Capítulo 28:

Esperanza [IV]


La noche había pasado, y con ella, la tormenta que había envuelto a Yuya y a Hoshiyomi en un abismo de emociones.

El caos había quedado atrás, y aunque las heridas aún eran recientes, el aire en la habitación comenzaba a sentirse más ligero.

Yuya había sido encontrado.

La comisión que se formó para buscarlo ya no tenía razón de ser.

Algunos intentaron regañarlo, pero la sola presencia de Hoshiyomi fue suficiente para silenciarlos.

—Si vas a darle un sermón, ya lo he hecho yo. Regresa a tu trabajo si solo has venido a eso.—

Sus palabras eran cortantes, casi crueles, pero nadie podía culparlo.

Hoshiyomi había pasado por una prueba que lo había dejado exhausto, tanto física como emocionalmente.

Sus compañeros, que solo buscaban alimentar el chisme o descargar su frustración en el niño, se retiraban en silencio, incapaces de sostener su mirada.

Los que sí tenían un propósito, como la psiquiatra del hospital, se limitaron a hacer su trabajo.

La mujer, con su rostro estoico y su voz fría, intercambió unas pocas palabras con Hoshiyomi antes de dirigirse a Yuya.

—Veo que has tomado una mejor decisión. Debo felicitarte. No cualquiera tiene el valor de quedarse. Eres muy valiente.—

Aunque su tono carecía de calidez, para Yuya, esas palabras fueron como un bálsamo.

Algo en ellas se sintió real, tangible, como si por primera vez alguien reconociera su lucha interna.

"Valiente."

La palabra resonó en su mente, y por un instante, se permitió creerla.

"Sí, soy valiente. Más valiente que él."

Pensó en su padre, en la sombra que siempre lo había perseguido, y sintió una chispa de orgullo que no había sentido en mucho tiempo.

Hoshiyomi, mientras tanto, se dedicó a acomodar la habitación.

Ajustó las sábanas, revisó que todo estuviera en su lugar y se aseguró de que Yuya estuviera cómodo.

No dijo nada, porque no había nada más que decir. Ambos estaban agotados, y las palabras sobraban.

Yuya, por su parte, se dejó llevar por el cansancio.

Cerró los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, se permitió descansar. No había más pensamientos oscuros, no había más voces que lo atormentaran.

Solo el silencio, cálido y envolvente, lo llevó a un mundo donde nadie podía hacerle daño.

Hoshiyomi lo observó por un momento, asegurándose de que realmente estuviera dormido.

Luego, se sentó en la orilla de la cama, examinando su propia mano herida.

La sangre había dejado de fluir, pero las marcas seguían ahí, un recordatorio de lo que había sucedido.

"Todos han visto las heridas."

Se dijo a sí mismo, mientras tomaba el equipo médico de la habitación.

No podía usar magia para curarse; eso levantaría demasiadas sospechas.

Así que, con movimientos precisos, limpió y vendó su mano, asegurándose de que no atrajera más miradas de las que ya había soportado.

Cuando terminó, dejó escapar un suspiro largo y pesado.

El cansancio lo golpeó de pronto, como una ola que lo arrastraba hacia la orilla.

Se recostó ligeramente a los pies de la cama de Yuya, cuidando de no incomodarlo.

—Fue un día pesado. —Murmuró, cerrando los ojos por un momento.

No planeaba dormir, pero su cuerpo, agotado, no le dio opción. Y así, por primera vez en mucho tiempo, Hoshiyomi también se permitió descansar.

Entonces.

El amanecer llegó con suavidad, pintando la habitación con tonos dorados y rosados.

Los primeros rayos del sol se filtraron por las cortinas, iluminando los rostros de ambos.

Hoshiyomi despertó con el instinto de quien no necesita más de cinco horas de sueño. Se levantó con cuidado, estirándose ligeramente, y decidió que hoy sería un día diferente para Yuya.

Con esa idea en mente, salió de la habitación, dejando a uno de sus colegas a cargo.

—Cuídalo mientras vuelvo. —Dijo, con un tono que no admitía discusión.

—Como sea. —Respondió su colega, ahogando un bostezo mientras lo veía partir.

