XXXII
A través de los ojos de Henry, Eleven se observa a sí misma, sentada frente a él, el tablero de ajedrez sobre la mesa.
—Intenta no mostrar ninguna emoción mientras hablo, ¿okay? Continúa jugando si me entiendes.
Eleven recuerda haber estado frente a él, intrigada y ansiosa. Recuerda haber hecho el esfuerzo por no fruncir el entrecejo y fingir que la partida de ajedrez era lo único que importaba en ese momento.
—Two aún está en la enfermería, recuperándose. Ahora mismo está siendo vigilado, pero, una vez que le den el alta, él y los otros van a intentar matarte. Aquí mismo, en este cuarto. —Henry hace una pausa, sondeando su expresión antes de declarar—: Y papá va a permitir que esto ocurra.
»Es más: él quiere que esto ocurra. Lo ha estado planeando por algún tiempo. —Frente a sí, la respiración de la niña parece atorarse en sus pulmones—. Permanece tranquila. Enfócate en el juego —insiste con voz gentil.
La niña baja la vista al tablero y mueve el peón frente a la torre de su dama dos casilleros hacia delante.
—Hay una razón por la cual Two y los otros fueron capaces de escapar de sus cuartos anoche. —Henry mueve el peón frente a su dama un casillero—. Una razón por la que las cámaras de seguridad estaban apagadas. Una razón por la que papá castigó a Two hoy.
Eleven recuerda, también, los latidos rápidos de su corazón ante cada una de sus palabras.
—Ellos ni siquiera lo notan, pero él los está moviendo como las piezas de este tablero. —En sintonía con sus palabras, Eleven mueve su caballo del lado de la dama frente a la torre—. Conduciéndolos a hacer exactamente lo que desea, lo cual es…
Henry captura al caballo de Eleven con su alfil: el mensaje es claro y contundente.
La clave para alcanzar su objetivo.
—¿Por qué? —inquiere la Eleven enfrente, la conmoción evidente en su rostro.
Él no duda en responderle. Y Eleven no puede evitar la sorpresa, ahora que revisita esta conversación desde su punto de vista, al comprender sus verdaderas intenciones.
—Lo asustas —miente Henry—. Sabe que eres más poderosa que los demás. Y también sabe que no puede controlarte. Eso es todo lo que desea: control.
Mentira tras mentira tras mentira, Henry siembra el terror en ella de manera deliberada. Porque papá no le teme, y sigue convencido de que podrá controlarla. Esto es un experimento, ciertamente, pero no desea acabar con su vida.
Él, no obstante, en su fuero interno, se justifica todo a sí mismo. Necesito asustarla. Necesito que crea que la situación es más grave de lo que en realidad es para que decida escapar. Necesito que se marche de este lugar antes de que sea tarde.
—Sabía que esto ocurriría. Es por eso que intenté ayudarte, pero solo empeoré las cosas. —Esto, al menos, es verdad; ahora que es ella quien las pronuncia, distingue el sincero remordimiento en sus palabras.
—Ayudarme… hizo que papá te lastimara.
Henry asiente de manera casi imperceptible.
—Y es por eso que debes escapar. Hoy. —El énfasis en esta palabra pone de manifiesto su urgencia—. Pero nos están observando. Muy de cerca —susurra y lanza una mirada disimulada hacia una de las cámaras ubicadas en las esquinas del cuarto; la Eleven enfrente sigue el movimiento con su cabeza—. Si deseas salir de aquí con vida, debes hacer exactamente lo que digo. ¿Comprendes?
Antes de responder, Eleven captura su alfil con uno de sus peones.
—¿Por qué… sigues ayudando?
Y esto, esto sí que es verdad, lo siente en lo profundo de su pecho:
—Porque creo en ti. Es hora de que seas libre de este infierno.
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Complacido por la fidelidad con la que ha seguido sus instrucciones, Henry no tarda en encontrarla en el sótano. Llevándose el índice a los labios para pedirle que guarde silencio, la lleva hasta la salida que ha encontrado. Ante la duda que asoma a sus ojos, él le confiesa que no piensa ir con ella. Incluso la hace palpar la soteria sobre su piel y le enumera las limitaciones que el dispositivo le impone y cómo podría malograr su escape.
Eleven calla. Henry está por decirle que se apresure, plenamente consciente de que son sus últimos instantes juntos, de que no podrá seguirla una vez que se introduzca en el túnel, cuando ella le lanza una mirada tímida e inquiere:
—¿Y si la hago… desaparecer?
El shock lo deja sin palabras por unos segundos. Un estremecimiento recorre su cuerpo entero, trayendo consigo un sentimiento cálido que le toma un momento reconocer y que Henry no se atreve a nombrar.
Eleven, empero, no le da tiempo de componerse antes de afirmar:
—Tú me ayudaste. Yo te ayudo.
Así como si nada, el sentimiento al cual tanto se hubo resistido explota bajo cada centímetro de su piel y le dibuja una sonrisa en el rostro.
Esperanza. Es esperanza, esto que siento.
Henry no suelta la mano de Eleven —no quiere volver a soltarla jamás—; en su lugar, la aferra con fuerza.
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El resto de los sucesos se reproducen como una película en su mente: la euforia de sentir nuevamente sus poderes a su disposición, de someter a aquellos que lo amenazan…
Que la amenazan a ella, también.
Siente la sonrisa en sus labios cuando le dice —a ella, a la ella que Henry recuerda— que son similares.
