Capítulo 3. Conociendo al enemigo
Poco había cambiado aquel sagrado lugar a lo largo de los milenios. Desde las casas y templos hasta la vestimenta, costumbres y forma de lucha habían permanecido inmutables, sin verse afectados por los reveses de la Historia y el signo de los tiempos. El primer día que el lancero pasó allí, mirando todo con una fascinación más bien infantil y desconociendo la austera vida que le esperaba, le dijeron que el coliseo era el edificio más joven del Santuario, construido en una época en la que Roma era dueña del mundo. En comparación, los templos zodiacales de la Eclíptica, el sendero que recorría en espiral la montaña principal, existían en los días en los que Odiseo, rey de Ítaca, todavía vivía. De esas historias, él solo sacaba que hacía mucho, muchísimo tiempo que el Santuario existía, y eso le hacía sentir a la vez seguro y orgulloso. Estaba, después de todo, a punto de ser uno de los garantes de la paz y la justicia en la Tierra.
Ese sentimiento le ayudó a superar una vida en la que recibía solo lo indispensable en medio de una tierra yerma y dura, hecha para fortalecer a los hombres más allá de los límites humanos. Lo ayudó a seguir adelante después de la paliza que recibió en el coliseo delante de amigos, enemigos y el mismo Sumo Sacerdote, cuando el manto sagrado de Hércules, nada menos, estuvo a solo un paso de ser suyo. Ahora, más que ayudarle, le causaba dolores de cabeza. Cada vez que pensaba en los valores que su maestro le inculcó, recordaba la escena del puerto, donde los héroes de los que la humanidad dependía recibían a unos hombres que solo podría calificar como villanos. ¿Cómo no iba a tener la cabeza hecha un lío?
Que Azrael y Geist hablaran sobre el tema mientras caminaba tampoco ayudaba.
—Si los caballeros negros imitan a los santos de Atenea, ¿por qué no se hacen llamar santos negros? —preguntaba Azrael.
—Hubo una época en la que los santos de Atenea fueron conocidos como caballeros, algo relacionado con los reyes de entonces y la religión que imperaba en Europa. Hoy en día es una expresión en desuso aquí en el Santuario. En cuanto a las sombras, son aspirantes que renegaron de Atenea después de haber fracasado, de modo que decidieron velar por nada más que su beneficio personal. Llamarse a sí mismos caballeros en lugar de santos debe ser una forma más de rebeldía.
—Así que la existencia del Santuario no es desconocida para el resto del mundo.
—Los poderosos saben que existe un lugar mítico, donde viven unas leyendas vivientes que actuarán siempre que sea necesario.
—Como en la Segunda Guerra Mundial.
—Vaya. ¿Prestaste atención a lo que decía Docrates? Si bien los santos de Atenea han estado detrás de la derrota de pueblos conquistadores como el de los romanos y el de los mongoles, no ha sido porque enfrentaran a sus ejércitos. El Santuario no se involucra en política, ni para bien, ni para mal. Solo interviene en asuntos con los que la humanidad no podría lidiar por sí sola. Una generación de caballeros negros al servicio exclusivo de la Alemania Nazi, por ejemplo, cortesía del Japón Imperial.
—Estás bien informada.
—Me gusta leer. Eso es todo.
—A mí también, solo que nunca he visto nada de esto en los libros de Historia.
—Como creo que ya habrás deducido, los santos de Atenea trabajan desde las sombras. Oye, chico, ¿tú no vas a decir nada? Estás muy callado.
Sin detener la marcha, Geist miró por encima del hombro. El lancero les seguía, guardando distancias y con cara de estar aguantándose una nueva queja.
—Tengo un nombre, ¿sabe?
El grito decidido del lancero hizo que Azrael y Geist pararan a la vez de hablar y caminar. A aquel le tomó un par de tirones sacarse el casco de la cabeza, abollado como estaba en la parte trasera tras el coscorrón de Geist, hasta que lo logró, quedando al aire el corto cabello castaño. Con unos ojos decididos que revelaban su ascendencia oriental y una nada agradable cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda, él era:
—Makoto. ¡Mi nombre es Makoto!
Pasaron unos segundos incómodos, en los que la cara del lancero, tan seria a pesar del sudor que le perlaba la frente, se fue enrojeciendo poco a poco.
—Te llamas Makoto —dijo Geist—. Entendido.
Y así, sin más, reanudaron la marcha.