Hoshiyomi caminó hacia el comedor, pensando en qué podría traerle a Yuya para el desayuno.

Algo sencillo, pero reconfortante.

Algo que pudiera hacerle sentir que, aunque el mundo había sido cruel con él, aún había pequeños placeres que valían la pena.

Cuando regresó, con una bandeja en las manos, lo último que esperaba encontrar era a Yuya despierto.

Pero ahí estaba, sentado en la cama, en una conversación suave y murmurante con su colega.

La escena lo detuvo en seco.

El hombre, con una sonrisa amplia, hacía gestos exagerados y caras graciosas, como si estuviera actuando en una obra de teatro.

—¿Cómo puede ser que estos jóvenes de ahora entiendan los mensajes a base de emojis? Yo no comprendo. ¿Crees que soy viejo? Solo tengo veintiocho años. ¿Esta cara te parece la de un viejo?—

Yuya, con una expresión que aún mostraba rastros de cansancio, respondió con un tono seco, pero con un brillo en los ojos que no había estado ahí antes.

—¿Desea que conteste?—

—¡Ah! Si un joven dice eso, ¡mi corazón acaba de ser apuñalado!—

Y entonces, Yuya rió.

Fue un sonido bajo, casi tímido, pero real.

Su semblante, aunque todavía pálido, parecía más relajado.

La hostilidad que lo había envuelto como una sombra había desaparecido, al menos por ahora.

Hoshiyomi se quedó en la puerta, observando la escena con una mezcla de alivio y satisfacción. No dijo nada, pero en su interior, sintió que había ganado una pequeña batalla.

"Por ahora, está bien."

El peso en su pecho comenzó a desvanecerse, reemplazado por una calidez que no había sentido en mucho tiempo.

Y mientras Yuya reía, aunque fuera solo un poco, Hoshiyomi supo que ese momento, por pequeño que fuera, era un paso hacia algo mejor.


Los días que siguieron al incidente fueron un remanso inesperado.

Yuya, aún cargando el peso de su decisión fallida, decidió esforzarse, no solo por él mismo, sino también por quienes habían creído en él.

Aunque le costaba, aunque cada sonrisa era una batalla contra sus propios demonios, poco a poco comenzó a abrirse al mundo que lo rodeaba.

La enfermera que sin querer había sido parte de su quiebre, fue la primera en romper la barrera entre ellos.

Su disculpa había sido sincera, casi dolorosa, pero Yuya no sabía cómo responder a algo así.

Así que en su lugar dijo un elogio, sencillo y sin premeditación, el que cambió las cosas entre ellos.

—Esas uñas van excelente con el color de tu cabello —Había dicho un día Yuya, mientras la mayor revisaba sus signos vitales.

Ella lo miró, sorprendida al principio, pero no dijo nada.

Sin embargo, al día siguiente, se presentó junto a él con una sonrisa.

—¿Sabes? No había pensado en combinar mis uñas con mi cabello, pero creo que tienes razón. —

Yuya levantó la vista, algo desconcertado. La enfermera continuó, acomodando sus instrumentos mientras hablaba con un entusiasmo que parecía inagotable.

—Tu tono de piel también es increíble, ¿te lo han dicho? —Agregó, observándolo con curiosidad.

Yuya parpadeó. —¿Por qué dices eso? —

—¡Porque iría perfecto con cualquier maquillaje! ¡Qué envidia me das! Yo tardo horas en maquillarme cada vez que tengo algo importante. —

Por primera vez en mucho tiempo, Yuya dejó escapar una pequeña risa, más un susurro que un sonido real.

—¿Horas? —

—Horas —Confirmó la mayor con exageración dramática, pero su sonrisa lo decía todo.

Fue así como Yuya aprendió su nombre.

Kotori, una mujer vivaz y apasionada por el maquillaje, quién le enseñó, entre sus turnos y ratos libres, a aplicarse sombras, delineadores y a combinar colores. No habia razón, solo el firme deseo de arreglar lo que habia dañado.

