Capítulo 241. Terror absoluto

La tensión crecía por momentos. Arthur era, junto al antiguo Sumo Sacerdote, el mayor experto en el tejido espacio-tiempo del Santuario. Que él no pudiera identificar dónde estaba el enemigo era muy, muy preocupante.

Mientras los santos de oro discutían los pasos a seguir, Makoto decidió acercarse a Bianca. La santa de Can Mayor alzó la vista, aunque sin levantarse.

—Manipuló a Azrael para que la matara, ¿tienes idea de…?

—Sí, puedo imaginar lo que sintieron ambos en ese momento.

—Entonces deberías dejar que muera —murmuró Bianca, bajando la cabeza.

—Somos santos de Atenea, tenemos un deber que cumplir —replicó Makoto sin titubear—. Cumplir la voluntad de nuestra diosa, o en su defecto, de quien ha sido escogido para representarla en la Tierra. Esa persona es Akasha —se apresuró a aclarar, impidiendo toda objeción—. Dime, ¿cuál era su deseo?

—Sin Su Santidad y la general Lucile es… —trató de decir Bianca.

—Ella quería un mundo en paz —la interrumpió Makoto—. Un mundo en el que tragedias como la Noche de la Podredumbre y la guerra entre vivos y muertos no volviesen a suceder. Estamos aquí por ese cometido, estamos aquí para completar un ciclo de muerte y destrucción que inició hace trece años. Estamos aquí para matar a Caronte de Plutón. —Tragó saliva, sintiendo el sudor frío en la frente—. Puede que no sirvamos de nada en esta batalla, aun así, yo lucharé, ¿lo harás tú?

Ella se le quedó mirando en silencio, ocultando la máscara cualquier reacción que pudiera tener hacia aquellas palabras. Al final, asintiendo, se puso de pie.

—Te haré caso por ahora, Mosca. ¿Qué podemos hacer?

—Prepararnos —respondió Makoto, un poco incómodo. Él no era subcomandante de ninguna división como para ponerse a dar órdenes a santos de plata—. ¿Podrías hacer que todos los que siguen en cubierta se reúnan en el otro barco?

Allí estaban Shaula de Escorpio y Mithos de Escudo, no podía esperarse defensa mejor si Caronte de Plutón atacaba. Aunque eso dejaría vulnerable al Argo Navis.

No pareció que a Bianca le importase lo más mínimo que el barco donde estaba Arthur de Libra pudiese sufrir un ataque mortal. Cuadrándose como si estuviera ante el subcomandante de su división, la santa de Can Mayor se despidió de él y marchó.

—Tomando el lugar de June, ¿eh? —preguntó Lesath al poco rato, acercándose.

—No bromees —dijo Makoto—. Nunca fui un miembro oficial de la división Andrómeda. —¿O sí lo había sido? Durante la presentación de la entonces nueva Suma Sacerdotisa, cuando los santos de Atenea se reunieron, él no formó junto a la división Fénix—. Además, se supone que ella quería que recordemos que somos un solo ejército.

—Todo ejército se tiene que dividir por necesidad en pequeños grupos, con sus respectivos oficiales. En este momento, Makoto, has sido uno.

—Supongo que sí.

Desde su posición, cercana a Garland de Tauro y Arthur de Libra, Zaon asintió.

—Pues ya que lo eres, ve y avisa al rey de que si está aquí tiene que trabajar en equipo —apuntó Lesath, dándole un golpe en la espalda.

Makoto tardó todo un minuto en entender que se refería a Aqua.

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Para salir a cubierta, Bianca se vio obligada a adquirir la forma de eidolon y viajar entre las sombras. El coro del nuevo Sumo Sacerdote apenas reaccionó con un saludo, acostumbrados como estaban, mientras que el gigante tuvo un sobresalto.

—Haberte apartado —dijo Bianca, recuperando la forma normal.

—¿Qué tanto habéis tenido que hablar allá abajo, donde nadie pudiera oíros? —cuestionó el Sumo Sacerdote, guardándose de acusarlos de no incluirlo en la reunión.

—Debéis idos al otro barco —ordenó Bianca—. Esperamos…

El Sumo Sacerdote le agarró del brazo, callándola. No había ni un gramo de delicadeza en ese gesto, sino pura fuerza y determinación. Podría desmembrarla con un mero gesto si se hacía la lista. Por el modo en que Noesis e Ícaro tragaban saliva, le fue posible entender que ninguno se lo podría impedir a tiempo.

—¿Está ella abajo? —preguntó Gestahl Noah—. ¿Su cadáver?

Orestes apartó la mirada. Ofión alzó la mano, llamando a la calma.

Antes de responder, Bianca se cercioró de que no hubiera nadie más en cubierta fuera del gigante, Orestes, Ícaro, Ofión, Noesis y Gestahl Noah. La mayoría se había reunido ya en el Argo Navis Negro, donde muchos reían, incluso quienes sabían la verdad.

—No la mataron los dioses —espetó Bianca.

—Debemos estar unidos —dijo Ofión—. El enemigo es fuerte.

—Fue Azrael quien lo hizo —prosiguió Bianca.

