Capítulo 52:
Dolor y Consuelo
La noche cubría el cielo con un manto de estrellas pálidas cuando Yuya salió del auto, aún sintiendo el calor de las palabras y las acciones de Hoshiyomi en el trayecto.
Pero lo que vio frente a él lo dejó sin aliento.
Ahí estaba su hogar, la casa donde había crecido, el refugio que ahora parecía tan ajeno como un recuerdo distante.
Yuya parpadeó, confundido, antes de volverse hacia Hoshiyomi.
—¿Por qué estamos aquí? —
Hoshiyomi, apoyado contra la puerta del auto, esbozó una sonrisa que contenía tanto dulzura como un dejo de picardía.
Su mirada azul centelleaba a la luz de la luna.
—Pensé que sería justo que tomes lo que es tuyo, Yuya. Empaca lo que necesites. De ahora en adelante, vienes conmigo. —
Sus palabras eran ligeras, casi juguetonas, pero el peso que cargaban era innegable.
Yuya lo miró con incredulidad, tratando de entender si hablaba en serio.
Pero al recordar el documento que había firmado su madre, entregando su custodia a Hoshiyomi, entendió que no era solo un gesto simbólico. Ahora, legalmente, era su tutor.
Yuya desvió la mirada hacia la casa, su garganta apretándose. Sin decir una palabra más, se dirigió a la puerta.
Cada paso lo llenaba de una mezcla de emociones que amenazaban con desbordarlo: nostalgia, culpa, y algo más, algo que no podía nombrar pero que se enroscaba en su pecho como una serpiente.
Al cruzar el umbral, el familiar aroma de su hogar lo envolvió.
La sala estaba tal como la había dejado aquella noche, antes de que todo comenzara a desmoronarse.
El sofá donde solía sentarse con su madre para ver la televisión, la mesa de madera con las marcas de innumerables tardes de risas y juegos... todo seguía ahí, inmóvil, pero cargado de una tristeza que parecía impregnarlo todo.
Yuya se detuvo en medio de la sala, cerrando los ojos por un momento. Las imágenes del dojo regresaron a su mente con brutal claridad: Gongenzaka enfrentándolo, los ojos de su madre llenos de confusión, y la figura imponente de Hoshiyomi defendiendo cada palabra como un escudo indestructible.
—Lo hice para protegerlos —Murmuró, su voz apenas un susurro—. Elegí esta mentira porque era lo único que podía hacer. —
Sus palabras se perdieron en el silencio, pero su corazón latía con la fuerza de alguien que sabía que estaba cargando una cruz demasiado pesada.
Hoshiyomi entró en ese momento, cerrando la puerta con cuidado detrás de él.
Su figura alta y elegante parecía fuera de lugar en el pequeño espacio, pero su presencia era cálida, reconfortante. Sus ojos se fijaron en Yuya de inmediato, y en un instante entendió la batalla interna que libraba.
—Yuya —Dijo con suavidad, acercándose hasta quedar a su lado—. No tienes que hacerlo todo solo. Estoy aquí para ayudarte, para llevar el peso que quieras compartir conmigo. —
Yuya alzó la mirada, encontrándose con esos ojos que siempre parecían ver más allá de lo evidente.
Una punzada de culpa lo atravesó.
¿Cómo podía aceptar esa oferta cuando había sido él quien había causado tanto daño?
Pero antes de que pudiera hablar, Hoshiyomi posó una mano en su hombro.
—Sé lo que estás pensando —Continuó, su voz baja pero firme—. Que no lo mereces. Que todo esto es culpa tuya. Pero no tienes que cargar con ese pensamiento, Yuya. No mientras yo esté aquí. —
El toque en su hombro era reconfortante, y aunque Yuya intentó resistirse a esa calidez, algo en su interior cedió. Hoshiyomi no solo hablaba; sus palabras estaban llenas de una devoción que lo envolvía, que lo protegía incluso de sí mismo.
—Si necesitas ayuda, solo dilo —Agregó Hoshiyomi, con una sonrisa que era a la vez gentil y melancólica—. Yo haré lo que sea necesario para que estés bien. —
Yuya bajó la mirada, sin atreverse a responder. Pero cuando Hoshiyomi retiró su mano, el vacío que dejó fue palpable.
Yuya respiró hondo, dejando escapar un suspiro que parecía llevarse parte de su peso. Luego, levantando la mirada hacia Hoshiyomi, habló con voz temblorosa, pero decidida.
—Ayúdame a empacar, por favor. No quiero que mi madre llegue y... cambie de opinión. —
Hoshiyomi no tardó ni un segundo en asentir.
Había algo en la fragilidad de las palabras de Yuya que lo conmovía profundamente. Sin decir nada más, le hizo un gesto para que lo guiara, dispuesto a ser las manos que cargaran lo que fuera necesario.
Subieron juntos las escaleras hacia la habitación de Yuya, el silencio entre ellos roto solo por el crujido de los escalones bajo sus pies. Al llegar, Yuya abrió la puerta y dejó que Hoshiyomi entrara primero.
La habitación era sencilla, pero acogedora, con paredes adornadas por algunos pósters de su infancia y una estantería que sostenía libros, cartas y pequeños trofeos que hablaban de momentos felices.
Hoshiyomi lo absorbió todo en un instante, deteniéndose en medio de la habitación como si temiera perturbarla con su mera presencia.
Había imaginado este lugar tantas veces en su mente, el refugio personal de Yuya, un espacio que nunca se había atrevido a violar ni siquiera con sus recursos.
Hoshiyomi, siempre meticuloso y calculador, había colocado cámaras en casi todas las áreas importantes relacionadas con Yuya, pero esta habitación era sagrada.
Privada.
Intocable.
Ahora que estaba ahí, sintió una mezcla de reverencia y emoción.
—Es exactamente como lo imaginé —Murmuró sin darse cuenta, dejando escapar una sonrisa suave, casi infantil.
Yuya lo miró con extrañeza mientras buscaba su maleta en el armario.
—¿Cómo que lo imaginaste? —
—Nada —Respondió Hoshiyomi con una ligera risa, desviando la mirada hacia los pequeños detalles de la habitación.
El escritorio con marcas de lápices y tareas, la cama ligeramente desordenada, el cajón entreabierto que dejaba ver camisetas dobladas al azar.
Todo hablaba de Yuya, y Hoshiyomi lo absorbía con una fascinación que no podía disimular.
Yuya suspiró, sacando una pequeña maleta y abriéndola sobre la cama. Su incomodidad era evidente, especialmente cuando comenzó a sacar ropa del armario para empacarla.
La mayoría eran prendas sencillas, cómodas y funcionales, muy lejos de las telas elegantes y caras que Hoshiyomi acostumbraba usar.
—No es gran cosa... —Admitió Yuya en voz baja, sintiéndose repentinamente consciente de cada prenda que sacaba.
Hoshiyomi se acercó de inmediato, colocando una mano en el hombro de Yuya para detenerlo. Su mirada era seria, pero cargada de una ternura que desarmaba.
—Yuya —Dijo con suavidad—, no importa lo que uses. Todo lo que llevas contigo tiene valor porque es parte de ti. Y cualquier cosa que te pongas... siempre será perfecta. Especialmente si eres tú quien la lleva. —
El rubor que subió al rostro de Yuya fue inevitable.
