de mis necesidades biológicas se había ido acelerando progresivamente. Mientras que antes había podido pasar una semana sin apenas pegar el ojo o sin una comida contundente, en aquellos momentos me encontraba con la necesidad de irme a la cama cada tres días, y alimentarme cada cuarenta y ocho horas como máximo.
Una molesta limitación a mi incansable investigación, la cual desbarataba por completo mi concentración y mi capacidad de análisis.
Apagué la luz artificial de mi oficina y salí a la calle, dejando mi hogar vacío, con la conciencia tranquila de que no tenía ningún paciente aquella noche que pudiera necesitarme en mi breve ausencia. Había un restaurante de udon en la esquina opuesta de mi calle que frecuentaba a menudo, por lo que mis pies me llevaron hasta allí guiados por la costumbre. Eran casi ochocientos pasos de caminata, los cuales me venían bien para despejar la mente.
Al acercarme a los farolillos que acostumbraban a estar prendidos a aquellas horas, mis fosas nasales percibieron un desagradable olor a quemado. Con el ceño fruncido, me acerqué lo suficiente para comprobar que el restaurante había quedado reducido a cenizas.
¿En qué momento…?
-¡Buenas noches, doctor Taisho!
Al girarme hacia la enérgica voz que me había saludado, me encontré con el dueño y cocinero del restaurante dirigiéndose hacia mí, cargando con una pesada viga de madera a cuestas sobre sus fornidos brazos.
-¿Qué ha sucedido…? – Pregunté, atónito.
-Ah… Ayer por la noche hubo un descontrol el fogón de la cocina y bueno, se nos fue de las manos. – Admitió el hombre, sin perder su habitual jovialidad. – Lo bueno es que nadie salió herido del incidente, aunque vamos a tardar un poco en arreglar todo el estropicio.
-Siento mucho oír eso. – Respondí, apesadumbrado.
Y no era únicamente por la pérdida temporal de aquel lugar que servía buenas porciones a un precio muy bajo, no. Sino porque me preocupaba de sobremanera no haber percibido el olor del incendio desde mi clínica. No sabía si era culpa del humo de la ciudad, de mi ensimismamiento en mi investigación o de la atrofia de mis sentidos sobrenaturales.
En cualquier de los casos, odiaba la sensación de vulnerabilidad que me dejaba el no ser plenamente consciente de todos los eventos y cambios a mi alrededor.
-No se preocupe, doctor, todo volverá a la normalidad en un periquete, ya verá. - Dijo el dueño del restaurante con optimismo, cuando era él quien debería necesitar ánimos en esos momentos. – Mire, si quiere algo de cena para esta noche, le recomiendo el bar de sushi de mi hermano, justo al otro lado de la vía. ¡No se arrepentirá!
Me forcé a responderle con una cortés sonrisa, y tras desearle bien, partí siguiendo sus indicaciones. Arrugué la nariz al acercarme a las enormes estructuras de hierro por las que circulaba el tren. No me entusiasmaba especialmente cruzar por aquel que lugar que apestaba a carbón y humo contaminado, salvo que tuviese una razón de peso para hacerlo. Sin embargo, aquella noche me daba cierta paz sentir aquella peste, recordándome que no había perdido del todo mi olfato.
Además, dado que el pobre hombre había perdido su negocio, pasto del fuego, pensaba que lo único que podía hacer sin hacerle sentir infravalorado por mi lástima era darle dinero al restaurante de su familiar, con la esperanza de que algunas de las ganancias terminasen por caer en sus manos.
Salí del bar de sushi con el estómago lleno de pescado de calidad mediocre y sake que no había logrado detener ni por un instante los intentos de mi ocupada mente por regresar a la investigación que me esperaba de vuelta en casa.
Con pasos pesados, emprendí el camino de vuelta con la vista fija en el empedrado bajo mis pies.