—Este no es el momento —advirtió Orestes.

—Controlado por Arthur de Libra —concluyó Bianca.

Los miembros de aquel pequeño grupo, antes tan amistosos, se miraron los unos a los otros con los ojos muy abiertos. Los que podían ver, al menos. La sorpresa golpeó a Gestahl Noah con tal fuerza que Bianca pudo soltarse y seguir su camino.

—¡Espera! —dijo Ícaro, interponiéndose.

—¿Quieres que te devore? —preguntó Bianca con saña. El poderoso general de los caballeros negros sacudió la cabeza, dándole ganas de reír. Las resistió—. Esperamos un ataque pronto. Estad preparados si no queréis morir.

En lugar de seguir avanzando, volvió hacia el grupo, agarró a Noesis del brazo y desde esa posición saltó hacia el Argo Navis Negros sin soltarlo en ningún momento.

Toda risa fue cortada de golpe.

—¿Hermana? —dijo Nico, acercándose junto a sus amigos—. ¿Estás bien?

Retsu de Lince sirvió de apoyo a su maestro, a quien Bianca ya había soltado.

—Estoy —respondió Bianca con sequedad. Una respuesta de otros tiempos, los malos tiempos antes de que a los hermanos se les diera la oportunidad de ser algo más que unos apestados. Quizá recordando esas noches a la intemperie, Nico se limitó a asentir.

—Ya viene —susurró el santo de Reloj.

—¿Ocurre algo? —preguntó Soma, con el ceño fruncido. Le había molestado el modo en que Bianca respondió a su hermano. No era el único, a ella también le molestaba.

Le molestaban tantas cosas.

—Es lo que digo yo. ¿A qué vienen tantas risas? —cuestionó Bianca con amargura. Con lentitud, como intuyendo lo que se venía, Shaula se levantó, dando la vuelta y encarándola. Ella sabía la verdad. La sabía y aun así se atrevía a solo disfrutar esos momentos de felicidad. Cuán odiosa era aquella criatura, cuánto la envidiaba—. ¿Es tan divertido saber que un santo de oro conspiró para asesinar a nuestra Suma Sacerdotisa?

El espanto sacudió el barco entero. Incluso guerreras hechas y derechas como Pavlin y Mera dejaron traslucir su inquietud mediante gestos inconscientes.

—Tienes el mismo tacto que tu ama —acusaron, a un mismo tiempo, Shaula y Subaru.

Fue muy raro, incluso la santa de Escorpio buscó a su compañero con la mirada.

Algo impidió a Bianca seguir comportándose como una estúpida.

Los demás también lo sintieron. Podía verlo en los rostros pálidos y las posturas rígidas. Estaban paralizados de terror, solo los ángeles y Shaula podían moverse. Bianca no entendía cómo. Sentía que el corazón se le iba a detener en cualquier momento.

Con gran dificultad, abrió los labios para decir lo que le habían enviado a decir:

—Barrera —susurró Bianca.

Un segundo después, el Argo Navis, el barco original, estalló en una bola de fuego del infierno. Un cataclismo descomunal que amenazaba con alcanzarlos también a ellos.

Mientras giraba, sintiendo que el calor le golpeaba la espalda, Bianca fue consciente de que no se había molestado en avisar a Emil de Flecha de que se marchara al otro barco. No había cumplido ni siquiera la tarea insignificante que le dieron. Era un fraude. Aun así, encendió su cosmos, dispuesta a poner en riesgo su vida para proteger aquello que valía la pena. Un grupo de caballeros negros —Kazuma, Eren, Yuna, Soma y Yoshitomi—, se habían juntado con Nico, Retsu y un Noesis que apenas se recuperaba del shock, para formar una barrera. Bianca saltó más allá, con los brazos extendidos; si alguien debía morir, que fuera ella. Que fuera ella y no su hermano.

El fuego del infierno chocó con una barrera, aunque no fue la de las sombras, ni la vida que Bianca estuvo por quemar, sino el Rho Aias de Mithos de Escudo.

—Así que tienes corazón —dijeron, de nuevo a la vez, Shaula y Subaru.

Por mediación del enlace que unía a los tres, los santos de Reloj y Escudo podían andar allá donde Shaula anduviera. Tras el aviso de Bianca, pudieron reunir sus cosmos y formar un escudo que abarcaba la totalidad del Argo Navis Negro.

Veinticuatro mil capas defensivas combatieron por un tiempo el infierno que consumía todo el horizonte y todos los cielos. A los tripulantes solo les quedó rezar.

—Por supuesto que tengo corazón —dijo Bianca—. Ese es el problema.

Era a través de ese corazón, que sentía el dolor y el terror de una simple humana.

Pero, ¿acaso no eran eso los santos de Atenea? Simples humanos.

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Todo ocurrió muy rápido. En lugar de ser localizado por Arthur de Libra, Caronte de Plutón se reveló por propia cuenta en el segundo nivel del Argo Navis, frente a Tetis y Emil. Arthur fue consciente de eso, así como del terror que impulsaba a todos en la bodega del barco a solo huir, sin más, de aquella amenaza sin precedentes.