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Para cuando Marin de Águila apareció, Kiki ya llevaba cerca de una hora trabajando sin descanso con los restos de las armaduras negras. Ya había convertido la mayor parte del material en toscas puntas de lanza que mezclaba con pequeños escudos y hojas cortas del mismo material que se había agenciado el año anterior. Los gemelos, encargados de suministrar el nuevo armamento a la guardia en Rodorio y las montañas siempre venían demasiado cansados como para preguntarle si todo lo hacía él, en especial porque querían terminar esa tarea lo más rápido posible para poder unirse a la lucha.
Marin, por supuesto, ni estaba cansada ni tenía un pelo de tonta.
—¿Un regalo? —preguntó esta, que sostenía una de las espadas de hoja negra. El metal, conocido como gammanium en la actualidad, era uno de los principales componentes de los mantos sagrados que solo los del pueblo de Mu sabían moldear. Más duro que el acero, y a pesar de ello, tan ligero que podría servir para crear puntas de flecha.
—Es un regalo envenenado —explicó Kiki.
—He sentido la presencia de Seiya.
—No podía dejar al héroe que desafió a Poseidón y Hades en un lugar que no fuera el Santuario, ¿cierto? Seika lo atenderá mientras nosotros lo defendemos.
—¿Qué hay de los demás?
—Las ninfas de Dodona y los guerreros azules de Bluegrad se ocuparán del cuidado y la protección de Shiryu y Hyoga por lo menos durante esta noche. Los santos de Perseo y Orión protegerán a Ikki y Shun mientras la Fundación vela por su salud.
—Creía que no querías prescindir de ni un solo santo. ¿No fue por eso que solicitamos la ayuda del rey Piotr y de Kushumai?
—Shaina me convenció de que la seguridad de nuestros compañeros es tan importante como la del Santuario. Atenea los dejó a nuestro cuidado, después de todo. Además, estamos hablando de un recién ascendido y de un rebelde al que Shaina tuvo que arrastrar hasta aquí desde el otro lado del mundo. No son muy buenos trabajando en equipo, por mucho que a uno le sobre valor y al otro habilidad.
No era como si el díscolo y veterano santo de Orión fuera el único de los recién reclutados de los que Kiki desconfiaba. Como líder en funciones de los santos de Atenea, Shaina había tenido que buscar gente hasta de debajo de las piedras y nadie podía darse el lujo de esperar a crear con ellos lazos de confianza antes de luchar codo con codo. No obstante, así como el Sumo Sacerdote había decidido correr el riesgo de viajar con el tal Orestes de Micenas hacia los confines del mundo con tal de salvar a Seiya y a los demás, ellos bien podían arriesgarse a creer a ciegas por una vez.
—Ya está aquí —dijo Marin, después de un largo minuto en el que solo se oyó el rítmico golpeteo de un martillo. Aun hablando, Kiki continuaba el trabajo.
—No esperaba que nuestra barrera lo mantuviera alejado mucho tiempo —admitió Kiki—. Bueno, más que barrera, era una petición. «No nos mates, por favor.»
—Te exiges demasiado.
—No es para tanto. Solo tuve que viajar unas cinco veces, no hizo falta que me quedara mucho tiempo porque ya teníamos buenas relaciones con nuestros aliados y como ya has visto la mitad de las armas que envío a la guardia no las creé yo. Bueno, admito que han sido unas horas estresantes y he tenido que confiar la barrera a los jóvenes.
En concreto, los discípulos del Sumo Sacerdote, su hija y un advenedizo inglés de lo más abusón. Esa era otra razón por la que podían sorprenderlo mientras usaba su capacidad extrasensorial para vigilar lugares lejanos, estaba unido a aquellos dos a través de una red telepática en la que compartían pensamientos y sensaciones. En este momento, en esa red solo se emitía un mensaje: «La barrera ha caído. Está aquí.»
Sí que se exigía demasiado, sí, pero, ¿quién podría hacer todo eso, si no él?
—No siento ningún cosmos en él —observó Marin.
—Yo tampoco lo siento como sentiría a cualquier ser vivo —admitió Kiki—. Solo percibo cómo en el lugar que está mirando se extienden el miedo y el terror por doquier. Ahora me tocará avivar los corazones de todos para que no salgan corriendo por patas.
Apenas terminando de decir eso, se levantó de improviso y dio la vuelta. Habría podido teletransportarse tal y como estaba, se le ocurrió que debió haberlo hecho cuando se encontró con Marin enfrente, bloqueándole la salida y sujetándole los hombros.
