Capítulo 44. Somos legión
La pregunta de Munin quedó en el aire durante largos minutos, reinando el silencio hasta que el caballero negro de Cuervo decidió cambiar de tema.
—Hay un detalle que no nos has contado.
Altar Negro se limitó a fruncir el ceño, tratando de recordar.
—¿Por qué atacamos la isla Thalassa mientras vuestro líder estaba pactando con el Santuario? —lanzó Oribarkon—. ¿Quién era el que se hacía pasar por el Segundo Hombre? —Un gruñido de Altar Negro pretendía hacer que el telquín notara el error que cometió, pero no le hizo caso—. Créeme, humano, no quieres saberlo.
—Sí quiero —objetó Munin.
—No quieres —insistió Oribarkon.
Una palmada detuvo la discusión. El líder de Hybris, sabedor de lo largas que podían hacerse las cenas si les daba rienda suelta, decidió que era bueno dar algunas explicaciones. Merecían saberlo, ya que era parte del sino de la organización.
—Como ya he dicho, estaba dentro de mis planes ganar para nuestra orden el favor de Poseidón. Si Julian Solo hubiese accedido a mi propuesta, habría ordenado el ataque a isla Thalassa, donde fue trasladada el ánfora de Atenea, tal y como estaba previsto. No obstante, las cosas sucedieron de otro modo y decidí dar un rodeo, personándome en el Santuario y pactando una alianza con Arthur de Libra. Un personaje peculiar, ese Arthur, no dudo que tarde o temprano vestirá la toga papal —acotó, retomando pronto el punto—. Aprovechando mi ausencia, Tritos de Neptuno, miembro de los Astra Planeta, usurpó mi identidad. Le fue fácil porque llevó a cabo las mismas acciones que yo habría realizado. La razón la desconozco, ya que no creo que a él le interesara que Poseidón fuera liberado. Presumo que estaba atado de pies y manos, que no podía hacer otra cosa que guiar los acontecimientos, por eso hizo ver al Santuario el despertar de Poseidón como algo que los Astra Planeta buscaban.
—Estás especulando, Viejo —bufó Munin.
—¿Qué otra cosa podría hacer? No estaba ahí —se disculpó Altar Negro, alzando las manos. Munin volvió a soltar un bufido, y dándolo por perdido, desvió la atención hacia Ícaro—. No quiero que pienses que el sacrificio de tu madre fue en vano.
En eso estaba siendo sincero, por lo menos; Hipólita, como el resto de caballeros negros involucrados en el ataque a isla Thalassa, solo cumplía las órdenes que sabían que pronto recibirían de él. Sin embargo, no dejaba de ser cierto que habían sido utilizados por Tritos de Neptuno, un psíquico sin parangón capaz de tal suerte de proezas que no podía entenderse que todo hubiese ocurrido del modo en que ocurrió, a menos que en verdad los dioses le hubiesen impedido actuar de forma directa. Que fuera a medias no cambiaba nada si quien debía velar por ellos, el caballero negro de Altar en quien todos confiaban, pasó todo ese tiempo y los meses posteriores pactando con el enemigo.
Estudió a Ícaro por largo rato. No encontraba en él la ira volcánica de Munin, pugnando por escapar, pero tampoco la mortal indiferencia de Adremmelech. Aquel joven que el mundo conoció en Reina Muerte como la sombra de Aioros de Sagitario y que él veía ahora como la única vida que él y Hipólita engendraron trece años atrás, con el largo cabello caído en una trenza dorada y los ojos de un frío azul, relampagueante, estaba enfadado, de eso no cabía duda. La pregunta era hacia quien iba dirigido tal enfado. Mentalmente, se preparó para que le asestara un buen puñetazo. No se defendería.
—Los Astra Planeta son el grupo al que pertenece Caronte de Plutón, el enemigo de la diosa y del Santuario que mancilló, ¿cierto? —preguntó Ícaro, a lo que Altar Negro asintió—. Entonces, lo entiendo. En el despertar de Poseidón estaría involucrado no solo Hybris, manipulado por ese usurpador de identidades, sino también Leteo, uno de los ríos del inframundo, así como el Aqueronte fue parte de la batalla en el Santuario trece años atrás. Para el ejército de Atenea, tales hechos apuntarían a que liberar a Poseidón era algo que debían evitar a toda costa. Un caso de psicología inversa.