La santa de Cefeo repelió tal maldición mediante su aura sagrada, encendiendo su cosmos y alumbrando la estancia de una luz azulada. Ella también sentía miedo, su cuerpo de deidad temblaba, como presintiendo la llegada de una muerte inevitable. No obstante, acaso la experiencia de luchar junto a camaradas humanos la ayudaba a enfrentar ese terror primigenio. Conmovidos, los santos de Perseo, Orión, Mosca y Caballo Menor formaron un círculo alrededor de ella, prestándole todo el apoyo posible, mientras que los santos de Libra y Tauro se preocupaban del pez grande del estanque.

No hubo tiempo de tomar medidas. El enemigo se había cansado de medias tintas, de largos discursos y teatrales maldiciones. Dejó caer una manzana podrida, sin duda tomada del Jardín de las Hespérides, e incendió el barco ignífugo.

Enseguida el techo de la bodega empezó a desprenderse en tóxicas nubaredas.

—¡Todos a mí! —pidió Arthur, extendiendo su cosmos.

Abarcando a todos los presentes con su cosmos —él mismo, Garland, Makoto, Aqua, Lesath, Zaon y Rin—, Arthur formó una burbuja de vacío que ni las llamas del infierno podían atravesar. Un refugio contra la tempestad, un bote salvavidas que distorsionaba tiempo y espacio. En medio de él atravesaron las llamas y el humo, chocando pronto con una segunda barrera construida sobre cubierta. El Muro de Cristal tenía a buen recaudo al santo de Aries, el caballero de la Corona Boreal, el Sumo Sacerdote y el caballero de Sagitario Negro. De algún modo, Alcioneo había sobrevivido a las llamas sin daños, pudiendo entrar al refugio de Ofión a destiempo.

Unos sobre cubierta y otros sobre el vacío donde estuvo el segundo nivel del Argo Navis, escucharon una risa cruel. Caronte de Plutón estaba entre las dos barreras, con los dedos extendidos listos para desgarrar garganta cuales fauces de bestias.

Desde su posición, Arthur pudo ver que su objetivo era Emil de Flecha, a quien Tetis había tomado en medio de la hecatombe.

«Están en plena retirada —entendió el santo de Libra—. Si les golpea…»

Las escamas de Ceto bien podrían resistir los Colmillos de Cancerbero, ya que eran un regalo de Poseidón, pero prefirió no arriesgarse. Raudo, mandó un mensaje telepático a todos los que se hallaban en cualquiera de las dos barreras. ¡Debían detenerlo!

Él fue el primero. Descargando el Martillo de Dios, detuvo por fracciones de segundo el salto que Caronte estaba por dar. El astral se recuperó enseguida, no obstante, ese tiempo extra fue suficiente para que Gestahl Noah y Ofión de Aries entrelazaran los Hilos de Láquesis y los Husos Desgarradores, ambos energizados por el verdadero poder del rayo que Ícaro de Sagitario Negro desplegó al punto. Caronte sonrió, tensando el cuerpo ahora atado por un sinfín de hilos dorados, todos se tensaron cuando el regente de Plutón saltó, a pesar de la presión gravitacional que Arthur, con sumo cuidado para no romper las técnicas de sus aliados, ejercía sobre él. Uno a uno, los hilos iban rompiéndose, mientras que Tetis de Ceto y Emil de Flecha aún no estaban a salvo; el vacío creado por Arthur y el Muro de Cristal eran para entonces un solo refugio, o mejor dicho, un solo campo de batalla robado al tiempo mismo.

Siete cadenas de agua potenciada por cosmos de bronce y de plata rodearon los brazos y las piernas del enemigo, quien ensanchó la sonrisa. Su cuerpo pronto empezó a encenderse como una extensión más del fuego del infierno. El Sello del Rey tembló, demostrando que no tardaría mucho tiempo en vaporizarse. Sin embargo, en ese momento intervino Alcioneo; Arthur no tuvo muy claro cómo lo hizo, solo percibió que una parte de su armadura esmeralda brilló y las llamas que estaba formando desaparecieron. A la vez, Orestes de la Corona Boreal y Garland de Tauro ejecutaron un ataque doble, el Resplandor de Luz y la Tabla Rasa, retrasando el avance del enemigo y otorgando a Gestahl Noah, Ofión y Aqua tiempo para reforzar las cadenas que lo ataban. Todos lo hicieron e incluso Arthur de Libra optó por manipular la gravedad en paralelo a los Hilos de Láquesis, los Husos Desgarradores y el Sello del Rey, en lugar de ejecutar una técnica aparte que bien podría destruirlos todos si se descuidaba. Imponiendo su voluntad a los gravitones, Arthur dio a la prisión del regente de Plutón una masa infinita que por fin lo detuvo en seco. Orestes y Garland aprovecharon la ocasión para ejecutar un nuevo ataque combinado, al que Ícaro y Alcioneo se sumaron, uno desplegando el Plasma Oscuro y el otro golpeándolo en la cara con los puños juntos a modo de martillo. El astral quiso contraatacar en plena caída y desgarrar la garganta al gigante, pero una flecha dorada le impactó en el costado, impidiéndolo.