—Podemos lograrlo. Juntos.
—Lo sé, solo quería ir al baño. Oye, Marin, ¿y si esto es cosa de los dioses?
—Cuando sugeriste a Shaina la idea de poner a salvo a Seiya y a los demás, dijiste que el enemigo provenía de lo más profundo del Hades.
—Sí, eso dije, eso es lo que sentí. Solo siento que hay dos opciones. La primera es que el ejército del dios de la muerte viene al Santuario a cobrar venganza.
—¿Y la segunda?
—Que sea Hades en persona el que ha venido hasta aquí.
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Aun para los santos de Atenea, había algunos lugares en el Santuario que eran inaccesibles, so pena de ser encarcelado, exiliado e incluso ejecutado, según las circunstancias. Uno de ellos era el monte Estrellado, en cuya cima, la más cercana a la Luna, había un observatorio desde el que el Sumo Sacerdote podía leer el futuro del mundo en las estrellas; ni siquiera un santo de oro tenía permitido dirigirse allí sin autorización. Otro era la Eclíptica, vedado por norma general a los santos de bronce y plata, y el tercero era el campo de entrenamiento de las amazonas. Conocido como el Cinturón de Hipólita desde los tiempos de la fundación del Santuario, cuando las tareas de Heracles eran fuente de inspiración para todo joven aspirante, era un círculo de tierra rodeando una colina de trescientos metros, sobre la cual se construían las destartaladas casas de las mujeres que aspiraban a convertirse en santos de Atenea.
Por motivos jamás esclarecidos, no siempre se permitió que las mujeres lucharan en el ejército de Atenea, no de forma oficial al menos. Quien quisiera indagar en la biblioteca del Santuario, se encontraría con que fue el Sumo Sacerdote Shion quien cambió esta situación al implantar la Ley de las Máscaras, según la cual una mujer podía convertirse en un santo de Atenea siempre que renunciara a su feminidad. No obstante, lo cierto es que aquella ley, elaborada durante el auge del emperador Napoleón para honrar los logros de la aspirante Maya, tan solo llevó al papel algo que venía ocurriendo desde hacía seiscientos años, sobre todo en épocas de entreguerras.
—Además —siguió explicando Geist a los atentos Azrael y Makoto—, él añadió un matiz, según se dice por inspiración de la propia Atenea. Antes, una amazona debía matar a todo hombre que le viera el rostro. Ahora tenemos una dispensa.
—Puede escoger amarlo —dijo Azrael—. Entiendo que las máscaras que lleváis ocultan vuestra feminidad como si fuera un hechizo, ¿correcto?
—Se parece más a la hipnosis. Llevar la máscara hace que la gente que nos ve obvie nuestra condición de mujer y nos traten como guerreros. Siempre y cuando no nos vean el rostro. Si ocurriera, así fuera solo una vez, no volvería a funcionar.
—En ese caso, para que un hombre se enamorara de una amazona, tendría que verle el rostro para empezar, ¿no? Es una ley cruel.
—¡No esperaba que fueras tan sensible! Me parece más cruel tener que matar a alguien a quien amas. Y por si te tranquiliza, un hombre enamorado puede ver en una amazona a la mujer que ama, así esta lleve puesta la máscara.
Aquella explicación terminó de pintar de rojo la cara de Makoto, quien empezó a andar más despacio que los otros dos para que no lo vieran. ¿Qué se supone que significaba eso? Hasta ahora había entendido lo de ocultar la feminidad como una forma de hablar. No es como si él pudiera ver a las amazonas del Santuario, con esas máscaras a veces pintadas con rasgos de fieras, como las chicas encargadas de cuidar el orfanato en que se crió, por supuesto, sino que sabía que también eran mujeres. Bueno, sabía que Geist era una chica esbelta, de largo y lacio cabello negro y con unos puños capaces de bajarle todos los dientes a un hombretón que le sacaba tres cabezas, como poco.
Las siguientes palabras de Azrael no hicieron sino acentuar el desconcierto y vergüenza de Makoto, que en ese momento habría agradecido ser una tortuga.
—Tampoco veo ninguna ventaja táctica en que el enemigo os vea como guerreros. ¿No es mejor que os subestime? He oído que en la Antigüedad, las amazonas iban con un pecho al descubierto para distraer a sus enemigos varones. Esa ley no es buena ni útil.
—Si quieres tener hijos en el futuro, evita decir eso en presencia de mis compañeras. Aunque no lo parezca, yo soy un trozo de pan.
