Capítulo 26:
Esperanza [II]
Yuya avanzaba con pasos vacilantes hacia la puerta de su casa, pero algo en el aire lo detuvo.
No era el hedor de los cigarrillos ni el aroma a metal oxidado que parecía emanar de todas partes.
Era algo más profundo.
Una tensión que le helaba la sangre y hacía que sus músculos se tensaran como si anticiparan un golpe.
Empujó la puerta destrozada con cuidado, apenas rozándola con las yemas de los dedos.
El sonido de la madera rechinando le provocó un escalofrío.
Al otro lado, la sala que había conocido toda su vida estaba irreconocible.
Las sillas estaban rotas, los cojines rasgados y los pocos adornos que quedaban en los estantes yacían destrozados en el suelo.
Yuya tragó saliva y, con una respiración entrecortada, obligó a sus piernas a dar un paso adelante.
Fingió que todo aquello no le afectaba.
Que los pedazos de su hogar esparcidos por el suelo no eran fragmentos de su corazón. Y que el temor que de pronto lo invadió, no era de él.
No obstante...
El sorpresivo eco de unas voces lo sacó de su ensimismamiento.
—¿Es él? —Murmuró una voz áspera.
Las palabras cayeron sobre Yuya como un balde de agua helada.
Giró su cabeza lentamente y los vio: un grupo de hombres de aspecto amenazador: Bate en mano, cuchillos al cinto y una actitud que hablaba de haber dejado la moralidad atrás hacía mucho tiempo.
Y el líder, un hombre mayor de rostro curtido, dio un paso adelante. El peso de su mirada hizo que Yuya temblara, pero se obligó a mantenerse erguido.
—Sakaki Yuya, ¿verdad? —Preguntó el hombre mientras exhalaba una nube de humo que se dispersó lentamente entre ellos.
Yuya asintió, su voz apenas un hilo cuando respondió:
—S-Sí. Soy yo. —
Una carcajada seca resonó en la habitación.
Uno de los hombres, de traje ajustado y tatuajes que asomaban por el cuello de su camisa, lo señaló burlándose.
—¿Este es Sakaki Yuya? ¡Un mocoso! Yo esperaba a un hombre hecho y derecho. —
Otro se unió a las risas, agitando una cadena como si fuera un juguete.
—¿Qué clase de padre nos deja a un niño como aval? —
Yuya sintió cómo su pecho se contraía.
¿Aval?
La palabra rebotó en su cabeza, pero no quiso entenderla.
No pudo.
El líder suspiró, apagando su cigarro contra la pared, y habló con una calma que resultaba aún más aterradora que las burlas.
—Mocoso, parece que no tienes ni idea de lo que está pasando. Déjame explicártelo. Tu querido padre, el gran Sakaki Yusho, nos debe ciento cincuenta mil dólares. Una deuda que, según él, tú te encargarías de pagar si él no podía. Nos aseguró que eras un hombre trabajador y capaz. Pero, como veo, eres apenas un niño. —
Las palabras cayeron como un mazazo.
Yuya sintió un nudo apretarse en su estómago mientras su mente intentaba procesar lo que acababa de escuchar.
—¿Mi padre...? —Balbuceó, la voz quebrándosele.
El líder negó con la cabeza y se giró hacia sus hombres, ignorándolo por completo.
—Nos engañó. Un bastardo de lo peor. —
Sus subordinados asintieron en total acuerdo.
Yuya, incapaz de contenerse más, cayó de rodillas al suelo.
Su respiración se volvió errática, sus hombros temblaban y su mirada estaba fija en las astillas de madera a sus pies.
No podía creerlo.
Su padre, el hombre al que había admirado, lo había traicionado de la peor forma imaginable.
—¿Qué hice para merecer esto? —Murmuró, las palabras apenas escapando de sus labios.
El líder de los prestamistas lo miró con algo que podría haber sido compasión si no fuera por la dureza en su rostro.
