Capítulo 30:
Esperanza [VI]
La vida parecía haberse convertido en un juego cruel y despiadado, donde el destino se divertía sumiéndolo en un laberinto de deudas y desesperación.
La cantidad era aterradora: más de ciento cincuenta mil dólares, quince millones de dólares, una cifra que parecía una montaña insuperable, un peso que lo aplastaba con su mera existencia.
No importaban las cifras exactas; todas significaban lo mismo: condena, desesperanza, la certeza de que jamás podría escapar de este infierno de deudas.
Aunque trabajara día y noche, sudando cada centavo, jamás lograría saldar semejante cantidad.
La realidad lo golpeaba con la misma fuerza con la que la lluvia lo había empapado horas antes, dejándolo despojado de todo: su hogar, sus tarjetas, incluso su celular, ahora inútil y silencioso como un objeto abandonado.
Era un cadáver ambulante, pero con el infortunio de que la muerte aún le rehuía, dejándolo en un estado de limbo, sin escapatoria ni esperanza.
La imagen de un perro acercándose para marcarlo como territorio, patética y humillante, habría arrancado una risa amarga de sus labios si no estuviera tan desgastado por dentro, tan vacío y sin fuerzas.
Pero en ese momento, las voces en la habitación lo sacaron de su ensimismamiento, recordándole que no estaba solo en este infierno.
El jefe de los prestamistas, un hombre cuyo temperamento era tan impredecible como un relámpago en medio de una tormenta, estaba desquitándose con sus subordinados, su bate de metal resonando contra la carne de sus desdichados hombres.
Yuya lo observaba desde el sofá, silencioso, como un espectador que ya no encontraba sentido en los horrores del espectáculo que tenía ante sí.
La escena era dantesca, un reflejo de la crueldad y la desesperación que lo rodeaba.
El jefe rugía y maldecía, su voz como un trueno que llenaba la habitación, mientras sus subordinados temblaban y se disculpaban, como animales acorralados.
—¡¿Cómo se le ocurre a ese miserable pedir otro préstamo?! —Rugió el hombre, su bate de metal resonando contra la carne del subordinado que faltaba por golpear. —¡Y encima usa a su hijo como aval, otra vez! Ese hombre no tiene cerebro ni alma. —
El subordinado, que yacia en el suelo temblaba mientras respondía: —J-Jefe, él creyó que la deuda había sido condonada. —
—¿Condonada? —repitió el hombre con una carcajada estridente que llenó la habitación, su eco tan cruel como el mundo que habitaban. —En este mundo, las deudas no se perdonan, se pagan. ¡Ese hombre es una plaga! —
El bate volvió a caer, y los gemidos de dolor se mezclaron con las maldiciones del jefe.
Yuya, sin embargo, apenas escuchaba.
Su mente estaba atrapada en un torbellino de pensamientos, un remolino de emociones que lo llevaban a cuestionar todo.
"Una plaga."
Sí, su padre era una plaga, un hombre que había arruinado todo a su paso, dejando a su propio hijo como sacrificio.
La ironía le resultaba insoportable: aquel hombre vivía como si nada, mientras él cargaba con las consecuencias de sus actos.
—El grupo P-Pléyades fue quien otorgó el préstamo— Informó otro subordinado, con voz entrecortada.
—¡Mierda! ¡Maldición! —
El jefe maldijo en voz alta, y Yuya no necesitaba entender más; ese nombre era suficiente.
¿Que hombre o mujer sobre la tierra no había escuchado sobre quienes manejaban el bajo mundo?
Los Pléyades eran una fuerza implacable, una red que se extendía más allá del país, un monstruo con tentáculos capaces de aplastar cualquier esperanza de resistencia.
—Escucha, mocoso —
Dijo el jefe, encendiendo un cigarro mientras exhalaba lentamente una nube gris que llenó la habitación con un aire pesado y denso.