Caronte cayó hacia las llamas con una risa satisfecha, divertida, pero Arthur no pudo permitirse tratar de herirlo de verdad. Para salvar a Rin y los demás, quienes no poseían el Séptimo Sentido, se apresuró a convertir la barrera que los protegía a todos en un agujero de gusano, transportándolos hacia el último campo de batalla.

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Tetis y Emil rodaron a través de la costa del Jardín de las Hespérides, un suelo que se ondulaba como la superficie de un lago cada que algo chocaba con él, pero sin nunca llegar a mojar las botas del santo y la nereida.

—Es demasiado ingenuo pensar que ha muerto, ¿verdad? —preguntó el santo de plata.

Si no por el fuego, al menos por acción de los mares olvidados.

—Los humanos tienen derecho a soñar —respondió Tetis, mirando el barco.

No había quedado nada del Argo Navis. El fuego redujo a nada la madera sagrada que en tiempos llevó a Jasón y los argonautas hasta su destino. Emil sintió un hueco en el estómago, ¡cuántos buenos momentos había vivido en ese navío, junto a la división Andrómeda! Todo se había desvanecido para siempre, incluido el cadáver de Akasha. Sintió que los ojos le lagrimeaban, pero contuvo el sollozo, cuestionándose a sí mismo qué había hecho él para impedirlo. Bien era cierto que acababan de enterarse de que Caronte estaba libre del sello, que todo cuanto había hecho Su Santidad había caído en saco roto, por lo que no estaba del todo preparado para un enfrentamiento así, mucho menos estando él solo, pero, ¿no pudo al menos apartarse? Mientras Tetis lo salvaba de una muerte inevitable, sintió el destello de numerosos cosmos protegiéndolo, reteniendo al enemigo, impidiéndole que los atrapara, a la vez que percibía el cosmos infinito de la nereida, aquella que dio la espalda a la batalla por salvarlo a él. ¿Cuánto no habría podido ayudar Tetis, sin tener que velar por la seguridad de alguien demasiado pusilánime como para siquiera reaccionar? Ni siquiera el historial de los santos de Flecha lo justificaba: este nunca había sido limpio, porque tenían fama de jugar sucio, no porque fueran unos inútiles, una simple carga que impedía a hombres mejores hacer su trabajo. ¡Al contrario! Ellos eran los primeros en hacer lo que nadie más querría hacer, como disparar una flecha al corazón de quien decía ser Atenea.

Apartó la mirada de ambos, la tumba de sus recuerdos, consumida por los mares olvidados, y su falta de entereza. El humo de aquel incendio monstruoso se disipaba, revelando lo que ya sabía por sus sentidos extraordinarios: el Argo Navis Negro, con la mayor parte de ambas tripulaciones en cubierta, se había salvado. Mithos de Escudo había demostrado a las claras ser la mejor defensa entre los santos de plata.

—Entre todos los santos de Atenea —decidió Emil, sonriendo como un tonto.

Unos pasos le hicieron dar la vuelta. Triela de Sagitario llegaba, tan silenciosa como siempre, desde su puesto de francotirador. Tenía una flecha en el arco y se mantenía alerta, en espera de que el enemigo saliese desde los fuegos del infierno. Ella también había puesto su grano de arena para protegerlo, disparando uno de sus certeros proyectiles. Moviendo solo los labios, Emil le dio las gracias, mientras acariciaba el brazal de Flecha. Llegado el momento, él también tenía una flecha que clavar. Una saeta de oro, como las de Sagitario, que ya tenía un destinatario claro.

Triela se detuvo a una distancia prudencial, mientras que los que habían luchado contra Caronte en el Argo Navis hacían su aparición. Ofión de Aries, Garland de Tauro y Arthur de Libra. Makoto de Mosca, Aqua de Cefeo, Lesath de Orión y Zaon de Perseo. Rin de Caballo Menor. Gestahl Noah, Orestes de la Corona Boreal e Ícaro de Sagitario Negro. También Alcioneo, el gigante. Era un grupo tremendo, muchos cosmos notables.

—Podemos ganar —dijo Emil—. ¡Podemos ganar!

—Desde luego que sí —dijo Makoto, asintiendo.

Saltando desde el Argo Navis Negro como una estela de luz, llegó Shaula de Escorpio, con Mithos y Subaru agarrados entre sus brazos. La seguían Aubin de la Audacia, con las dos alas extendidas al haberse eliminado el Tritos Spuragisma, y Noa de la Nobleza, con el único ala de su gloria desplegada. Pronto llegaron también los santos de plata y bronce, formando una línea combativa a la que enseguida se sumaron Makoto de Mosca, Aqua de Cefeo, Lesath de Orión, Zaon de Perseo, Emil de Flecha y Rin de Caballo Menor. Cristal y los caballeros negros fueron los últimos en incorporarse, aunque lo hicieron todos a la vez, conformando una retaguardia de diez filas de grosor. En conjunto, representaban una visión formidable, un ejército de guerreros sagrados con una sola voluntad y una sola misión: destruir a Caronte de Plutón.