—Mira, niño, no somos unos monstruos. Sabemos que no es tu culpa, pero alguien tiene que pagar. —
Yuya alzó la vista, sus ojos empañados de lágrimas, y se inclinó hacia adelante, apoyando las manos y la frente en el suelo.
—¡Trabajaré! ¡Haré lo que sea necesario! Pero por favor... por favor, denme tiempo. —
El silencio que siguió fue opresivo.
Los hombres intercambiaron miradas, algunos encogiéndose de hombros, otros murmurando entre ellos.
Finalmente, el líder habló.
—Tienes un año. Un año para pagar todo. Mientras tanto, nos llevaremos algo de valor para cubrir parte de la deuda. —
Yuya asintió rápidamente, demasiado aturdido para protestar.
Vio cómo los hombres rebuscaban entre los restos de su hogar, llevándose cualquier cosa que consideraran valiosa.
Cuando finalmente se fueron, la casa quedó en un silencio sepulcral.
Yuya permaneció en el suelo por unos minutos antes de levantarse, tambaleándose como si estuviera en un sueño.
Su mirada recorrió los restos de su hogar hasta detenerse en la puerta del estudio de su padre.
Y hasta ese entonces, lo recordó.
—Mamá... —Susurró, el corazón acelerándosele.
Subió las escaleras apresuradamente, tropezando un par de veces, hasta llegar al armario donde sabía que su padre había guardado su tesoro más preciado: una pequeña caja de madera que contenía el último y único regalo de su madre.
"Por favor."
Rogo mientras notaba las puertas destrozadas del armario, sin embargo como su corazón sospecho.
La preciosa caja ya no estaba.
El espacio vacío en el armario lo golpeó como un puñetazo en el estómago.
Buscó desesperadamente entre los cajones, el suelo, cualquier lugar donde pudiera estar.
Pero no la encontró.
O al menos, no completa: Una astilla había quedado atrás.
—Ah... — Un gemido lleno de dolor escapó de sus labios.
Y entonces...
Se desplomó en el suelo, sosteniendo entre sus manos aquella astilla de madera, que aún presumía su bello color dorado.
—Se la llevaron... —
Murmuró como un hecho innegable, pero en el fondo sabía la verdad.
No habían sido los prestamistas quienes le arrebataron ese último vínculo con su madre.
Había sido su padre, quien la había entregado como garantía mucho antes de que aquellos hombres llegaran a su puerta.
Yuya apretó los dientes, su cuerpo temblando mientras las lágrimas caían silenciosas por sus mejillas.
—Papá... Sakaki Yusho. —Susurró, su voz cargada de dolor y resentimiento.
Las emociones lo desbordaron, y un grito desgarrador escapó de su garganta.
—¡AHHH! —
El eco de su llanto resonó en toda la casa vacía.
Mientras sostenía la astilla de madera contra su pecho, como si al hacerlo pudiera recuperar todo lo que había perdido.
Y lloró.
Lloró hasta que su voz se apagó, hasta que sus ojos se quedaron secos y su cuerpo ya no pudo soportarlo más.
Cuando finalmente cayó inconsciente, seguía aferrado a ese pedazo de madera.
Como si fuera lo único que le quedaba.
Y, tal vez, lo era.
El frío del suelo era implacable, pero Yuya no lo sentía.
Todo en él estaba entumecido, como si su cuerpo y su espíritu hubieran decidido abandonar la lucha al unísono.
Se quedó ahí, inmóvil, con el rostro pegado a la astilla de madera, esperando que esta, de alguna manera, lo absorbiera.
El hambre, el dolor físico, incluso el tiempo, habían perdido todo significado.
La luz que se filtraba por la ventana trazaba líneas doradas en el suelo, pero para Yuya, no era más que un recordatorio cruel de que el mundo seguía girando, ajeno a su sufrimiento.
No se movió.
Ni siquiera cuando escuchó el crujir de la madera en la primera planta.
Pasos.
Voces.