Hasta el momento, no había logrado concluir más que los tejidos humanos tendían a deteriorarse con el paso tiempo, fenómeno que solo había observado en yokais que habían vivido milenios; aunque había descubierto que el envejecimiento podía retrasarse con un óptimo cuidado médico y buenos hábitos de vida. Pero lo que aún no había logrado verificar era si existía un método efectivo de regenerarlos o de detener su envejecimiento por completo. O, al menos, al mismo nivel que los demonios.
Comenzaba a temerme que quizás ya no había nada más que los mortales pudieran ofrecer a mi investigación y tuviera que comenzar a estudiar el comportamiento de mi propio organismo para entender nuestras diferencias…
Y si había alguna manera de otorgarle la vida eterna a una criatura nacida mortal.
Un parpadeo de color naranja frente a mí me hizo alzar la visión. Se trataba de la señal luminosa de las vías, que advertía del inminente paso del ferrocarril. Me detuve perezosamente con las manos en los bolsillos, esperando a que aquel monstruo de hierro llenara el aire con su polución.
Sin embargo, mis ojos detectaron en ese momento un oscuro bulto tendido sobre las vías. Uno constituido por un torso, cabeza y cuatro extremidades desparramadas por el suelo. Una larga mata de cabello oscuro ocultaba el rostro de que aquella figura humana, y una larga falda plisada se abría como un abanico alrededor de unas finas piernas.
Se trataba de una muchacha que había perdido el conocimiento.
El ensordecedor sonido del silbato advertía de la cercanía del tren, por lo que sólo tuve tiempo para reaccionar, y no para analizar la situación. Salté hacia adelante con toda la potencia que mis piernas me permitieron y me apresuré a agacharme junto al cuerpo.
Podía escuchar su profunda respiración y los latidos de su corazón, de modo que aún vivía. Tomé entre mis brazos el cálido bulto y, justo cuando la luz del tren comenzaba a proyectarse sobre mi espalda, eché a correr al otro lado de las vías como alma que lleva el diablo, cuidando no sobrepasar la velocidad de un ser mortal corriente.
Salvados por apenas unas décimas de segundos antes de que el ferrocarril nos llevase por delante a ambos, me paré en seco al poner los pies sobre el suelo pavimentado. Con el ensordecedor traqueteo de las vías tras de mí, sentí cómo el corazón me golpeteaba con fuerza en el pecho.
Ser inmortal no me hacía inmune al dolor, y no quería ni imaginarme cómo debía sentirse ser arrasado por aquella mole a toda velocidad.
Devolví la atención a la persona que había rescatado, asegurándome de que aún respiraba. La joven con uniforme escolar de estilo marinero que mecía contra mi pecho desprendía una tenue fragancia a jazmín, perceptible incluso por encima del hedor a carbón.
Sólo en ese momento me di cuenta de que la muchacha a la que había salvado tenía las mismas facciones que mi añorada Rin.
La chica que me había encontrado desplomada en la calle seguía tumbada en la camilla donde la había dejado la noche anterior, tras haber huido de la trayectoria del tren con ella en brazos. Había pasado todo aquel tiempo inconsciente, revolviéndose de vez en cuando en sueños.
Una vez en la clínica, pude comprobar con certeza que no desprendía olor a sangre, por lo que era poco probable que se encontrase herida de gravedad. A pesar de que su vida no parecía correr peligro dada sus estables constante vitales, la tensión de sus párpados delataba un profundo malestar psicológico. Por ese motivo, me mantuve vigilándola hasta el amanecer, a la espera de que despertase del coma.
Ella comenzó a abrir los ojos con los primeros rayos del alba, justo cuando el sueño comenzaba a vencerme, sentado sobre un sencillo taburete de madera mientras la vigilaba. Di un pequeño brinco en el sitio al ver cómo sus pestañas aleteaban como el vuelo de una mariposa, tan hermosa como efímera.
La joven clavó la vista en el techo y gruñó en voz baja, estirando las piernas bajo las sábanas. Confundida, se llevó una mano a la sien y después la estiró hacia arriba, examinando sus dedos como si los viera por primera vez.