—Si quieres seguir con vida, tienes dos opciones: puedes huir, cambiar tu nombre, tu rostro, tu vida entera. O... puedes enfrentarlo, aunque eso signifique arriesgarlo todo. —
La primera opción resonó como un eco en la mente de Yuya.
¿Huir?
¿Dejar todo atrás para convertirse en un fantasma que vagaba sin rumbo ni identidad?
Esa idea lo revolvió por dentro.
No era solo la cobardía de la propuesta, sino la injusticia que implicaba.
¿Por qué tenía que pagar el precio por los pecados de su padre?
La ira que había estado reprimida en su interior comenzó a bullir.
Primero como un murmullo, luego como un rugido ensordecedor que lo llenó de una determinación visceral.
"No. No huiré."
El calor de la rabia lo envolvió, incendiándolo desde dentro, llenando el vacío que había dejado la desesperación.
Si no podía escapar de esta vida, entonces la usaría para destruir al hombre que lo había condenado.
—Voy a vengarme —Murmuró con una voz baja, casi inaudible, pero cargada de una resolución que estremeció al jefe.
—¿Vengarte? —Repitió este, entrecerrando los ojos. —Chico, ¿cómo piensas conseguir el dinero para hacerlo? Trabajar honestamente no te llevará a ninguna parte con una deuda como esta. —
Yuya levantó la mirada, sus ojos ahora brillando con algo diferente.
Algo feroz.
—¿Eres bueno en los duelos de monstruos? —Preguntó el jefe, esbozando una sonrisa ladeada, como si acabara de encontrar una chispa de esperanza en medio del desastre.
Yuya frunció el ceño, pero asintió.
Y eso bastó.
—Bien. Entonces espero que estés preparado, mocoso. Porque este juego acaba de empezar. —
La habitación se sumió en un silencio tenso, como si el aire mismo estuviera cargado de electricidad. Yuya se sentía como un animal acorralado, listo para saltar.
La venganza ahora se había convertido era su único objetivo, su razón de ser.
Y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para lograrla.
El jefe se irguió, su presencia imponente en la habitación.
—Vamos a empezar a trabajar en tu plan de venganza. Pero primero, debemos asegurarnos de que estás preparado para lo que se avecina. —
Yuya asintió, su corazón latiendo con una determinación feroz.
Estaba listo para enfrentar cualquier cosa, para hacer cualquier cosa con tal de destruir al hombre que lo había condenado.
La venganza era su destino, y estaba dispuesto a seguirlo hasta el final.
¿Y esa decisión fue fácil para Yuya?
No, claro que no.
Todo tuvo un costo. Un precio que se pagaba con carne y sangre.
Cada paso dado hacia adelante, cada intento de mantenerse en pie, era una sentencia contra sí mismo. Pero Yuya lo sabía.
Había decidido aceptar las consecuencias.
—¡Tienes que mejorar! ¡No puedes quedarte en el suelo agonizando de dolor! —Rugió el Jefe de los prestamistas desde las gradas, su voz como un trueno que resonaba en el campo clandestino.
Ese lugar...
Ah, ese maldito lugar.
Un campo de duelo oculto a los ojos de la ley, donde las sombras gobernaban y el peligro era el único juramento.
Si alguien llegaba a encontrarlo, sería clausurado de inmediato, y sus dueños encadenados en una celda.
Pero ahí, lejos de cualquier moral o justicia, las reglas eran crueles y absolutas.
Yuya lo sabía, y aun así estaba ahí.
El Jefe lo miraba con desdén y algo que se distinguió como crueldad, como si el tambaleo del chico fuera una afrenta personal.
—¡Recuerda que aquí no existen las leyes! Si pierdes puntos, ganas una descarga eléctrica. Si haces perder al otro, el castigo es suyo. ¡Este lugar es una mina de oro para los fuertes! Pero primero tienes que aprender a mantenerte de pie a pesar del dolor, ¿comprendes? —
Yuya, con los labios partidos y un temblor en las piernas, apenas pudo asentir.
