LXXXIII
Aunque en su infancia su padre lo haya pensado pensativo y recluido, Henry no está de acuerdo con dicha percepción: al contrario, él se considera a sí mismo un aventurero, un explorador, siempre ávido de conocimiento…
De poder.
Y es así que adentra en la dimensión que ha descubierto. Todo lo que allí encuentra lo fascina: criaturas extrañas y letales —a las cuales espanta con sus habilidades, mas cuyo potencial destructivo lo sorprende gratamente—; un terreno yerto, pero prometedor; y…
… partículas oscuras.
Henry juega con ellas: se deleita en cómo se inclinan ante su voluntad y aceptan el molde que su capricho les impone.
¿Y si…?
Lentamente, Henry da forma a las partículas. Estas, de nubes negras, pasan a convertirse en furiosos ciclones. Él no se deja intimidar: impone su voluntad y las obliga a retroceder hasta donde él quiere…
Hasta que un ser con largas extremidades negras se yergue ante él.
Sin poder evitarlo, Henry se echa a reír. Sí, ríe; ríe durante minutos, sin parar, hasta que el estómago le duele a causa de la risa y la felicidad.
Frente a él, el ser más increíble espera sus órdenes, listo para cumplir todos y cada uno de sus deseos.
Al fin, se dice Henry en un estado de febril excitación. Una forma digna de un dios.
Cuando Eleven retorna a la casa, sube a saludarlo al ático. Henry, previendo que esa situación podría darse, ya ha cerrado el portal con antelación. Después de todo, si lo ha abierto una vez, seguramente encontrará la forma de retornar. Por otro lado, no le parece muy prudente dejar que ambas dimensiones se encuentren por accidente: cuando ocurra —porque ocurrirá—, él se cerciorará de que dicho encuentro se produzca en sus términos.
La adolescente, pues, no advierte nada fuera de lo normal.
—¿Estuviste aquí… todo el día? —inquiere.
Henry tan solo le sonríe y levanta la vista del frasco que sostiene entre sus manos.
—Casi todo el día. Verás, tengo una nueva mascota.
Eleven suelta una risita.
—¿Sí? ¿Cómo se llama?
Henry sacude la cabeza.
—Aún carece de nombre. Tendré que pensar en alguno que sea apropiado.
Eleven guarda silencio por un momento. Luego, pregunta:
—¿Cómo… debería ser el nombre? ¿Bonito, intimidante…?
—Oh, definitivamente intimidante —le asegura él.
—Hm…, ¿qué tal… «Mind Flayer»?
Henry ladea la cabeza, sorprendido.
—Es… un buen nombre, de hecho. ¿De dónde lo sacaste?
La muchacha se encoge de hombros.
—Uh… Solo… se me ocurrió…
Henry sospecha que hay algo que no le está diciendo, mas se lo deja pasar; el éxtasis de su nuevo descubrimiento lo hace paciente, comprensivo. Así que únicamente asiente.
—Es perfecto. Mind Flayer, entonces, será.
Eleven, sin duda pensando que se refiere a la araña atrapada en el frasco que sostiene, le lanza una mirada tierna —como si se tratase de un cachorro o un hámster— antes de retirarse a su cuarto. Henry no hace nada para sacarla de su error.
Espera, nada más, que, cuando llegue el momento, Eleven aprenda a amar al Mind Flayer tal y como ha aprendido a amar a sus arañas.
Ella podrá, se dice a sí mismo con una sonrisa. Si hay alguien capaz, es ella.