Intentó apartar la mirada, concentrándose en doblar una camiseta para evitar los ojos intensos de Hoshiyomi. Pero el calor en sus palabras, el peso de su sinceridad, era imposible de ignorar.
—Sigues diciendo esas cosas tan fácilmente... —Murmuró Yuya, incapaz de ocultar un pequeño temblor en su voz.
Hoshiyomi, lejos de avergonzarse, sonrió de lado y se inclinó ligeramente hacia él, con una expresión que mezclaba burla juguetona y genuino afecto.
—¿Qué puedo decir? Ser honesto contigo es la única forma en que sé cómo actuar. —
Mientras Yuya continuaba empacando, Hoshiyomi comenzó a pasearse por la habitación, tocando suavemente algunos objetos, como si tratara de conectar con cada pedazo del mundo de Yuya. Tomó un marco con una foto de Yuya y su madre, mirándolo con interés.
—¿Quieres llevar esto? —Preguntó, sosteniéndolo con cuidado.
Yuya lo miró y asintió, aunque la tristeza volvió a colarse en su semblante.
—Sí, pero... rápido. No quiero que se dé cuenta de que lo tomé. —
Hoshiyomi entendió.
Había tanto que Yuya no decía, tantas emociones escondidas detrás de su urgencia por marcharse, que decidió no presionarlo.
Se acercó a la cama y comenzó a ayudarlo a guardar la ropa con movimientos precisos, pero no sin cierto entusiasmo.
—Esto va aquí... y esto acá. ¿Ves? Ya casi terminamos —Dijo, su tono ligeramente más animado de lo habitual.
Yuya lo miró de reojo, sorprendido por lo cómodo que Hoshiyomi parecía en una tarea tan cotidiana. La combinación de su elegancia natural y su inusual entusiasmo lo hacía casi parecer alguien diferente.
—Gracias... por esto —Dijo finalmente Yuya, su voz baja pero sincera.
Hoshiyomi se detuvo un momento, mirándolo directamente. Una sonrisa suave, casi imperceptible, se formó en sus labios.
—Siempre, Yuya. Para lo que necesites. Siempre. —
La intensidad en sus ojos hizo que Yuya desviara la mirada de nuevo, concentrándose en cerrar la maleta mientras su corazón latía con fuerza.
Pero se dio cuenta de que faltaba algo importante. Miró hacia el cajón que aún quedaba por vaciar y se dirigió hacia él con pasos apresurados, decidido a terminar antes de que el tiempo se agotara. Sin embargo, Hoshiyomi, siempre atento, se adelantó con una gracia casi teatral.
—Yo me encargo de este, Yuya. Relájate un poco —Dijo, con ese tono ligero que siempre parecía ocultar un propósito más profundo.
Yuya sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—¡Espera, no! —Gritó, estirando la mano hacia él, pero ya era demasiado tarde.
Hoshiyomi abrió el cajón y, en el mismo instante, sus ojos adquirieron un brillo pícaro.
Sacó una prenda interior y la sostuvo entre sus dedos como si estuviera examinando una joya rara.
—¿Qué tenemos aquí? —Musitó, su voz impregnada de travesura. Giró la prenda lentamente, admirándola desde todos los ángulos—. Sabía que tenías buen gusto, pero esto... esto es arte, Yuya. —
Yuya sintió cómo el calor subía rápidamente a su rostro, sus mejillas enrojecidas como nunca antes.
—¡Devuélvela, pervertido! —Exclamó, dando un paso hacia él, pero Hoshiyomi, con su agilidad innata, esquivó el intento sin esfuerzo.
—¿Pervertido? —Replicó Hoshiyomi con fingida indignación, llevándose la mano libre al pecho como si las palabras de Yuya lo hubieran herido—. Estoy siendo absolutamente sincero. Esto es perfecto, y puedo imaginar lo bien que te queda. —Su voz se tornó grave, casi un ronroneo, y la intensidad de su mirada hizo que Yuya retrocediera un paso.
—¡Hoshiyomi! —Protestó, su voz una mezcla de vergüenza y exasperación.
En su esfuerzo por arrebatarle la prenda, algo cayó del fondo del armario.
Un ruido seco rompió la pequeña disputa y ambos se quedaron inmóviles, mirando hacia el suelo.
Una caja de madera había caído y yacía abierta. De su interior, algo brilló tenuemente.
Yuya contuvo la respiración al reconocerlo al instante.
El brazalete de Yuzu.
El color desapareció de su rostro mientras sentía cómo un frío glacial se extendía por su pecho.
Su cuerpo se tensó, incapaz de moverse, mientras su mente entraba en un remolino de pensamientos caóticos.
¿Por qué estaba allí? ¿Por qué no lo había escondido mejor?
Hoshiyomi, ajeno al tumulto interno de Yuya, dejo de lado aquella prenda y se inclinó con elegancia, recogiendo el brazalete.
Lo giró entre sus dedos, inspeccionándolo con una calma que contrastaba brutalmente con el pánico que crecía dentro de Yuya.
—Curioso objeto, ¿no crees? —Comentó con naturalidad, su tono suave pero enigmático.
Yuya dio un paso atrás, su pecho subiendo y bajando con respiraciones irregulares.
No podía apartar la vista del brazalete, como si fuera un juicio materializado.
Sus labios se separaron, pero no encontró las palabras.
—Yo... yo... —Murmuró, su voz apenas un susurro.
Hoshiyomi levantó la vista hacia él, sus ojos azules fijos en los de Yuya con una intensidad que lo paralizó.
—¿Yuya? —Preguntó, su tono ahora más grave, más firme.
El peso de la culpa, el miedo y la incertidumbre se derrumbó sobre Yuya de golpe.
Las lágrimas comenzaron a llenar sus ojos mientras balbuceaba.
—Lo siento... Lo siento tanto... —Su voz temblaba, y las palabras salían atropelladas, cargadas de una desesperación cruda—. Yo... fui imprudente. Creí que podía arreglarlo. Creí que todo estaría bien. Pero no... Todo está mal... —
Antes de que pudiera hundirse más en su propio remordimiento, Hoshiyomi dejó el brazalete a un lado y cerró la distancia entre ellos.
Sin previo aviso, sus manos fuertes pero delicadas tomaron el rostro de Yuya. Su mirada, profunda y cargada de emociones imposibles de descifrar, atrapó la suya.
Entonces lo besó.
El beso fue suave, pero demandante, un acto de completa posesión y consuelo. Yuya no entendía lo que estaba sucediendo; sus pensamientos se detuvieron mientras la calidez de Hoshiyomi lo envolvía.
Cuando sus labios se separaron, Hoshiyomi permaneció cerca, sus manos todavía sujetando el rostro de Yuya.
—Escúchame bien —Dijo, su voz un susurro bajo pero cargado de firmeza—. No hiciste nada malo. Hiciste lo que debías. —
Yuya abrió la boca, pero Hoshiyomi lo silenció con un dedo sobre sus labios.
—A mis ojos, Yuya, siempre serás inocente. —Su tono no dejaba lugar a dudas, cada palabra impregnada de convicción.