Murmullos apenas audibles que parecían provenir de otro mundo, lejano e inalcanzable.
—¿Por qué debería levantarme? —Susurró, su voz apenas un eco quebrado en la habitación vacía.
El sol avanzaba en su recorrido, acariciando su rostro con un calor que lo irritaba más que lo reconfortaba.
Con un esfuerzo mínimo, se dio media vuelta, dándole la espalda a la luz.
Pero incluso ese movimiento lo dejó agotado.
El golpe había sido brutal.
Como si le hubieran arrancado no solo sus sueños, sino también su voluntad de existir.
¿Para qué luchar? ¿Para qué intentar levantarse cuando todo lo que valía la pena había sido arrebatado?
"No soy más que un juguete roto," pensó, mientras nuevas lágrimas trazaban surcos en sus mejillas.
Se encogió sobre sí mismo, abrazando su cuerpo como si con eso pudiera proteger lo poco que quedaba de él.
La noche cayó lentamente, envolviendo la habitación en penumbra.
Para Yuya, la oscuridad era un refugio, un abrazo silencioso que no pedía nada a cambio.
Sus párpados pesaban como si estuvieran hechos de plomo, pero no le importaba.
—Tal vez sea mejor así... —Murmuró, dejando que su respiración se hiciera más lenta, más superficial.
Cerró los ojos, y por primera vez en mucho tiempo, se permitió imaginar algo diferente.
Un lugar donde no existieran deudas, traiciones ni despedidas.
Donde pudiera volver a ver a su madre, abrazarla y decirle lo mucho que la extrañaba.
"Si duermo aquí... tal vez no despierte."
Un suspiro escapó de sus labios.
Su cuerpo se relajó, dejándose llevar por el peso aplastante de su tristeza.
Estaba listo.
Si morir era el precio para liberarse de todo, entonces... lo aceptaría sin dudarlo.
Pero el destino, cruel e impredecible, tenía otros planes.
Cuando Yuya volvió a abrir los ojos, lo que lo recibió no fue la familiaridad del suelo frío ni el consuelo de la oscuridad.
En su lugar, un techo blanco y brillante lo observaba desde arriba.
El aire estaba impregnado de un olor punzante a formol y desinfectante, tan ajeno al aroma a madera de su hogar.
Intentó moverse, pero su cuerpo se sentía pesado, como si cada extremidad estuviera encadenada.
—¿Dónde estoy...? —Susurró, su voz rasposa y débil.
Miró a su alrededor con ojos entrecerrados.
Las paredes blancas y las máquinas que emitían pitidos regulares le resultaban extrañas, casi irreales.
Un monitor mostraba líneas verdes que se movían con un ritmo constante, mientras un suero colgaba a su lado, conectado a su brazo.
El pánico comenzó a filtrarse en su mente.
Intentó recordar cómo había llegado allí, pero su última memoria era el suelo frío y la oscuridad que lo envolvía.
"¿Alguien... me encontró?"
El pensamiento era tan absurdo que casi se rió.
¿Quién podría preocuparse por él, cuando ni siquiera su propio padre lo había hecho?
A pesar de sus dudas, la realidad era innegable.
No estaba muerto.
Y, por primera vez en mucho tiempo, no estaba solo.
Pero eso no le dio consuelo.
Al contrario, una sensación de desconcierto y desamparo se apoderó de él.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, y esta vez no las contuvo.
—¿Por qué...? —Susurró, con el corazón apretado.
"¿Por qué sigo aquí...?"
La respuesta, como tantas otras cosas, se escapaba de sus manos.
Pero el destino, con su manera cruel y misteriosa, parecía tener algo más reservado para él.
Y aunque Yuya no lo sabía todavía, aquel techo blanco y aquel olor a formol serían el inicio de algo que cambiaría su vida para siempre.
Aunque para él, no lo pareciera.
Y entonces...