Con la seguridad —errónea, ella lo sabe— de que la niña que deja atrás lo esperará, Henry sale del cuarto.
El terror que siente entonces no es de Henry: es suyo, le pertenece, lo siente en carne viva…
No, se dice. No, esto no, yo no… Henry, no, por favor, no…
Eleven siente que su cuerpo se cae, se derrumba, pero cuando abre los ojos…
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Cuando abre los ojos, se encuentra en su propia cama. Arropada bajo sus mantas, como si todo hubiese sido un mal sueño.
Excepto… Excepto que distingue una silueta en la oscuridad. Por el ángulo, sabe que es Henry, sentado en la silla que hubo llevado al lado de su cama lo que parece una eternidad antes.
—Ey.
Eleven no puede verlo, pero escucha el susurro que es su voz. Percibe su aroma, también; ese olor característico a lavanda y jazmín —aromas a los que ha puesto nombre hace poco, fruto de su reciente libertad—. Siente su mano contra su mejilla, y se estremece…
Henry la suelta al instante, malinterpretando su sorpresa como incomodidad.
—Tranquila —susurra—. Tranquila, no voy a mostrarte eso. No, yo… —Un suspiro, su aliento cálido en la oscuridad del cuarto—. Lo siento. Perdí el control.
»A veces… A veces olvido que… mis padres ya no están aquí. Que Brenner ya no está.
Eleven sabe lo que en realidad piensa —lo que no dice—, porque ella misma lo ha pensado miles de veces sin ponerlo en palabras: «Que ya no pueden lastimarme».
Siente que las lágrimas se desbordan. Es bueno que no pueda verla en la oscuridad; así, al menos, puede fingir que prefiere no hablar antes que revelarle la verdad… La verdad: que se está derrumbando ante el peso de su vida, ante el peso de la vida de Henry, de todas sus elecciones y de todas las circunstancias que los han llevado a hacerlas.
Tiene apenas nueve años: está segura de que los otros niños, los niños normales, los que reciben regalos de Navidad de parte de sus compañeros de clase y festejan sus cumpleaños entre amigos no conocen esta terrible culpa, esta angustia incapacitante que no hace más que corroer su corazón. Su corazón le duele, le quema al pensar en el Henry y la Jane —sí, Jane, un nombre normal, y no un número— que nunca fueron.
Que nunca serán.
—Está… bien —murmura Eleven—. No me lo… mostraste…
—No, no iba a hacerlo —le asegura Henry, y Eleven escucha una desesperación insólita en su voz—. Te lo juro, Eleven, no pensaba… No, no iba a…
Ah. Eleven sonríe al comprenderlo. Desesperación… porque le crea. Porque está diciendo la verdad.
En el silencio que los envuelve, Eleven busca su mano con la suya. Al principio la apoya apenas sobre ella, pero finalmente la aprieta. Ipso facto escucha un sonido extraño, como si de pronto el aire se hubiese desvanecido antes de que Henry pudiese llevárselo a los pulmones.
—Te creo —dice entonces—. Te creo, Henry.
Advierte, apenas, el temblor que recorre el cuerpo del hombre sentado a su lado. La cabeza le da vueltas: es tarde y ha dormido apenas. Su fiebre, aunque relegada a un segundo plano frente a la conversación que han tenido, tampoco parece haber menguado.
—Henry… —lo llama débilmente.
—Aquí estoy —le reconforta—. Aquí estoy, corazón.
«Corazón», piensa ella. Me ha llamado «corazón».
—Tengo sueño…
—Duérmete —la insta él, y su mano se escapa de la suya para ir a posarse sobre su cabeza con su suavidad característica—. Descansa.
Sus párpados le pesan. Está por dormirse, lo sabe.
—No te vayas.
Esta vez, la petición no es de las que se le escapan: es consciente de ella. Es exactamente lo que ha deseado decirle. Por un momento, piensa que se negará. Que la rechazará. Que…
—Me quedaré a tu lado hasta que te duermas.
Es un avance, pero no es lo que quiere:
—No.
Esto parece tomarlo por sorpresa, o eso distingue en su voz:
—¿No?
—No —repite ella con terquedad—. Quédate…, por favor.
—Eleven…
—Por favor… —suplica.
Henry suelta un leve suspiro, infinitamente diferente al de minutos antes, y se rinde; con cuidado, se acomoda a su lado en la minúscula cama. Eleven no necesita pensar siquiera para encontrar su lugar entre sus brazos: la acción le es natural. La lavanda y el jazmín, ahora de una inusual calidez, inundan sus pulmones.
Cierra los ojos.
Piensa, como un eco lejano, que tal vez Henry le haya mentido de todas maneras. Que sus mentiras —justificadas, según le ha querido hacer ver— engloban, en realidad, todos los recuerdos, y no solo lo que le ha mostrado. Después de todo, ella no conoce su capacidad verdadera: tal vez pueda fabricar recuerdos, incluso recuerdos que parezcan corresponderse con la realidad.
Al final, el creerle no es reconocer las pruebas que Henry le haya presentado. No: es reconocer lo que lleva dentro, lo que ella ve. Y está conforme con esa verdad, la verdad a la que ha decidido aferrarse: que Henry ha sobrevivido como ha podido todos estos años, y ha tomado decisiones que —pensó— serían las mejores para sí.
Las mejores, también, según le ha mostrado, para ella.
Arrullada por este pensamiento, rodeada por la seguridad que ha hallado entre sus brazos, se entrega al sueño. Y apenas siente, como el roce de una pluma, los labios de Henry contra su frente.