—No me han ordenado que los tenga.
—¡Mira, allí está mi puesto! ¡Hemos llegado!
Luego de tan repentino grito, Makoto salió corriendo, sabiendo que le seguirían. Más que el sitio, había reconocido a las amazonas que Geist había dejado en el puesto después de mandar de un puñetazo a su compañero a los dominios de Morfeo.
—El muy patán me dijo que descansara la vista, que él vigilaría —comentó entre dientes, para luego recordar que le había salido barato. A él no le habían dejado sin dentadura, solo le habían arrastrado de la oreja por medio Santuario—. Cosa de niños.
Desde donde se detuvo podía verse su lanza, todavía tirada, así como un par de dientes desperdigados. No dio ni un solo paso más, convirtiéndose de nuevo en una estatua, con Azrael al lado, esta vez ni se molestó en tratar de escuchar lo que Geist hablaba con las amazonas. Tampoco tenían mucho que hablar, pues luego de un par de minutos, la que había sido su compañera las últimas horas se giró para despedirse:
—Aquí nos separamos. Azrael, según parece la aspirante de Virgo está en nuestro campo de entrenamiento. ¡No, no puedes ir allá! Yo le diré que venga. Y en cuanto a ti, Makoto, espero que hayas entendido lo importante que es la guardia hoy en día.
Tras ver que el par hacía un gesto de asentimiento, Geist y las amazonas se retiraron del lugar, rápidas como el viento.
—De vuelta al trabajo. Y encima sin compañero —se atrevió a decir Makoto solo cuando las perdió de vista—. ¿Oye, te importa si te acompaño un rato…?
—Azrael —se presentó el escudero de la aspirante de Virgo mientras dejaba el maletín en el suelo—. Será un placer acompañar a un soldado de Atenea en su labor. ¿Debo guardar silencio o se me permitirá comunicar algunas ideas?
—Habla de lo que quieras, menos de amazonas con el pecho descubierto y de enamorarse. ¡Y hazme el favor de no ser tan formal conmigo! —exclamó el lancero, que en un impulso estrechó la mano del tal Azrael—. Yo me llamo Makoto. Encantado.
—Lo mismo digo.
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Si Makoto, Azrael y Geist habían podido hablar de ese modo, distrayéndose en charlas sobre el lado oculto de la Historia al que pertenecían los santos de Atenea, era porque Kiki había decidido cargar con los temores que el enemigo había arrojado sobre todo el Santuario. Aun si no era consciente del caso de aquellos tres en específico, Marin podía intuir el bálsamo que eran los poderes mentales de Kiki para todos, así como sabía que pese a ello aquel noble héroe se sentía como un cobarde.
Quien tenía el orgullo de vestir el manto sagrado de Águila no pensaba decirle que se equivocaba. Eso tenía que sentirlo él por sí mismo. En cambio, sobre la pregunta que Kiki le hacía en esa casa solitaria, sí que tenía algo que decir.
—Si Hades es nuestro enemigo, lo enfrentaremos, porque eso es lo que hacemos.
Ante aquellas simples palabras, erguido entre un trabajo hecho a la desesperada, Kiki logró sonreír de nuevo. Y descubrió que no le costaba hacerlo.
Los gemelos entraron en la casa no mucho después, para cargar el último envío. No había entonces nadie en la casa. Solo una nota pegada en la mesa:
«Luchad con valor.»
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—¿¡Minar el Santuario!?
Un minuto. Solo había sido necesario un minuto de conversación con Azrael para que Makoto perdiera los nervios. El joven lancero, ya con el arma en la mano y el casco puesto, no podía imaginar que había batido el récord de toda la guardia.
El escudero de la aspirante a Virgo, cuyas sencillas ropas contrastaban con el aire atemporal que dominaba en el lugar, asintió, tan serio como siempre. Al ver que Makoto no decía nada más, sacó un teléfono del bolsillo y empezó a teclear.
—No va a funcionar. El Santuario no existe para ningún satélite en el mundo.
—Estoy preocupado por la señorita. Debe de estar bajo mucha presión ahora mismo.
—Claro, ¿cómo no va a estarlo, si su escudero quiere que tenga que cuidar por dónde pisa? Minar el Santuario. ¿Qué tienes en la cabeza?