El primer indicio de que no estaba solo fue el leve crujido de la puerta al abrirse, seguido por un sonido de pasos firmes, seguros, que resonaron como un eco en el vacío de la habitación.
Yuya alzó la vista lentamente, y por un momento su respiración se quedó atrapada en su garganta.
El hombre que había entrado parecía una contradicción hecha carne.
Su complexión era robusta, con hombros anchos y una postura que irradiaba fuerza; sus manos, grandes y curtidas, hablaban de un hombre acostumbrado al trabajo duro, pero los movimientos que hacía eran deliberadamente cuidadosos, casi tiernos.
Llevaba una bata blanca inmaculada que apenas lograba contener la energía vital que parecía emanar de él, y debajo, un uniforme azul oscuro que resaltaba su figura.
Su cabello, largo de un blanco puro, caía como seda sobre su espalda junto a unos mechones sobre su frente, y sus ojos…
Ah, sus ojos.
Uno era rubí, tan profundo como un fuego abrasador; el otro, dorado, ardía como un atardecer eterno.
Una heterocromía tan peculiar que parecía demasiado perfecta para ser real.
Yuya lo observó con un rastro de escepticismo en su mirada, sintiendo cómo aquel hombre iluminaba la habitación con una calidez que no podía tolerar.
—¡Vaya! —Exclamó el desconocido con un tono que desentonaba por completo con el gris ambiente—. Ya despertaste. Me estaba preocupando que no lo hicieras. —
Su sonrisa era amplia, tan genuina que Yuya sintió una punzada de irritación.
Había algo insoportablemente amable en él, una bondad que parecía inquebrantable.
—¿Qué…? —Musitó Yuya, sintiendo que su hostilidad habitual se tambaleaba bajo la presencia de aquel hombre.
El recién llegado se acercó con pasos medidos, inclinándose ligeramente hacia Yuya, como quien se acerca a un animal herido para no asustarlo.
—Soy tu médico encargado —Anunció con una suavidad que chocaba con su imponente físico—. Mi nombre es Tsukumo Hoshiyomi. Es un gusto conocerte. —
"¿Gusto?", pensó Yuya con amarga incredulidad.
¿Cómo podía alguien decir eso con tanta ligereza, como si estuvieran en una presentación casual y no en un hospital donde el peso de las desgracias colgaba sobre él como una nube negra?
El contraste era visible, pero Yuya no dijo nada.
Hoshiyomi, entonces, comenzó a revisar el catéter con movimientos firmes pero delicados, su atención enfocada en el trabajo como si fuera lo único importante en ese momento.
—Veo que todo va de maravilla —Continuó con una sonrisa que parecía iluminar incluso las esquinas más sombrías de la habitación—. ¡Eso es bueno! —
Yuya lo fulminó con la mirada, sintiendo cómo una mezcla de rabia y agotamiento comenzaba a arder en su pecho.
—Me dijeron que tus vecinos te encontraron y te trajeron hasta aquí —Añadió Hoshiyomi, aparentemente ignorando el creciente desdén en los ojos del joven—. Debes tener muy buenos vecinos. —
"¿Buenos?", se burló Yuya en silencio.
Las palabras se retorcieron en su mente como un veneno.
¿Buenos vecinos? ¿Esos mismos que no habían hecho nada cuando saquearon su casa y lo habían dejado sin nada? ¿Esos que solo se preocupaban por él cuando podían sacar algún beneficio?
Su mandíbula se tensó, y sus manos apretaron las sábanas hasta que sus nudillos se tornaron blancos.
Hoshiyomi continuó hablando, ajeno al torbellino interno de Yuya.
—Con un poco de reposo, te recuperarás completamente. ¿No es fantástico? —Dijo con una sonrisa radiante.
—¿Fantástico? —Yuya finalmente explotó, su voz impregnada de veneno—. ¿Cree que soy un niño? Ahórrese esas palabras vacías. —
La sonrisa de Hoshiyomi titubeó por un instante, pero pronto se recuperó.