Su cuerpo, envuelto en un collar y pulseras que marcaban su sentencia, era poco más que un saco de golpes y electricidad.
Cada descarga lo acercaba un paso más al borde de la muerte, pero cada victoria le prometía dinero, un respiro de libertad, y algo mucho más importante: venganza.
"No puedo rendirme."
El pensamiento se aferraba a su mente como un clavo ardiendo.
No podía permitirse dudar.
Apretando los dientes, alzó su disco de duelo.
Un monstruo estaba a punto de materializarse en su campo, pero el primer intento fue demasiado para su cuerpo destrozado.
El dolor lo atravesó como una espada, y antes de darse cuenta, cayó al suelo.
—Jefe, ¿no cree que es mejor fortalecer su cuerpo? —Preguntó uno de los subordinados, observando con preocupación cómo el humo se elevaba de las ropas chamuscadas de Yuya.
El Jefe lo meditó unos instantes antes de asentir con brusquedad.
—Llévatelo al matadero. Que no vuelva hasta que pueda salir por su cuenta. —
—Entendido. —
El subordinado bajó al campo, recogió el cuerpo inerte de Yuya y se lo llevó a "ese" lugar.
Ah, sí.
Ese lugar...
Una bodega abandonada adaptada para entrenar a los nuevos reclutas del grupo Zodíaco.
Un infierno en la Tierra donde la supervivencia no era un derecho, sino un privilegio reservado para los más fuertes.
El aire apestaba a podredumbre.
La suciedad cubría cada rincón, y las reglas del lugar eran tan brutales como el hombre que lo lideraba.
—Te dije que quería tu cena, ¿no escuchas? —Gruñó un hombre de unos treinta años, arrancando una bandeja de comida de las manos temblorosas de un niño.
El líder, un coloso de mirada cruel, sonrió con burla antes de tirar los alimentos al suelo. —¿Ves? No es difícil. —
El niño no respondió, pero el titán no había terminado.
Una chispa de perversidad cruzó su rostro, y sin previo aviso, comenzó a golpear al menor con la bandeja metálica.
El sonido del metal contra la carne se mezcló con los gritos desgarradores del niño, mientras la sangre salpicaba el suelo como lluvia roja.
Nadie intervenía.
Los hombres a su alrededor mantenían la vista fija en sus propias tareas, como si aquello fuera tan común como respirar.
Y quizá lo era.
—¡Luces como un idiota ahora! —
Se burló el líder, escupiendo sobre el cuerpo inerte del chico.
Al final, dos hombres recogieron al joven y lo llevaron fuera.
No en una camilla, sino en una bolsa negra.
Oh, sí.
Ese sitio era horrible.
Pero para el Jefe del Zodiaco, era perfecto para poner a prueba la voluntad de Yuya.
Cuando Yuya despertó, lo primero que vio fueron los ojos fríos de los hombres que lo rodeaban.
El miedo le recorrió el cuerpo, pero no dejó que lo dominara.
—¡Llega un nuevo recluta! —Vociferó uno de ellos. —Denle la bienvenida. —
La bienvenida fue brutal.
Los golpes llegaron en todas direcciones, un torrente de puños y patadas que lo dejaron temblando y con la piel ardiendo.
Pero Yuya no lloró.
No suplicó.
"No soy un cobarde," Se repetía a sí mismo, con una furia que lo mantenía despierto a pesar del dolor.
Cuando al fin lo arrojaron a las cocinas, un lugar infecto y frío, Yuya se tambaleó, revisando sus heridas.
El cuerpo le ardía, las manos temblaban, pero en su interior había algo indestructible.
Y mientras se apoyaba en una pared cubierta de mugre, sólo una cosa cruzó su mente.
"Volveré a levantarme."