—Que fue bastante mal —aprobó Altar Negro, orgulloso de la capacidad de entendimiento de su vástago—. Tritos de Neptuno se dejó llevar por la corriente, no creo que él tuviera nada que ver con los acontecimientos de Reina Muerte, ese fue el último de los trece eventos desafortunados que han ocurrido en el mundo de los vivos desde que el reino de los muertos se quedó sin soberano; tampoco influyó en nuestros planes. No obstante, quiso aprovecharse de la situación, creyó que Akasha de Virgo era un ser racional a quien podría engañar con facilidad. No contaba con su astucia —concluyó, riéndose luego de su propio chiste—. Ni con su ambición.
—Menudo genio —dijo Munin, mirando al henchido de orgullo Ícaro—. No fue nunca al colegio y míralo ahora, desentrañando toda una conspiración para… para…
No pudo terminar la frase, pues no había entendido el punto de todo aquel asunto.
—Es afortunado que no haya que ir al colegio para aprender a matar criminales —soltó Tomomi, distraída, antes de probar un nuevo trozo de pizza.
—Yo tampoco tuve una educación normal —dijo Munin, fingiendo no haberla oído. No la miraba a ella, ni a Altar Negro e Ícaro, sino a Oribarkon—, quizá por eso no entiendo cómo puede alguien entregar toda una vida de recuerdos y luego recordar cosas.
A la vez que Oribarkon carraspeaba, tomado por sorpresa ante tan repentina pregunta, Altar Negro veía con los ojos muy abiertos a su antiguo pupilo. Munin de Cuervo Negro, experto en manipular la memoria, había sido un temerario difícil de controlar desde el día en que se unieron sus caminos, durante la Rebelión de Ethel, pero de vez en cuando tenía atisbos de lucidez que le dejaban atónito. Él estaba dando por sentadas muchas cosas, como la forma en que el mago apareció allí de pronto, luego de pasar mucho tiempo siendo ilocalizable tanto para Hybris como para el Santuario.
—Entregué los recuerdos de mi pasado, desde la caída de la Atlántida hasta…
—La caída de la Atlántida no sucedió hace diez mil años —le interrumpió Altar Negro, entrecruzando los dedos—, no sabía que Leteo fuera tan selectivo a la hora de tomar la memoria de alguien, de alguien que la sacrifica, además.
—Ese mozalbete de Tritos estaba en mi cabeza —se quejó Oribarkon—. Me dejó conservar algunos recuerdos para que lo ayudara a evitar la liberación de mi señor, para que manipulase a la muchacha que se parece… —sacudió la cabeza con violencia, asustado por el lapso de un instante—. ¡Chiquillo arrogante! ¿Por qué iba yo a negar al Señor de esta Tierra el derecho a disfrutar de los rayos del Sol? Huí el tiempo que estimé conveniente, no sabía cómo regresar… ¡No sabía a dónde regresar!
La corrección final llenó de desconfianza el ambiente. Solo Adremmelech y Orestes, el callado siervo del Hijo que permanecía de pie, detrás de Altar Negro, seguían impertérritos ante todo lo que ahora se revelaba.
—No te eché en falta por dos razones. La primera es que mis negociaciones con Arthur de Libra eran una apuesta, dependía del todo del despertar de una muchacha —admitió Altar Negro, temblándole la voz en el mismo sentido y tiempo que había ocurrido con Oribarkon—, de lo que decidiría. Si todo iba mal, al menos tendría la certeza de que solo yo estaría a merced del Santuario, que Hybris podría reorganizarse y actuar en el futuro. La segunda es que tu promesa ya fue realizada, una copia perfecta de un manto dorado, ¡el de Sagitario, nada menos! —Conforme hablaba, Oribarkon pasó de una extasiada alegría al asco más vulgar, llegando a escupir fuera de la mesa, al vacío interestelar—. Tenía intención de pedirte otro reto, claro, nuevas armaduras negras para mis chicos, que superen la maldición que los reduce a meras sombras de los héroes, pero es solo un capricho, el deseo de un padre por ver a sus hijos brillar con luz propia. No urgía. Dioses, te invoqué para preparar algo mejor que pizza y refresco y nunca pensé en invocarte para que te ocuparas de esa tarea.