—No necesitas una razón para verte bien —Le decía ella mientras él practicaba con inseguridad—. A veces, solo hacerlo te cambia el día. —

Mientras tanto, otro rostro peculiar apareció en su vida: Tokunosuke, un colega de Hoshiyomi, cuya energía casi infantil contrastaba con su apariencia de adulto excéntrico.

Su primera interacción fue todo menos tranquila.

—¡Yuya! ¿Sabes jugar duelo de monstruos? ¡Juguemos en el patio! —Gritó una tarde, entrando a la habitación sin anunciarse.

Yuya parpadeó, confundido.

—No puedo... —

Pero Tokunosuke no aceptaba un no por respuesta.

Lo ayudó a levantarse y, casi arrastrándolo, lo llevó al patio del hospital, donde estaba más que listo para comenzar el duelo.

Yuya, débil y confundido, no supo cómo reaccionar.

Fue Hoshiyomi quien, al descubrir la escena, intervino.

—¿Qué crees que estás haciendo? —Preguntó con una calma que solo subrayaba su disgusto.

Tokunosuke, en un acto que parecía ensayado, se arrodilló de inmediato.

—¡Perdón, perdón! No lo volveré a hacer. —

Pero Yuya pudo notar cómo, cuando Hoshiyomi le dio la espalda, Tokunosuke gesticulaba promesas mudas de llevarlo a jugar en otra ocasión.

Ah, sí. Fue extraño. Pero tremendamente dulce.

El hospital, con todos sus personajes extraños, comenzó a sentirse como un lugar seguro.

Pero Yuya sabía que no podía quedarse allí para siempre. No quería seguir siendo una carga para Hoshiyomi, y mucho menos para su bolsillo.

—La deuda ya debe ser enorme —Murmuró una noche, mirando al techo mientras se sentía cada vez más fuerte.

Y cuando el momento llegó, no quiso hacerlo complicado.

Esa mañana, se levantó temprano.

La rutina de semanas había creado un orden en su mente que reflejó en sus movimientos: dobló las sábanas, acomodó la habitación y eligió cuidadosamente el conjunto de ropa que Hoshiyomi le había regalado.

Y mientras se vestía, sus manos temblaban ligeramente, no de miedo, sino de una mezcla de nostalgia y agradecimiento.

Cuando desconectó el suero y los monitores médicos, sintió una extraña paz.

Antes de salir, se detuvo en la puerta.

Miró la habitación una última vez, su corazón latiendo con fuerza. Se inclinó en un gesto solemne y murmuró:

—Gracias... por todo. —

Y cuando salió, el aire frío de la mañana lo recibió como un recordatorio de que el mundo seguía adelante.

Encontró la parada de autobús más cercana y se sentó, observando cómo las sombras del amanecer se alargaban a su alrededor.

Quizás esperaba que alguien viniera.

Tal vez Kotori, con su entusiasmo contagioso, o Tokunosuke, con sus ideas alocadas. Incluso Hoshiyomi, siempre en silencio pero presente.

Pero el autobús llegó antes de que cualquiera de ellos apareciera.

Subió, pagando con el dinero que Kotori le había dado, y se dirigió al asiento trasero. Desde allí, mientras el vehículo se alejaba, miró por la ventana, despidiéndose en silencio de todo lo que había significado ese lugar para él.

Dejó una nota en la habitación, breve pero honesta, para que supieran cuánto los valoraba.

Sin embargo, en su corazón quedó un anhelo, un deseo de haber podido decir adiós cara a cara.

Y mientras el autobús avanzaba por las calles, Yuya dejó que una lágrima solitaria cayera.

No era tristeza ni felicidad, sino algo en el medio: una mezcla de gratitud, nostalgia y una leve punzada de pérdida.

Sabía que debía volver a su vida, a lo que lo esperaba fuera de aquel refugio.

Pero en su corazón, el eco de esos días vividos en el hospital permanecería para siempre, un recuerdo cálido en medio de la tormenta.


Cinco meses habían pasado desde que Yuya abandonó las paredes blancas del hospital para enfrentarse a un mundo que parecía exigirle más de lo que podía dar.

Había dejado la escuela, no porque quisiera, sino porque la vida había decidido que necesitaba aprender lecciones distintas, más crueles y urgentes.

