LXXXII
El resto de la mañana se encierra en su despacho y se sume en la lectura. Esto prueba ser una buena forma de ocupar su mente en actividades productivas —esto es, no dejar que sus pensamientos vaguen hacia Eleven y sus estúpidos amigos—, al menos durante las siguientes cuatro o cinco horas.
No obstante, incluso él tiene un límite; ante los primeros indicios de hambre y sed, decide que es momento de tomarse un receso, por lo que se levanta y va a la cocina. Apenas está tomando el primer trago de agua cuando las campanas del reloj empiezan a sonar.
Eleven llegará en media hora.
Hace una mueca ante el pensamiento intruso: obviamente, Eleven no llegará en media hora. Lo ha pensado por costumbre y, ahora mismo, la idea de que él está aquí, solo, esperándola a la vez que es incapaz de apartarla de su mente, mientras que ella está con sus insulsos amigos y su novio mediocre y seguro él ni se le cruza por la mente…
… le duele.
Sí, le duele. No es difícil admitírselo a sí mismo sumido en esta absoluta soledad.
Y existe un lugar, un santuario, por así llamarlo, donde Henry siempre se ha refugiado en ocasiones como esta.
El ático.
Las arañas son viejas amigas suyas, viejas amigas que lo han acompañado durante años antes de que Eleven siquiera existiese, pero ni siquiera ellas son capaces de ofrecerle el solaz que necesita ahora mismo.
Así que recurre a su única otra fuente original de felicidad: sus habilidades. De pie, en el centro del ático, cierra los ojos y extiende la mano.
Pero ¿qué busco?
Piensa que podría enfocarse en Eleven. Pero no, no quiere eso: verla pasándola bien con sus amigos es lo último que necesita. Podría espiar a los vecinos, mas la idea de utilizar sus poderes para algo tan banal lo repugna.
Podría, quizás, hacer un experimento.
Eso; ¿qué tan lejos puede ir? Sabe que Brenner había albergado la intención de obligarlos a fungir de espías —o, al menos, es la manera en la que el científico ha justificado sus experimentos al Gobierno—, por lo que, desde su punto de vista, debería ser posible proyectar su conciencia al otro lado del globo.
Sí, intentemos eso.
Ni él ni Eleven necesitan tanques de aislamiento a estas alturas; sus mentes son capaces de cumplir esa función sin obstáculo alguno.
Y es así que, cuando abre los ojos, el suelo de madera ha desaparecido y sus pies se encuentran inmersos en un charco de aguas negras. No tiene tiempo de examinar sus alrededores con detalle cuando escucha una voz hablando en un idioma desconocido. Al seguirla, se encuentra con un hombre uniformado.
Debe estar hablando en ruso.
Complacido, Henry no puede evitar sonreír: sus habilidades sí que superan las expectativas…
Y es entonces que una risa lo sobresalta.
¿Qué?
El oficial ruso se desvanece como por arte de magia, mas Henry ya no está interesado. Esa risa, en cambio, ha despertado su curiosidad…
… la cual se convierte rápidamente en disgusto al advertir de qué se trata.
Eleven. Riendo con sus amigos, abrazada a Mike mientras juegan tontos videojuegos de arcade.
Si se hallase sereno y en pleno uso de todas sus facultades mentales, Henry concluiría, con justa razón, que su mente sintoniza tan fácilmente con la de Eleven que termina buscándola —y encontrándola— de manera automática.
Sin embargo, su estado mental ahora mismo no es ideal; la escena que presencia lo hace ver rojo.
—¡BASTA!
Extiende la mano sin pensarlo, con la intención de desvanecer la imagen y los sonidos. Y canaliza sus habilidades valiéndose de la frustración, la decepción, la soledad, el enojo, sentimientos de ayer y de ahora que oprimen su corazón.
La imagen se desvanece.
Y, detrás de ella, una rasgadura de un vibrante rojo se abre.
Pero ¿qué…?
Lianas de un rojo carnoso se van separando unas de otras, como un tejido siendo deshilachado.
Henry está de vuelta en el ático.
Y, frente a él, un portal a una dimensión desconocida lo invita a descubrirla.
