XXVIII
Esa noche, poco después de la cena, Eleven interrumpe su cuarto comentario seguido sobre la película para toser.
—Hm —carraspea—. Hm.
Henry ríe por lo bajo.
—Mientras que me encanta verte tan emocionada, recuerda que, si hablas demasiado, en especial si no estás acostumbrada, puedes lastimarte la garganta.
Eleven se lleva una mano a la zona: efectivamente, ha advertido hace unos momentos una sensación algo incómoda, como si algo raspase esa área, pero por dentro.
—Ve a acostarte —le sugiere Henry con una sonrisa.
—Pero… los platos… —Su voz suena falta de aliento y el hablar solo empeora el dolor.
—Yo me ocuparé de ellos —le asegura a la par que se pone de pie y le saca su plato vacío de enfrente antes de que pueda insistir—. Enciende la calefacción en tu cuarto, date un baño con agua caliente, abrígate y descansa.
Así lo hace ella.
Eleven ya está enterrada bajo una montaña de cobertores cuando Henry llama a la puerta.
—¿Puedo pasar? —pregunta con voz suave, supone que para no despertarla en caso de que ya se hubiese dormido.
—¡Sí! —exclama Eleven, aunque suena más como un chillido sin aire que una palabra propiamente dicha.
Pese a ello, Henry parece escucharla e ingresa. Luego de cerrar la puerta detrás de sí para no dejar resquicio alguno por el que el viento pueda colarse, acude junto a ella. Eleven nota que trae una taza blanca entre sus manos.
—Veo que ya estás lista para hibernar —bromea gentilmente—. Pero me gustaría que bebas esto; le hará bien a tu garganta.
Eleven se endereza en la cama mientras Henry libera una mano para atraer una silla situada en la esquina del cuarto hacia él. Tras sentarse, le ofrece la taza.
—Con cuidado —le advierte—. Está caliente.
Ella rodea con cuidado el recipiente y disfruta del calor que se transfiere de la cerámica a sus dedos; pronto, no obstante, se vuelve demasiado, así que reacomoda sus manos para sujetarla por el asa. Finalmente, toma un traguito.
—Dul… ce… —masculla.
—Shh, no hables —le recomienda Henry—. Pero sí, es té con miel. Ayudará con la inflamación.
Eleven cabecea para demostrar que ha entendido y sigue bebiendo.
—Cuidado, no vayas a… —Henry cierra la boca ante el abrupto siseo de dolor que ella deja escapar—. Es lo que intentaba decirte —suspira—: que ibas a quemarte.
La pequeña se sonroja levemente, no sabe si por el frío, la calefacción, el té o la vergüenza que siente. Henry, por su parte, tan solo apoya su mano sobre los mechones enrulados en su cabeza y la despeina en un cariñoso gesto antes de levantarse.
—Bébetelo despacio, pero asegúrate de tomártelo todo antes de que se enfríe. Iré a acostarme, pero, ya sabes; si necesitas algo, llámame.
Eleven asiente y, como no puede hablar, libera una mano para agitarla a modo de despedida.
Henry está plácidamente dormido cuando algo cambia. Sus ojos se abren ipso facto al advertir el peso de alguien más en su cama. Instintivamente, se endereza y extiende la mano: las luces de su recámara se encienden a la par que inmoviliza al intruso.
Frente a él, Eleven hace una mueca de dolor y se encoge, trémula. Henry se relaja al instante y cancela el efecto de sus poderes.
—Eleven. —Su voz es ronca debido al sueño; carraspea un momento y parpadea varias veces en un intento de aclarar su visión—. Disculpa, estaba dormido; no te reconocí.
Ella solo asiente y se lleva una mano a la muñeca.
—Lo siento —repite Henry—. ¿Te lastimé? Déjame…
—No, solo… me asusté.
Henry reprime un rictus al escuchar su voz rasposa.
—¿Qué tal estás? —le pregunta, y entonces nota el rojo de sus mejillas; maquinalmente, lleva una mano a la frente de la niña—. Estás hirviendo —musita.
Eleven mueve la cabeza a modo de afirmación.
—No puedo… dormir…
—Ya veo por qué —murmura Henry levantándose de la cama—. Siéntate y espérame aquí; iré en busca del botiquín.
Sale de su recámara y se dirige al baño. Apenas unos minutos luego, retorna al cuarto y va a sentarse a su lado, termómetro en mano.
—Voy a tomarte la temperatura; levanta tu brazo.
Tres minutos luego, Henry retira el termómetro y analiza cuánto ha subido el mercurio.
—Hm. Es apenas una febrícula, pero no vamos a arriesgarnos. —Guarda el instrumento en el botiquín y retira un frasco de vidrio con pastillas; saca una y se la da—. Sostén esto por mí; te traeré un poco de agua.
Seguidamente, vuelve a levantarse, pero esta vez baja a la cocina. Cuando está de vuelta, se arrodilla frente a Eleven —quien sigue sentada en el borde de la cama— y le ofrece un vaso con agua.
—Recuerdas cómo tragar pastillas, ¿verdad? —se cerciora. Eleven asiente en respuesta y se lleva la pastilla a la boca; sin dudar, la traga—. Genial. Esto debería bastar para que puedas dormir. Si por la mañana no has mejorado, iremos al médico.
Henry se yergue, entonces, y le ofrece la mano.
—Ven; te acompañaré a tu cuarto.
