Capítulo 37:

Cadenas De Una Condena


Algo cálido danzaba en su pecho.

Un sentimiento amable, dulce, que parecía envolverlo como una manta tibia en una noche fría.

Yuya no sabía exactamente qué era, pero estaba ahí, latiendo con fuerza, como si buscara consolarlo de algo que ni siquiera podía recordar.

Ese calor, tan distinto al terror al que estaba acostumbrado, lo mantenía a flote, en paz.

Lentamente, empezó a sentir su cuerpo, liviano y sereno, como si estuviera suspendido en agua.

Sus dedos se movieron primero, rozando una corriente invisible que acariciaba su piel.

Luego, su respiración se hizo más consciente, profunda, llenando sus pulmones con un aire que sabía extraño, pero no desagradable.

Yuya abrió los ojos, al principio solo un poco, como si temiera que algo pudiera estar acechándolo. Sin embargo, no encontró más que oscuridad.

Una inmensidad sin fin que lo rodeaba, densa y profunda, como si el mundo hubiera sido envuelto en sombras líquidas.

Flotaba en medio de aquel vacío, su cabello meciéndose con lentitud como si una marea invisible jugara con él.

Intentó mover sus brazos, pero apenas consiguió que un leve remolino perturbara el silencio.

No había suelo bajo sus pies ni cielo sobre su cabeza. Solo él, suspendido en aquel mar oscuro, como un náufrago en medio de la nada.

La incertidumbre quiso asomarse, pero fue rápidamente consumida por ese calor persistente en su pecho.

No había miedo, no había urgencia. Solo la extraña certeza de que ya había estado allí antes.

—Yo… ya he estado aquí antes, ¿verdad? —Murmuró, rompiendo el silencio con su voz temblorosa.

El eco de sus palabras resonó a su alrededor, rebotando una y otra vez en las sombras, como si buscara un límite que nunca encontraba.

Yuya esperó una respuesta, pero lo único que volvió a él fue el eco de su propia voz, cada vez más débil, hasta que desapareció.

Cerró los ojos por un momento, dejando que las sensaciones lo invadieran. El lugar, aunque vacío, no era hostil.

Al contrario, era cálido, familiar, como un viejo amigo al que no había visto en años.

"Este lugar… es mío."

Esa realización le llegó de golpe, junto con una oleada de recuerdos.

Había visitado ese refugio en los momentos más difíciles de su vida: cuando las noches se volvían interminables y los días insoportables.

Era un santuario escondido en lo más profundo de su mente, un rincón donde podía ser libre. Un lugar donde podía ser él sin ser juzgado por ojos ajenos.

Un sitio donde se permitía sentir más allá de lo imaginable; dónde podía odiar, entristecer, amar...

—¿Uh? —

Y como si el último sentimiento le trajera una ola violenta que le golpeó en lo más profundo de su pecho, una nombre se le vino a la mente.

—Hoshiyomi… —Susurró, su voz quebrándose ligeramente.

Apenas el nombre escapó de sus labios, algo cambió.

La oscuridad, que parecía eterna e inmutable, comenzó a romperse. Al principio, fue solo un leve crujido, como si el aire mismo estuviera fracturándose.

Luego, pequeñas grietas aparecieron a su alrededor, extendiéndose rápidamente como si un vidrio estuviera siendo destrozado desde dentro.

Yuya abrió los ojos, observando con asombro cómo los fragmentos de sombra comenzaban a elevarse, desprendiéndose de su entorno.

Cada pedazo flotaba hacia arriba, desvaneciéndose en un punto lejano que no alcanzaba a distinguir.

"¿Qué está pasando?"

Su corazón latía con fuerza mientras sus pies tocaban, por primera vez, una superficie sólida. Miró hacia abajo y vio cómo la oscuridad bajo él se transformaba en algo diferente.

Una textura verde y brillante comenzó a extenderse, creciendo como un susurro de vida que lo envolvía.

Era hierba, suave y luminosa, reluciendo como si estuviera bañada por la luz de las estrellas.