El ejército por completo retrocedió al unísono en cuanto el astral se manifestó ante ellos, con las ropas oscuras a medio restaurar y ni una sola herida. Vergüenza y temor llegó a los corazones de todos con una sola mirada del enemigo, quien susurró:

—Morid.

Solo la vanguardia pudo captar las palabras, pero todos los santos de Atenea sintieron el peso de tal sentencia. Mientras Ofión alzaba el Muro de Cristal y Mithos levantaba el Rho Aias, mientras Tetis extendía su cosmos apaciguador y la vestidura esmeraldina de Alcioneo adquiría un mágico brillo, mientras Arthur y Gestahl Noah trastocaban las leyes del espacio y la probabilidad a fin de frenar la maldición del enemigo, esta ya empezaba a hacer efecto. Sin importar el rango, los mantos sagrados se fueron tornando grises uno tras otro, convirtiéndose en pesos muertos que hasta dolía solo seguir cargando. El santo de Aries, cuyo áureo manto acababa de ser resucitado, fue el último en ser arrastrado hacia la muerte, lo que le provocó una risilla nerviosa, amarga, a la vez que Lisbeth de Cincel Negro maldecía a su manera la suerte que tenían.

Hubo algunas excepciones extrañas. Para empezar, los ángeles, Orestes, Alcioneo y Tetis no se vieron afectados. Tampoco los caballeros negros, lo que podría deberse al excelso trabajo de Indech de Tierra. Entre los santos de Atenea, a su vez, Triela y Arthur siguieron exhibiendo unos mantos de oro relucientes de vida. Caronte, inclinó la cabeza con aire confundido, sin apartar los ojos de aquel par.

Alcioneo, convirtiendo el miedo en furia, decidió no darle tiempo a tan terrible enemigo de volver a hablar. Le dio un manotazo directo al rostro, con toda su fuerza. No lo movió siquiera un centímetro, no le causó ni la más insignificante herida.

—Has vivido tanto, Orestes de la Corona Boreal. ¿No es un poco triste venir hasta aquí para morir sin lograr nada?

Fue toda una sorpresa para Alcioneo que Caronte viera más allá de la estratagema. Giró a pesar de todo dejando que un sinfín de rayos golpearan al astral desde todos lados. Cada haz desprendía el calor y la potencia de una inmensa estrella muriendo. Muchos debieron cerrar los ojos para no cegarse con el resplandor resultante.

Y sin embargo, la mano de Caronte, cubierta por la tela oscura que era superficie de la Esfera de Plutón, salió intacta de las llamas con el dedo extendido. El gigante salió volando, golpeado por una fuerza invisible, hasta los pies de Shaula.

—Huye —murmuró Alcioneo, tratando de levantarse—. Él es una abominación.

—Y nosotros los santos de Atenea —lanzó Shaula, exigiéndole a las piernas que avanzaran un paso más, y otro, y otro. Buscó con las manos a Mithos y Subaru, pero no tuvo que agarrarlos esa vez; ellos estaban delante, cubriéndola.

—¡Nada puede vencer a los Astra Planeta! —gritó Alcioneo, dejándose caer—. ¡Ni siquiera los que humillaron a mi pueblo pudieron hacerles frente!

Muchos santos de bronce y de plata, así como Cristal y las sombras, se vieron abrumados por el miedo confesado por un gigante de la era mitológica. También los santos de oro percibieron ese miedo ancestral que la humanidad recibió como don divino luego de que el diluvio arrasara el mundo entero. Pero ellos no podían permitirse flaquear. Cargaron de frente, mientras que Aubin y Noa se mantenían a la expectativa, calmando a través de sus cosmos y presencia las inquietudes del ejército.

Uniendo fuerzas como hicieron en el pasado, en su lucha contra el ángel de la Fuerza, Triela e Ícaro arrojaron contra Caronte una flecha dorada rodeada de relámpagos oscuros. Este, aún asediado por el fulgor solar que eran los ataques de Orestes, agarró al proyectil al vuelo; la punta quedó justo rozándole la nuez de Adán.

—Vivo por y para mi señor —decía Orestes, que hacía tiempo para que el resto de santos de oro se les unieran—. ¡Así como tú, Caronte!

—Yo viviré después de esta pelea de perros —aseguró Caronte, partiendo la flecha dorada con solo cerrar el puño—. ¿Vivirás tú?

Orestes no tuvo que contestar. La expresión confiada del astral desapareció en cuanto vio, reunidos, a Ícaro, cinco santos de oro y dos de plata, determinados a enfrentarle. No tardó en distinguir, tras ellos, a Tetis y su hermana, Aqua de Cefeo, que no dejaba de agarrarle la mano mientras la apoyaba para disipar el aura de terror que Caronte imponía en todo el lugar con su sola presencia. De los más fuertes en el aquel ejército, solo cinco se quedaron rezagados, entre los que destacaba especialmente Gestahl Noah.

—¿No vas a ayudar? —cuestionó Makoto, irritado.

—Esto no está bien —dijo el Sumo Sacerdote, cuyo único ojo mostraba pavor.