La primera semana fue un infierno desbordado, una cadena perpetua de humillaciones que ni siquiera la imaginación más cruel podía recrear.
Yuya, apenas capaz de sostener su cuerpo maltrecho, descubrió que su resistencia era solo un hilo delgado.
Y, aun así, seguía en pie.
El segundo día, las órdenes llovieron sobre él como un aluvión.
—Tendrás que lavar la ropa, las sábanas, preparar la comida y limpiar los baños —.
Ordenó un subordinado que también se autoproclamaba líder, con una sonrisa mezquina y ojos que destilaban desprecio.
Yuya tragó el asco que le provocaba esa mueca burlona, pero algo dentro de él comenzó a arder.
No habló.
No discutió.
Solo tomó la camisa sudorosa que le arrojaron, oliendo a sal y derrota, y la colgó sobre su hombro.
El lugar no era más que una bodega disfrazada de campamento.
Viejas rejas delimitaban áreas funcionales: lavandería, baños comunes, una cocina improvisada, dormitorios colectivos y un campo de duelo que destilaba sudor y sangre.
Era un laberinto de miseria y control, pero también un recordatorio constante de por qué estaba allí.
"Venganza."
Esa palabra resonaba como un tambor en su cabeza cada vez que el cansancio le hacía flaquear.
Cada día era una prueba, una ejecución lenta.
Golpes.
Humillaciones.
Privaciones.
Pero Yuya soportaba.
Cuando el fuego de la rabia se asomaba, lo contenía, porque aún no era el momento de estallar.
Sin embargo, como el agua que encuentra la grieta en la roca, su furia encontró un escape una tarde, mientras recogía ropa en la lavandería.
—¿Puedes levantar tu camisa? —Le pidió a uno de los reclutas que había arrojado su prenda al suelo con desdén.
El hombre se detuvo, sorprendido.
Después, sonrió con una mueca burlona y avanzó hacia Yuya, como un depredador que acecha a su presa.
—¿Qué dijiste, escoria? —Gruñó mientras empujaba a Yuya hacia atrás, golpeándolo en la cabeza como si fuera un juego.
—Levanta. Tu. Camisa —Repitió Yuya, sin bajar la mirada.
Ese momento fue un choque de voluntades.
Yuya sabía que estaba por recibir una paliza monumental, pero se aferró a esa chispa de orgullo que aún ardía en él.
El golpe llegó.
Primero uno, luego otro.
Los puños del recluta impactaron su rostro con la fuerza de un martillo.
Sangre y sudor se mezclaron, manchando el suelo como un cuadro grotesco.
Pero algo cambió.
En medio del dolor, Yuya sintió una ráfaga de adrenalina que lo hizo reaccionar.
Con un rugido gutural, empujó a su agresor con todas sus fuerzas.
El hombre tropezó y cayó, golpeándose la cabeza contra la esquina de una lavadora.
Quedó inconsciente, y aunque Yuya tambaleaba, por primera vez sintió que había ganado una pequeña batalla.
"Lo logré." Dijo con una extraña satisfacción, y aunque al principio fue aterrador. Eso no impidió que todo comenzará a acomodarse.
La rutina de Yuya cambió después de ese enfrentamiento.
Durante el día, cumplía con las tareas asignadas, soportando las miradas de burla y el peso de su propio agotamiento.
Pero por las noches, mientras los demás dormían, Yuya se quedaba en el campo de duelo, practicando.
Primero imitaba los movimientos que veía durante el día.
Golpes torpes, pasos descoordinados, pero constantes.
Sus puños se rompían y sangraban, pero cada herida era una medalla de su voluntad.
Su cuerpo dolía, pero su alma se fortalecía.
Y una noche, mientras entrenaba en silencio, alguien lo sorprendió.
—No estás mal, mocoso, pero tus golpes son una desgracia. —
Comentó un hombre robusto que había estado observándolo desde las sombras.