Inclinó ligeramente la cabeza, un gesto de disculpa que resultó tan sincero que casi parecía humillante para Yuya.
—Lo siento si te incomodé. Solo quería ayudarte a sentirte mejor. —
Yuya desvió la mirada, sin responder.
El silencio se instaló entre ellos como una barrera, hasta que un pensamiento perforó la mente de Yuya como un cuchillo.
—La cuenta… —Murmuró, tan bajo que apenas fue un susurro.
Hoshiyomi inclinó la cabeza hacia él, sus ojos bicolores reflejando una preocupación genuina.
—¿Perdón? —
—La cuenta del hospital —Repitió Yuya, con más fuerza esta vez—. ¿Cuánto es? —
Hoshiyomi ladeó la cabeza con un gesto tranquilo, como si esa pregunta no fuera motivo de angustia.
—No te preocupes por eso —Respondió con calma—. Los costos han sido cargados a nombre de tu padre, Sakaki Yusho. —
El cuerpo de Yuya se tensó, su corazón comenzando a latir con un ritmo caótico.
—¿Mi padre? —Susurró, sus ojos llenos de incredulidad y rabia—. ¡¿Cómo se atreven?! —
La ira se desbordó, y su cuerpo comenzó a temblar incontrolablemente.
—¡Él no…! ¡Mi padre no puede con esto! —Gritó, su voz quebrándose por la impotencia—. ¡¿Qué demonios les hace pensar que es capaz?! —
Con movimientos desesperados, intentó arrancarse el catéter, pero Hoshiyomi reaccionó rápidamente, sujetándole la muñeca con una fuerza contenida que parecía casi contradictoria con su tono amable.
—¡Sakaki-san, cálmate! —Pidió, pero el joven estaba perdido en su furia.
—¡Suélteme! —Rugió, su cuerpo luchando contra las manos que intentaban inmovilizarlo.
Hoshiyomi presionó un botón en su bata, y en cuestión de segundos, más personal médico entró corriendo.
Yuya se debatió con todas sus fuerzas, pero sus movimientos eran cada vez más torpes, debilitados por el agotamiento y la rabia.
—¡Un sedante! —Ordenó Hoshiyomi, su voz firme pero sin perder esa calidez que parecía inherente a él.
Los ojos de Yuya se clavaron en los de Hoshiyomi mientras la oscuridad comenzaba a invadir su visión.
A pesar de su rabia, no pudo evitar notar la sincera preocupación en el rostro del médico.
Fue lo último que vio antes de que su conciencia se desvaneciera por completo.
Ah, ¿y la recuperación de Yuya fue sencilla?
Por supuesto que no.
Su naturaleza combativa y la ira que lo consumía lo convirtieron en un paciente extremadamente difícil.
Tras el incidente inicial, donde había logrado arrancarse parcialmente el catéter, perdiendo sangre en el proceso, Hoshiyomi ordenó que se mantuviera sedado y con restricciones.
No era una medida que tomara a la ligera, pero la seguridad de Yuya era su prioridad.
Sin embargo, aquella decisión solo alimentó el resentimiento del joven, y cada interacción entre ellos se volvía un campo de batalla emocional.
—Tienes que comer algo. Por favor —Pidió Hoshiyomi, su voz impregnada de una dulzura casi irreal, mientras colocaba una bandeja sobre las piernas del chico.
Yuya lo miró con desprecio, sus ojos carmesí llenos de un fuego que ni siquiera su debilidad física podía apagar.
Sin previo aviso, lanzó la bandeja al suelo con un gesto violento, derramando el contenido en un estruendoso golpe que resonó en toda la habitación.
—¡Déjame en paz! —Gritó, su voz cargada de furia y algo más profundo, algo que ni él mismo podía nombrar.
El estruendo atrajo a las enfermeras, pero Hoshiyomi alzó una mano, calmándolas con un gesto que parecía un acto de magia en sí mismo.