Yuya, aún atrapado en su propio torbellino de miedo y dudas, alzó finalmente la mirada para encontrarse con los ojos de Hoshiyomi.
Aquellos ojos, tan azules como el mar y tan intensos como un fuego eterno, parecían ver directamente a través de él.
Sintió un escalofrío recorrerle la espalda, un temblor que nada tenía que ver con el frío de la habitación y todo con el peso de esa mirada.
—¿No estás decepcionado? —Preguntó Yuya en un susurro, tan bajo que casi parecía que las palabras se las llevaba el aire antes de llegar a los oídos de Hoshiyomi.
El hombre, sin embargo, no apartó la mirada ni un instante.
En cambio, dejó escapar una leve exhalación, una mezcla de incredulidad y algo que Yuya no pudo descifrar del todo. Su sonrisa, pequeña pero llena de significado, apareció lentamente, curvando sus labios con una ternura que desarmó a Yuya.
—¿Decepcionado? —Repitió con suavidad, como si la pregunta le resultara absurda—. Por supuesto que no, Yuya. Nunca podría estarlo. —
El temblor en los hombros de Yuya se intensificó, y su corazón dio un vuelco. Sentía como si todo su ser se desmoronara y se reconstruyera al mismo tiempo.
—Si hubiera estado en tu lugar... —Continuó Hoshiyomi, sus palabras impregnadas de una convicción que le atravesó el pecho como una flecha—. Yo habría hecho exactamente lo mismo. —
Yuya lo miró, confundido y asombrado, mientras intentaba procesar lo que escuchaba.
Las palabras de Hoshiyomi, tan firmes y llenas de significado, eran como un bálsamo que intentaba curar las heridas en su alma, pero también encendían un nuevo conflicto dentro de él.
—No... —Murmuró Yuya, cerrando los ojos con fuerza, como si de alguna manera pudiera escapar del torrente de emociones que lo envolvía—. Esto no está bien. No quiero que te manches las manos por mí. —
Hoshiyomi inclinó ligeramente la cabeza, sus ojos destellando con un matiz de incredulidad. Pero no interrumpió a Yuya, dejando que continuara.
—Si Shun decide que no escapare... —La voz de Yuya se quebró en ese punto, apenas un susurro roto—. Entonces, no quiero arrastrarte conmigo. Yo no soy importante. Si necesitan entregarme, está bien. Confesaré todo. —
Por un instante, el tiempo pareció detenerse.
Hoshiyomi, que hasta ahora había permanecido en un tenso control de sus emociones, dejó que su rostro reflejara una mezcla de sorpresa y algo más oscuro: un destello de enojo contenido que comenzaba a asomar en la curva de sus labios y la tensión en su mandíbula.
—¿Qué acabas de decir? —Preguntó, su tono bajo y firme, pero cargado de algo que hizo que Yuya contuviera la respiración.
El silencio que siguió fue sofocante, pesado, como si cada palabra de Yuya hubiese encendido una chispa peligrosa en el interior de Hoshiyomi.
—No quiero que sigas protegiéndome... —Empezó Yuya de nuevo, pero sus palabras fueron interrumpidas abruptamente.
—¡Basta! —La voz de Hoshiyomi resonó con una intensidad que llenó la habitación. Su presencia imponente invadiendo el espacio personal de Yuya—. No vuelvas a decir eso. —
Yuya retrocedió un poco, sus ojos abiertos de par en par por la fuerza en las palabras de Hoshiyomi.
Pero antes de que pudiera alejarse más, sintió las manos de Hoshiyomi sujetar sus muñecas con firmeza, pero con cuidado, como si temiera lastimarlo.
—¿De verdad crees que puedo simplemente entregarte? -Preguntó Hoshiyomi, su tono bajo, casi un gruñido, pero lleno de emoción—. ¿Que puedo quedarme al margen mientras te culpas y te sacrificas? —
Yuya no respondió.
La intensidad en los ojos de Hoshiyomi lo dejó sin palabras, como si toda su lógica y sus excusas se derrumbaran ante esa fuerza.
—Escucha bien, Yuya —Continuó Hoshiyomi, acercándose aún más, hasta que sus frentes casi se tocaron—. No me importa lo que hayas hecho o lo que digan de ti. A mis ojos, siempre serás lo más puro y valioso que tengo. —
Los ojos de Yuya se llenaron de lágrimas, pero esta vez no eran solo de miedo o culpa. Eran de algo más profundo, algo que no sabía cómo describir.
—Pero no está bien... —Murmuró, su voz apenas un eco.
Hoshiyomi suspiró, sus labios curvándose en una sonrisa cansada, pero llena de determinación.
—Si crees que voy a permitir que te sacrifiques solo por una moralidad absurda, estás muy equivocado —Dijo, inclinándose lo suficiente como para que sus labios rozaran los de Yuya en un beso suave pero lleno de propósito.
El mundo de Yuya se detuvo por completo. El calor de ese beso, la fuerza y la ternura mezcladas en él, desbordaron todo lo que había contenido hasta ese momento.
Cuando Hoshiyomi se separó apenas unos centímetros, sus manos subieron hasta los hombros de Yuya, sujetándolo con firmeza pero con un cuidado que hacía que todo en su interior se agitara.
—Yo no puedo verte como culpable, Yuya —Susurró, su voz más suave ahora, pero con una determinación inquebrantable—. Porque no lo eres. Porque todo lo que has hecho, lo hiciste por amor y por proteger. ¿Cómo podría culparte por eso? —
Yuya sintió que las defensas que había construido dentro de sí mismo se rompían poco a poco.
Quería responder, pero las palabras se le atoraban en la garganta.
Todo lo que podía hacer era quedarse allí, con las lágrimas corriendo por sus mejillas, mientras Hoshiyomi lo sostenía como si no fuera a dejarlo ir jamás.
Y en ese instante, Hoshiyomi no podía dejar de observarlo.
El rostro de Yuya, enrojecido tanto por la vergüenza como por la emoción contenida, parecía tan delicado que sentía que cualquier palabra mal colocada podría romperlo. Sin embargo, no podía permitir que esas dudas se interpusieran entre ellos.
La determinación empezó a crecer en su interior.
Si las palabras no eran suficientes para hacerle entender cuánto lo amaba, cuánto estaba dispuesto a hacer por él, entonces encontraría otra forma.
Y con ese pensamiento impulsivo y apasionado, lo besó de nuevo.
Este beso fue más profundo, más demandante que el anterior. Sus labios se movían con una urgencia controlada, una mezcla de ternura y posesión que hizo que Yuya se estremeciera bajo su tacto.
Hoshiyomi podía sentir el temblor en las manos de Yuya cuando este, de manera titubeante, las colocó contra su pecho para intentar detenerlo.
—H-Hoshiyomi... —Murmuró Yuya, apenas separándose unos milímetros—. Deberíamos... apurarnos... —
Pero Hoshiyomi negó con un leve movimiento de la cabeza, sus ojos azules brillando con una mezcla de deseo y una profundidad de amor que parecía devorar todo a su paso.
