LXIX
Luego de la cena, Max y Eleven permanecen acostadas en su cama. Como esta no es particularmente ancha, sus brazos se hallan pegados el uno contra el otro.
A Eleven no le molesta.
—¿Sabes qué es lo peor de todo?
La voz de Max es apenas un susurro. Eleven mantiene la vista en el techo.
—¿Qué cosa?
—Que mamá no reaccionó. Cuando Neil me hizo esto —explica.
Eleven cierra los ojos.
—Por lo que me dijiste, la madre de Billy sí lo defendió —murmura—. Todas esas veces… Ella sí lo defendió, hasta el punto de recibir los golpes de Neil.
—Pero… lo abandonó —afirma sin intención alguna de juzgar a la mujer; es tan solo la verdad.
Max suelta una risa seca.
—Todo este tiempo pensé que Billy y yo éramos diametralmente opuestos, pero, mira nada más, en esto coincidimos: al final del día, ninguna de nuestras madres nos ama lo suficiente para protegernos.
A esto, Eleven no tiene nada que decir. Tan solo busca la mano de Max y entrelaza sus dedos en un gesto que —tiene la esperanza— pueda brindarle algo de consuelo.
Tampoco dice nada mientras su amiga se deshace en sollozos a su lado.
Max finalmente sucumbe a la fatiga. Eleven, sin embargo, no puede dormir; tiene demasiado en la cabeza como para lograr conciliar el sueño. Temiendo que su zozobra la lleve a despertar por accidente a su amiga, se levanta y sale de la habitación.
Como por instinto, pasea la vista hacia la habitación de Henry: para su sorpresa, la puerta se encuentra abierta y la luz, encendida.
—¿No puedes dormir? —le pregunta él en voz baja al verla asomarse a la puerta, recostado en su cama con un libro en su regazo. Ella menea la cabeza—. Yo tampoco; vamos, te haré un té —le indica él, levantándose y dejando el libro de lado.
Lo sigue escaleras abajo, hasta la cocina. Eleven se sienta para beber su té; Henry, en cambio, permanece de pie, con la espalda pegada a la pared del comedor, girando la cucharita de su taza con expresión ausente.
—¿Qué quieres hacer? —pregunta tras unos instantes.
Eleven no quiere responder esa pregunta —mejor dicho, no quiere hacérsela—, mas sabe que es necesario.
—Contenerla.
—Y lo estás haciendo —suspira Henry, abandonando al fin la taza de té sobre la mesa y, con ella, cualquier intención de bebérsela—. Pero ¿a largo plazo?
Ella le lanza una mirada seria.
—Eso no.
Henry eleva la mirada hasta el techo de manera teatral mientras responde con voz monótona:
—No, Eleven, no me refiero a eso.
—¿Entonces…?
Su mirada es compasiva cuando vuelve a mirarla.
—Vi en su mente que, pese a todo, quiere a su hermano —murmura Henry—. Hay un sincero afecto hacia él y frustración por no poder compartir un vínculo más profundo.
Eleven hace una mueca ante sus palabras.
—No debiste leer su mente…
—No voy a permitir que nadie entre a esta casa y tenga acceso a ti sin antes conocer sus motivaciones —replica él sin atisbo alguno de culpa—. Pero, está bien: ya no lo haré. Tu amiga no representa amenaza alguna.
Sabe que es lo mejor que puede esperar de él en esta situación, así que tan solo asiente.
—En fin, volveré a la cama —bosteza, haciendo levitar la taza hasta el fregadero—. Tan solo deja tu taza allí, la lavaré mañana. Y… dime qué planeas, cuando ya lo sepas. Buenas noches. —Lo último lo dice mientras despeina su cabello en un cariñoso gesto.
Eleven lo observa subir las escaleras en silencio.
…
Ni una sola palabra de reproche de su parte, pese a que toda esta situación es la lógica consecuencia de sus acciones.