El aire también había cambiado. Ahora una brisa suave acariciaba su rostro, fresca y cargada con un aroma dulce, como el de flores que jamás había visto.

Yuya inhaló profundamente, sintiendo cómo su cuerpo, antes flotante y etéreo, volvía a anclarse al mundo.

Cuando levantó la vista, el espectáculo ante él lo dejó sin palabras.

La oscuridad se había desvanecido por completo, revelando un vasto prado que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

Sobre él, un cielo que no era un cielo. Una galaxia vibrante se desplegaba en lo alto, sus colores bailando con una luz imposible que iluminaba todo el paisaje.

A su alrededor, flores de formas y tonos inimaginables se mecían al compás de la brisa. Cada pétalo brillaba como cristal, reflejando la luz con una delicadeza casi mágica.

Yuya bajó la mirada a sus manos, notando cómo su piel parecía resplandecer bajo aquella extraña luminosidad.

—¿Cómo…? —susurró, sus palabras perdiéndose en el aire.

Entonces lo vio. A lo lejos, una figura estaba sentada frente a una mesa hecha de cristal, tan brillante que parecía esculpida con las estrellas mismas.

Dos sillas acompañaban la escena, y en una de ellas, alguien sostenía una taza de té, sus movimientos tranquilos y pausados.

Yuya dio un paso hacia adelante, pero su cuerpo temblaba. Su corazón latía desbocado, mientras su mente, confundida, intentaba darle sentido a lo que veía.

Era su mente, sí. Pero algo más, algo desconocido, parecía haber tomado control.

—Hoshiyomi… —Volvió a murmurar, con los ojos fijos en la figura distante.

Cada paso que daba hacia la mesa parecía acercarlo no solo a esa presencia, sino también a algo que había estado aguardándolo todo ese tiempo.

Y aunque no podía entenderlo del todo, una cosa era segura: esa figura, bañada en el misterio del paisaje, lo había estado esperando.

La brisa jugaba con su cabello, acariciándolo con una suavidad casi maternal, mientras el prado a su alrededor parecía respirar al compás de su propio corazón.

La calma del lugar era absoluta, un refugio de silencio que acariciaba sus sentidos, pero Yuya no podía ignorar la sensación persistente de que algo más lo observaba. Algo que iba más allá de la figura frente a él.

"No sabré nada si me quedo aquí."

El pensamiento cruzó su mente como un susurro que provenía de las profundidades de su ser. Su mirada se clavó en la figura distante, y aunque cada paso parecía una promesa de respuestas, su pecho ardía con una mezcla de esperanza y temor.

"Sé que es imposible que él esté aquí, pero…"

Su mirada descendió por un sendero que ahora parecía trazado por flores que brillaban con una luz etérea, como si fueran estrellas atrapadas en pétalos. Yuya respiró hondo, intentando calmar el ritmo frenético de su corazón. Si era solo una ilusión, no quería romperla demasiado rápido.

Tres pasos. Cuatro. Cinco.

El paisaje parecía eterno, como si cada movimiento que hacía apenas lograra acercarlo.

"¿No me estoy acercando?"

La duda se filtró en su mente, helando la calidez que lo había acompañado hasta ahora.

"¿Y si esto es solo un camino sin fin?"

El pensamiento lo golpeó como una ráfaga de viento frío, pero se desvaneció cuando la verdad se reveló ante él. Desde esa distancia, la suave inclinación del terreno había creado una ilusión. Ahora podía ver claramente que se acercaba a una pequeña colina, la cúspide de su camino.

"Esto es… más difícil de lo que parece."

Yuya quiso reír, o quizás bufar ante la ironía de todo, pero en lugar de eso, su determinación lo empujó a avanzar. Su respiración era profunda, casi ceremoniosa, y sus pasos firmes, hasta que finalmente alcanzó la cima.

Allí estaba.

El reflejo que lo esperaba no era desconocido.

Era como mirarse en un espejo que mostraba no solo su rostro, sino una versión de sí mismo que parecía suspendida entre dos realidades.

La figura se encontraba sentada frente a la mesa de cristal, su postura impecable, sus movimientos medidos con una elegancia casi sobrenatural.