—¡Puedo ocuparme de esa tarea! —aseguró Oribarkon—. ¿Niegas que sea capaz?
—Dudo que pueda confiar en alguien que no sabe qué recuerdos perdió —sentenció Altar Negro—. Tritos te permitió mantener recuerdos del sacrificio de tus memorias y Leteo. ¿Y luego? ¿Qué sucedió en estos meses, Oribarkon?
—Ella decidió que debía recordar ciertas cosas. Por eso estoy aquí.
Nada más salió de los labios del telquín, tan secos por una angustia que muy pocos allí podían comprender, que se lanzó a tomar un poco de refresco. Altar Negro lo observó, meditabundo, hasta que realizó un gesto de asentimiento. Todo estaba explicado.
—¡Eso no explica nada! —gritó Munin, sobresaltando al líder de Hybris—. Por los dioses, Viejo, ¿qué te pasa? ¿Qué os pasa a todos? ¿Quién es ella?
Los ojos del caballero negro de Cuervo iban de la sombra de Altar a Oribarkon, luego a Adremmelech, Ícaro y Tomomi, solo los dos últimos parecían ajenos a lo que allí se había revelado. Hasta el tal Orestes, tan regio y estoico, tuvo un estremecimiento.
—Ella es la creadora de este lugar —explicó Altar Negro—. Nuestro refugio, dentro de la oscuridad que subyace al mundo de los vivos, no es tan viejo como el universo, es incluso más joven que el planeta en el que vivimos. Fue creado para ser inaccesible para todos los mortales, no solo los comunes, que sobreviven gracias a la rápida mente que les dieron los dioses, sino también a quienes sirven a los inmortales, como los santos en el Santuario, los marinos en la hundida Atlántida y los espectros en el aún más hondo Hades. Aquí, ni siquiera el Ojo de las Greas y la espía del Sumo Sacerdote, navegante del caos primordial, pueden vernos. Estamos a salvo.
—Tendrías que haberme dicho que nos protegía una diosa, Viejo, pensaba que estábamos solos —dijo Munin, con un alivio que solo duró el tiempo que tardó Altar Negro en sacudir la cabeza—. ¿No es una diosa?
—Para algunos lo fue, pero era tan humana como tú y como yo.
Una vez más, Oribarkon escupió al vacío, lleno de odio y una pizca de miedo. Ese sonido fue lo último que se escuchó en la reunión durante un buen rato.
Pasado el tiempo, la curiosidad fue anidando en los corazones de los caballeros negros, no solo sobre esa misteriosa mujer, sino también por el Hijo, Orestes y todo lo que la presencia de aquel caballero implicaba. Altar Negro casi podía olerla, mientras que Oribarkon, ahora un mundo aparte, extrajo el refresco que quedaba en su vaso, manteniéndolo en el aire como hizo con el trozo de pizza. Aunque seguía siendo líquido, la magia de Oribarkon lograba que mantuviera la misma forma que tenía en el vaso, y con calculados roces de cada uno de sus largos dedos, lo hacía temblar como si fuera gelatina. ¿Con qué fin? Con Oribarkon, era difícil saberlo, y más aún era entender el método que estaba siguiendo, así que optó por dejarlo estar, de momento.
—Así que —dijo Munin, el primero en toda la orden a la hora de cuestionar al líder—, ¿no nos explicarás nada más, no? ¡Tus dos relatos se quedaron a medias!
—A menos que deseéis servir al Hijo por vuestra propia voluntad, no necesitáis saber más de quienes le sirven —aseguró Altar Negro—. La presencia de Orestes no afecta al plan que habéis estado trazando. Y el pasado de un Padre irresponsable, mucho menos.
—¿Y la alianza, Padre? —intervino Ícaro, habiendo adquirido confianza durante la reunión. Ya había terminado su comida, como casi todos—. El Santuario ha exigido el fin de la cacería, como condición para aceptar nuestra colaboración.
