XXX
Henry abre los ojos y observa a Eleven, quien permanece en silencio frente a sí. Racionalmente, lo ha sabido siempre: que para su corta edad ella ya ha atravesado demasiados eventos traumáticos. No obstante, hay algo de diferente en el hecho de habitar su piel —aunque sea por tan solo unos instantes— y vivir parte de lo que ella ha vivido en lugar de saberlo.
Henry se arrodilla nuevamente frente a ella, sin soltar su mano temblorosa.
—Eleven. —Su voz es suave, tal y como le habla siempre que advierte que ella se retira a ese lugar oscuro al cual él no puede seguirla—. ¿Son estas pesadillas lo que no te dejan dormir?
La chiquilla mueve la cabeza de arriba abajo de forma mecánica, derrotada. Henry aprieta levemente sus dedos entre los suyos.
—Creo que hay algo que debes saber.
Toma asiento a su lado. El colchón se hunde bajo su peso y Eleven termina deslizándose involuntariamente contra su brazo. Henry considera un buen augurio que no se aparte ante el contacto.
—Ese día —le confiesa— yo planeaba ayudarte a escapar. Nada más.
Eleven aparta la vista. Henry sabe que tanto su propia personalidad oportunista como el resquemor ya arraigado en la mente de la niña le juegan en contra.
—Sé lo que piensas —le dice entonces—: que te estuve manipulando todo este tiempo. No te culpo por pensarlo; yo habría llegado a la misma conclusión.
»Pero la verdad, Eleven, es que si seguías mi consejo y te marchabas por la alcantarilla que te enseñé, sin mis poderes telequinéticos, habría sido incapaz de detenerte. No lo habría intentado, siquiera: te habría dejado ir.
Eleven voltea el rostro para mirarlo con la desconfianza grabada en sus ojos. Henry no se ofende, sino que le sonríe con tristeza.
—Supongo que no tengo derecho a sentirme herido —murmura, y no es una mentira: el que ella no confíe en él debe ser una de las pocas cosas que efectivamente pueden hacer mella en su sempiterna apatía.
Tras unos instantes, ella al fin habla:
—Lo pensé… mucho. —Traga saliva para intentar aliviar el dolor de su garganta; Henry no se atreve a recomendarle que no hable en esta situación—. Y… querías que te sacara la…
—La soteria —la ayuda a completar.
Eleven asiente y continúa:
—No iba a… lograrlo sola… Los dos… lo sabíamos… Entonces…
—Te subestimas a ti misma —le contradice Henry con una risita seca—. Y, también, sobreestimas a papá.
La niña frunce el ceño, su mirada castaña un claro espejo de su confusión interna.
—Si escapabas sola, todo habría sido mucho más seguro para ti —le explica él—. Sí, papá enviaría equipos de búsqueda para traerte de vuelta…, pero, una vez que sobrevivieses a estos, tarde o temprano, se rendiría.
»Su proyecto era demasiado valioso como para admitir que no poseía el control total de sus sujetos; después de todo, aunque ciertamente eras la más poderosa de entre todos ellos, con tantos otros conejillos de Indias disponibles, no habría tirado todos sus recursos para recuperar a un solo sujeto descarriado. No, Eleven; tal vez si hubieses sido el único sujeto de prueba restante te habría perseguido hasta los confines del mundo.
»Pero, ¿con todos esos otros especímenes allí, al alcance de su mano? Te habría dado por muerta tarde o temprano, y habrías sido libre.
—Tal vez… habría muerto de verdad.
—No —niega él con vehemencia a la par que aprieta su mano con un poco más de fuerza—. Habrías pasado hambre y frío y todo tipo de penurias antes de estabilizarte, pero ¿morir? No, te lo aseguro; yo te conozco, Eleven… De una u otra manera, habrías sobrevivido.
Eleven, ahora, lo mira fijamente. Henry no se acobarda ante la silente deliberación que atisba en sus ojos. El veredicto, sin embargo, no tarda: llega en forma de una gruesa lágrima que baja desde su ojo derecho por su mejilla.