—No, Yuya. No hasta que entiendas algo —Respondió, su voz baja pero cargada de una firmeza que no admitía discusiones—. Tú eres mío. Mi responsabilidad, mi razón... mi amor. Y voy a protegerte sin importar lo que pase. —
Antes de que Yuya pudiera replicar, Hoshiyomi lo tomó con una delicadeza que contrastaba con la fuerza de su agarre, acercándolo a la cama y en un movimiento fluido, lo hizo sentarse sobre su regazo, asegurándose de que sus manos estuvieran firmemente colocadas en la cintura de Yuya.
—¿Qué estás...? —Yuya comenzó a protestar, pero sus palabras se ahogaron cuando Hoshiyomi lo besó de nuevo, esta vez con una pasión desenfrenada que le quitó el aliento.
Las manos de Hoshiyomi, grandes y firmes, se deslizaron lentamente hacia arriba, recorriendo su espalda con una reverencia que hacía que cada caricia pareciera un voto silencioso.
Los dedos de Yuya, antes tensos, ahora se aferraban al cuello de Hoshiyomi, como si no pudiera soportar la idea de separarse de él.
—No deberíamos... —Murmuró Yuya nuevamente entre jadeos, pero esta vez sus brazos rodearon el cuello de Hoshiyomi con más fuerza, atrayéndolo aún más cerca.
Hoshiyomi sonrió contra sus labios, una sonrisa cargada de satisfacción y algo casi depredador.
—¿No deberíamos? —Repitió, su voz ronca por la emoción contenida mientras bajaba sus labios al cuello de Yuya, dejando besos suaves pero firmes, como si quisiera marcarlo de una manera invisible—. ¿Por qué no, Yuya? Eres mi prometido. Mi futuro esposo... otra vez. —
El corazón de Yuya latía con tanta fuerza que podía sentirlo resonar en sus oídos. Las palabras de Hoshiyomi, llenas de una certeza que él mismo no podía comprender, lo hicieron estremecer.
—Porque esto... esto está mal... —Intentó argumentar, pero su voz carecía de convicción.
—¿Mal? —Hoshiyomi se detuvo por un momento, tomando el rostro de Yuya entre sus manos con esa mezcla de devoción y posesión que solo él podía expresar—. No hay nada más correcto que esto. Tú eres lo único que importa, Yuya. Lo único que quiero proteger, lo único que quiero amar. —
Yuya sintió que las lágrimas amenazaban con brotar nuevamente.
Las palabras de Hoshiyomi eran como un bálsamo, pero también una cadena.
Una cadena que no sabía si podía aceptar completamente, pero que al mismo tiempo no quería soltar.
—Hoshiyomi... yo... —Empezó a decir, pero fue silenciado por otro beso.
Este beso fue diferente, más suave pero no menos intenso. Era como si Hoshiyomi intentara transmitirle todo lo que sentía, toda la devoción, el amor y la desesperación que lo consumían.
Sus labios hablaban en un lenguaje que Yuya no entendía del todo, pero que comenzaba a sentir en cada rincón de su ser.
Cuando finalmente se separaron, ambos estaban jadeando ligeramente, sus frentes tocándose mientras trataban de recuperar el aliento.
—Nunca vuelvas a decir que no eres importante —Susurró Hoshiyomi, sus ojos clavados en los de Yuya con una intensidad que lo dejó sin palabras—. Porque para mí, lo eres todo. —
Yuya cerró los ojos con fuerza, dejando que las lágrimas que había estado conteniendo cayeran finalmente.
—No sé si puedo aceptar tanto amor... —Confesó en un susurro quebrado.
Hoshiyomi lo sostuvo con más fuerza, como si temiera que pudiera desaparecer en cualquier momento.
—Entonces deja que yo lo acepte por los dos —Respondió, su voz baja pero cargada de una convicción inquebrantable—. Déjame amarte, protegerte y demostrarte que eres digno de todo esto y más. —
Yuya no respondió, pero el peso en su pecho comenzó a aliviarse, aunque fuera solo un poco.
Las palabras de Hoshiyomi seguían resonando en los oídos de Yuya, cada una grabándose en su mente con una intensidad que lo hacía temblar.
Se sentía conmovido, sobrepasado por la fuerza de los sentimientos que había percibido en cada mirada, cada beso, cada palabra.
Pero también sentía algo más: una necesidad desconocida, un deseo de responderle, de corresponder a esa devoción que Hoshiyomi le ofrecía sin reservas.
Casi sin darse cuenta, sus caderas se movieron hacia adelante, encontrándose con las de Hoshiyomi en un roce tan sutil como eléctrico.
El mundo pareció detenerse por un instante.
Los ojos de Hoshiyomi, siempre llenos de determinación y pasión, se oscurecieron aún más, como si un fuego más profundo acabara de encenderse en su interior.
Yuya sintió que el aire se volvía más pesado, sus respiraciones entrecortadas llenando el espacio entre ellos.
Supo en ese momento que habían cruzado una línea invisible, una línea que ninguno de los dos estaba seguro si debía ser traspasada por completo.
—Yuya... —Murmuró Hoshiyomi, su voz ronca, apenas un susurro que parecía vibrar en el aire.
Pero no hubo más palabras. La decisión ya había sido tomada en su mente, y no había vuelta atrás.
Si Yuya no podía comprender cuán profundamente era amado, entonces Hoshiyomi se aseguraría de mostrárselo con cada gesto, con cada caricia, con cada momento que compartieran.
Sus manos se movieron con una delicadeza casi reverencial mientras deslizaba ligeramente el uchikake que cubría las piernas de Yuya, revelando sus medias negras perfectamente ajustadas, sujetas con elegancia a su ropa interior.
El leve roce del aire sobre su piel expuesta hizo que Yuya jadeara, su rostro volviéndose aún más rojo mientras sus ojos se abrían en sorpresa.
—¿Qué... qué estás haciendo? — Preguntó Yuya con un hilo de voz, su corazón latiendo con una fuerza casi dolorosa.
Hoshiyomi no respondió de inmediato.
En su lugar, llevó una mano a la parte expuesta de la pierna de Yuya, recorriéndola con una suavidad que lo hizo estremecer. Sus labios encontraron los de Yuya en un beso que esta vez no era solo apasionado, sino cargado de una promesa silenciosa.
Cuando se separaron, apenas un momento después, Hoshiyomi sonrió, una sonrisa suave pero cargada de intención.
—Solo quiero que entiendas algo... —Susurró, su aliento cálido acariciando los labios de Yuya mientras hablaba—. Tú mereces ser amado. Y no voy a permitir que sigas dudando de eso. —
Yuya trató de protestar, de decir algo, pero cualquier palabra que hubiera querido pronunciar se perdió cuando Hoshiyomi inclinó su rostro y dejó un beso en la base de su cuello, seguido de otro y otro, cada uno más lento y más profundo.
El tacto de Hoshiyomi era casi abrumador, como si estuviera explorando cada rincón de su piel con una devoción casi obsesiva.
Yuya sentía que el control se le escapaba de las manos, que estaba cayendo en un abismo del que no estaba seguro si quería salir.
—H-Hoshiyomi... —Intentó decir de nuevo, pero su voz se quebró cuando sintió las manos de este subir lentamente por sus muslos, trazando un camino que encendía su piel como fuego.
Hoshiyomi lo miró entonces, sus ojos llenos de una intensidad que parecía perforar hasta el alma de Yuya.