—Incluso sin contar el Ojo de las Greas, el líder del Santuario no es ningún estúpido y es muy distinto perseguirnos a lo largo y ancho del mundo, que adivinar que seguimos actuando tal y como antes de la alianza. Poco importa lo cuidadosos que seamos, o si utilizamos medios que cualquier persona de a pie podría utilizar, como armas de fuego; lo sabrían, y eso no solo acabaría con todos mis años de trabajo, sino que pondría en riesgo a toda la humanidad, por cuyo futuro tantos sacrificios habéis hecho.
—Mi consejo es que esperéis —terció Oribarkon, todavía entretenido en su tarea. Con la habilidad del artesano, dividía el líquido en toda clase de figuras, solo para volverlas a unir en una sola masa, que alargaba y contraía sin aparente sentido—. Con la caída de la Atlántida, yo me retiré a las sombras, y aunque no recuerdo cuanto ha ocurrido desde entonces, debe de haberme ido bien, ya que estoy vivo. ¿Esta bebida fue preparada antes o después de la última batalla? —le preguntó de improviso a Altar Negro, cuya atención estaba depositada en otros asuntos.
—Es lo más sensato —admitió Ícaro, adelantándose a la seguramente inoportuna participación de Munin—. Sin embargo, si nos quedamos sin hacer nada, estaremos fallando al mundo, rompiendo nuestro juramento. ¿Está bien eso?
—Muchas personas están muriendo ahora mismo —apuntó Orestes, de nuevo parte de la conversación—. No solo a causa de los criminales que cazáis, sino también por la enfermedad, el hambre, la naturaleza de los hombres y del mundo, un accidente o incluso un suicidio. ¿Está bien eso?
—No somos dioses, lo sabemos —terció Munin—. ¿Crees que eres el primero en darnos lecciones de ética y moral? —Rio, alto y fuerte, llenando el lugar de desprecio y hastío—. Ni eres el primero, ni serás el último.
—No soy quién para juzgaros en ese sentido, pues tampoco soy un dios, sino el sirviente del Hijo. Tan solo pretendo solucionar vuestro dilema: hagáis algo o no, nada cambiará; no tiene sentido poner en riesgo al mundo entero para salvar a unos pocos mientras miles y miles siguen muriendo, desamparados.
—Sí que tiene sentido. —Munin habló en voz baja, casi en susurros, y luego se levantó con tal brusquedad que la silla cayó. Era casi tan alto como Orestes, y si bien no gozaba del inmenso poder del aquel, no titubeó al hablar—. Hay personas sufriendo en el mundo, y si tengo el poder para salvar aunque sea a una sola, ¡me basta con eso, y al infierno con todos los grandes planes que tengan los dioses!
—Tenéis sed de justicia, sed que nunca será saciada —afirmó Orestes—. Los humanos ya clamaban por justicia mucho antes de concebirla; con el paso de los milenios, decidieron que los gobernantes no eran distintos del resto de hombres y dieron por ello muerte a sus propios soberanos. ¿Ni siquiera con eso se sienten satisfechos?
—Lo que los hombres llaman democracia hoy en día es en realidad la misma tiranía de siempre, solo que con una pizca de incompetencia e hipocresía. Es la ilusión de haber logrado algo, un sueño indolente al que debemos poner fin —afirmó Altar Negro, tranquilo pese al cinismo con que pronunciaba tales palabras—. No obstante, están en lo cierto en que un gobernante solo se diferencia de quienes gobierna en la función que cada uno desempeña, así como la responsabilidad que esta conlleva. Todos somos hombres, malolientes sacos de carne, huesos, sangre y otros fluidos, que deambulan por la tierra buscando un sentido a la breve existencia que los dioses nos concedieron.
»En cambio, un dios, ¡no, una diosa! Atenea sí es distinta de mí, de vosotros, y todos los habitantes de esta tierra de locos. La sentaremos en el trono de los hombres, y en su voluntad depositaremos el sueño de un mundo en el que prospere el justo y el malvado reciba su castigo. Acudirá, una vez destruyamos la ilusión que a todos ha engañado.