Antes de que Yuya pudiera reaccionar, el desconocido se acercó y corrigió su postura, moviendo sus brazos con firmeza.
—Si quieres derribar a alguien, abre las piernas, estabilízate y golpea con intención. No puedes atacar sin pensar. —Le dio un golpe suave en el hombro. —¿Lo entiendes? —
Ese hombre se convirtió en un maestro inesperado, alguien que reconoció la chispa de determinación en Yuya y decidió avivarla.
Le enseñó a golpear, a defenderse, e incluso a esquivar ataques con armas blancas.
Yuya aprendió rápido, impulsado por la necesidad de sobrevivir y el deseo de ser más fuerte.
Y así, cuando menos se dieron cuenta.
Meses pasaron.
Yuya no era el mismo chico que había llegado.
Su cuerpo, antes frágil, ahora era fuerte y resistente.
Sus ojos, que antes mostraban miedo, ahora ardían con la intensidad de un fuego inextinguible.
Y como si fuese un extraño ritual.
Una noche, empacó sus pocas pertenencias en una maleta pequeña y regresó triunfante al campamento principal.
Allí, el Jefe del grupo Zodiaco lo recibió con una sonrisa satisfecha.
—Bienvenido, muchacho. Te tardaste. —Sus ojos recorrieron el tatuaje en el brazo de Yuya, el símbolo de su nueva identidad.
Yuya no respondió.
Solo sonrió de vuelta, porque sabía que ese no era el final, sino el comienzo de su verdadera venganza.
Ahora, más fuerte y decidido, estaba listo para enfrentarse al mundo.
El aire del campo clandestino era pesado, cargado de recuerdos y cicatrices invisibles que Yuya sentía como si fueran suyas.
Las gradas vacías, las rejas oxidadas que delineaban la arena, todo era exactamente como lo recordaba.
Allí, en ese círculo de sombras, el destino de muchos había sido decidido, y ahora era su turno de reclamar un lugar entre ellos.
—Es tal como lo recordaba... —Murmuró, más para sí mismo que para el hombre a su lado.
Kazuma, el hombre al que el mundo conocía como el Jefe, lo escuchó y sonrió.
Pero no era una sonrisa cualquiera.
Había en ella una chispa de orgullo, un reflejo de alguien que observaba a un joven superar las pruebas del destino con más fuerza de la que jamás imaginó.
Como un padre que ve a su hijo tomar las riendas de su vida.
—Seis meses fuera y ya hablas como un viejo, mocoso. —El hombre palmeó con gentileza su hombro, un gesto casi paternal que Yuya aceptó en silencio.
El Jefe continuó, su tono grave pero teñido de afecto:
—¿Sabes lo difícil que fue mantenerte oculto de esos malditos Pléyades? Muchacho, si planeas sobrevivir aquí, tendrás que ganar lo suficiente para borrar tu rastro antes de que vuelvan a buscarte y cobrar lo que aún no tienes. ¿Entendido? —
Yuya asintió, con una resolución que brillaba en sus ojos como un fuego recién encendido.
—Sí, lo entiendo, Jefe. —
Kazuma frunció el ceño y se inclinó ligeramente hacia él.
—¿Jefe? —Repitió, fingiendo indignación.
—Señor Kazuma. —Corrigió Yuya, rodando los ojos, pero con una leve curva en los labios que delataba su aprecio por el hombre que había hecho tanto por él.
Kazuma soltó una carcajada, una de esas que resuenan en el pecho y alivian el alma.
—Eso está mejor. —
Su voz era un susurro, pero había en ella un extraño matiz de ternura, como si estuviera reconociendo algo más profundo en Yuya, algo que trascendía la simple relación de un líder y su subordinado.
Kazuma lo observó meditar un momento, su mirada afilada, pero cálida.