Yuya bajó la mirada, notando que aún llevaba la ropa con la que había llegado al aeropuerto, mientras su otro yo vestía algo que solo pertenecía al pasado: un pantalón verde ajustado, una camisa blanca impecable, y un cinturón que ceñía su cintura con un porte regio.

"Es como si el pasado y el presente se encontraran frente a mí."

Yuya tragó saliva. Era extraño verse así, pero no aterrador como la primera vez. No había esa sonrisa cruel y deformada, ni el peso de una amenaza inminente. Sin embargo, algo en la quietud de su otro yo le ponía los nervios de punta.

Con una calma forzada, Yuya se acercó a la mesa y, sin esperar una invitación, se dejó caer en la silla vacía.

Su reflejo no se inmutó, limitándose a llevar la taza de té a sus labios con movimientos que podrían haber pertenecido a un noble de tiempos lejanos.

El silencio se alargó, como si estuviera midiendo su paciencia.

—Tú… ¿me has traído hasta aquí, verdad? —Preguntó Yuya, rompiendo la quietud con una voz cargada de incertidumbre.

El otro dejó la taza con una delicadeza casi exagerada, emitiendo un suave tintineo cuando tocó el cristal.

Sus ojos se clavaron en los de Yuya, tranquilos y profundos, como si contuvieran el peso de un juicio eterno.

—No he sido yo quien te ha traído aquí. —Su voz era serena, pero cargada de un peso que Yuya no podía descifrar por completo.

Yuya frunció el ceño, confundido.

—¿A qué te refieres? Si no has sido tú, entonces… —

—Has sido tú mismo. —Su otro yo lo interrumpió. Su expresión no mostraba ira, pero había un dejo de reclamo en sus palabras, como si hubiera esperado demasiado tiempo por este encuentro. —Y tardaste demasiado. —

El aire alrededor de ellos pareció espesarse, como si las palabras hubieran cambiado algo fundamental en aquel lugar.

—Lamento la tardanza, pero no fue mi culpa —Peplicó Yuya, cruzándose de brazos con un gesto que intentaba esconder su nerviosismo.

El reflejo lo observó en silencio durante unos instantes más, como si analizara cada parte de su ser.

Luego, con un suspiro que parecía contener siglos de paciencia rota, dejó caer su espalda contra el respaldo de la silla.

—No lo fue… pero tampoco hiciste nada para evitarlo. —Su tono era suave, pero las palabras golpearon como una acusación velada.

Yuya sintió que la calidez del lugar comenzaba a desvanecerse, reemplazada por una inquietud creciente. Había algo en aquella figura, en sus movimientos, en su voz, que parecía saber más de él que él mismo.

—¿Por qué estoy aquí? —Preguntó finalmente, su voz apenas un susurro.

El otro yo lo miró nuevamente, y esta vez, sus labios se curvaron en una tenue sonrisa que no alcanzó a iluminar sus ojos.

—Porque es hora de hablar frente a frente —Comenzó, su voz suave, arrastrando las palabras como si saboreara cada una—. Dime, Yuya… ¿Cómo fue estar junto a Hoshiyomi? —Una ligera pausa, como si disfrutara del peso de la pregunta antes de continuar—. ¿Fue hermoso? ¿Hubo esa chispa mágica que tanto anhelas? —

Yuya se tensó al instante.

La mención de Hoshiyomi fue como una daga que lo atravesó, pero se obligó a mantener la mirada firme.

—¿Por qué quieres saber eso? —Replicó, intentando sonar seguro.

El otro Yuya soltó una risa baja, como el siseo de una serpiente en la penumbra.

Se inclinó ligeramente hacia adelante, apoyando un codo sobre la mesa, y dejó caer su barbilla sobre la mano.

—No es por ti, desde luego. Es… curiosidad. Llámalo un interés académico —Dijo con un tono tan cargado de burla que Yuya sintió que cada palabra le arañaba la piel—. Pero no evadas la pregunta. ¿Lo amas? —

Yuya apretó los labios, mirando la superficie de cristal como si pudiera encontrar ahí la respuesta correcta. Finalmente levantó la vista, sosteniéndole la mirada.

