CXXVI
Para sorpresa de Eleven —y Max, posiblemente—, Henry no es ciego: ha sospechado el fin de su relación con Mike desde hace ya unos días. Su ausencia física podría haber sido explicada con responsabilidades escolares, pero ¿la inexistencia de su nombre en la boca adolescente? Eleven necesita aún unos cien años de experiencia antes de poder ocultarle cosas satisfactoriamente.
Sin embargo, ahora mismo…
Efectivamente, hay algo oculto aquí: algo que los ronda, los acecha, pero aún no termina de materializarse. Había pensado que se trataba de la ruptura, pero…
Pero no es eso.
Henry hunde la nariz sobre la coronilla de Eleven: su característico aroma a sol y hojas de menta lo sosiegan.
Si está aquí, conmigo, a salvo entre mis brazos…
Entonces todo estará bien, ¿no? Cualquiera la sombra, cualquiera la amenaza, ellos dos prevalecerán.
Por el momento, elegirá consolarse con el hecho de que Mike Wheeler no volverá a pisar su casa.
Lo único que podría brindarle más felicidad ahora mismo es que desapareciese del todo de la vida de Eleven, pero, oh, bueno.
No se puede tener todo lo que se desea.
Aunque ahora, presionando suavemente a la persona más importante de su vida contra él, está seguro de que es lo más cerca que ha estado de ello.
Cuando la canción termina —y, por alguna razón, Henry siente los acordes finales resonar en su caja torácica—, Eleven se separa cuidadosamente de él, su cabeza gacha.
—Uhm. —Se aclara la garganta y levanta la vista antes de continuar; bajo la tenue luz de las luces que Joyce ha colgado en el patio, los ojos oscuros de Eleven comandan toda su atención—: Voy al baño un momento. Luego, si quieres, podemos retirarnos.
—Como desees —responde él. Y ella ya está dirigiéndose hacia la residencia Byers cuando, de pronto, se detiene—: ¿Eleven?
Se gira hacia él y toma el dobladillo de su vestido entre las manos para inclinarse cortésmente.
—Gracias por el baile, Henry.
Henry le devuelve el gesto con una sonrisa y una reverencia más de siglos anteriores que de la actualidad. Lo hice por ti, no dice.
Ella lo sabe —sí, debe saberlo—, y es por eso por lo que, ahora, cuando se marcha, lo hace con un paso más ligero, menos rígido.
Y Henry espera, de corazón —si se le permite la expresión a una persona tan despiadada como él—, que lo que sea que le esté ocultando —lo que sea que lleva sobre sus hombros desde hace unas semanas— no la agobie por mucho tiempo más.
—Esto es una locura —ríe Chrissy mientras toma la mano que Eddie le ofrece para bajar del auto—. ¿Cómo pudiste cambiarte tan rápido? Estabas con unos vaqueros y una camiseta, y ahora…
Eddie suelta un silbido a la par que cierra la puerta del auto detrás de ella.
—¿Me estás diciendo que la próxima vez deseas ver cómo lo hago? —Ante la mirada confundida de Chrissy, añade—: Como me cambio de ropa tan rápido.
Los dos rompen a reír.
—No podía dejar de venir, aunque fuese después del concierto.
—Estuviste fantástico. —Chrissy sonríe, recordando a Eddie sobre el escenario, tan lleno de vida, tan apuesto y… Traga saliva y decide cambiar de tema—: Esta es la casa de uno de los chicos con los que sueles jugar Calabozos y dragones, ¿verdad? —inquiere, tomando el brazo de su amigo y avanzando hacia la casa.
—Correcto. La madre de Will Byers se casó hoy, y quisiera pasar a saludar…
—¿Es una boda? ¡Pensé que era un cumpleaños!
—¿Por qué vendría con camisa y corbata a un cumpleaños? —replica Eddie con una expresión horrorizada—. Chrissy, se te está notando lo de niña rica… —En respuesta a esto, ella pellizca su brazo—. ¡Ouch! ¡Estamos bajo ataque!
—¡Eddie…!
Pero se interrumpe a sí misma al notar dos siluetas a unos quince metros de ellos.
Son Jane y un hombre que se le hace familiar.
Un hombre alto, rubio, con bellos ojos azules que abre la puerta de un auto y a quien Jane le regala una sonrisa antes de subirse al asiento del copiloto.
¿El hombre… que vi frente a la casa de Angela?
—¿Chrissy? —El hombre cierra la puerta de Jane y va a subirse al asiento contiguo—. ¿Estás bien?
Las palabras de Eddie la sacan de su ensimismamiento; el auto ya arranca, retrocede, y se aleja por la calle.
—Oh. Sí, sí, estoy bien. —Fuerza una sonrisa en su rostro—. Perdón, me distraje.
Él no la reprende ni la hace sentir mal por no prestarle atención a sus alrededores.
—Si no te sientes bien…
Pero Chrissy apoya la cabeza sobre el hombro de Eddie: su presencia la mantiene con los pies sobre la tierra y trae una sonrisa genuina a sus labios.
—Estoy bien. Solo… Solo no me dejes sola, ¿está bien?
—Nunca —promete con solemnidad.
Y Chrissy tiene la esperanza de que no hable solo de la fiesta.
Que no hable solo de esta noche.
