XXXV
Luego de que Eleven finalmente haya aceptado el otro regalo de Henry —una colección de cinco muñecas—, él le pregunta:
—¿Quieres que te ayude a subir todo esto a tu cuarto? Me imagino que dedicarás el día de hoy a armar la casa…
Si bien asiente en respuesta, cuando Henry fija la mirada sobre las cajas, Eleven da un paso y se planta frente a él, obstruyendo su vista de los presentes.
—¿Hm? —Henry enarca una ceja, la confusión evidente en su rostro—. ¿Sucede algo?
Eleven inspira profundamente. Y luego, como una tirita, se arranca las palabras del pecho:
—Yo también… tengo un regalo para ti.
Su mirada se torna en una de sorpresa:
—¿Sí?
Eleven aprieta los labios y regresa junto al árbol. Se arrodilla frente a él y, tras rebuscar un momento entre las ramas inferiores, retira el obsequio de su sitio.
Las dudas la asaltan apenas tiene de vuelta la precaria cajita entre sus manos.
—Uh… —vacila.
—¿Eleven? —la llama Henry—. Estoy esperando. —Su voz es cantarina, y Eleven no sabe si realmente siente esa emoción o si tan solo está fingiendo por ella.
Cualquiera sea la verdad, al ver el papel arrugado que ha pegado con cinta adhesiva de manera sumamente torpe, Eleven siente que esto es una tontería. Que sería mejor no regalarle nada, si su regalo va a ser esto. No se atreve a darle la cara.
—Yo… no.
—¿No? —Henry repite la palabra, estupefacto—. ¿A qué te refieres?
Lentamente, se gira hacia él. Allí, en el medio de sala, con su impecable camisa blanca y sus brazos cruzados, está Henry, esperándola.
Henry, quien le ha dado todo.
La casa de muñecas hace lucir a su regalo como algo sacado de un vertedero y, sin embargo, no es nada si se compara con todo lo que él le ha dado hasta ahora.
Esta casa entera, se dice. Mi cuarto, mis ropas…
Eleven decide que su única oportunidad de salvar la situación es decirle la verdad:
—Te… hice un regalo.
—¿Lo hiciste? ¿Quieres decir que lo hiciste con tus propias manos?
—Sí. —Mueve la cabeza en señal de asentimiento para reforzar su respuesta—. Pero… no es mucho y… creo que prefiero… no dártelo porque… —Inspira hondo para forzarse a terminar la oración—: Porque es muy poca cosa.
Súbitamente, el regalo sale despedido de entre sus manos y va a parar a las de Henry, quien lo sostiene con sumo cuidado, como si fuese de suma fragilidad.
—¡He… Henry! —se queja Eleven—. ¡¿Por qué…?!
—De pronto —le explica él— tuve la muy vívida impresión de que este regalo corría grave peligro. Este regalo que, por cierto, es el primer regalo de Navidad que recibo en mi vida adulta, sin mencionar que es el primero de alguien con quien no comparto lazos de sangre y, definitivamente, el primero que alguien de hecho elaboró con sus propias manos pensando en mí.
»Llámalo «precaución», si te place —sentencia con un encogimiento de hombros.
Eleven lo mira boquiabierta.
—Henry, te estaba diciendo que es muy poca cosa, que… —Sacude la cabeza, frustrada—. No, dámelo, solo dámelo, devuélvemelo…
Pero él retrocede un paso por cada paso que ella da. Ágilmente, para colmo: Eleven se siente como en un juego de gato y ratón donde el gato no tiene la más mínima oportunidad.
—Perdona, ahora recordé que te criaste casi toda tu vida en un laboratorio —comenta Henry como quien no quiere la cosa—: eso explicaría que no sepas lo descortés que es pretender quitarle a alguien un regalo que le has hecho.
—¡Pero no te lo he hecho! —protesta ella, extendiendo la mano; esto también falla ante el escudo invisible que Henry, siempre precavido, erige entre ellos—. ¡Ugh! ¡Tú…! ¡Tú me lo sacaste!
Henry se lleva un dedo a la barbilla a la par que finge pensarlo.
—¿No? —Sus manos retornan a la cajita, la cual voltean hasta dejar al descubierto su caligrafía temblorosa sobre un trozo de cartulina que hace las veces de tarjeta—. Pero mira nada más: tiene mi nombre. Y está en mis manos.
»Creo que es lógico deducir que este presente me ha sido entregado. A mí. Porque, ya sabes, me pertenece.
Eleven piensa en qué otra cosa decirle.
Y terminar por caer en la cuenta de que es inútil.
Henry sonríe tras leer su rendición en su mirada y baja la vista a su regalo. A diferencia de ella, él no rompe el envoltorio, sino que lo deshace gentilmente, partiendo desde la cinta adhesiva. Eleven observa con verdadera fascinación cómo sus largos dedos van dejando al descubierto lo que se encuentra debajo.
Son como arañas, piensa. Mortíferas, pero… también ágiles. Habilidosas.
Por último, deposita el envoltorio —íntegramente conservado— sobre el sofá detrás de sí.
Y examina su presente.
—Lo hice… como pude —confiesa Eleven, como si no fuese obvio. Como si la deficiente ejecución del regalo no lo evidenciase a simple vista.
Pero Henry no dice nada: sus ojos absorben cada detalle del marco cuidadosamente decorado con corazones y…
—¿Arañas? —pregunta Henry. Eleven cierra los ojos para no ver su expresión—. Eleven, ¿son arañas? Y esas marcas rojas… ¿Viudas negras?
Si su corazón se detuviera en este mismo momento y cayese muerta allí, a los pies de Henry… Bueno, Eleven no piensa que sería lo peor que podría pasarle.
—Y esta foto…
—Es la que nos tomamos… en mi cumpleaños —murmura Eleven, abriendo apenas un ojo para mirarlo, como si eso fuese a protegerla de la inminente decepción de Henry.
Henry apoya una mano sobre la base del marco: Eleven no necesita verlo para saber que está trazando con sus dedos las iniciales de sus nombres.
—«H y E» —lee él en voz alta—. ¿Cómo conseguiste esta fotografía?
—A uno de los hijos de la señora Byers le gusta mucho la fotografía —explica Eleven.
—Ah, sí, Jonathan —confirma Henry—. Sí, me ha comentado sobre él un par de veces.
—Sí, él. No sé cómo lo hizo, pero… saqué la foto de tu cuarto un día que no estabas y… le pedí ayuda.
Henry asiente; sus ojos no se despegan de la imagen frente a él.
—Sé… que no es mucho —empieza Eleven—. Perdón si… esperabas algo más… Es solo…
Henry la mira, entonces, como si le hubiese brotado otra cabeza además de la que ya tiene.
—Eleven.
—¿Uh?
—Adoro tu regalo.
Si la manera desmesurada en que se abren sus ojos la hace lucir ridícula, bien, no es su culpa.
—¿Lo… adoras?
—Sí —insiste—. Lo adoro. Es… —Sus ojos vuelven a posarse en la fotografía, en el marco, en el regalo entero—. Es… Es tan tú.
—¿Tan… yo? —Piensa a qué podría referirse e inquiere—: ¿Infantil?
Henry niega con la cabeza a la par que suelta una risita.
—Como tú —repite—. Perfecto.