—Oh, Eleven…
Pero, cuando va a levantar la mano libre para interceptar esa rebelde gota, las luces parpadean a la par que siente que un poder invisible congela su brazo en su sitio. Aunque su reacción instintiva es imponerse con sus propias habilidades sobre ella, Henry sabe que no está en peligro y se obliga a guardar la calma.
Quizás eso le demuestre sus buenas intenciones.
—¿Por qué… los matas… te?
La forma irregular en que su pecho se expande y se comprime delata que su tartamudeo no es solo por su dolor de garganta. Notando que lo ha soltado, Henry baja el brazo y se muerde el labio inferior. ¿Es nerviosismo esta extraña sensación? Ha sentido miedo, rabia, tristeza, orgullo, desolación, incluso… Pero ¿esto? ¿Nervios? Es nuevo. O, al menos, ha pasado tanto tiempo que así se siente.
Es… revitalizante, en cierto modo.
—Porque —admite— papá no me habría dejado ir.
—Dijiste… que tenía muchos otros…
—Sí —acepta él—. Pero mi caso… era diferente. Por quien soy. Por lo que hice.
»Por lo que él sabe que soy capaz de hacer.
—Pero… los otros… niños…
—Armas —suspira Henry, advirtiendo un súbito cansancio que parece haberse apoderado de su ser entero—. Todos ellos no eran más que eso: armas en potencia. Armas con las cuales perseguirme…, no, perseguirnos, Eleven, si escapábamos juntos y ellos seguían con vida.
—Eran niños —le espeta ella—. Como yo.
—No, no como tú. —No puede disimular la indignación en su voz—. No, te lo he dicho: tú eres superior. Eres…
—Una… niña más —insiste ella con terquedad.
Henry la observa boquiabierto ante tan atrevida impertinencia. Empero, vuelve a intentarlo:
—No, Eleven, tú no lo entiendes, lo que sucede es que…
—Pero…
—Eleven. —Esta vez, preso de la frustración, Henry la toma de los hombros—. No lo entiendes. Mi trabajo era saberlo todo. Saberlo todo de ti, de esos otros… niños. —Usa esa palabra más para aplacarla que porque en verdad los considerase tales—. No sabes, Eleven, de lo que eran capaces.
»Tú y tus poderes se resistían al molde perfecto que papá planeaba, pero ¿los otros? No, los otros eran nada más que cachorros felices de menear el rabo detrás de él, felices de convertirse en sus perros de caza, sus perros rabiosos, incluso…
»¿Y sabes cuál es la única manera de lidiar con perros rabiosos, Eleven? ¿Lo sabes?
Ella, tiesa bajo el peso de sus manos, sacude lentamente la cabeza.
—Los duermes, Eleven. Los. Duer. Mes.
—No, ellos…
—Tal vez todavía no lo entiendas —le retruca Henry antes de que pueda decir más—. Está bien; eres pequeña aún. Pero dentro de cinco, diez, veinte años, Eleven…, te levantarás plácidamente en tu cama, feliz y libre, y no habrá nadie, ni papá, ni Two, ni ninguna otra amenaza esperando la oportunidad adecuada para someterte a sus designios o acabar con tu vida si no te arrastras a sus pies.
»Y ese día, Eleven, cuando bajes a desayunar tu comida favorita, a leer el libro que dejaste a la mitad el día anterior, a continuar el dibujo que empezaste la noche antes, ese día, Eleven, me darás las gracias.
Los labios de Eleven tiemblan. Henry no aparta la vista de su rostro, decidido a hacerla entender.
—No habrá… nadie… que me… dé órdenes o… lastime…
—No —coincide Henry con una sonrisa de alivio: al fin, al fin lo ha entendido—. Eso es lo que intento dec…
Y, entonces, ella la desarma con apenas tres palabras:
—Nadie —farfulla Eleven— excepto tú.
Henry aparta las manos de sus hombros como si lo hubiese golpeado.