La observé con el corazón en un puño, fascinado como si estuviera asistiendo al nacimiento de una diosa. Calmado ante su aparente bienestar, me arrodillé lentamente hasta volver a quedar sentado sobre el taburete, que protestó con un agudo chirrido.
Cuando aquel ruido delató mi presencia a su lado, la muchacha se volvió hacia mí perezosamente. Me escrutó con sus ojos castaños entrecerrados, como si yo le resultase familiar pero no lograse enfocar mis facciones por completo bajo sus somnolientos párpados.
-¿Eres…? ¿Una deidad? – Balbuceó de forma adorable, mostrando dos hileras de redondeados dientes.
Parecía una niña soñando con criaturas de cuento. Una pena que mi especie se acercase más a los monstruos de las pesadillas.
Entonces enterré ese pensamiento en lo más hondo de mi ser para poder centrarme en la situación presente. Necesitaba auscultarla detenidamente para asegurarme de que no había sufrido ningún daño irreparable.
En mi impaciencia por obtener su consentimiento para examinarla, me incliné ligeramente hacia ella.
-¿Me ves con claridad? ¿Puedes escucharme? – Le pregunté en baja, intentando despertarla del todo sin sobresaltos.
Sin embargo, la joven entonces dio un respingo hacia atrás, envolviéndose el cuerpo con las sábanas como medida de protección. No pude evitar sentirme culpable inmediatamente por haberla sorprendido de aquella manera, justo al contrario de lo que había pretendido. Retrocedí en mi asiento para darle espacio, avergonzado.
-Disculpa, no era mi intención asustarte. Soy médico. – Le expliqué para calmarla, pues comenzaba a mostrar signos de hiperventilación y pupilas dilatadas. – Te encontré desplomada en la calle y te traje hasta mi clínica. Quería esperar a que te despertaras para examinarte, puesto que no he podido corroborar si presentas heridas externas a simple vista.
La chica tragó saliva, todavía alterada. Suspiré pesadamente, hundiendo los hombros. No era la primera vez que rescataba a alguien de la calle, por lo que comprendía su desconcierto inicial, pero a aquellas alturas debería haberse calmado un poco con mi explicación. Sin embargo, no parecía atreverse a pronunciar ni una sola palabra.
Como si hubiera perdido la voz por completo.
Entonces decidí levantarme de la silla y ofrecerle un zumo para que recuperase algo de azúcar en sangre. Era posible que hubiera perdido el conocimiento por alguna bajada de tensión, y si no se trataba de eso, tampoco haría daño que se alimentase.
Ella aceptó la comida sin desconfiar, pero lo que no dejaba ir en ningún momento era la sábana con la que se había envuelto. Si se sentía más segura así, no pensaba arrebatársela, pero…
Con aquel esquivo comportamiento no podía parar de sospechar que había sido víctima de algún tipo de agresión o abuso. Una perspectiva que me aterraba a la paz que me enfurecía con solo imaginármelo.
Aunque no tenía intención de preguntárselo, en cualquier caso. No, cuando no tenía pruebas suficientes para hacerla confesar, y menos aún mientras se encontraba en estado de shock. No quería hacer el problema más grande de lo que era por culpa de mi macabra imaginación. Si se empeñaba en arroparse, no importaba cuál fuera el motivo, no la cuestionaría por ello.
Tras haber engullido con avidez el contenido del vaso de cristal que le había ofrecido, la chica me devolvió el recipiente con una levísima inclinación de cabeza, agradecida. Su mirada esquivaba la mía en todo momento, con la cabeza gacha.
Tomé el vaso vació y me puse en puse para devolverlo a la cocina. En el camino de regreso a la sala de observación, me guardé varios instrumentos en los bolsillos de la bata blanca para poder comenzar a auscultarla.