Ahora su rutina era una mezcla de trabajos extenuantes y pequeños momentos de paz que encontraba en los silencios de la madrugada.

De lunes a jueves, Yuya trabajaba en una cafetería cercana a su hogar, donde el aroma del café y el murmullo de conversaciones se entremezclaban con sus pensamientos.

Los viernes los pasaba en un restaurante de comida rápida, soportando largas jornadas de doce horas, y los fines de semana, una tienda de conveniencia se convertía en su tercer hogar.

A pesar de sus dieciséis años, uno de sus empleos había sido conseguido gracias a un inesperado encuentro con los prestamistas.

Cuando estos se enteraron de su regreso, no lo buscaron para exigirle más dinero, como había temido, sino para ayudarle a encontrar estabilidad.

Le consiguieron el trabajo, y además, abrieron una cuenta bancaria para que pudiera depositar los pagos mensuales o incluso adelantar cuotas si lograba ahorrar algo.

Aunque Yuya aún desconfiaba de sus intenciones, decidió aceptar la ayuda.

Era dinero honesto, después de todo, y no podía darse el lujo de rechazarlo.

Cada mañana, como un ritual, se despertaba al primer rayo de sol.

Su cuerpo, cansado pero acostumbrado, se movía con precisión: una ducha rápida, un desayuno improvisado—generalmente una fruta olvidada en el refrigerador—y una revisión fugaz de su aspecto en los reflejos de los autos estacionados en la calle.

Antes de salir, tomaba uno de los viejos recibos que usaba como recordatorios de sus deudas y se dirigía al banco para cumplir con su cuota mensual.

A pesar del agotamiento, había algo en esta nueva vida que lo hacía sentir más ligero.

Lejos de la rutina tóxica que había marcado sus días en la escuela, Yuya descubrió pequeñas mejoras en sí mismo.

Su postura era más firme, su mirada más decidida, y aunque terminaba exhausto, había una satisfacción silenciosa en saber que estaba luchando por algo, aunque fuera tan simple como mantenerse a flote.

Al llegar a la cafetería cada día, Yuya levantaba la vista al cielo y se permitía sonreír, como si esas palabras que murmuraba fueran un amuleto contra la adversidad.

—Hoy será un gran día. —

No siempre lo era, claro está.

En especial desde que alguien, quizás un antiguo compañero que lo vio por casualidad, y había difundido el rumor de que trabajaba ahí.

Cuestión por la que toparse con la siguiente escena, se estaba volviendo sin querer algo habitual.

El sonido de la campanilla en la entrada le arrancó un suspiro a Yuya.

Y desde el rincón donde preparaba una nueva tanda de bebidas, escuchó risas demasiado familiares.

No necesitaba girarse para saber quiénes eran; la sombra de esos recuerdos aún pesaba sobre él.

Avanzó con calma hacia la mesa dejando su trabajo de lado como dictaba su protocolo cada vez que llegaban nuevos clientes, con movimientos calculados, mientras los murmullos y risas crecían a su alrededor.

Y cuando su mirada los encontró, suspiro lo más hondo que pudo.

Allí estaban, tres figuras del pasado que habían dejado cicatrices en más de un sentido.

Las chicas que los acompañaban lo miraron con una mezcla de burla y superioridad, como si lo estudiaran, buscando grietas en su fachada.

—¿Qué tenemos aquí? —Dijo uno de los jóvenes, dejando caer un vaso vacío sobre la mesa con un golpe seco. Sus ojos recorrieron a Yuya de pies a cabeza—. Vaya, nunca pensé verte trabajando aquí. ¿Qué pasó con el gran Sakaki Yuya, el "hijo de Yusho"? ¿Te degradaron a camarero? —

Yuya sintió la punzada en el pecho, pero no permitió que su rostro lo mostrara.

En cambio, se colocó frente a ellos con su mejor sonrisa profesional.

—¿Qué puedo servirles hoy? —Preguntó con un tono que, aunque educado, dejaba entrever una firmeza nueva en él.

—Oh, no sé —Intervino una de las chicas, jugueteando con su cabello—. Tal vez algo que no sepa a fracaso. ¿Tienen eso en el menú? —

Las risas estallaron entre ellos, pero Yuya permaneció inmóvil.

