XXXIV

El 24 de diciembre, Eleven y Henry deciden ir a la cama temprano.

—Mañana podemos desayunar en grande y luego… festejar.

Festejar. Hasta parece una exageración para describir lo que sucederá al día siguiente, mas ninguno lo menciona.

Ninguno menciona, tampoco, el sinsentido que sería organizar un almuerzo navideño al que nadie vendrá.


A la mañana siguiente, cuando Eleven ingresa al comedor, se encuentra con un desayuno extremadamente generoso para tan solo dos personas.

—¿No es… mucho? —pregunta, sentándose a la mesa.

Henry, ya ubicado en su lugar, niega con la cabeza.

—Como no sabía qué desearías desayunar —ninguno de los dos menciona que la carta de los eggos ya ha sido utilizada esa semana, por razones no relacionadas con la Navidad—, decidí preparar varias opciones.

Eleven lo entiende: puede que a otra persona le suene tonto, pero, para ella, que ha pasado su vida encerrada, viviendo a base de raciones justas, esta abundancia continúa pareciéndole irreal.

Supone que Henry deberá sentir algo similar.

—Gracias —le dice entonces.

—Solo espero que te guste.

—Me gusta —le asegura Eleven, tomando la mermelada de durazno para untársela a sus tostadas—. Mucho.


Una vez que han terminado de lavar los platos, secarlos y devolverlos a las alacenas, Henry junta las manos en un gesto similar a un aplauso.

—Y ahora…, ¿qué será que hay debajo del árbol? —le pregunta—. Espero que hayas sido una niña buena y no hayas hecho trampa —le advierte con fingida seriedad.

Eleven le sonríe en respuesta.

—¿Debajo del árbol? Porque… no está debajo, no de verdad…

Henry la mira con una expresión que parece rezar «¿oh, en serio, sabelotodo?», mas no dice nada; en su lugar, solo lleva una mano a su cabeza y despeina sus rizos.


Henry toma asiento en el sofá de la sala, apoya uno de sus codos sobre un mullidos posabrazos y cruza una pierna sobre la otra, absorto en los movimientos de Eleven. Mientras tanto, ella se arrodilla frente a la imponente caja de un rojo vibrante; así, estando ella de rodillas, esta casi la iguala en altura.

—¿Y? ¿No vas a abrirlo? —Las comisuras de sus labios se elevan al escuchar la anticipación en la voz de Henry (si bien sabe que él no lo admitiría jamás).

—Ya voy…

Extiende sus manos y lo primero que hace es retirar el gigantesco moño verde. Luego, con sus uñas, raspa una de las esquinas hasta romper un poco el envoltorio; desde allí, finalmente, rasga el papel en tres certeros movimientos.

Lo que descubre la toma por sorpresa.

—Esto…

—¿Te gusta?

Eleven se gira para ver el rostro esperanzado de Henry.

—Porque si no te gusta, puedo…

Ella niega con la cabeza.

—No. Es fantástico, pero…

Es una casa de muñecas. Si la ilustración de la caja es fidedigna, es enorme, rosada, con seis habitaciones distribuidas a lo largo de tres pisos y con multitud de accesorios minúsculos.

Y Eleven…

—Yo… no tengo muñecas —le explica con algo de vergüenza. Al menos, no tiene muñecas que quepan en una casa de muñecas.

Henry se queda en blanco.

—Dame… Dame un momento —le pide, poniéndose de pie en el acto.

—Henry, está bien —le asegura ella—. Puedo… hacer algunas o… usar figuras de madera o…

Pero él no la escucha: solo sale disparado a través de la puerta frontal de la casa.

Para alivio de Eleven, no tarda demasiado; transcurridos unos minutos, ya está de vuelta. En sus manos, lleva una caja envuelta en papel azul.

—Esto… estuvo paseándose conmigo todos estos días en la cajuela del autor —masculla, y Eleven nota que sus mejillas están teñidas de rojo—. Yo… bajé la caja grande, aparentemente, y olvidé…

Eleven se muerde el labio inferior y baja la vista.

—Lo siento —suelta Henry con la expresión de quien ha cometido un error garrafal—. Lo siento, se me pasó y, obviamente, te hice sentir incómoda y…

Ante eso, ya no se aguanta: Eleven se lleva las manos al vientre, se dobla sobre sí misma y suelta una carcajada.

Ey —protesta él, y ella tiene problemas para conciliar su mirada de molestia (la mirada de molestia que ha visto en su rostro cuando está por asesinar gente) con el colorido regalo entre sus manos—, fue un error honesto. ¡Al menos no olvidé que, de hecho, la casa de muñecas requiere muñecas…!

Eleven sencillamente no puede más: extiende una mano hacia él en un gesto suplicante.

—Por favor… No más… No puedo… —Otra risotada vuelve a subir por su garganta.

Henry frunce el ceño.

—Si sigues riéndote de mí —masculla—, no tengo ningún reparo en devolverlo a la tienda de donde lo compré…

—¡Está bien, está bien…! —responde Eleven con lágrimas en los ojos, si bien sabe que es una amenaza de mentiras—. Solo… Solo me pareció… muy gracioso —admite—. Tu rostro al… al ver que… lo olvidaste…

Henry suspira y mira al techo.

—Bien, lamento no ser perfecto en todo. —La arrogancia que destila su voz disfraza apenas su orgullo herido—. Es mi primera Navidad en años, y… Bueno… Consideré solo traerte muñecas, ya ves, pero luego…

—¿Te dejaste llevar por el espíritu navideño? —sugiere Eleven.

Ante su expresión enfurruñada, Eleven vuelve a reír. Henry entorna los ojos y, sin soltar el regalo, fija la vista en el árbol navideño a sus espaldas.

—¡Ay! —protesta Eleven cuando uno de los globos navideños se desprende del árbol para ir a rebotar contra su cabeza—. ¡Henry…!

Él tan solo pone los ojos en blanco y se limpia la sangre de la nariz con los dedos.