—Mocoso, aunque estés listo para comenzar, sabes que tendrás que mantenerte bajo las sombras, ¿verdad? Esconderte hasta que los Pléyades pierdan tu rastro. ¿Ya pensaste cómo hacerlo? —
Yuya recorrió el campo con pasos ligeros, su figura una mezcla de juventud y determinación. Al detenerse, giró hacia Kazuma, con una chispa traviesa en sus ojos.
—Lo pensé en el camino. —
Kazuma levantó una ceja, intrigado.
—¿Y? —
Yuya se señaló con un dedo antes de alcanzar su garganta con una mano.
Y entonces habló.
Pero esta vez, su voz era diferente, más aguda, más suave.
Una voz que, por un momento, no parecía la suya.
—Quien peleará en el campo será mi hermana... Yumi. —
Kazuma parpadeó, la confusión pintada en su rostro.
—¿Hermana? —Su ceño se frunció en un gesto de incredulidad. —Mocoso, tú no tienes hermana. —
Yuya sonrió, desafiante.
—Claro que sí. —Y señalándose de nuevo, añadió con voz juguetona:
—Yo soy Yumi. —
La risa de Kazuma llenó el aire.
No era una burla, sino una expresión genuina de deleite.
Este chico, pensó, siempre tenía una sorpresa bajo la manga.
—Bien, Yumi. Bienvenida a bordo. —Kazuma extendió una mano hacia él. —¿Necesitas algo más, pequeña? —
Yuya lo miró con seriedad por un momento antes de asentir.
—Necesito toda la ayuda que pueda darme, Señor Kazuma. —
Kazuma lo contempló, y algo en su expresión cambió.
Ya no veía al mocoso que había entrado tambaleándose hace meses.
No.
Ahora veía a un joven decidido, moldeado por el fuego de la adversidad, dispuesto a enfrentarse al mundo con todo lo que tenía.
—La tendrás. —Murmuró Kazuma, más para sí mismo que para Yuya.
Y mientras lo hacía, no pudo evitar sentir algo más profundo por aquel chico que, de alguna manera, se había convertido en un hijo para él.
Ah, ¿y Yuya lo logró?
Por supuesto que lo hizo.
No solo ganó su primer enfrentamiento, sino que se alzó victorioso en el segundo, el tercero y cada combate que vino después.
Su nombre —o mejor dicho, el de Yumi— comenzó a resonar en aquel campo clandestino, como una melodía que nadie podía ignorar.
Las sirenas en el campo retumbaban entre vítores y aplausos, una sinfonía de triunfos que envolvía a Yuya con un manto de satisfacción.
Su sonrisa, oculta tras una máscara de maquillaje y un disfraz meticulosamente planeado, brillaba con una mezcla de orgullo y alivio.
Allí, bajo la luz artificial y el bullicio de la multitud, Yuya respiraba.
Por primera vez en meses, se sentía fuerte, invencible… protegido.
Su atuendo era un contraste de audacia y estrategia.
La falda de cuero negra danzaba con sus movimientos, acompañada de mallas que se aferraban a sus piernas como una segunda piel.
Las ligas que subían hasta su ropa interior añadían un aire provocador, mientras que el top negro, ajustado pero adornado para ocultar cualquier pista de su verdadera identidad, dejaba que los detalles hablaran por él.
El blazer que completaba su atuendo le daba un toque elegante, casi místico, como un susurro en la penumbra que sugería más de lo que revelaba.
Su rostro, impecablemente maquillado con técnicas que Kotori le había enseñado y perfeccionado por un Okama bajo la tutela de Kazuma, era una obra de arte que desafiaba cualquier duda.
—¡Yumi ganó! —Declaró el árbitro, y la ovación se intensificó.
Yuya, aún bajo su disfraz, agradeció con una gracia calculada.
Saludaba y lanzaba besos al aire, haciendo que los corazones de los hombres en las gradas latieran más rápido, mientras las mujeres lo miraban con una mezcla de envidia y admiración.