Yuya lo miró, sus ojos brillando con una mezcla de emociones que no podía descifrar del todo: vergüenza, deseo, miedo y algo que se parecía demasiado a la rendición.
Lentamente, casi con timidez, sus manos se deslizaron desde el cuello de Hoshiyomi hasta sus hombros, aferrándose a él como si fuera su única ancla en medio del caos interno que sentía.
Hoshiyomi sonrió suavemente ante ese gesto y, con una ternura que contrastaba con la intensidad de sus movimientos, inclinó su rostro para capturar nuevamente los labios de Yuya en un beso profundo, uno que parecía devorar cualquier duda que pudiera quedarle.
Cada movimiento, cada caricia, cada susurro era una declaración silenciosa, una promesa de amor eterno que Hoshiyomi estaba decidido a cumplir sin importar las circunstancias.
Y aunque el tiempo parecía estar en su contra, en ese momento, solo existían ellos dos, envueltos en un amor tan intenso como peligroso, pero innegablemente real.
El beso de Hoshiyomi era intenso, una mezcla perfecta de devoción y deseo que envolvía a Yuya, arrastrándolo a un mar de emociones que nunca antes había experimentado.
Las manos de Hoshiyomi se aferraban a sus caderas con una firmeza calculada, guiándolo con movimientos suaves pero significativos, como si estuviera escribiendo una melodía con sus cuerpos.
El primer movimiento fue tan sutil que Yuya casi no lo notó, pero cuando el segundo llegó, una corriente eléctrica recorrió su cuerpo.
Su reacción fue instintiva, un suave gemido escapando de sus labios que hizo que su rostro se tiñera de rojo.
Era un sonido que no había planeado emitir, pero que Hoshiyomi recibió como un regalo precioso.
—¿Ves? —Murmuró Hoshiyomi contra sus labios, con una sonrisa que mezclaba ternura y picardía. — Esto es lo que quiero darte, Yuya. Quiero que sientas... todo lo que eres capaz de sentir. —
Yuya apenas podía procesar esas palabras; su mente estaba nublada por la sensación de las caderas de Hoshiyomi moviéndose contra las suyas.
No era brusco ni precipitado, sino un ritmo lento, casi reverente, que lo hacía temblar de una mezcla de vergüenza y placer.
Y entonces, casi sin pensarlo, su cuerpo respondió.
Sus caderas se movieron ligeramente, un reconocimiento involuntario de lo que estaba sucediendo. Ese simple gesto fue suficiente para encender aún más a Hoshiyomi, quien dejó escapar un suave suspiro que rozó la piel de Yuya como una caricia.
—No voy a ir más allá de lo que quieras —Susurró Hoshiyomi, su voz baja y ronca, cargada de emoción—. Pero quiero que entiendas algo: haré que te sientas amado, deseado... protegido. —
Yuya tragó saliva, sintiendo un nudo de emoción formarse en su garganta.
Quería decir algo, pero las palabras no salían; todo lo que podía hacer era aferrarse a los hombros de Hoshiyomi mientras este continuaba con ese lento vaivén que parecía marcar el ritmo de sus corazones.
El roce de sus cuerpos era algo que nunca había sentido antes, una conexión tan íntima que lo hacía cuestionar todo lo que creía saber sobre sí mismo.
Cada movimiento, cada susurro, cada mirada de Hoshiyomi era una declaración silenciosa de amor y devoción que Yuya no sabía si merecía, pero que no podía rechazar.
Cuando Hoshiyomi inclinó ligeramente su rostro para capturar sus labios en otro beso, Yuya sintió que el mundo se desvanecía.
Era un beso profundo, lleno de promesas no dichas y un amor que no podía ser contenido. Las manos de Hoshiyomi se movieron con delicadeza, trazando líneas invisibles sobre su espalda, mientras su otra mano se mantenía firme en su cadera, guiándolo con movimientos suaves pero seguros.
Yuya intentó controlar los sonidos que salían de su boca, pequeños gemidos que parecían escapar sin su permiso, pero Hoshiyomi no se lo permitió.
—No te detengas, Yuya... —Le susurró, su voz cargada de emoción—. Quiero escuchar todo de ti. Quiero saber que te hago sentir bien. —
Yuya, que normalmente era tan reservado y contenido, sintió cómo su corazón se aceleraba ante esas palabras.
Quería responder, quería corresponder a todo lo que Hoshiyomi le daba, pero todo lo que pudo hacer fue enterrar su rostro en el cuello de Hoshiyomi, buscando refugio en su calidez mientras sus cuerpos continuaban ese lento baile de emociones.
Cada caricia, cada movimiento, cada susurro era un recordatorio de que estaba siendo amado de una manera que nunca antes había experimentado.
Y aunque la vergüenza seguía presente, Yuya comenzó a entender que no estaba solo, que Hoshiyomi estaba ahí para él, para sostenerlo, para amarlo incondicionalmente.
Hoshiyomi, por su parte, no dejaba de admirarlo. Cada vez que Yuya se estremecía o dejaba escapar un gemido, sentía que su amor por él crecía aún más.
No había nada en el mundo que no estuviera dispuesto a hacer por él, y estaba decidido a demostrarle eso una y otra vez.
—Eres todo para mí, Yuya... —Murmuró contra su piel, dejando un suave beso en su clavicula—. Todo. —
Yuya, con los ojos brillantes por las emociones que lo desbordaban, levantó ligeramente la cabeza para mirarlo.
No dijo nada, pero la forma en que lo miraba, con una mezcla de vulnerabilidad y confianza, fue suficiente para que Hoshiyomi entendiera que estaba logrando lo que tanto deseaba: romper las barreras que mantenían a Yuya alejado, y acercarlo a él de una manera que nadie más podría.
La habitación parecía estar suspendida en el tiempo, como si el mundo entero se hubiera detenido para observarlos, para permitirles existir solo el uno para el otro.
Yuya estaba completamente perdido.
Perdido en las sensaciones que lo abrumaban, en la poderosa presencia de Hoshiyomi que parecía envolverlo por completo. Había algo en él, en su forma de tocarlo y mirarlo, que hacía que el aire en sus pulmones se volviera insuficiente, que cada roce encendiera fuegos en lugares que Yuya no sabía que existían.
Su cuerpo, que nunca había conocido tal sensibilidad, respondía con una urgencia que lo sorprendía y lo asustaba a partes iguales.
Hoshiyomi, siempre tan seguro, parecía ser el maestro de cada movimiento, el arquitecto de cada sensación.
Cada roce de sus caderas contra las de Yuya era calculado, preciso, como si supiera exactamente cómo llevarlo al borde de sí mismo sin cruzarlo del todo.
Era provocador, pero no invasivo; era cuidadoso, pero no contenía el ardor con el que lo adoraba.
Yuya, sintiendo cómo su pecho subía y bajaba con respiraciones erráticas, se aferró al cuello de Hoshiyomi, buscando algo a lo que aferrarse mientras su mundo se tambaleaba.
Lo besó, esta vez con una demanda tácita, dejando que su vergüenza quedara relegada al rincón más oscuro de su mente. Era como si, en ese momento, solo existieran sus emociones, sus deseos y el hombre frente a él.