—Lo amo —Declaró, su voz firme, aunque el leve temblor en sus manos lo traicionaba.

El otro Yuya dejó escapar una sonrisa torcida, como si hubiera esperado exactamente esa respuesta. Se incorporó con una elegancia felina, sus movimientos precisos, controlados.

—¿Lo amas? —Repitió, su tono suave, venenoso—. ¿O solo recuerdas que alguna vez lo amaste? —

Las palabras golpearon a Yuya como un látigo.

Su respiración se volvió errática, y una oleada de imágenes incompletas invadió su mente: destellos de una vida que no recordaba, de una conexión que parecía existir más allá del tiempo.

Se echó hacia atrás, tambaleándose ligeramente.

—¿Qué…? —Murmuró, la confusión dibujada en su rostro.

El otro Yuya lo observaba con el aire de un cazador que disfruta ver a su presa debatirse.

—Siempre tan ingenuo, tan desesperadamente lento —Dijo, arrastrando las palabras con la misma precisión que un filo deslizándose por carne. Sus dedos acariciaron la superficie de cristal, dejando un rastro invisible—. ¿En qué fallé al reencarnarnos? —

Yuya parpadeó, tratando de aferrarse a algo sólido.

—¿De qué estás hablando? —

El otro Yuya no respondió de inmediato. Se levantó con la misma gracia pausada, rodeando la mesa con pasos ligeros. La luz de las estrellas danzaba en sus ojos mientras inclinaba ligeramente la cabeza.

—Prometimos encontrarnos aquí, tú y yo —Dijo, su tono cargado de una calma inquietante—. Pero tú… te perdiste en la oscuridad, tanto que olvidaste este lugar. —

Yuya se enderezó, intentando mostrarse firme, aunque su voz tembló al replicar.

—¿Qué lugar? ¿Qué significa esto? —

El otro Yuya rió entre dientes, un sonido suave, casi imperceptible, pero cargado de desdén.

—Oh, Yuya… —Murmuró mientras se acercaba, sus pasos resonando con un eco casi etéreo—. Tú y yo éramos uno. Una sola mente, un solo cuerpo. Pero la gran catástrofe nos dividió. —

—¿La gran catástrofe? —Preguntó Yuya, aunque las palabras salieron como un susurro.

—Supongo que el Señor Astral te mencionó algo… aunque dudo que lo entendieras del todo. —

El nombre "Astral" golpeó la mente de Yuya como una campanada distante. Su respiración se entrecortó, y su mirada se oscureció con desconfianza.

—¿Qué sabes de él? —Preguntó con brusquedad.

El otro Yuya se detuvo junto a él, inclinándose ligeramente para que sus rostros quedaran a la misma altura.

—Mucho más de lo que tú jamás entenderás en este estado... Pero, no cambiemos de tema... El precio de proteger lo que importa...—respondió, su voz tan suave que parecía una caricia venenosa—. Nos dividimos, sellamos nuestros recuerdos, todo para mantener seguro aquello que… nunca debimos perder. —

Yuya sacudió la cabeza.

—No entiendo… ¿Qué importa tanto? —

El otro Yuya sonrió con una mezcla de tristeza y superioridad, extendiendo una mano hacia la mesa. Las estrellas reflejadas en el cristal parecieron moverse, formando constelaciones desconocidas.

—El fruto que nació entre Hoshiyomi y nosotros… —Murmuró, y esta vez no había burla en su tono. Sus palabras eran suaves, impregnadas de un cariño que parecía fluir desde lo más profundo de su ser—. Algo que nos une a él de una forma que ni siquiera tú puedes imaginar. —

Yuya, sorprendido por el repentino cambio en la voz de su otro yo, sintió que la tensión en el aire adquiría un matiz diferente.

—¿Qué es ese fruto? —Preguntó, con una mezcla de cautela y curiosidad.

El otro Yuya levantó la vista hacia él, sus ojos brillando con una intensidad que parecía perforarlo.