Cuando me vio aparecer de nuevo junto a su cama, la joven volvió a tensarse visiblemente, apretando los labios en una fina y temblorosa línea, alimentando mis temores.
-Me gustaría asegurarme de que está todo en orden antes de darte el alta. ¿Me permites acercarme?
La adolescente titubeó, afianzándose las sábanas por encima del pecho. Le concedí unos segundos para sopesar su respuesta, y entonces, para mi sorpresa, asintió débilmente con la cabeza.
-Perfecto. Toma asiento al borde de la cama. ¿Necesitas ayuda para levantarte?
En lugar de responder, ella se incorporó lentamente, sosteniendo con los puños cerrados la tela que la envolvía. Entonces le tendí un frío termómetro de mercurio, sujetándolo a la altura de su rostro.
-¿Puedes colocarte esto bajo la axila?
La muchacha pareció tranquilizarse al entender que no tenía intención de acercarme a ella más allá de sus límites. Con un dócil gesto, agarró el instrumento y se lo introdujo por el interior de su camiseta de cuello marinero.
Asentí, agradecido por su colaboración.
Entonces señalé el brazo contrario al que alojaba el termómetro y extendí la mano en esa dirección.
-Tiéndeme la palma boca arriba, por favor. Para tomarte el pulso.
La joven apenas dudó antes de obedecer mis instrucciones, lo cual me sorprendió gratamente. Con delicadeza, rodeé su fina muñeca y presioné el pulgar sobre su pulsante vena, perfectamente visible a través de su nívea piel. Entonces desvié mi mirada hacia mi reloj de pulsera y esperé.
A cada segundo que pasaba, sentía los latidos de su corazón nítidamente a través de los dedos. También podía escuchar el lejano eco que producían en el interior de su pecho.
Sus pulsaciones se encontraban ligeramente aceleradas, pero no parecía un síntoma del que preocuparse. No había arritmia, y la alta tensión podía ser un efectotras el sobresalto que se había llevado al verme, simplemente…
Y, sin embargo, cuando alcé la vista hacia ella, tenía las mejillas encendidas como un farolillo de festival. Carraspeé, tratando de no darle más importancia, y liberé su cálida muñeca con suavidad.
-¿Me devuelves el termómetro, por favor?
Azorada, la joven se apresuró a recuperar la varilla de su axila y lo depositó sobre la palma de mi mano. Conservaba la temperatura de su cuerpo, ligeramente diferente a la mía. Observé el medidor de mercurio y respiré con tranquilidad al comprobar que tampoco presentaba décimas de fiebre.
A primera vista, parecía completamente sana, pero… Tenía que haber algún motivo por el que hubiera perdido el sentido en un lugar tan peligroso para su integridad física, de modo que no me quedaría tranquilo hasta que no examinase sus vías respiratorias.
Para mi pesar, la prueba podía resultar un poco… Incómoda para ella.
Agarré el estetoscopio que pendía de mi cuello y me lo coloqué en los oídos.
-Me gustaría comprobar tu respiración, así que… - Tragué saliva. – Necesito que ye levantes la camiseta un poco. Puedo hacerlo por la espalda en lugar de sobre el pecho, si lo prefieres.
La muchacha arrebujó la sábana alrededor de sus suaves curcas, recuperando una postura defensiva. Como era de esperar.
Suspiré, devolviendo el amenazante instrumento a mi cuello.
-Está bien. – Le concedí para su tranquilidad. Rebusqué en los bolsillos de mi bata. – No es el método ideal, pero será mejor que nada… Abre la boca.
Le acerqué una paletilla de madera a los labios y ella los separó, no sin unos iniciales reparos. Apoyé el plano instrumento sobre su lengua y empujé para separar un poco más sus mandíbulas.
-Respira profundamente. – Le pedí. Ella liberó el aire comprimido en sus pulmones en una consistente brisa. – Inspira… Vale. Ahora tose. Eso es. Otra vez… Perfecto.