El santo de Mosca gruñó. ¡Por supuesto que no lo estaba! ¿Qué clase de monstruo destruía tantos mantos sagrados solo por hablar?

—Los santos de Atenea luchamos mucho antes de llevar una armadura.

Palabras audaces que aquel hombre había usado para azuzar al ejército. Ahora no le provocaban nada. Ni a Gestahl Noah, ni a los compañeros de bronce y de plata que formaban junto a Makoto. Muchos de estos temblaban de pavor. Grigori, que estaba desahuciado; Bianca, que por largos años había recorrido las tinieblas del mundo; incluso Lesath, Zaon y Marin, los veteranos, cada uno un genuino subcomandante de división, revelaban a través de su sola postura que no creían poder hacer nada allí.

—Makoto, si quieres unirte, yo te acompaño —sugirió Aubin desde el flanco derecho.

—Claro, sin problemas, yo protegeré a todos con un ala —dijo Noa, molesto.

En lo que los guerreros celestiales discutían, Makoto se fijó en la santa de Cefeo. ¿Habría alguien en el Santuario con más confianza en sí mismo que ella? Siempre resaltando que era una diosa. Celebrando la virtud de un manto argénteo por sobre los áureos, ya que ella misma pese a su ascendencia acabó llevando un manto de plata. Ahora temblaba como cualquier novato, aferrada a su hermana con tal de proteger el valor de quienes podían vencer al enemigo que le causaba tal terror. ¿Iba a dejarla sola?

—Vamos —dijo Makoto.

Aubin asintió, mientras que Noa se encogió de hombros, dándolos por perdidos.

Era igual la otra vez —dijo Margaret, mediante telepatía—. Apareció en el Santuario y ni Joseph, ni Yu, ni yo podíamos movernos para ayudar a la guardia y las amazonas. Santos hechos y derechos como nosotros estuvimos paralizados un buen rato.

¿Cómo pudisteis sobreponeros? —preguntó Makoto, detenido a medio camino. Aqua volteó por un momento, nerviosa, para luego volver la vista al frente.

A falta de una diosa, teníamos a Joseph —respondió amargo el santo de Lagarto—. Él hacía que los sueños se hicieran realidad. Él obraba milagros, como los héroes a los que los tres admirábamos. Aun así, él no podría acabar con esto. —La voz se le quebró, rozando los límites del sollozo impotente de un simple niño—. Este es nuestro enemigo en su plenitud, un mal al que los santos de oro temen, un terror al que ni los gigantes quieren confrontar. Si tú te marchas, Makoto, me temo que nada nos impediría salir corriendo en desbandada, así aplastemos a las sombras y su impotente líder.

—¿Makoto? —dijo Aubin.

El santo de Mosca miró hacia atrás. En aquellos rostros, marcados por el pavor, vio aquel enfrentamiento con el que dieron inicio a ese último viaje. Vio el deseo de todos los santos de bronce y de plata por volverse fuertes. Como él.

Incluso Emil de Flecha lo observaba con ojos admirados, como si él fuera a cambiarlo todo. Makoto apretó los puños, no podía dejarlos a su suerte.

—Ayúdales, Aubin —pidió Makoto, añadiendo a modo de susurro—: Cuida de ella.

El ángel se impulsó con sus alas al frente de batalla.

Contrastando con la virulencia del principio, Caronte esperó a que más gente se uniera a la primera línea, quizá deseando eliminarlos de un solo golpe a todos. A Arthur le venía bien ese exceso de confianza, acaso ciego orgullo. Les aseguró el apoyo de un guerrero celestial, además de tiempo para reflexionar. ¿Podía permitirse despertar el manto celestial una segunda vez, durante el mismo día? Prefería no tener que correr el riesgo por ahora, no hasta localizar a los héroes legendarios.

—Me temo que debo disculparme —acabó diciendo Caronte, relajando los hombros.

A Arthur no le importaba en absoluto lo que el astral tuviera que decir. Despertando a la Octava Consciencia, descargó el Martillo de Dios sobre él con tal fuerza que el mismo tejido espacio-temporal se curvó hacia dentro. De un momento para otro, él, Ofión, Garland, Shaula, Triela, Aqua, Mithos, Subaru, Ícaro, Orestes, Tetis y Aubin, acabaron en el espacio entre espacios, la Otra Dimensión de su maestro.

Todos los que se quedaron atrás, el grueso del ejército, contuvieron el aliento. La superficie temblaba como un lago golpeado por un millar de piedrecillas. El cielo parecía a punto de romperse en todo momento debido a las vibraciones y estallidos.

—Bueno, chicos, la estrategia es simple —dijo Noa, animado—. Cuando el perro apaleado por nuestros campeones caiga, ¡le damos una paliza antes de que se levante!

Nadie reaccionó. Aun Makoto estaba ido, preocupado, mirando el cielo.

Tras probar un par de comentarios más, fue hacia la retaguardia, donde el clima era más o menos el mismo. Los caballeros negros que se atrevieron a desafiar a los ángeles del Olimpo y los horrores de Aquel que se desliza en la oscuridad, ahora temblaban de miedo. Noa torció el gesto; ¿de qué valía hacer a aquellos humanos más rápidos, si no se movían? Temblar a la velocidad de la luz no era algo siquiera interesante.