—Es nuestra marca indeleble, Yuya. Una conexión que trasciende el tiempo y el espacio. Algo precioso… algo invaluable. —Hizo una pausa, y su rostro adquirió una suavidad que contrastaba con su habitual veneno—. Es lo único que nos mantuvo enteros, incluso cuando todo a nuestro alrededor se derrumbaba. —

Yuya tragó saliva, sintiendo un peso en su pecho.

—¿Y qué le pasó… a ese fruto? —

El otro Yuya cerró los ojos, como si las palabras mismas fueran demasiado pesadas para pronunciarlas.

—Está aquí —respondió al fin, colocándose una mano sobre el corazón—. Está tan cerca que no puedes verlo… y sin embargo, tan lejos como los recuerdos que perdiste. —

La atmósfera cambió de golpe. Las estrellas en la mesa comenzaron a girar, formando un remolino de luz que iluminó el rostro del otro Yuya. Este dio un paso hacia adelante, inclinándose sobre la mesa con una intensidad renovada.

—Ademas, nuestro poder… —Dijo, su voz ahora cargada de una determinación abrasadora—. Nos lo arrebataron cuando este mundo cambió, cuando nosotros cambiamos. Pero no está perdido, Yuya. Nunca lo estuvo. —

Yuya sintió un escalofrío recorrerle la columna.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, su voz temblorosa.

El otro Yuya se irguió por completo, su figura proyectando una sombra imponente sobre la mesa. Las estrellas giraron más rápido, casi cegadoras.

—¿Quieres entender todo?... Ese poder siempre ha sido nuestro. Es una fuerza que se esconde en cada paso que das, en cada decisión que tomas. Está esperando a que despiertes, a que recuerdes lo que somos en realidad. —

Yuya se levantó, retrocedió un paso, su respiración acelerada.

—No entiendo… ¿Qué debo hacer? —

El otro Yuya extendió una mano hacia él, pero no con la intención de calmarlo. Su gesto fue decisivo, casi despiadado.

—Despierta, Yuya —Ordenó, su voz resonando como un trueno—. Despierta y reclama lo que es tuyo. Rompe las cadenas que aún te atan a esta ignorancia, y encuentra nuestro verdadero poder. —

Las estrellas en la mesa se encendieron con un destello final antes de desvanecerse. Yuya sintió como si el suelo bajo sus pies se desmoronara. Intentó resistirse, aferrarse a algo, pero la fuerza era irresistible.

El último eco de la voz de su otro yo le llegó como un susurro, cargado de una mezcla de fuerza y promesa.

—Recuerda, Yuya. Todo lo que somos, todo lo que podemos ser… depende de ti. —

Y entonces, la oscuridad lo envolvió, dejándolo con más preguntas que respuestas.

Mientras que, el otro Yuya quedó suspendido en aquel sitio que, como si hubiera sentido todo lo ocurrido, comenzó a sanar como una herida abierta.

Luces de colores brillantes y hilos de magia destellaban en el aire, tejiendo el espacio como si pertenecieran a una historia sacada de un sueño.

Cada destello vibraba con una armonía que parecía ajena al tiempo y al dolor, una sinfonía de creación y restauración.

Sus ojos rubí contemplaban el espectáculo con calma, siguiendo cada filamento que se entrelazaba en el vacío.

Pero entonces, algo lo sacó de su ensoñación.

Fue breve.

Un sonido.

Apenas un eco, débil pero lo suficientemente claro como para que su mirada severa se tensara.

Giró lentamente, como si el aire mismo hubiera cambiado su dirección, y comenzó a caminar hacia el origen de aquel llamado.

El campo que se extendía ante él era un océano de flores brillantes y etéreas, cada pétalo pulsando con un resplandor que rivalizaba con las estrellas.

Sus pasos eran suaves, apenas perturbaban la fragilidad del suelo que pisaba, y sin embargo, todo parecía inclinarse ante él, como si el campo mismo reconociera a su dueño.

—Estoy en camino —Susurró, y aunque sus palabras flotaron en el aire con serenidad, había un matiz cariñoso, casi maternal, que suavizaba su tono habitual.