Aunque no fue pronunciada pregunta alguna, todos la podían intuir, implícita, y era claro que Altar Negro esperaba una respuesta. Por un corto espacio de tiempo, solo hubo silencio, apenas interrumpido por los suaves movimientos de Oribarkon, que convertía el líquido que amasaba en una especie de corona, y un bolígrafo rozando el papel de un cuadernillo. Tomomi Asamori apenas había participado en la reunión, ya que estaba más interesada en tomar notas sobre lo que escuchaba, y más aún sobre lo que intuía; casi todos sabían que la información estaba destinada a su abuelo, después de lo cual quemaría las hojas, así que nadie trató de impedir que siguiera escribiendo.
—Nadie me responde —se quejó Oribarkon, con la extraña corona oscilando sobre tres de sus dedos—. La bebida y la comida que en este día me has ofrecido, ¿fue creada antes, o después de la batalla? —cuestionó a Altar Negro.
—El refresco, antes. La pizza está recién hecha. —Pese a que respondió como lo haría en una conversación seria, Altar Negro parpadeaba sin control, como sin poder creer lo que estaba ocurriendo, y no era el único.
—Creo… —Una especie de mareo casi envía a Munin al suelo. Nada físico; simplemente, de pronto se sintió descolocado, fuera de lugar allí, de pie y acusando a Orestes al tiempo que la conversación se le escapaba de las manos. Siguió hablando mientras daba vueltas erráticas, tratando de recuperar la compostura—. ¿Qué vas a hacer? ¿Mezclar pizza y refresco como un niño pequeño? ¡Sacarás tu bastón y mezclarás pizza y refresco! —Todo le sonaba ridículo nada más salía de su boca, tanto como lo era la escena—. ¿Se llevaron tus neuronas junto a tus recuerdos? ¡Bébete eso de una maldita vez! ¡Cómete la maldita pizza y haz tu maldito trabajo!
—En realidad, mis manos son instrumento suficiente, ¿por qué utilizar el cetro para tareas tan sencillas? ¡Tranquilízate, humano, tranquilizaos todos! No es la materia lo que deseo tratar, sino lo que fue, lo que es, y lo que será. ¡He olvidado demasiadas cosas! Y aunque no las puedo recuperar, pues yo mismo entregué cada uno de mis recuerdos de los pasados milenios, sí que puedo ver el pasado del mundo que no recuerdo a través de las cosas que en él estuvieron, cuando yo no. Una vez lo consiga, poco importará que regaléis al Santuario todas las armaduras negras que he creado, salvo la joya de la corona, claro —acotó con disgusto, mirando a Ícaro—, pues crearé unas mejores, que rivalizarán con las escamas del mar, los mantos mortuorios del infierno y las sagradas vestiduras de los santos de Atenea.
Rara vez Oribarkon daba explicaciones claras, y para lamento de todos, esa no era una de esas veces. En silencio, cuando parecía a punto de ceñirse la corona sobre la cabeza —cosa que por poco provocó en Munin la risa que trataba de contener—, el telquín cabeceó de un lado a otro, negando. Así, rodeado por un centenar de burbujas de diversos tamaños, desapareció. Lo próximo que supieron de él, fue un suceso de comparable extrañeza: el respaldo de la silla en la que se sentaba estalló, y las astillas bailaron en el aire para formar algunas palabras en una lengua que solo los magos recuerdan, pero todos los seres entienden —«Sigo el Camino del Crepúsculo. El pacto aún no se ha roto»—, antes de caer y volver a formar el respaldo. ¿Una ilusión? ¿Manipulación de los átomos? Nadie lo supo, y a nadie le importó.
—Desde que tengo consciencia —dijo el esbelto y recto Ícaro, cansado de la visión de varios de sus mayores mirando la silla vacía, boquiabiertos—, he sabido que mi destino era portar la armadura negra más poderosa que jamás se ha creado. Es mucho lo que le debo, Padre, y también sé que ha depositado sus esperanzas en mí. Sin embargo, de tener que elegir entre la misión de mi madre y mis compañeros, y la suya y la del caballero Orestes, temo que hoy tendría que despedirme de usted, así tuviera por enemigo al Santuario y la Atlántida, pues tan grande es mi compromiso con el mundo de los hombres, como el que me une a esta orden, en la que nací.