—Todo está bien —Dijo con serenidad, como si acabara de presenciar un pequeño accidente en lugar de un acto de pura hostilidad.
Se volvió hacia Yuya, su sonrisa inquebrantable, aunque había en ella un rastro de agotamiento.
—Sakaki-san, entiendo que odias este lugar. Pero piensa en esto como un boleto de salida —Sugirió, con la misma paciencia que uno usaría para consolar a un niño asustado—. Si comes, si cooperas, te recuperarás más rápido y podrás salir de aquí pronto. ¿Qué dices? —
Yuya respondió con un giro brusco de cabeza, negándose incluso a mirarlo. Hoshiyomi suspiró, su frustración apenas perceptible, y comenzó a recoger la bandeja derramada con la misma calma de siempre.
—Sé que es difícil para ti… pero no me daré por vencido. —
A su alrededor, las enfermeras cuchicheaban en susurros que no eran tan discretos como ellas creían.
—Es un malagradecido. ¿No ve que tiene al mejor médico cuidándolo? —Murmuró una.
—Si fuera yo, estaría encantada —Añadió otra.
Las palabras se colaron en los oídos de Yuya, como agujas que perforaban su ya debilitada resistencia.
Mordió sus labios con fuerza, sintiendo el sabor metálico de la sangre, pero no respondió.
Hoshiyomi, por su parte, parecía inmune a los murmullos.
O quizá simplemente eligió ignorarlos, enfocándose únicamente en Yuya, como si nada más en el mundo importara.
Pero la situación no mejoraba.
Los días pasaron, y Yuya seguía rechazando comida, compañía, incluso las sugerencias más inocentes.
—¿Qué tal si das un paseo por el jardín? —Intentó Hoshiyomi un día, con su tono suave y esperanzado—. El clima es agradable. —
—No me interesa. —
El rechazo cortante no fue una sorpresa, pero aun así dolió.
Hoshiyomi suspiró, pero no se rindió.
—¿Y si pruebas la tarta de manzana? Te prometo que es deliciosa. —
Yuya lo ignoró por completo, mirando por la ventana como si el mundo exterior fuera un lugar al que nunca podría volver.
Y entonces, un día, mientras una enfermera revisaba sus signos vitales, le susurró con una frialdad que heló la sangre de Yuya.
—Si no quieres estar aquí, quizá deberías desaparecer de una vez. —
Esa palabra, desaparecer, quedó flotando en el aire, pesada como una piedra que cae en un lago.
Yuya alzó la mirada, sus ojos brillando con una intensidad que la enfermera no supo interpretar, y una idea peligrosa comenzó a formarse en su mente.
En los días siguientes, su comportamiento cambió drásticamente.
Comía sin protestar, seguía las indicaciones y, por primera vez, esbozó una sonrisa.
—Esta torta está buena —Comentó con un tono que pretendía ser ligero, pero que tenía un filo oscuro—. Tan buena que casi dan ganas de romperme el cuello. —
Hoshiyomi rió, incómodo ante la broma, pero no dijo nada.
Quizá porque, por fin, veía un atisbo de progreso.
Hasta que llegó el vigésimo día.
El sonido de una alarma rompió la tranquilidad del hospital, una voz mecánica resonando por los pasillos.
—Paciente número 503 desaparecido. Todo el personal disponible, inicie la búsqueda. —
Hoshiyomi sintió cómo su corazón se detenía.
Las señales habían estado ahí, claras como el día, pero él las había ignorado, aferrándose a la esperanza de que Yuya estuviera mejorando.
Salió corriendo de su oficina, su bata ondeando detrás de él como un ala blanca, mientras su mente se llenaba de imágenes de Yuya y de todas las maneras en que podría haberse hecho daño.
Su respiración era errática, y cada paso que daba lo acercaba más a un destino incierto, con el corazón pesándole como si llevara una roca en el pecho.
—Por favor… que no sea demasiado tarde. —Murmuró, su voz quebrándose mientras recorría los pasillos del hospital con desesperación.