Sus labios, que hasta ese momento habían sido una línea recta de autoridad, se curvaron en una sonrisa leve, llena de ternura.

La voz seguía llamándolo, cada vez más fuerte, más insistente.

Finalmente, llegó a su destino.

Ante él se alzaba un templo magnífico, construido con columnas de mármol blanco que parecían brillar con luz propia. Cada detalle de la estructura evocaba lo celestial: el techo alcanzaba las alturas de un cielo eterno, y las puertas, talladas con delicados motivos astrales, invitaban con urgencia, como si supieran que su presencia era necesaria.

—Ya estoy aquí —Anunció, y al cruzar el umbral, la magia del lugar lo envolvió.

Su ropa se deslizó de su cuerpo como agua que se escurre entre las manos, transformándose en un vestido blanco. Era simple y amplio, dejando sus hombros al descubierto, mientras caía en suaves pliegues que rozaban sus pies descalzos.

Cada paso resonaba en el suelo sagrado con un eco suave, como una melodía secreta que el lugar guardaba para sí.

Pero el interior del templo no era como el exterior.

Lo que había sido celestial se convirtió en un escenario de pesadilla.

El suelo estaba cubierto por un líquido negro y viscoso que se extendía lentamente, como si estuviera vivo.

Las paredes, aunque originalmente blancas, estaban manchadas con puntos rojos oscuros que goteaban con un ritmo inquietante.

El aire estaba cargado, denso, como si las sombras mismas respiraran alrededor.

Y en el centro, entre ese caos aterrador, estaba lo que buscaba.

Una cuna.

Era una pieza deformada y manchada, una visión que parecía sacada de las entrañas del infierno. Sin embargo, de ella emanaba un sonido: el llanto desesperado de un bebé.

Yuya se acercó con calma, sus pasos resonando sobre el líquido negro, que retrocedía tímidamente al contacto con su piel desnuda.

Cada movimiento suyo era deliberado, como si su presencia impusiera un orden en medio del caos.

Al llegar a la cuna, extendió los brazos y levantó con delicadeza un bulto blanco.

El niño seguía llorando, su voz cargada de una necesidad que perforaba el aire. Yuya lo sostuvo contra su pecho, y con un gesto lleno de ternura, comenzó a mecerlo mientras tarareaba una canción de cuna.

"...ambos rostros solo observan, con un tierno amor..."

Cantó, como si aquel único bebé fuese su prioridad, y entonces...

—Debes haberte sentido tan solo… todo este tiempo —Murmuró, su voz apenas un susurro cargado de un cariño profundo y doloroso—. Pero mamá ya está aquí. No te preocupes. Mamá apartará a los monstruos, y luego… —

Su voz se detuvo, y la ternura en su rostro fue reemplazada por algo mucho más oscuro.

Su sonrisa se deformó en una mueca inquietante que alcanzaba de forma grotesca sus oídos, y sus ojos brillaron con una amenaza silenciosa.

Los matará a todos.

El bebé lloró un poco más antes de calmarse, como si comprendiera que estaba seguro en esos brazos.

Yuya, volviendo a ese gesto de profundo cariño, lo miró con devoción antes de colocarlo de nuevo en la cuna.

Sus dedos trazaron con suavidad el contorno del pequeño rostro, que no tenía piel ni músculos, pero sí dos ojos dorados que brillaban con la infinitud de las estrellas.

—Duerme bien, pequeño. Mamá está cerca —Dijo con dulzura, aunque su mirada seguía reflejando una intensidad que desafiaba toda lógica.

Se dio la vuelta y abandonó el templo sin prisa, sus pasos resonando en el suelo como si nada de lo que había visto lo hubiera perturbado.

Afuera, las flores seguían brillando, ajenas a la oscuridad que se escondía dentro del templo.


Y entonces, todo comenzó a cobrar color.

El mundo que había sido una penumbra amorfa empezó a definirse lentamente, como si cada rincón de la realidad regresara a su sitio.

Los sonidos se filtraban a través de sus oídos, primero en un eco lejano, apenas perceptible, y luego en un crescendo de detalles.