»Soy incapaz de expresar la dicha que siento al no tener que tomar esa decisión, y aunque no creo que esté bien dejar de lado a las gentes del mundo por el bien de una alianza que desconocen, algo sabemos los caballeros negros de anteponer un mal menor antes que uno por mucho peor. ¿Y qué puede ser peor que el fin del mundo? Esperaré a la batalla, y lucharé a su lado, como es mi destino y deseo. Luego…
Altar Negro asintió antes de que Ícaro terminara, conforme con sus palabras. El muchacho era sincero y honesto, lo que era bueno, no solo útil, sino bueno. También era idealista en exceso, y eso podría no serlo tanto. En el discurso que acababa de escuchar, descubría a un niño soñándose como un caballero de brillante armadura, surgido de un cuento de hadas para derrotar dragones y otras criaturas terribles. Claro que, no sería la primera vez que subestimaba a alguien en su larga distancia.
—Yo sólo sigo las órdenes de Ella —clamó la voz de Adrammelech, que por primera vez se hacía escuchar, lejana, como si proviniese desde las profundidades de la tierra, y a la vez cercana, como un temblor que se extiende a través del suelo, poderoso y terrible. Todos, hasta el mismo Orestes, sentían un escalofrío al escuchar esa voz distorsionada, que tan poco tenía de humana—. Más allá, nada tiene importancia.
Solo quedaban Munin y Tomomi por expresarse. El primero, todavía de pie, tenía los brazos alzados, reclamando a dioses en los que apenas creía. Cerró y abrió el puño mientras lo levantaba y bajaba a semejanza del martillo que golpea el yunque con fuerza. Las palabras de Orestes, los disparates de Oribarkon y los misterios que envolvían al hombre que se hacía llamar Padre, se mezclaban en su mente, llena a su vez de los pensamientos de infinidad de hombres a los que había leído en el pasado —monstruos la mayoría—. Estaba a punto de estallar, con ganas de levantar la mesa y golpear con ella a alguien, aunque al final se limitó a poner la silla que había tirado en su sitio. Se sentó en ella, dejando caer sus brazos sin fuerzas. Dejando escapar la ira.
—Seguiré su camino, Viejo, hasta el fin de la guerra, siempre que nos permita cumplir nuestro verdadero objetivo una vez termine.
—Se suponía que ibais a concedernos un ejército leal, vasto y temible; en cambio hoy os veo negociar con vuestro soldado, si es que un niño merece ser llamado así —terció Orestes mientras caminaba hacia Munin—. Vuestro objetivo y el nuestro son como una gota de agua y el mar, no se pueden comparar.
—Ya, ¡ya! ¡Dije que le apoyaría en la guerra! ¿Es que no te basta con eso?
—Oh, no se dirigía a ti, Munin —dijo Altar Negro, cuya tranquilidad contrastaba con la actitud de Cuervo Negro de tal forma que solo lo enojaba más y más—. Sería una locura moverse luego de la guerra, nuestros caminos no coincidirán para entonces. Si deseáis cumplir la meta que os propusisteis hace años, tendrá que ser durante la guerra, mientras los guerreros sagrados de la Tierra y el Mar están distraídos.
—Eso jamás ocurrirá —dijo Orestes, alzando la voz—. ¿Es que habéis perdido la razón, padre de hombres, guía de héroes y reyes? ¡Sabéis bien que no habrá salvación para este mundo ni ningún otro si fracasamos, y aun así os empeñáis en asegurar que tal cosa ocurra por apoyar una tarea insignificante, estéril! ¿Qué ocurrirá si yo, Orestes de la Corona Boreal, cumplo con la misión que rehuís, y neutralizo a todo aquel que se interponga en el reencuentro de mi señor y Atenea?
Se escuchó el sonido de un objeto cayendo sobre la mesa con fuerza, un cuaderno. Tomomi, tan tranquila como Altar Negro, casi un reflejo femenino del líder Hybris, habló con voz suave y palabras firmes
—Si eso ocurriera, Orestes el matricida, podríais comprobar que así como el hijo venga a su padre, también el padre venga a sus hijos.
