Estaba muerto.
No hacía falta que se diera cuenta de la ausencia de su calor. No hacía falta que viera que su cuerpo ya no se movía o la sangre que se derramaba con lentitud hacia la nieve blanca, arrebatándole su pureza.
El no poder escuchar y sentir más los latidos de su corazón, era lo que realmente le dolía.
Por ello, era incapaz de dejar de llorar, sosteniendo su cuerpo con fuerza en sus brazos, sepultando sus piernas bajo la frondosa capa de nieve que cubría, en esa época, el inmenso campo de hierbas.
De pronto, unos pasos se escucharon en la cercanía. Y de la ventisca helada apareció la figura de un hombre, parándose al lado izquierdo de la mujer.
-Lárgate. – le espetó ella mientras gruñía, aferrándose más al cuerpo de su amor muerto.
-Te lo advertí. – el hombre la ignoró, hablando con una voz lúgubre que denotaba cierta satisfacción y emoción. – Te dije que...
-¡LÁRGATE, MALDITO IMBÉCIL! – bramó con toda la fuerza que pudo, transformando los copos que caían en peligrosas dagas, volando como una parvada de violentos pájaros hacia el extraño.
Ninguna llegó a tocarlo, clavándose en la nieve, creando pequeños agujeros a su alrededor.
El hombre los miró con cierto resentimiento. Bufó. Dio la vuelta y se marchó, devolviendo el tiempo a su curso.
Como si la tormenta no se hubiera detenido un instante por sus poderes, la mujer sollozó.
-Amor mío... - susurró con dulzura, besando su frente. - ...confío en que la marca que te puse con tanto afecto aquella noche te devolverá a mí.
Fin del prólogo.