Pequeños pitidos marcaban un ritmo constante, regular, que escapaba de algún artefacto cercano.

¿De qué?

Sus párpados, aún pesados como plomo, comenzaron a ceder.

Un leve parpadeo, luego otro, y finalmente sus ojos se abrieron. La luz lo cegó por un momento, obligándolo a entrecerrar los ojos.

La vista tardó en enfocarse, pero poco a poco todo se definió.

Un monitor cardíaco brillaba con su pulsación constante. Los números digitales danzaban en la pantalla con precisión, fríos y clínicos.

"¿Dónde…?"

La pregunta resonó en su mente, familiar y distante a la vez.

Repetirla era una forma de anclarse, de no perderse en el torbellino de confusión que amenazaba con envolverlo.

Suspiró, dejando escapar el aire con suavidad, y giró la cabeza, tratando de captar algo más allá del blanco estéril del techo y el penetrante olor a desinfectante que impregnaba el ambiente.

"¿Estoy en un hospital?"

La lógica parecía encajar, pero los recuerdos regresaron como una avalancha.

Su entrenamiento junto a Astral, el dolor de las heridas, esa sensación sofocante de negatividad, el fuego rugiente que se lo tragó todo… Y luego, el impacto de un dolor que parecía remoto y cercano a la vez: arrancarse un catéter.

"Vaya…" pensó con una chispa de ironía. "Es la segunda vez que me arranco un catéter. Qué elegante."

Pero los recuerdos no se detuvieron ahí.

Había más.

Fragmentos que no pertenecían a esta vida, sino a otra, lejanísima, pero profundamente arraigada en su ser.

Otra ocasión, otro hospital… y una figura que lo marcó para siempre.

La claridad golpeó su mente como un relámpago.

Sus ojos se enfocaron y, con un movimiento abrupto, intentó incorporarse.

La enfermería seguía igual, desde las cortinas pálidas hasta la camilla sobre la que yacía.

Pero algo era diferente.

Sus muñecas estaban envueltas en vendas, apretadas con tal fuerza que le ataban a la camilla.

Como si quienes lo cuidaban hubieran previsto lo que haría. Como si esa escena ya hubiera ocurrido antes.

—¿Quién…? —Intentó preguntar, pero su voz apenas fue un murmullo.

La puerta de la enfermería se abrió de golpe, y el murmullo de su voz fue reemplazado por un torrente de susurros y discusiones que se filtraron al interior.

—¡Te dije que no era buena idea! —Espetó una voz masculina con un tono agotado. El pelinaranja que hablaba tenía unas ojeras tan profundas que parecía que no había dormido en días.

Otro joven, de cabello rosa, lo miró con una mezcla de desafío y humor. Cruzó los brazos como un niño que acababa de ganar una discusión.

—¡No puedes decirme lo que debo o no debo hacer! Además, nadie salió herido, ¿no? ¡Nos reconciliamos! ¿Eso no te alegra? —

—¡Por tu culpa, Yuya salió corriendo! —Le gritó el primero, señalándolo con irritación.

Una figura de cabello blanco intervino, con una calma que parecía intentar equilibrar la tempestad.

—Creo que nadie pudo prever las consecuencias. Yo también tengo parte de culpa. Tokiyomi, no culpes del todo a Michael. —

—¡Eso es verdad! —Admitió Tokiyomi, aunque su expresión era de fastidio. Miró a ambos como si cargaran el peso de todo el caos. —Los haré responsables a los dos. —

—Bien —Respondió el peliblanco, encogiéndose de hombros—. Envíame la cuenta. —

Michael simplemente se rió.

La tensión parecía diluirse en el aire, transformándose en una calidez extraña, casi familiar.

Pero entonces, Hoshiyomi, que hasta ese momento se había mantenido apartado, se quedó inmóvil.

Su rostro cambió de golpe, como si hubiera visto un fantasma. Sus ojos se fijaron al frente, incapaces de desviar la mirada.

—¿Qué sucede? —Preguntó Astral, preocupado.

La respuesta no fue necesaria.