Retiré la pala de madera y la deseché en la basura junto a la camilla, calmado. No se escuchaban signos de mucosidad o de dificultad respiratoria, de modo que definitivamente no había signos de alarma.
Al menos, a nivel físico. Pero sus ojos seguían mostrando un miedo y una desconfianza que me hacían sospechar que podía haber algo más…
Pero no pensaba cometer el mismo error que con Himawari. Por mucho que lo deseara, no podía retenerla en contra de su voluntad para mantenerla a salvo. Eso sólo podía tener un mal final.
-Bueno, parece que está todo en orden. – Le informé, retrocediendo para darle espacio por si deseaba ponerse en pie. – No pienso cobrarte nada por la examinación, no te preocupes. Así que puedes marcharte en cuanto te sientas con fuerzas.
Me giré sobre mis talones y me dirigí a mi despacho para continuar con mi investigación. Suficientemente cerca de ella como para seguir embriagándome con su aroma, pero suficientemente lejos para no perturbarla con mi presencia.
A pesar de que mi cerebro ya llevaba toda la noche pidiendo un descanso a gritos, ya podría dormir en calma cuando la joven se marchase. No todos los días tenía la oportunidad de disfrutar de una compañía que me calentase el corazón como aquella.
Cuando quise darme cuenta, me había quedado traspuesto sobre mis cuadernos de investigación. Apreté la mandíbula, frustrado. Me levanté de la silla y di grandes zancadas hacia la cortina que separaba mi despacho de la sala de examinación y comprobé, con gran disgusto, que la joven había desaparecido. La cama se encontraba completamente deshecha, y no había quedado ni la sábana que ella había empleado como barrera entre nosotros.
Sin embargo, percibía su perfume aún en el ambiente. Y no solo eso. El aire se sentía mucho más limpio, y el suelo se mostraba lustroso, sin una sola mota de polvo.
Extrañado, avancé hacia la parte trasera de la casa y me encontré en la cocina. La humedad impregnaba el ambiente, y encontré que todos los platos y cubertería reposaban surcados de gotitas de agua sobre el escurridor. Incluido el vaso en el que le había servido el zumo a la muchacha.
Me adentré en el pasillo, pasando de largo de mi dormitorio, del baño y el aseo. Y allí, tirada en el suelo sobre sus rodillas, la muchacha frotaba con dedicación las sábanas contra el interior de un cubo lleno de agua.
-No hacía falta que limpiases nada. – Dije en voz baja, advirtiéndola de mi presencia a sus espaldas.
La chica giró el cuello hacia atrás, visiblemente sobresaltada por mi aparición. Su pecho subía y bajaba de forma pronunciada, recuperando el aliento.
Había vuelto a asustarla, sin querer.
-Me alegra ver que te encuentras mejor. – Me agaché en cuclillas, igualando todo lo posible la altura de mi mirada a la suya. – Y te agradezco el detalle, pero ya puedes marcharte a casa, no me debes nada.
Ella parpadeó lentamente antes de agachar la cabeza. Entonces dejó caer la sábana dentro del cubo y se volvió hacia mí, con las rodillas aun tocando el suelo y las puntas de los pies apuntando a los laterales del pasillo. Su falda plisada quedaba extendida sobre sus piernas como los pétalos de una flor, cubriéndole hasta las rodillas.
-¿Podría… quedarme un poco más aquí? – Fue lo primero que le escuché decir en un hilo de voz.
Conmovido por la pureza de aquella sincera petición, a pesar de mis temores, no pude resistirme.
-Por supuesto. Por todo el tiempo que necesites. – Añadí, consternado.
En aquel momento acerté a percibir por primera vez los moretones y arañazos superficiales que descendían por sus piernas, ocultos hasta ese momento en el que las medias se le habían bajado hasta los tobillos.
-Ya que vas a quedarte, ¿puedo saber cómo te llamas? – Inquirí, preguntándome si volvería a deleitarme con el melodioso sonido de su voz.