El beso no era simplemente un gesto; era una declaración, una entrega, un grito silencioso que pedía más.
Los labios de Hoshiyomi lo recibieron con la misma intensidad, respondiendo con una mezcla de ternura y pasión que hacía que Yuya temblara.
Era un beso que hablaba de amor y posesión, de promesas que no necesitaban palabras.
Los dedos de Hoshiyomi se movieron con delicadeza por la cintura de Yuya, trazando líneas invisibles en su piel a través de la ropa, como si estuviera dibujando un mapa de todo lo que era suyo.
—Eres increíble, Yuya —Susurró Hoshiyomi contra sus labios, su voz grave y cargada de emoción.
Había algo en su tono, una devoción que hizo que el corazón de Yuya latiera aún más rápido. Sus palabras eran como un bálsamo y, al mismo tiempo, una chispa que encendía algo más profundo en su interior.
Yuya dejó escapar un gemido, suave al principio, pero pronto sin contenerse.
Era como si cada sonido que salía de sus labios fuera una recompensa para Hoshiyomi, quien lo recibía con una sonrisa cargada de admiración y deseo.
—Eso es, Yuya —Murmuró, inclinándose para dejar un beso en su mandíbula, luego otro en su cuello, lento e intencionado. —Déjame escucharte. No te guardes nada. —
Las palabras de Hoshiyomi eran como fuego líquido, recorriendo el cuerpo de Yuya y quemando cualquier duda que pudiera quedar.
Yuya no sabía que podía sentirse de esa manera, tan vulnerable pero al mismo tiempo tan poderoso. Sus caderas comenzaron a moverse por sí solas, siguiendo un ritmo instintivo que lo acercaba más y más a Hoshiyomi, buscando algo que no podía explicar con palabras, pero que sabía que solo él podía darle.
—Hoshiyomi... —Jadeó Yuya, su voz temblorosa, pero cargada de una emoción que nunca antes había sentido.
Sus manos se aferraron a los hombros de Hoshiyomi, buscando estabilidad mientras su cuerpo se estremecía bajo la intensidad del momento.
Hoshiyomi lo miró entonces, sus ojos brillando con algo más que pasión. Había amor en ellos, un amor tan profundo y sincero que hizo que Yuya sintiera un nudo en la garganta.
—Eres tan hermoso, Yuya —Dijo, su voz suave pero firme, como si estuviera pronunciando una verdad absoluta—. Tan valiente, tan perfecto. No tienes idea de cuánto te admiro. —
Yuya sintió cómo las lágrimas amenazaban con salir, pero las reemplazó con una sonrisa tímida antes de inclinarse hacia adelante para besarlo de nuevo.
Este beso no era demandante, sino dulce, un agradecimiento silencioso por todo lo que Hoshiyomi le hacía sentir.
El movimiento de sus caderas se intensificó, y aunque ninguna prenda cayó, Yuya sentía que estaba conociendo a Hoshiyomi de una manera completamente nueva, una manera que combinaba sus cuerpos y almas en un solo compás.
La tela entre ambos no era un obstáculo; era un recordatorio de que no necesitaban más piel expuesta para sentir esa conexión tan íntima y arrolladora.
Hoshiyomi, siempre atento, se inclinó ligeramente hacia Yuya, apoyando una mano firme en la espalda baja del joven para guiarlo con delicadeza. Sus movimientos eran precisos, pero también llenos de dedicación, como si estuviera enseñándole sin palabras cómo dejarse llevar.
—No tengas miedo —Susurró, su aliento cálido acariciando la oreja de Yuya—. Solo siente. Estoy aquí contigo. —
Las palabras de Hoshiyomi disiparon cualquier rastro de duda en la mente de Yuya.
Con una determinación renovada, ajustó sus piernas sobre la cama, encontrando una posición que le permitiera moverse con más libertad.
El contacto entre ambos se volvió más intenso, más íntimo, y Yuya dejó que sus instintos lo guiaran, permitiéndose explorar esa nueva faceta de sí mismo.
Cada movimiento de sus caderas, cada gemido que escapaba de sus labios, era una confesión tácita, una entrega completa que solo Hoshiyomi podía entender.
Y aunque había miedo en su interior, miedo a lo desconocido, a la intensidad de lo que sentía, ese miedo se transformó en emoción pura, en una necesidad de seguir adelante, de descubrir más.
Hoshiyomi lo recibió todo con la paciencia de alguien que sabía exactamente lo que hacía. Sus manos encontraron las de Yuya y entrelazaron sus dedos, creando un vínculo aún más fuerte.
—Eres mío, Yuya —Dijo con una voz cargada de amor y posesión—. Y yo soy tuyo. Siempre. —
Yuya cerró los ojos, dejando que esas palabras lo llenaran de una calidez indescriptible. No había marcha atrás, no había barreras entre ellos.
En ese momento, bajo la luz tenue y con sus cuerpos tan cerca, Yuya supo que estaba exactamente donde debía estar.
En los brazos de Hoshiyomi, con su amor y deseo entrelazados, como dos almas que finalmente se encontraban.
El calor entre ellos era casi insoportable, un fuego que no solo ardía en sus cuerpos, sino también en sus almas.
Cada roce, cada caricia, cada movimiento parecía diseñado para alargar el momento, para mantenerlos en ese estado de éxtasis suspendido.
Pero era imposible detener lo inevitable. Esa intensidad, ese deseo que los consumía, los arrastraba hacia algo más profundo, más honesto.
Hoshiyomi, siempre el guía, siempre tan seguro, dejó que su propio deseo se desbordara.
Por un momento, la máscara de control que llevaba se desmoronó, y Yuya pudo verlo en toda su vulnerabilidad, en toda su pasión.
Con una firmeza que no era demandante, sino protectora, Hoshiyomi tomó las manos de Yuya, guiándolas con suavidad pero con intención, enseñándole cómo moverse, cómo tocar, cómo dejarse llevar por completo.
—Así, Yuya... —Susurró Hoshiyomi, su voz ronca, cargada de deseo y amor.
Sus ojos se encontraron, y Yuya sintió que estaba siendo devorado por aquella mirada tan intensa, tan llena de admiración, de algo que iba más allá del mero placer.
Yuya, que al principio había temido dejarse llevar, ahora se entregaba por completo.
Sus movimientos, al principio inseguros, se volvieron más decididos, más naturales, siguiendo el ritmo que Hoshiyomi marcaba.
Las caderas de ambos se encontraron en un vaivén perfecto, como si estuvieran ejecutando una danza antigua, una que sus cuerpos conocían instintivamente.
Cada gemido de Yuya era una confesión, un grito silencioso que le decía a Hoshiyomi todo lo que sentía, todo lo que quería, todo lo que no sabía cómo expresar con palabras.
Los comentarios de Hoshiyomi, cargados de ternura y deseo, eran como combustible para el fuego que ardía en Yuya.
—Eres tan hermoso cuando te entregas así —Murmuró Hoshiyomi, inclinándose para besar suavemente su cuello, dejando un rastro de calor donde sus labios tocaban.
Yuya tembló bajo ese contacto, dejando escapar un gemido que parecía venir desde lo más profundo de su ser.