—Solo era una idea. El final del siglo XX está cerca, no creo exagerar si te digo que la guerra es muy distinta a lo que era en la Antigüedad. Hoy en día hay mejores maneras de defender un territorio extenso que destinar a la mitad del ejército a custodiar la entrada. Incluso si solo hay una, incluso si la fuerza de cada guardia del Santuario no tiene parangón, el alcance es limitado. Un pequeño grupo de francotiradores…
—Alto, alto —interrumpió Makoto, haciendo exagerados gestos con las manos. Azrael asintió enseguida, volviendo a marcar por instinto las teclas de un teléfono que no tenía señal—. Eso es así en el mundo de fuera, que conocimos antes de ser aceptados aquí. Tú como escudero, quiero decir, asistente, y yo como un guardia honesto y trabajador. El Santuario no pertenece a ese mundo, desde la era mitológica ha sido un reducto de un pasado perdido en el olvido, creo que esas eran las palabras de mi maestro. Por eso, el progreso del tiempo no afecta a quienes lo habitamos; vivimos y luchamos del mismo modo que lo hacían nuestros antepasados. Y lo seguiremos haciendo hasta el día en que el mundo deje de necesitarnos. Cuando ese día llegue, se dice que el Santuario simplemente desaparecerá, sin que haya prueba alguna de que siquiera existió.
—No estoy seguro de entenderlo —admitió Azrael—. Quienes se dejan limitar por las tradiciones suelen acabar masacrados. Sobre todo en situaciones como la nuestra, con un ejército reducido y dependiendo de aliados extranjeros.
—No nos subestimes tampoco, chico de la Fundación.
Aquellas palabras no salieron de la boca de Makoto, ni de la de nadie, como aquel corroboró al mirar en todas direcciones. En cuanto imaginó de quien se trataba, ya que solo había una persona en el Santuario que disfrutaba comunicarse a través de la telepatía, se apresuró a explicárselo a Azrael, quien hacía malabares para que el teléfono no se le terminara de caer al suelo. ¡Incluso alguien como él podía asustarse!
—¡Señor Kiki! ¿Qué cree que está haciendo? —preguntó Makoto, a su pesar riéndose a carcajadas. Todavía recordaba cuando le hizo esa jugarreta a él.
—Le enseño al chico de la Fundación que tenemos nuestros propios recursos.
—Ya lo creo que los tenemos. Los soldados que vimos fuera parecían muy entusiasmados con las armas nuevas. ¿Acaso…?
—No podíamos permitir que los caballeros negros conservasen la prueba de que alguna vez renegaron de Atenea, eso no significa que esté mal aprovechar lo regalado para aumentar la moral de la tropa. Y lo mejor de todo es que si al Sumo Sacerdote no le gusta la idea, puedo culpar al chico de la Fundación de que las mejores armas del mundo estén en manos de nuestros mejores soldados.
—¿Y por qué llevo yo una lanza común, entonces? —exclamó Makoto.
No hubo respuesta.
Todo lo que Azrael pudiera decir sobre las ventajas del armamento moderno, se quedó enterrado bajo el susto que Kiki le había dado, al parecer con no más propósito que ver cómo estaba. Durante un tiempo, lo único que hizo fue guardar el teléfono y esperar en silencio a que llegaran noticias. Tan pálido se había quedado luego de tener a un duendecillo dentro de la cabeza, que Makoto perdió las ganas de reírse de él.
Se oyeron entonces unos pasos, acompañados del fuerte olor que previene la muerte y la enfermedad. Desde el mismo camino que conducía al exterior del Santuario, venía un hombre de cabellos blancos, que contrastaban con la ropa que llevaba. Desde unos zapatos recién lustrados hasta una chaqueta que le llegaba hasta los pies, parecía llevar como vestimenta la misma noche que arropaba ahora aquellas tierras, solo que sin estrellas que pudieran dar luz. Solo la camisa, en la que destacaba una oscura corbata, era distinta, de un rojo tan intenso que de lejos podría confundirse con una mancha de sangre. Y sangre era lo que aquel hombre parecía buscar, por cómo vestía y cómo andaba, hasta que toda esa imagen se iba abajo por un saludo tan amistoso como torpe.
—Buenos días, caballeros —saludó el recién llegado, empleando un inesperado tono cordial—. Temía no encontrar a nadie y aquí estáis. ¡Loados sean los dioses! ¿Tendríais a bien decir a este trotamundos dónde se encuentra?