Tomomi e Ícaro, en representación del profesor Asamori e Hipólita, junto a Oribarkon, Adremmelech y Munin; Altar Negro contaba con el apoyo de los cinco, lo que a todas luces le satisfacía. El único disgustado en aquel lugar era Orestes, que tras un vistazo en derredor, lanzó un ataque en su contra. Nadie lo vio venir, pues nadie se esperaba aquel gesto. Aun cuando se sucedieron los segundos, y una línea de oro era visible entre la punta del dedo de Orestes y la frente de Altar Negro, ninguno se movió; no sabían qué estaba ocurriendo o qué podían hacer, y su líder no parecía estar sufriendo.
«El Hilo de Ariadna me revelará vuestros secretos, Segundo Hombre —pensaba Orestes, concentrado por completo en su tarea—. Aun el más complejo e intrincado de todos los laberintos, la mente, no tiene secretos para esta técnica.»
Se adentró en los pensamientos de Altar Negro sin encontrar resistencia, contrario a toda expectativa que pudiera albergar. En los que conocían las artes de la Raza de Plata, era habitual una fortaleza psíquica virtualmente impenetrable, y si bien el Hilo de Ariadna no tomaba la ruta del cerebro o del espíritu individual, sino la del plano en que se mueven todos los pensamientos, sentimientos y emociones de todos los seres, realmente esperaba que el hombre escogido por el Hijo no estuviese tan indefenso. No tardó en darse cuenta de lo apresuradas que eran sus conclusiones.
Luego de observar un espacio en blanco por lo que pareció una eternidad, se encontró con una tormenta de pensamientos que no podían pertenecer a una sola persona, ni siquiera el Segundo Hombre, pues aunque había una cierta tendencia que los unía, en su mayoría eran demasiado distintos entre sí. Muchos hombres, afamados maestros del Ojo de Plata, habrían acabado abocados a la locura con solo un vistazo, y él tenía que desentrañar el misterio. Decidió que el riesgo era necesario, y poniendo cada uno de sus sentidos en aquella tarea, acabó chocando contra la verdad como el corredor que choca con una pared, o un árbol que no había llegado a ver.
«Esta es la gran ventaja de vuestros caballeros negros —concluyó Orestes, maravillado—. La técnica heredada del pueblo de Mu, capaz de unir dos o más mentes, con un enlace que pueda administrar toda la información que el resto reúne. ¿Cuándo fue la última vez que se conectaron miles de hombres?»
Tuvo una visión más amplia de lo de que Akasha, días atrás, descubrió a través del Ojo de las Greas. En cada gobierno de la Tierra, así como en grupos y organizaciones de gran poder, desde las principales agencias de inteligencia y los ejércitos de las grandes potencias, hasta los medios de comunicación y las más influyentes empresas, había al menos un caballero negro infiltrado, listo para cumplir órdenes; los que se encargaban de cazar criminales y derrumbar el crimen organizado, eran solo una facción de la orden negra. ¿Realmente fracasó la primera etapa de su misión? Él no veía tal cosa, veía un peligro que el Sumo Sacerdote había subestimado a lo largo de los años. Un Santuario que no estaba recluido en una montaña aislada, sino que abarcaba el mundo entero.
«Y ese espacio en blanco —recordó—. ¿Acaso este hombre está conectado a toda la raza humana? ¿Pretende convertirse en el avatar de toda la humanidad?»
Se sintió observado de pronto, por miles y miles de ojos; no todos los caballeros negros, solo quienes estaban despiertos y podían permitirse el lujo de responder a su intrusión. Todos ellos sabían cuanto se había dicho en la reunión, todos ellos sabían quién era él y a qué había venido. Todos ellos le respondieron a la vez:
—Salvaremos el mundo del falso orden, y el Santuario lo salvará del caos que sobrevendrá a la limpieza. Los justos prosperan y los malvados son castigados.
Tales fueron las palabras, dichas por nueve mil hombres a la vez, resonando en la mente de Orestes como el grito de un dios temible que lo arrojó de aquel lugar. En el universo físico, apenas había pasado una fracción de segundo..