Yumi no solo era la más poderosa; era invicta.
Su nombre escalaba los rankings, convirtiéndose en una figura ineludible, una estrella naciente en un mundo donde la oscuridad reinaba.
Cada combate le dejaba más que aplausos.
La maleta llena de dinero que recibía al final de cada noche era un recordatorio tangible de que su esfuerzo valía la pena.
—Fuiste increíble. —Kazuma apareció entre bastidores, su voz cargada de orgullo mientras le entregaba la maleta. —Tienes a todos embobados ahí abajo. Dime, ¿no te sientes mal por esos pobres idiotas que suspiran por uno de tus besos? —
Yuya alzó la mirada hacia el espejo, donde su reflejo le devolvió la sonrisa mientras retocaba el maquillaje que la adrenalina había desdibujado.
—Ellos solo aman a una mujer que no existe. Si eso los hace felices, ¿quién soy yo para arruinarles la ilusión? —
Kazuma soltó una carcajada, divertida y aprobatoria.
—Cruel, pero realista. Justo como una mujer hermosa. —
—¡Oye! —Protestó Yuya, arrojándole un algodón usado.
Kazuma lo esquivó con facilidad, pero su risa resonó como una prueba de su buena relación. Sin embargo, su tono se volvió más serio cuando agregó:
—Vine a felicitarte y a darte una buena noticia. Los Pléyades han reducido la intensidad de su búsqueda. Digamos que ahora tienes una prórroga. —
El corazón de Yuya dio un vuelco.
—¿En serio? —Preguntó, girándose en su silla para mirarlo directamente.
Kazuma asintió con entusiasmo.
—Por supuesto. Además, en solo dos meses has acumulado más de tres millones. Niño, después de cubrir tu deuda, podrías irte a vivir donde se te plazca. —
La idea revoloteó en la mente de Yuya, una promesa que parecía tan lejana al principio y que ahora se materializaba con cada victoria.
—Vivir donde yo quiera… —Murmuró para sí, mirando su reflejo.
Su sonrisa fue distinta esta vez, menos disfrazada, más suya. Era como reencontrarse con el chico que una vez soñó con una vida tranquila y libre de deudas.
Kazuma lo observó un momento y luego, con un gesto confiado, le dio una palmada en el hombro.
—Sigue así, Yumi. Nos vemos luego. —
Yuya asintió, y con una inclinación ligera de cabeza, se despidió.
—Gracias por todo, señor Kazuma. —
El hombre sonrió una última vez antes de desaparecer tras la puerta, dejando a Yuya solo con sus pensamientos y el eco de esa conversación que parecía tan esperanzadora.
—Suena fantástico. —Se lo susurró al espejo, antes de levantarse con renovado entusiasmo.
Rápidamente se dirigió a la salida, cambiando su tono de voz y saludando a cada hombre que se cruzaba en su camino con la gracia que su personaje exigía.
Hasta que chocó con alguien.
El impacto fue pequeño, pero suficiente para que Yuya se llevara una mano a la nariz.
—¡Fíjate por dónde…! —Comenzó a reclamar, pero su voz se apagó al levantar la mirada.
El hombre frente a él también se detuvo, solo un instante, antes de inclinar ligeramente la cabeza.
—Lo siento. No estaba prestando atención. —Su voz era grave, pero contenía una nota de incomodidad que Yuya no pudo pasar por alto.
Antes de que pudiera reaccionar, el hombre retomó su camino, ocultando su rostro bajo la sombra de su capucha.
Pero Yuya se quedó inmóvil, su corazón golpeando con fuerza en su pecho.
Reconocía esa voz.
Su mirada se perdió en la figura que se alejaba, hasta que su mente, aturdida, pudo darle un nombre.
—¿Hoshiyomi...? —
El sonido de su propia voz, un susurro quebrado por la incredulidad, quedó suspendido en el aire.
