XXIV

El tiempo pasa.

En agosto de 1980, Eleven empieza ir a la escuela.

Los primeros meses no son particularmente malos, pero tampoco son lo que esperaba: se mantiene en un rincón de la clase, evita en lo posible hacer contacto visual y no habla con nadie.

No ayuda el que, cuando la llaman por su nombre «Jane»—, raras veces responda (pues aún no se ha acostumbrado).

Pronto la etiquetan como «la rara» del salón, lo cual, claro está, no es para nada agradable.

Sin embargo, Eleven se lo oculta a Henry: si pregunta, le asegura que todo está bien. Que sí, que por supuesto que ha hecho amigos —algo que sabe que él considera innecesario pero que, a la vez, espera de una niña de su edad—.

Le asegura, en fin, que no hay problema alguno.

Le gustaría pensar que él le cree. Después de todo, no puede penetrar su mente sin su consentimiento —no solo porque ella se lo ha hecho prometer, sino también porque sus barreras se han vuelto demasiado fuertes—. Sin embargo, cada vez que él inquiere sobre la escuela y ella le responde con evasivas o de manera escueta, él termina recordándole:

—Tranquila, Eleven; recuerda que esto es temporal. La escuela, la sociedad, el mundo tal y como lo han diseñado los humanos… Sencillamente, no son para nosotros.

Eleven se toma este consejo muy en serio: decide aplicarse en lo posible en las asignaturas y se resigna a que, tal y como Henry afirma, ella nunca encajará del todo entre los demás.