En condiciones normales, que alguien de fuera viera a un soldado armado a la manera de la Antigua Grecia sería el principio de una larga serie de preguntas, si es que no asumía que se estaba grabando una película de época. No obstante, el visitante ni siquiera pestañeó al ver a Makoto, quien mantenía el temple de forma admirable. Azrael, guardando también las apariencias, se preparó para lo peor.
—A unos cuántos kilómetros de Rodorio, señor… —Mientras Makoto esperaba a que le dijera su nombre, se fijó mejor en las facciones del visitante. Tenía el pelo mojado, como si acabara de zambullirse en el mar y no se hubiese secado bien.
—¿No hay ningún sitio cerca donde se pueda comer algo? —preguntó, despreocupado—. En el pueblo no había ni un solo comercio abierto y hace un millón de años que no pruebo bocado, por lo menos.
—Aquí no hay nada bueno, se lo aseguro —dijo Makoto, entendiendo que el visitante no quería dar nombre alguno—. Le aconsejo que vuelva a Rodorio. No quedan muchas horas para que amanezca y sé que un par de taberneros son muy madrugadores.
—A pesar de que nos dio los buenos días —comentó Azrael.
—Vivimos en un mundo de lo más extraño. En un minuto es mediodía y al siguiente ya hace rato que pasamos la hora del lobo, como se suele decir. Y si no estás acostumbrado a mirar el cielo, como me pasa a mí, pronto no sabes ni en qué día estás. ¿Y eso?
Mientras el visitante hablaba, Makoto se había vuelto a quitar el casco, en el que todo el tiempo había escondido el mendrugo que le sobró de la cena.
—Tome. Como ya le he dicho, aquí no hay nada bueno, a veces nos tenemos que contentar con pan duro y agua, pero es lo que hay.
El visitante tomó el pan como un hombre agradecido y educado, pero lo devoró como una bestia hambrienta. En ese momento, mientras veían a un extraño comerse un mendrugo como si fuese el mejor de los manjares, Makoto y Azrael empezaron a creerse que aquel de verdad llevaba un millón de años sin probar bocado.
—No estás del todo vivo hasta que percibes el mundo con todos tus sentidos. Y el agua nunca es suficiente —comentó para sí el visitante, al tiempo que revolvía el cabello de Makoto. Si bien este era alto para la edad que tenía, aquel hombre medía, como poco, dos metros—. Muchas gracias por tu amabilidad. ¡Tendrás una larga vida!
Tras dar tales bendiciones, volteó y emprendió el camino a Rodorio, haciendo un gesto de despedida mientras caminaba sin prisas.
Al menos, aquello es lo que pudo ver un tercero que había observado toda la escena, oculto a los sentidos convencionales. Mientras que Azrael y Makoto creían que el visitante había desaparecido como por arte de magia, él fue capaz de sentir cómo viajaba a otro plano de la existencia como quien paseaba por un campo llano. Pero ni siquiera él pudo ver lo que el enemigo había traído desde el mismo infierno.
Cientos, no, miles de vidas latían entre las grietas de la tierra.
Notas del autor:
Shadir. Puede que Jabu no tenga las mismas esperanzas que aquellos que fueron castigados por Hipnos, pero es un santo de Atenea desde los pies a la cabeza y creo que lo ha demostrado con creces. Me alegra que te gustara la última aventura de Unicornio.
Es justo el momento para despertar la curiosidad del lector, pues con el final del preludio damos inicio a nuestra historia. ¡Espero estar a la altura de las expectativas!
Son caballeros negros, tienen una fama detrás, pero nadie querría regresar a Reina Muerte, ¿cierto? Vamos a darles nuestro voto de confianza.
Desde este capítulo en adelante probaré a cambiar los asteriscos que uso para separar escenas por equis, a ver si así funciona.
Ulti_SG. Oh, sí, aquí vino Azrael, y viene para quedarse, sin duda. ¿Estará a la altura del hype que estás generando sobre su persona?
La máscara de Guilty es como la daga de Saga, parecen elementos normales hasta que el fandom le encuentra algo especial y único. Mucho más adelante descubriría que en el Gaiden de Cáncer, de Lost Canvas, se hacía una relación entre Reina Muerte, una máscara y los caballeros negros, pero me consta que no había leído dicho gaiden mientras escribía este arco por algo que todos sabremos eventualmente.
Esperemos que Kiki no tenga la misma suerte que Luke como maestro, el futuro del mundo depende de ello. Cierto, los santos no usan armas, no una aparte de los extras de las armaduras al menos, ¿por qué trabaja Kiki entonces?