-… Ma… Ri… ¿N…? – Respondió con un deje de interrogación, como si albergara sus dudas al respecto.
Incluso a sabiendas de que podía ser un nombre inventado, no se me pasó por la mente cuestionarla ni por un solo momento.
Un día más tarde, Marin vestía mis pantalones con los suspensores sobre los hombros y una camisa blanca que ahogaba su figura, obviamente demasiado grande para ella. Pero era lo único que podía prestarle mientras se lavaba su uniforme escolar, dado que cualquier kimono que le prestase corría el peligro de dejarla en ropa interior en cualquier momento, por mucho que ajustásemos el obi. Las medidas de mis anchos hombros hacían que todo se le escurriese.
La chica cargaba la escoba y la fregona frenéticamente de un lado a otro de la casa, asegurándose de que no quedara ni una sola mota de polvo en el interior de la vivienda. También insistió en hacer la colada ella misma, tenderla y preparar la comida con los escasos ingredientes que me quedaban en la cocina que apenas usaba.
Me preocupaba que tuviera una tendencia a realizar sobreesfuerzos, lo cual podría explicar su desmayo en la calle. Aunque me resultaba incluso más sospechoso cómo evitaba cualquiera pregunta demasiado personal.
-¿No se preocupará tu familia si no vuelves sin dar explicaciones? – Le pregunté en una ocasión…
-Oh, eh… ¡Que se me quema el té! – Tartamudeó antes de salir corriendo en dirección a la cocina.
Apenas un rato más tarde, volví a dirigirme a ella:
-¿No deberías ir aunque sea a recoger algo de ropa de recambio?
-Con el uniforme me apaño. – Respondía con descaro, sacudiendo sus prendas finalmente secas.
Mientras me servía el desayuno al día siguiente, quise saber:
-¿Y la escuela? Tampoco has ido estos días ni tienes tus materiales…
-No, si yo… Ya me he graduado. Sólo sigo vistiendo es uniforme porque es muy bonito y cómodo.
El estado de shock que había mostrado durante su primer despertar en la clínica parecía haberse desvanecido por completo, devolviéndole el habla. Aunque su capacidad de comunicación no presentaba carencias, aún la notaba tensarse cuando no me escuchaba acercarme debido a mis naturalmente silenciosos pasos, y tendía a esconderse dentro de un armario para cambiarse de ropa.
Incluso la había escuchado caminar de puntillas en la madrugada, después de haber esperado un tiempo prudencial a que yo me hubiese dormido. Recorría el camino desde la sala de examinación (donde seguía durmiendo desde la primera noche), atravesaba la cocina y cruzaba el pasillo sin apenas hacer ruido hasta entrar en el cuarto de baño. Y segundos después la escuchaba entrar en la bañera, aunque el agua debía de haberse enfriado para entonces.
Pero no había manera de convencerla de que se asease cuando el agua aún humeaba, mientras yo seguía despierto.
Cada vez más inquieto por su cauteloso comportamiento, decidí que tenía que obtener algunas respuestas por mis propios medios.
A la mañana del tercer día desde que Marin se hubiera instalado en la clínica, le dije que tenía que hacer unos recados y le pedí que cuidase la casa por mí. Ella aceptó el encargo diligentemente, mostrándose entusiasmada al poder ser de ayuda.
Me acerqué a los comercios donde solía hacer mis compras, y les describí a las vecinas el uniforme que vestía Marin. Acto seguido, les pregunté si conocían a qué instituto pertenecía el mismo.
Me facilitaron varias posibilidades, dado que aquel tipo de uniforme se había popularizado enormemente entre los institutos públicos de secundaria. Sin embargo, eso no me desanimó en mi búsqueda. Teniendo en cuenta que la joven había aparecido en las vías del ferrocarril, podía asumir que su instituto o su casa no debían de encontrarse lejos.