—Maestro Noa, ¿puede eliminar este miedo que sentimos? —preguntó Tokisada.

—El miedo solo se combate con valor —dijo Noa.

«O con la protección de una gloria del Olimpo —pensó a su vez.»

Él mismo estaba haciendo trampas, lo sabía, pero una cosa era sentir pavor y otra quedar paralizados de terror. Eso era más que decepcionante. Los héroes eran héroes no porque habían luchado las batallas que podían luchar, sino porque enfrentaron misiones imposibles y monstruos imbatibles, saliendo victoriosos a pesar de todo.

De pronto empezaba a arrepentirse de haberse subido a ese barco. O como poco, de no unirse al necio de Aubin con el grupo que sí estaba dispuesto a combatir.

A treinta segundos de iniciado el asalto de la vanguardia, Soma preguntó:

—¿De verdad no vamos a hacer nada?

—Él tiene razón —dijo Eren—. Nuestro cosmos, ¡debemos enviar nuestro cosmos al general Ícaro! —exclamó a viva voz, llamando la atención de solo unos pocos.

—Somos santos negros, no baterías negras —replicó Soma—. Me refiero a… ¿No vamos a ayudar a nuestros compañeros? ¿A qué hemos venido entonces? Contra ese ángel nos atrevimos a ser mejores, ¡lo expulsamos del barco!

—Entiendo cómo te sientes —aseguró Eren—. Pero nuestros cosmos, por separado, no son nada para ese monstruo. Debemos dar nuestras fuerzas a los demás.

—Quiero hacer más que eso, quiero luchar junto a mi… —Desesperado, Soma buscó con la mirada a Noa. Otro tipo de miedo, aunque miedo al final—. ¿Por favor?

Antes de que el ángel de la Nobleza pudiera decir nada, el aire se liberó como una onda de choque, eco del enfrentamiento que se estaba dando en algún plano subyacente al espacio tridimensional. El ejército resistió sin caerse, como buenas estatuas inútiles.

—Deja de picarnos a nosotros, que ellos no están en mejor situación —se quejó Lisbeth.

Los santos de bronce y de plata murmuraban para sí, algunos todavía conmocionados por la repentina pérdida de los mantos sagrados. Gestahl Noah era incapaz de ver a nadie a la cara. El gigante Alcioneo ni siquiera se había levantado. Si ellos estaban en ese estado, ¿por qué los caballeros negros habrían de ser mejores? Era cruel pedirles eso a unas simples sombras que luchaban con la esperanza de que otros mejores triunfasen.

—Es justo por eso —decidió Noa, viendo que a setenta segundos de iniciada la batalla, el fuelle de Soma empezaba a perderse—. ¡Porque los demás son unos cobardes!

Le complació que las enmascaradas y algún que otro santo, como Lesath, giraran, aunque él ahora no tenía tiempo para ellos. Por el momento, Noa de la Nobleza era un habitante de las sombras, el ángel de la guarda de los caballeros negros.

—Es más que cobardía —objetó Yuna, desafiante.

—Sí —murmuró Yoshitomi—. El miedo penetra en nuestra alma, es una maldición.

—Si luchamos juntos podemos con eso —renegó Soma, sacudiendo la cabeza—. ¿No lo recordáis? Hace apenas unas horas nos sobrepusimos a nuestro pasado.

La fila que correspondía a ese grupo dejó de lamentarse y empezó a recordar.

—Discípulo —dijo Noa, sobresaltando a Tokisada—, no puedo disipar el miedo que os atenaza, pero pudo hacer que seáis más rápidos que él. —Una mentira piadosa, que bastó para iluminar el rostro de Reloj Negro y sus amigos—. A la velocidad de la luz, ninguna emoción vulgar puede alcanzarte, ¿verdad?

Poco a poco, la esperanza se extendió a través de las sombras y Cristal, contagiando pronto a los santos que les estaban viendo y los que seguían preocupados. Menos era nada, en opinión de Noa. Estaba convencido de que al final todos se unirían.

Apenas había empezado a recitar el conjuro de distorsión temporal cuando culminó la batalla, ciento cincuenta segundos después de iniciada.

—No —susurró Soma, quien ya había encendido su ardiente cosmos.

Doce cuerpos caían desde el cielo, algunos entre la consciencia y la inconsciencia. En contraste, Caronte descendía tranquilo, descendiendo por una escalera invisible.

El manto de Aries fue lo primero que chocó contra el suelo, como miles de fragmentos. Aun sin la chispa de vida pudo proteger el cuerpo de su portador, ya que no el alma. En comparación, el inmortal santo de Tauro era un bulto gris marcado por incontables desgarros, unos sobre otros, que lo hacían gemir de dolor en un sueño sin descanso. La guardiana del octavo templo zodiacal, hija de la Tierra y de los hombres, yacía lejos, con el cuello roto; el santo de Escudo, aferrado a su mano, sollozaba sin consuelo por no haber podido protegerla. El santo de Reloj, con las piernas rotas, se arrastraba hacia sus compañeros, regando el suelo de sangre y fragmentos del muerto manto de plata. Estaba convencido de poder salvarla de alguna forma, pues aun vivía. El caballero negro de Sagitario, a pesar del dolor y el orgullo hecho pedazos, entregó una pizca del cosmos que sostenía su cuerpo maltrecho para dar a su aliado las fuerzas que necesitaba.