Podía sentir la sangre arderle bajo la piel, pero se negó a darles el placer de verlo afectado.

Había aprendido que el silencio, cuando se manejaba con habilidad, era un arma poderosa.

—Si no tienen ninguna orden específica, me disculpo, pero debo atender a otros clientes. —Respondió, girándose para marcharse.

—¡Oye! —Exclamó otro de los jóvenes, levantándose de la mesa con el vaso medio vacío en la mano—. ¿Así tratas a tus viejos amigos? No seas tan frío, Yuya. No después de todo lo que compartimos. —

El sarcasmo en su voz era evidente, pero Yuya no se detuvo.

Apenas había dado dos pasos cuando sintió el golpe húmedo en la espalda.

El vaso, aún con restos de una bebida azucarada, se había estrellado contra él, derramando su contenido sobre su camisa y manchándole el cabello.

El silencio que siguió fue ensordecedor.

Yuya se detuvo, respirando hondo.

Su cuerpo temblaba, no de miedo, sino de una furia contenida que luchaba por liberarse.

Lentamente, se dio la vuelta, sus ojos fijos en el agresor.

—¿Hay algo más que deseen? —Preguntó con una calma que parecía desconcertar a todos.

—Sí, claro que sí —Dijo el mismo joven, dando un paso hacia él con una sonrisa torcida—. Queremos que recuerdes tu lugar. Porque, sinceramente, ¿quién eres ahora? ¿Un simple trabajador que no puede terminar la escuela? —

Las palabras caían como golpes, pero Yuya no retrocedió.

Mantuvo su postura, su mirada fija, como si estuviera enfrentando algo mucho más grande que ellos.

—Disculpen, pero tengo trabajo que hacer. Si necesitan algo más, pueden pedirlo en la barra —Dijo finalmente, girándose de nuevo hacia la cocina.

—¡Yuya! —Gritó otra voz, más femenina, cargada de burla—. No seas tan aburrido. Aunque, claro, ¿qué más se puede esperar de alguien como tú? —

La risa comenzaba a crecer de nuevo, pero antes de que pudieran decir algo más, una sombra cayó sobre ellos.

—¿Qué tenemos aquí? —

El tono grave y autoritario hizo que las risas se apagaran al instante.

Yuya levantó la vista y vio a un hombre con una gorra deportiva que ocultaba parcialmente su rostro.

Su postura era relajada, pero había algo en él que exigía respeto.

El hombre avanzó hacia la mesa de los agresores, sosteniendo una botella de agua en la mano.

Su presencia era imponente, como si llenara todo el espacio con una energía sofocante.

—Veo que disfrutan humillando a quienes trabajan duro, ¿no es así? —Dijo con una tranquilidad que resultaba aterradora—. Quizá deberían aprender algo sobre modales. —

Sin esperar respuesta, levantó la botella y comenzó a vaciarla lentamente sobre la cabeza del joven que había arrojado el vaso.

El agua fría se derramó, empapándolo por completo mientras los demás miraban en silencio, incapaces de reaccionar.

—¿Qué… qué estás haciendo? —Balbuceó el joven, intentando apartarse, pero la mirada del hombre lo mantenía anclado al suelo.

—Los modales hacen al hombre —dijo el desconocido, su tono ahora helado—. Y tú has demostrado no ser más que un cobarde. Ahora, toma a tus amigos y lárgate, antes de que llame a las autoridades. —

La amenaza, aunque dicha con calma, fue suficiente para que todos se levantaran apresuradamente, saliendo casi corriendo del lugar.

Yuya observó la escena en completo silencio, aún temblando ligeramente, pero esta vez no de furia.

Y cuando el extraño finalmente se giró hacia él, Yuya reconoció esa sonrisa cálida, tan fuera de lugar en un hombre que acababa de intimidar a un grupo entero.

—Hola de nuevo, Yuya. No sabía que trabajabas aquí. —

—¿Hoshiyomi...? —Murmuró Yuya, sus ojos agrandándose mientras el reconocimiento lo golpeaba. El rubor subió rápidamente a sus mejillas, mezclándose con la humedad de su cabello.