El Hilo de Ariadna se deshizo al instante. Orestes sudaba copiosamente, y enfrente, Altar Negro sonreía. Los demás no parecían entender lo ocurrido, seguramente eran ajenos a la red que el Segundo Hombre había tejido, por lo menos por esa noche.
—Ninguno volverá a dirigirse al Santuario sin mi consentimiento —dijo al fin, recuperando la compostura y la autoridad. Aun antes de terminar, ya daba la vuelta, marchando hacia las escaleras—. Desde ahora hasta el fin de la guerra, yo estoy al mando. —Lo dijo en un susurro, quizá porque era consciente de que era mentira. Las almas de esos jóvenes estarían en manos del Segundo Hombre hasta el fin de sus días.
xxx
Lejos de aquel lugar, y a la vez cerca, Azrael caminaba hacia las montañas cercanas a Atenas, o al menos lo que la mayor parte del mundo creía que eran meras montañas. Iba cubierto con un manto de viaje con capucha, que apenas dejaba entrever las manos, ya que aunque habían dado un rodeo para evitar Rodorio, donde él y la señorita eran bien conocidos, seguía siendo posible que algún aldeano extraviado o un guardia del pueblo los reconociera, celebrando su llegada. El Sumo Sacerdote ya estaría enterado de que venían, desde luego; poco era lo que aquel hombre no sabía de antemano —excepto, pensaba Azrael, la exacta localización de cada caballero negro—. Sin embargo, para el Santuario, Akasha era una traidora, así como todo aquel que tuvo tratos con ella en los años de exilio estaban bajo sospecha. No era conveniente que dos perspectivas tan opuestas chocaran, mucho menos de cara a una negociación.
Miró hacia atrás con el rabillo del ojo, y distinguió la figura de Akasha en la lejanía. Mientras la veía acercarse, se dio cuenta de que no le llegó a preguntar por qué debieron rodear Rodorio por separado, aunque lo podía intuir: movida por el azar, o incluso un presentimiento, Akasha había decidido utilizar el Ojo de las Greas. «¿Ha olvidado que no sirve para observar a ese hombre?»
—Disculpa la tardanza —dijo Akasha una vez llegó, también cubierta por un manto; la máscara y los cabellos quedaban ocultos bajo el embozo—. Ya podemos proseguir.
—¿Ha descubierto algo interesante, señorita? —No vio motivos para ocultar que sabía lo que estaba haciendo, ni a ella pareció molestarle que lo supiera.
—Orestes y Oribarkon han desaparecido —dijo Akasha, ofuscada—. ¿Qué clase de magia posee ese hombre, Azrael? ¡Es el Ojo de las Greas!
No hablaron más de eso en aquel día. Se limitaron a retomar la marcha, tomando una barca para atravesar el enorme lago artificial en que había sido convertido el valle que Geki y Nachi crearon durante la batalla trece años atrás. Día y noche, un centenar de ninfas de los árboles y el agua salada vigilaban la nueva frontera entre la tierra de los comunes y el dominio de la diosa, ya fuera desde el interior del lago o el bosque que habían creado alrededor de él, y un número no menor de guardias patrullaba en las lejanas montañas, que ocultaban el único paso a tierra sagrada. Ni Azrael ni Akasha se molestaron en comprobar que seguía siendo así; sabían que la Fortaleza de Atenea —la división Pegaso— ya debía estar enterada de su llegada, y así querían que fuera.
Notas del autor:
Ulti_SG. El Hijo es… ¿El hijo de alguien?
Jugué un poco con los tiempos, sí, algo complicado, pero necesario.
¿De todo lo que se dijo había que remarcar eso? Para qué lo pregunto si sé que sí. Hay que tener claras las prioridades. ¡Esos antiguos en tiempos antiguos!
Debe ser muy frustrante preparar todo tu equipo de héroes (capaz otro quinteto de Power Rangers) siendo tan niño como lo era Shura en Soul of Gold, solo para descubrir que tu vida es una precuela inventada de una serie ya establecida. Por lo menos este Zordon tuvo la alegría de contar sus aventuras a sus muchachos, aunque no respondió las preguntas que uno quería que le respondieran. Mala suerte.