Como tenía que empezar por algún lado, me dirigí a centro más cercano de los que me habían mencionado. Al examinar a los estudiantes que daban vueltas por el campus antes de entrar a clase, logré discernir que el escudo bordado sobre el pecho y el lazo de las chicas eran de un color diferente al de Marin, por lo que asumí que no era su instituto.
Anduve hasta llegar al segundo destino más cercano y no tardé en estar seguro. Aquel era el centro educativo en el que estaba inscrita la joven, y no dudaría en hacer las preguntas que fueran necesarias hasta descubrir qué situación había vivido hasta casi quedarse sin palabras.
-Vamos a salir, Marin. – Avisé a la joven tras darle el alta a un paciente que había acudido con una astilla infectada en el pie izquierdo. – Ponte los zapatos.
La joven me miró con los ojos muy abiertos, cargando en los brazos con las sábanas sucias de la camilla.
-¿A… a dónde? – Quiso saber.
-A por ropa para ti. – Le respondí. – No puedes sobrevivir a base de intercalar el uniforme y mis mudas.
La chica frunció los labios, compungida.
-N-no hace falta, no quiero ser una molestia…
-No digas tonterías. Cálzate y nos vamos.
-Puedo… ¿cambiarme de ropa antes? – Preguntó, sujetándose la falda del uniforme a la altura de los muslos.
Para haber afirmado que seguía usando el conjunto debido a su comodidad, no parecía nada convencida de salir a la calle con las piernas tan expuestas…
-Como quieras, pero date prisa, antes de que nos cierren las tiendas.
Marin se vistió con mi camisa y pantalones con suspensores, que le quedaban enormes como siempre, y se escondió la abundante melena dentro de una boina. Casi parecía un mozuelo, salvo por sus delicadas facciones faciales.
Entonces se acercó a mí con paso dubitativo y agachando la cabeza, como si esperase alguna regañina por mi parte. Aunque pareció calmarse cuando no la cuestioné al respecto.
Estaba demasiado acostumbrado a ver a Towa llevar vestimentas de hombre como para que me importase. Entendía que pudiera querer esconder su apariencia e incluso su género en el exterior.
El sol se estaba ocultando a lo lejos para cuando regresamos a la clínica, cargados de algunos vestidos, kimonos, e incluso un conjunto de camisa y pantalón de su talla. La joven no había parado de mirar por encima de su hombro durante todo el camino.
Con las manos ocupadas con los bultos de tela, le pedí a la joven que se adelantase para abrir la puerta y permitirnos el acceso a los dos a la clínica que habitábamos como hogar.
Los vellos de su nuca se erizaron al escuchar una potente voz emerger a nuestras espaldas.
-¡RIMA! ¡¿Qué coño haces viviendo con un hombre, eh?!
Ambos nos dimos la vuelta a la vez para encontrarnos con un hombre de mediana edad, calvo y con sandalias hechas polvo. No debía de provenir de una familia muy pudiente.
-T-tío… - Escuché musitar a Marin, el miedo patente en su voz. – Y-yo…
Deposité todos los bultos rápidamente sobre las manos de la joven y la empujé hacia la puerta.
-Entra en casa. – Le pedí. – Y no salgas.
-¡Siempre supe que eras una pequeña putita, sin importar cuanto te hicieras la inocente! – Exclamó el hombre furioso, avanzando hacia nosotros. - ¡Déjate de chiquilladas y vuelve a casa con tu…!
Tan pronto como aquel energúmeno pasó por mi lado, lo retuve del brazo bruscamente para permitir que Marin tuviera tiempo de ocultase tras la puerta.
-¡Eh! ¡Capullo! – Me espetó. - ¡Búscate otro coño que explotar, ¿quieres?! ¡De ella ya me ocupo yo!
Contuve el impulso visceral de liberar mis garras mientras afianzaba mis dedos alrededor de su muñeca. Su rostro se torció en una expresión de irritación, apretando las mandíbulas para ahogar un grito.