—Hoshiyomi... —Jadeó, su voz quebrada por la intensidad del momento.
—Estoy aquí, Yuya. No tengas miedo. Déjate llevar. —Las palabras de Hoshiyomi eran como un mantra, un ancla que mantenía a Yuya seguro mientras navegaba por ese mar de emociones y sensaciones.
El ritmo entre ellos aumentó, sus cuerpos moviéndose con una sincronía que no podía ser planeada, sino sentida.
Yuya, con cada movimiento, sentía cómo el calor dentro de él crecía, cómo ese fuego se extendía por cada rincón de su cuerpo. Y aunque al principio había temido esa cima, ese punto de no retorno, ahora lo deseaba con una urgencia que lo sorprendía.
—Hoshiyomi, yo... —Intentó decir algo, pero las palabras se le escaparon, reemplazadas por un gemido que resonó en la habitación.
Hoshiyomi lo entendió sin necesidad de escuchar más.
Con una precisión casi instintiva, ajustó sus movimientos, guiándolo hacia ese lugar que ambos anhelaban alcanzar.
—Confía en mí, Yuya. Estoy contigo. Siempre. —
Y entonces, ocurrió.
Esa cima que tanto temía pero también deseaba llegó como una ola que los envolvió a ambos.
Yuya dejó escapar un grito, su voz llena de deseo, de liberación, de algo más profundo que él mismo no comprendía del todo. Al mismo tiempo, Hoshiyomi soltó un sonido gutural, bajo y cargado de emoción, un eco que parecía resonar en los rincones más oscuros y profundos de la habitación.
El tiempo pareció detenerse.
Sus cuerpos, aún vestidos, se encontraron en un abrazo que hablaba más que cualquier palabra.
La evidencia de su conexión, de lo que habían compartido, manchaba sus ropas, pero ninguno de los dos parecía darle importancia. En ese momento, nada más existía. Solo ellos.
Yuya, aún temblando con ligeros espasmos, se dejó caer contra el pecho de Hoshiyomi, su respiración irregular, sus manos aferrándose a él como si temiera que pudiera desaparecer.
Hoshiyomi lo sostuvo con fuerza, sus brazos rodeándolo con una ternura que contrastaba con la intensidad del momento anterior.
Lo acunó contra su pecho, dejando que sus dedos trazaran líneas suaves por su espalda, calmándolo, reconfortándolo.
—Lo hiciste increíble, Yuya —Murmuró Hoshiyomi, su voz baja pero cargada de sinceridad. Inclinó la cabeza para dejar un beso en el cabello de Yuya, respirando su aroma mientras lo sostenía.
Yuya no pudo evitar sonrojarse, pero no dijo nada. Se limitó a cerrar los ojos, dejando que las palabras de Hoshiyomi lo envolvieran, lo llenaran de una calidez que no había sentido antes.
—Eres tan valioso para mí, Yuya... —Continuó Hoshiyomi, su tono ahora más suave, más íntimo—. No importa lo que pase, lo que enfrentes. Siempre estaré aquí para ti. Nunca voy a dejarte solo. —
Yuya levantó la cabeza ligeramente, sus ojos encontrándose con los de Hoshiyomi. Había lágrimas en su mirada, pero no eran de tristeza. Eran de alivio, de gratitud, de amor.
—¿De verdad? —Preguntó, su voz apenas un susurro.
Hoshiyomi sonrió, una sonrisa que parecía iluminar toda la habitación.
—De verdad, Yuya. Eres mi todo. Y nada ni nadie cambiará eso. —
Yuya, por primera vez desde que lo conocía, le creyó por completo.
No había dudas, no había sombras. Solo la certeza de que, en los brazos de Hoshiyomi, estaba a salvo.
Con un suspiro, se acurrucó de nuevo contra él, dejando que el latido constante del corazón de Hoshiyomi lo calmara.
La habitación quedó en silencio, salvo por la respiración tranquila de ambos.
Afuera, el mundo seguía girando, pero para ellos, el tiempo había dejado de importar. En ese momento, no había nada más que amor, deseo y una conexión que trascendía lo físico, lo mundano.
Era algo eterno. Algo que ninguno de los dos olvidaría jamás.
La habitación, que hacía apenas unos momentos fue testigo de un torbellino de emociones y pasión contenida, ahora estaba sumida en una paz profunda.
Yuya, con su rostro ligeramente ruborizado, descansaba acurrucado en el pecho de Hoshiyomi, su pecho subiendo y bajando suavemente con cada respiración.
Sus pestañas proyectaban sombras delicadas sobre sus mejillas, y sus labios, aún entreabiertos, parecían guardar los suspiros que antes llenaron el aire.
Hoshiyomi lo miraba con una mezcla de orgullo y ternura, sintiendo cómo su propio corazón se ablandaba.
Lo que habían compartido, aunque breve, había sido suficiente para reforzar el vínculo entre ellos. Con una mano firme, pero gentil, acarició la espalda de Yuya, sus dedos trazando patrones ligeros sobre la tela del uchikake que aún llevaba puesto.
"Así debería ser siempre," pensó, dejando escapar un suspiro apenas audible.
Sin embargo, la realidad lo golpeó. Sabía que no podían permanecer allí por más tiempo. La llegada inminente de Yoko lo obligaba a actuar con rapidez.
No podía arriesgarse a que su tranquilidad fuera perturbada, ni a que Yuya despertara sobresaltado.
Moviendo su mano suavemente, como si trazara un dibujo en el aire, la magia fluyó de manera casi imperceptible. Un destello sutil recorrió la habitación, limpiando cualquier rastro de lo que habían compartido.
La ropa de ambos quedó impecable, libre de cualquier evidencia, y el ambiente adquirió un aire fresco, como si todo lo ocurrido hubiera sido solo un sueño.
Yuya, perdido en un sueño profundo, no se movió ni un milímetro mientras Hoshiyomi terminaba de preparar la maleta. Otro movimiento de su mano bastó para que esta se cerrara y se alzara en el aire, flotando a su lado como un silencioso testigo de su aprecio por el orden y la eficiencia.
Mientras lo hacía, su mirada fue atraída por un objeto olvidado: el brazalete de Yuzu, aún reposando en el suelo, donde había caído en medio de su arrebato.
Hoshiyomi lo observó detenidamente, su sonrisa adquiriendo un matiz de ironía.
"Un símbolo de su lucha, de su sacrificio," pensó mientras usaba su magia para tomarlo. Sus dedos lo envolvieron con cuidado antes de guardarlo en el bolsillo interior de su traje. "Yuya hizo lo que debía. Fue más valiente que la propia dueña de esto."
A pesar de la urgencia, no podía obligarse a mover a Yuya tan abruptamente. Sus brazos se ajustaron instintivamente alrededor del joven, como si su cuerpo se negara a dejarlo ir.
El calor que emanaba Yuya era reconfortante, una fuente de paz que Hoshiyomi no había experimentado en años.
Pero sabía que debía protegerlo, y eso significaba actuar ahora.
Con una mezcla de suavidad y determinación, se levantó lentamente, llevándolo en brazos como si fuera el más preciado de los tesoros. El peso de Yuya, aunque ligero, parecía anclarlo al suelo, recordándole la responsabilidad y el amor que llevaba consigo. La maleta flotó detrás de ellos, siguiendo cada uno de sus pasos.