—¿Te parece si te ayudo con esto? —Sugirió Hoshiyomi, señalando las manchas en su ropa antes de guiarlo hacia la trastienda, lejos de las miradas curiosas de los demás clientes.

Por primera vez en mucho tiempo, Yuya dejó escapar un suspiro de alivio.

Hoshiyomi había llegado sin previo aviso, justo cuando Yuya más lo necesitaba, como si el universo estuviera conspirando a su favor.

Y aunque Yuya nunca lo admitiría abiertamente, verlo aparecer con esa sonrisa amable había sido suficiente para enderezar un día que ya daba por perdido.

"Es un alivio." Se susurró a sí mismo en silencio, antes de notar como es que Hoshiyomi tomaba más servilletas de las necesarias y comenzaba a limpiarle el cabello.

Yuya entonces, sintió cómo cada movimiento lo envolvía en una incomodidad extraña, pero no desagradable.

Había algo desconcertante en que alguien lo tocara con tanta naturalidad.

Era como si el contacto físico fuera un idioma perdido que él no recordaba haber aprendido nunca. O al menos no desde...

Yuya tuvo un ligero estremecimiento, pero no dejo que esa sombra opacara la buena acción del otro.

—Gracias... —

Comenzó Yuya, con una voz que apenas superaba un murmullo, mientras sus dedos jugueteaban con el borde de su uniforme y suspirando profundamente añadió.

—No sé qué habría hecho si no hubieses intervenido. —

—No fue nada. —Hoshiyomi negó con suavidad, concentrado en su tarea.

Sus manos se movían con delicadeza, como si estuviera manejando algo frágil.

El silencio cayó entre ellos, incómodo al principio, pero luego cobró un matiz casi íntimo.

Fue Hoshiyomi quien lo rompió con una voz que, aunque dulce, llevaba un tinte de reproche.

—¿Por qué te fuiste sin despedirte? —

Y ahí estaba la pregunta que Yuya había temido desde el momento en que lo reconoció.

Bajó la mirada y, atrapado entre su propia vergüenza y los recuerdos, comenzó a jugar nerviosamente con sus manos.

—No quería hacerlo difícil —Confesó en un susurro, como si las palabras pesaran demasiado para ser dichas en voz alta.

—¿Difícil? —Hoshiyomi arqueó una ceja.

—La despedida. —Yuya respondió, aprovechando para tomar más servilletas y empezar a limpiar su uniforme con movimientos rápidos, como si eso pudiera disipar su incomodidad.

Hoshiyomi lo observó, notando cada pequeño gesto: cómo Yuya evitaba su mirada, cómo sus dedos temblaban ligeramente al manipular las servilletas.

Finalmente, soltó un suspiro.

—¿Por qué habría sido difícil? —Insistió. Su voz era firme, pero no impaciente—. Nos dejaste con el corazón roto a todos. Kotori y Tokunosuke preguntaron mucho por ti, y yo... Yo realmente me preocupé cuando te fuiste. —

Las palabras cayeron como un peso sobre Yuya, quien inclinó la cabeza y, con un murmullo casi inaudible, dijo:

—Lo siento. Pero si no me hubiera ido así, probablemente habría querido quedarme más. Y no me sentiría bien si la cuenta del hospital terminara vaciándote los bolsillos. —

Por un momento, Hoshiyomi no respondió.

Simplemente lo miró con una mezcla de ternura y algo que parecía tristeza.

Finalmente, luego de una breve contemplación, sacó su celular y lo extendió hacia Yuya.

—Dame tu número o la dirección de tu casa. No voy a dejar que vuelvas a desaparecer así —Exigió, aunque su tono era más juguetón que serio.

Yuya parpadeó, confundido, y luego dejó escapar una risa nerviosa.

Tomó el celular con dedos temblorosos, sintiendo que esa pequeña acción era mucho más significativa de lo que parecía.

Y aunque al principio dudo un poco, al final cedió.

Introdujo su número, y, tras una pausa, también escribió su dirección.

—Ahora podrás encontrarme —Dijo, devolviéndole el dispositivo.