Los únicos que pudieron frenar la caída usando una o ambas manos fueron Tetis —sosteniendo a una inconsciente Aqua—, Orestes, Arthur, Triela y Aubin. Claro que Caronte se había ensañado sobre todo con los santos de Atenea. Libra y Sagitario eran los únicos casos que merecían su atención: no pudo matarlos sin más.

—¿Por dónde iba? Ah, sí, mi disculpa. Todo este tiempo os he dado a entender que teníais la oportunidad de vencer —continuó Caronte. El último peldaño de la escalera invisible por la que descendía conectaba justo con la mano que Reloj extendía hacia Shaula, con el deseo de restaurar los huesos destrozados de sus camaradas Escorpio y Escudo. La aplastó de un pisotón, paladeando el crujido, ya que no el grito de dolor; aquel santo de plata de ojos húmedos se tragaba el sufrimiento, como durante la batalla. Bien recordaba Caronte cómo las habilidades de aquel, junto a la prodigiosa barrera de Escudo y el cosmos infinito de Escorpio, les volvieron los más problemáticos de derribar. Prefería que siguieran así, a las puertas de la muerte, sin poder ya desafiarle—. Eso jamás ha sido cierto, pido disculpas por el engaño.

Un relámpago de plata chocó contra Caronte mientras Arthur y Triela se preparaban por un segundo asalto. Era el santo de Mosca, quien con gran precisión y celeridad golpeó los puntos cósmicos del astral, que por supuesto lo designaban como nacido bajo la constelación de Escorpio. Al terminar, no ocurrió nada.

—Los Astra Planeta no somos humanos —explicó con paciencia el regente de Plutón, a la vez que golpeaba la frente de Makoto con un solo dedo—. No tenemos esa clase de debilidades. Aunque ha sido rápido, he de admitirlo. Para un santo de plata.

Para cuando Makoto salió volando, ya había perdido toda conciencia de sí. Lo último que vio fue la sutil línea que era la sonrisa de Caronte. La sonrisa del diablo.

Ninguno de los rezagados se sumó a aquella mosca insignificante. Tenían demasiado miedo, hasta el ángel de una sola ala. Estaban acabados.

—Esta es mi victoria —aseguró el astral, girando hacia los pocos que quedaban en pie. Algunos se preparaban para un nuevo y decisivo ataque. Reloj había aprovechado la distracción para llegar hasta sus camaradas—. ¡Es inútil!

Una bola de fuego a mach 1 chocó contra su cabeza.

—¿Eres imbécil, o q-qué? —Poco a poco, Caronte dio la vuelta de nuevo, contemplando con los ojos muy abiertos a un triste caballero negro, sostenido por dos cachorrillos de bronce. Entre los santos de plata, todavía rezagados, una enmascarada y un hombre de cierta fortaleza espiritual veían a Lince y Can Menor con genuino terror—. ¿Ni siquiera has vencido a una cuarta parte de nuestro ejército y y-ya c-cantas victoria? ¿Eh? —Con el rostro marcado por el sudor debido al sobreesfuerzo de confrontar lo que la presencia de Caronte hacía con el alma humana, aquella sombra bien podría merecer su admiración por el solo hecho de poder hablar. Sin embargo, pronto se volvió una molestia cuando generó diversas bolas de fuego—. ¡No! —Lanzó una tanda, a mach 5—. ¡Nos! —Otra más, a mach 10—. ¡Subestimes! —Por tercera vez, las llamas descendieron sobre Caronte como colmillos de león, a mach 100.

Alguien gimió cerca. Los santos de Escorpio y Escudo volvían a respirar. Reloj los había restaurado a ellos y a sí mismo. La sombra no estaba atacando a la desesperada.

Eso lo volvía diez veces más admirable. Y molesto.

—Soma —decía Shaula, levantándose con ayuda de sus amigos—. Ya está, huye.

Lince y Can Menor hicieron amago de retroceder.

—No —respondió Soma—. Soy un santo negro, hijo de mi padre, ¡y voy a luchar!

Su cosmos ardiente destelló con la virulencia del bronce, evocando una de las ochenta y ocho constelaciones. Las fauces de León Menor se habían abierto.

xxx

Shadir. En mi experiencia, siempre hay. Los veo hasta en libros publicados, lo que no es excusa para no dar lo mejor de uno mismo, claro está.

La historia tendría otro rumbo si los astrales fueran menos radicales.

Los caminos de los dioses son misteriosos… ¡Hasta para los mismos dioses! Sí, ciertamente la diplomacia no es el punto fuerte de la mayoría de los astrales, pero Caronte es un caso único. Terror puro en forma humana.