Cruzó la habitación por última vez, su mirada recorriendo cada rincón como si quisiera grabarlo en su memoria.
"Este lugar que consideré sagrado por tanto tiempo," pensó, una ligera melancolía empañando su determinación. "Ahora se convertirá solo un escenario del pasado."
Luego.
La puerta principal se abrió con un susurro bajo el influjo de su magia, dejando que la noche los envolviera.
El aire fresco acarició sus rostros, y Hoshiyomi ajustó el uchikake de Yuya para protegerlo del frío. Sus pasos eran firmes, pero silenciosos, como si incluso la misma oscuridad conspirara para mantenerlos ocultos.
Al llegar al vehículo que esperaba en la distancia, acomodó a Yuya con cuidado en el asiento trasero, colocándole su saco encima como un manto protector.
Observó su rostro por un momento, tomando nota de cada detalle antes de cerrar la puerta con delicadeza.
Y pronto el motor rugió suavemente mientras el auto comenzaba a moverse.
En el retrovisor, Hoshiyomi miró una última vez la casa que dejaban atrás, una sonrisa cargada de determinación curvando sus labios.
"Todo por Yuya. Todo para protegerlo. Nada ni nadie lo lastimará mientras esté a mi lado."
Yoko caminaba de regreso a casa, con una postura que gritaba que llevaba el peso del mismísimo Atlas. Lo sucedido con anterioridad aún desgarraba su alma, y con la intervención de Akaba Reiji todo se volvía aún más complicado.
—Señora Sakaki, vamos a ser directos. Las Industrias Arckumo se están interponiendo en el camino de la Corporación Leo. No puedo permitirme rivales que amenacen mi visión. —
Yoko lo miró confundida, inclinándose ligeramente hacia adelante.
—¿Qué tiene que ver eso con Yuya? —Preguntó, con el corazón latiendo más rápido.
Reiji sonrió, pero no era un gesto amable. Era una sonrisa fría, cargada de estrategia.
—Mucho más de lo que imagina. Su hijo ahora es parte de Arckumo. Y si puedo descubrir la verdad detrás de todo este asunto, no solo limpiaré mi camino de obstáculos, sino que también haré caer a Hoshiyomi y a su empresa. —
Las palabras golpearon a Yoko como una bofetada. Su confusión se mezcló con una creciente inquietud.
—¿Está diciendo que solo quiere usar a Yuya para destruir a su competencia? —Preguntó con incredulidad.
Reiji se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando con una determinación implacable.
—No me interesa Yuya como persona. Me interesa lo que representa. Si descubrir la verdad me lleva a exponer las debilidades de Arckumo, la Corporación Leo saldrá victoriosa. Ni más ni menos. —
Yoko apretó los labios.
Sabía que estaba tratando con un hombre que no tenía escrúpulos, alguien que veía a las personas como piezas en un tablero de ajedrez.
Pero también sabía que, si quería recuperar a su hijo, no tenía muchas opciones.
—Si hago esto, ¿realmente me ayudará a recuperar a Yuya? —
Reiji asintió lentamente, su expresión seria.
—Si usted coopera, yo me aseguraré de que Hoshiyomi pierda el control sobre él. Pero la decisión es suya, señora Sakaki. —
El silencio que siguió fue denso. Yoko luchó contra el peso de la decisión, su mente un torbellino de emociones. Finalmente, cerró los ojos y dejó escapar un suspiro.
—Acepto. —
Reiji se irguió, satisfecho, mientras una leve sonrisa curvaba sus labios.
—Entonces, tenemos un trato. —
Esas palabras habían traído esperanza, sin embargo Yoko aún tenía sus propias dudas.
Mientras avanzaba hacia casa, las luces de un auto negro llamaron su atención, el reflejo de los faros dibujando sombras en la calle. Su corazón dio un vuelco al reconocer el vehículo que se alejaba, pero fue el conductor quien realmente le arrebató el aliento.
Hoshiyomi.
Aunque los vidrios fuesen polarizados, su rostro se distinguía claramente tras el parabrisas, iluminado por la tenue luz del interior del auto.
La sonrisa en sus labios era tan elegante como burlona, un gesto que parecía gritar victoria.
Yoko sintió un nudo en el estómago, una mezcla de rabia, miedo y desesperación.
Su instinto le gritó que algo estaba terriblemente mal.
Con pasos torpes, casi tropezando, corrió hacia la puerta de su casa.
Cada segundo parecía eterno mientras buscaba las llaves en su bolso, sus manos temblando con tal intensidad que apenas lograba sostenerlas.
Finalmente, la cerradura cedió, y la puerta se abrió de golpe.
—¡Yuya! —Gritó, su voz resonando en el vacío de la casa.
El silencio fue su única respuesta.
Subió las escaleras casi sin aliento, ignorando el peso que se acumulaba en su pecho.
Al llegar al cuarto de Yuya, abrió la puerta de un tirón, esperando encontrarlo allí, sentado, quizá molesto o confundido.
Pero lo que vio la dejó helada.
El cuarto estaba vacío.
Las maletas, las prendas, los pequeños detalles que convertían ese espacio en el refugio de su hijo, habían desaparecido.
Solo quedaban los muebles desnudos y un eco que parecía burlarse de ella.
Yoko dio un paso hacia adelante, tambaleándose como si el suelo bajo sus pies hubiera cedido.
—No... —Susurró, sus labios temblando mientras sus ojos recorrían el espacio vacío una y otra vez, negándose a aceptar lo obvio.
Sus piernas cedieron, y cayó al suelo con las manos sobre el pecho, intentando calmar los latidos desbocados de su corazón.
Lágrimas comenzaron a correr por su rostro, quemando su piel con la intensidad de su desesperación.
"Se lo llevó. Ese maldito se lo llevó."
La imagen de Hoshiyomi al volante, con esa sonrisa triunfante, se grabó en su mente como una cicatriz.
La elegancia con la que había pasado junto a ella, sabiendo lo que acababa de hacer, la enfureció aún más.
Se llevó las manos al rostro, sollozando de forma desgarradora.
Una mezcla de culpa y odio comenzó a arremolinarse en su pecho, consumiéndola.
Había perdido a Yuya, no por el juicio de otros, sino porque alguien más había decidido arrebatárselo.
Pero mientras sus lágrimas caían al suelo, algo dentro de ella comenzó a endurecerse.
El dolor fue reemplazado por una chispa de ira, una llama que creció rápidamente en un fuego furioso.
"No puedo permitir esto. No voy a dejar que se salga con la suya."
Yoko se levantó con dificultad, sus piernas aún temblorosas. Miró alrededor del cuarto, ahora vacío, y su resolución se solidificó.
—Voy a recuperarte, Yuya —Murmuró, apretando los puños con fuerza.
La imagen de Hoshiyomi, su sonrisa, su poder, su arrogancia, la empujó a tomar una decisión.
"Si quiere jugar sucio, jugaré aún más sucio. Nadie me quitará a mi hijo."
Con una última mirada al cuarto, Yoko salió decidida, su mente ya trabajando en cómo enfrentarse al hombre que había robado a Yuya de sus brazos.