La reacción de Hoshiyomi fue inmediata: sus ojos brillaron con una alegría casi infantil antes de lanzarse hacia Yuya en un abrazo inesperado.

—¡Sabía que podía contar contigo! ¡Me alegra tanto que estés avanzando, Yuya! —

—¡A-ah...! —

Yuya quedó congelado, sin saber cómo reaccionar.

No estaba acostumbrado al contacto físico, y menos aún a la calidez desbordante que irradiaba Hoshiyomi. Por lo que no sabía que debía hacer, y aunque intento hacer cualquier cosa, fue Hoshiyomi quien sonrió en el medio.

—Cuando alguien te da un abrazo, lo normal es que lo devuelvas —Le explicó Hoshiyomi con paciencia, como si estuviera enseñándole algo básico pero esencial.

Yuya, con las mejillas encendidas, asintió torpemente y levantó los brazos, rodeando a Hoshiyomi con una rigidez casi cómica.

—¿Así? —

—Así está perfecto —Respondió Hoshiyomi, separándose lentamente, aunque sin perder esa sonrisa luminosa que parecía borrar todas las sombras a su alrededor.

Yuya lo miró, notando por primera vez el ligero brillo de sudor en su frente y cómo su ropa deportiva estaba ligeramente arrugada por el ejercicio.

Y antes de que pudiera detenerse, preguntó:

—¿Qué haces aquí? ¿Vives cerca? —

Hoshiyomi se sentó a su lado, relajado como siempre, y respondió:

—No, pero hay un parque cerca de aquí. Vengo a correr de vez en cuando. Es una buena pista, y me gusta estar rodeado de naturaleza. Además quería otra botella de agua. —

Yuya recordó el incidente y que de hecho, Hoshiyomi había entrado con una botella a medio vaciar.

—Ya veo... Ah, ¿Hablas del parque Júpiter? —Preguntó Yuya, con un leve destello de interés en sus ojos—. Por las noches proyectan imágenes de los planetas y las constelaciones. —

—¿En serio? Nunca me he quedado tan tarde. Ya sabes, el deber llama —Bromeó Hoshiyomi, antes de fijar su atención en Yuya—. Me alegra verte mejor. ¿Has estado comiendo bien? —

El estómago de Yuya respondió por él con un rugido traicionero.

Y Hoshiyomi no pudo evitar soltar una carcajada.

—Lo tomaré como un no. ¿Qué te parece si hacemos algo al respecto? ¿Ya es tu hora de descanso? —

Yuya, que no podía resistirse a la idea de no tener que pagar, sonrió con cierta timidez.

—Pediré permiso ahora, pero tú pagas la cuenta. —

—Eso fue lo que dije. —

La sonrisa de Hoshiyomi era tan cálida que Yuya sintió, aunque fuera por un momento, que todo estaba bien.

Y después, mientras lo seguía, no pudo evitar pensar que, tal vez, con cada pequeño paso como ese, estaba recuperando algo que creía perdido: el simple placer de dejarse cuidar y de disfrutar el estar vivo.


¿Y ese pequeño respiro hizo que valiera la pena?

¡Por supuesto que sí!

Desde aquel incidente en la cafetería, Hoshiyomi se convirtió en una constante en la vida de Yuya, un faro que brillaba incluso en los días más grises.

Aunque sus caminos no se cruzaban a diario, Hoshiyomi encontraba formas de estar presente, de ser esa mano invisible que sostenía a Yuya incluso en la distancia.

Cada mañana, como si fuese un ritual secreto entre los dos, Yuya encontraba un mensaje que lo esperaba:

"¡No olvides desayunar algo nutritivo hoy! Tú también eres importante, y quiero que estés bien. Abrígate, parece que viene un frente frío. ¡Que tengas un gran día!"

"¿Has visto que las nubes son preciosas? Deberías tomarles una foto. Quien sabe, mañana explota el mundo."

"¿Que opinas de la idea de tener una mascota? ¿Es duro? ¿O será divertido?"

Hoshiyomi parecia decidido a siempre hacerlo reír, incluso en los momentos más importantes.