-Márchate. – Le ordené, clavando mi mirada en los suya.
Viendo cómo se revolvía para tratar de zafarse de mí, comencé a liberar una ínfima parte de mi aura demoníaca para infundirle horror a aquel miserable.
No tardé en percibir el olor de su miedo, aunque el muy terco se negaba a cesar en su empeño.
No me dejaba otra opción, pues.
Le retorcí el brazo hasta que sus huesos se partieron con un crujido. Solo entonces el hombre dejó escapar un alarido que le pondría los pelos de punta a cualquier mortal.
-Señor Ichikawa, le ruego que se marche de mi casa ahora mismo. – Murmuré, con tono glacial. – Me temo que se está equivocando. – Le dije, hablando de forma deliberadamente lenta mientras el horror comenzaba reflejarse en sus ojos abiertos de par en par. – Aquí no vive ninguna tal "Rima". Tan solo somos yo y mi hija, Marin Taisho… - Mentí, de cara a cualquier vecino o curioso que pudiera estar escuchando la discusión. No podía arriesgarme a que nadie más interfiriera, pensando que realmente yo había secuestrado a la muchacha. - ¿Le ha quedado claro? – Añadí tras una tensa pausa.
Cuando su expresión de absoluto espanto delató que no tenía intención de volver a rebatirme, dejé ir su brazo, empujándole hacia la calle.
-¡M-monstruo…! – Exclamó el tío de Marin, horrorizado. - ¡Esto no quedará así! ¡La próxima vez que nos veamos tendrás a la policía echando abajo tu puerta y recuperaré a mi sobrina, no te quepa duda!
El pobre diablo echó a correr mientras sujetaba el miembro herido, sin ser capaz de disimular que había estado a punto de orinarse encima.
Hundí los hombros y regresé al interior de la clínica, exhalando un cansado suspiro.
Asomándose tras la cortina que separaba mi escritorio de las camillas destinadas a los pacientes, estaba enmarcado el rostro de Marin, con los ojos cristalinos.
-Doctor Taisho, yo… Puedo explicarlo… - Balbuceó mientras se rodeaba el cuerpo con los brazos, aun temblando de pies a cabeza.
Me senté sobre el escalón de la entrada para descalzarme perezosamente, dándole la espalda a la muchacha.
-No hace falta que digas nada…
-Pero… - Me interrumpió ella, rodeándome para acerarse a mí de forma proactiva por primera vez, sus piececillos rozando la punta de mis zapatos. – Es lo mínimo que le debo, después de causarle tantas molestias…
-Ahora mismo no hay tiempo para largas explicaciones. – Le dije, alzándome en toda mi estatura, sintiendo su respiración justo bajo la clavícula. – Tenemos que recoger todo e irnos de aquí cuanto antes.
-¿Irnos…? – Inquirió ella, observándome con sus ojos marrones muy abiertos. - ¿A dónde…?
-Lejos de aquí, no creo que pueda continuar con mi clínica tras este escándalo. Si es que quieres acompañarme, claro.
Una sonrisa asomó a los labios de la adolescente, la primera desde que la había traído hasta mi hogar. Sus pupilas brillaban con la esperanza de una criatura que veía abrirse un nuevo camino para su supervivencia.
-Sí. – Dijo con férrea resolución. – Lléveme con usted, por favor.
Notas: Hoy nos hemos centrado por completo en esta parte del pasado, y la verdad es que siento que la historia de Marin se parece a otras historias Sesshrin que he leído, pero quería darle mi propio toque a este tropo.
¿Esperábais que Marin tuviera un contexto tan complicado, o no?
Y respecto a la que se viene en dos semanas (juro por lo más bendito que voy a dar todo de mi para no retrasarme ni una vez más), ¿tenéis más ganas de seguir en el pasado, o queréis regresar cuanto antes al presente para saber qué pasa con todos?
Muchas gracias por vuestra comprensión y seguirme leyendo, estamos en contacto!
Arezna