Los demás siguieron la dirección de la mirada de Hoshiyomi y lo vieron también.

Yuya.

Despierto, luchando contra las vendas que lo aprisionaban con movimientos desesperados.

—Yuya… —Susurró Hoshiyomi, su voz quebrándose entre incredulidad y emoción.

Sin pensarlo dos veces, corrió hacia él, olvidando todo lo demás.

El abrazo lo sorprendió, cálido y firme, envolviéndolo como un refugio inesperado.

Yuya dejó de forcejear, sus movimientos cesaron al instante. Algo en ese contacto disipó su desesperación.

Giró apenas la cabeza, lo suficiente para vislumbrar el cabello rubio que caía como una cortina dorada.

No necesitó más para saber quién era.

—Hoshiyomi… —Susurró su nombre, y con ello, toda la tensión que había acumulado se desmoronó.

La fragancia conocida lo envolvió: una mezcla de recuerdos y emociones que se agolpaban en su pecho.

Las palabras de Hoshiyomi llegaron, cargadas de regaño, preocupación y algo más profundo, algo que hizo que el corazón de Yuya latiera con fuerza.

—¿Por qué corriste así, Yuya? —Su voz tembló, aunque intentaba mantenerse firme—. ¿Por qué no esperaste como te lo pedí? —

La culpa le atravesó como una punzada.

Bajó la mirada, su voz un susurro.

—Lo siento… Estaba preocupado. —

—¡No vuelvas a hacer algo tan imprudente! —Hoshiyomi alzó la voz, pero detrás de la reprimenda se escuchaba el temblor de alguien que había temido perderlo.

—Lo lamento… No volveré a hacerlo. —

Un silencio pesado se interpuso entre ellos, hasta que Hoshiyomi lo rompió con un murmullo apenas audible:

—Yuya… Estoy tan feliz de que hayas despertado. —

Yuya sintió algo húmedo en su hombro.

El calor de unas lágrimas que se filtraban a través de la tela.

"¿Está llorando?"

Ese detalle lo dejó sin aire.

Hoshiyomi, siempre tan fuerte, siempre tan imperturbable, ahora se quebraba por él.

Y eso, sumado a los recuerdos de su vida pasada que ahora regresaban con mayor claridad, hizo que el momento adquiriera un significado mucho más profundo.

Con un suspiro rendido, Yuya cerró los ojos y apoyó su frente contra el hombro de Hoshiyomi, dejando que el peso de sus emociones fluyera libremente.

—Lo siento… —Repitió, su voz apenas un hilo de aire.

Un destello de memoria atravesó su mente, un déjà vu tan nítido que le dolió.

Recordó la ocasión en la que él mismo rogó a Hoshiyomi que no se entregara al peligro. Y ahora, los roles estaban invertidos.

Pero esta vez, Yuya tenía la oportunidad de hacer las cosas bien.

—Prometo que esta vez te escucharé en todo, Hoshiyomi. —

Esas palabras parecieron congelar el tiempo.

Hoshiyomi se apartó ligeramente, lo justo para mirarlo.

Sus ojos estaban enrojecidos, brillantes, y aunque la fatiga era evidente, había en ellos una calidez que Yuya no recordaba haber visto en mucho tiempo.

Con una ternura que lo dejó sin aliento, Hoshiyomi tomó su rostro entre las manos.

Su pulgar rozó suavemente su mejilla, como si quisiera grabar ese momento en su memoria.

—Promételo de verdad, Yuya. No quiero que te pase nada en mi ausencia. No soportaría perderte otra vez. —

Yuya sonrió ante esa súplica disfrazada de advertencia.

—Te lo prometo. —

Y fue como si esas palabras despejaran las nubes que los rodeaban.

La luz que se filtraba por la ventana pareció volverse más brillante, bañándolos en un resplandor cálido.

Detrás de ellos, las voces de los demás se acercaban, tímidas pero llenas de alivio.

El mundo había recuperado su color.

Y, en ese instante, Yuya supo que había vuelto a encontrar aquello que más atesoraba: un vínculo irrompible.