"Halloween está cerca. Kotori y Tokunosuke dicen que te extrañan, y yo también. ¿Qué opinas si pasamos a verte en el trabajo? Prometemos no ser un problema... Tan grande."

"¿Sabes algo de tu padre? Espero que esta Navidad podamos verte, aunque sea en el hospital. Kotori insiste en enseñarte a maquillarte, y Tokunosuke sigue exigiendo una revancha en duelo. Ah, y yo... yo quiero que pruebes un platillo que preparé. ¿Podrás venir?"

"¡Feliz año nuevo! Aunque no logramos vernos hoy, siempre habrá tiempo mañana. Espero que este año sea más amable contigo."

Al principio, Yuya no sabía cómo reaccionar.

¿Por qué alguien como Hoshiyomi se interesaría en él? ¿Por qué esas palabras tan cálidas le hacían sentir un nudo en el pecho, como si algo dentro de él quisiera llorar y sonreír al mismo tiempo?

Intentó alejarse, como si temiera que aceptar esa calidez lo hiciera vulnerable.

Pero los mensajes seguían llegando, persistentes y gentiles, y Yuya, poco a poco, dejó de resistirse.

Cada palabra era un recordatorio de que no estaba solo.

Cada pequeño gesto —un consejo, una broma, un detalle aparentemente insignificante— tejía un puente entre el pasado roto de Yuya y un futuro que parecía menos incierto.

Con el paso de los meses, Yuya se encontró más fuerte.

Trabajaba largas jornadas en la cafetería, se esforzaba por pagar su deuda y, al mismo tiempo, redescubría pequeñas alegrías: la risa sincera de un compañero, el aroma del pan recién horneado, la satisfacción de ganarse el respeto de quienes lo rodeaban.

Su vida, antes desbordada de caos, comenzaba a encontrar un ritmo estable, casi armonioso.

Fue un año después cuando todo cambió.

Ese día, Yuya regresó a casa después de una larga jornada.

Los prestamistas lo esperaban en la puerta, pero esta vez, su presencia no le provocó el habitual nudo en el estómago.

En lugar de demandas o reproches, ellos inclinaron la cabeza con solemnidad.

—La deuda ha sido saldada. Sakaki Yuya, eres un hombre libre. —

Por un momento, Yuya no supo qué hacer.

Las palabras flotaron en el aire, irreales, hasta que el peso de su significado lo golpeó.

Y entonces, como un río que rompe un dique, las lágrimas comenzaron a fluir. Lloró sin reservas, sin miedo a quién pudiera verlo, porque por primera vez en años sentía que podía respirar.

El líder de los prestamistas, con una ternura que parecía impropia de su posición, colocó una mano en su hombro.

—Niño, si pudiste con esto, estoy seguro de que puedes con cualquier cosa. Avisaré a todos que nadie vuelva a hacer préstamos a tu nombre, y quien lo intente, tendrá que responderme. —

Yuya inclinó la cabeza en un gesto de profundo agradecimiento, sus palabras atrapadas en la garganta. Y mientras observaba a los hombres marcharse, sintió una extraña calma.

Por primera vez en mucho tiempo, el futuro no parecía una amenaza.

Los días que siguieron fueron tranquilos.

Yuya trabajaba, volvía a casa, leía los mensajes de Hoshiyomi y, a veces, incluso se permitía reír.

Su vida parecía haber encontrado un equilibrio frágil pero valioso, como un puente que él mismo había construido sobre las ruinas de su pasado.

Pero...

Fue entonces, una noche como cualquier otra, cuando algo cambió.

Al llegar a su casa, notó una anomalía.

—La luz está encendida... —Murmuró, sintiendo cómo una sensación de inquietud se apoderaba de él.

Su respiración se volvió más pesada mientras su mente procesaba lo que significaba. Su mano tembló al girar la llave en la cerradura, y cuando finalmente entró, su mirada se posó en la figura que lo esperaba al otro lado de la puerta.

—No puede ser... —Susurró, mientras el peso de un pasado que creía haber dejado atrás caía sobre sus hombros como una losa.

Frente a él, sentado como si nunca se hubiera ido, estaba su padre.