Capítulo 1: Lágrimas de Odio
Dicen que la verdadera conciencia del mundo despierta a los siete años. Naruto Namikaze, a esa misma edad, no solo despertaba a la realidad, sino que la enfrentaba con una madurez forjada a golpes, a base de soledad y rechazo. La vida, un maestro implacable, le había enseñado, mucho antes de lo que cualquier niño debería, lecciones de miedo y de responsabilidad. Pero también le había inculcado valentía, una determinación férrea y una chispa de esperanza que, a pesar de todo, se negaba a extinguirse.
A menudo, se quedaba tendido en su cama, las manos entrelazadas tras la cabeza, la mirada perdida en las sombras que danzaban en el techo, proyectadas por la luz de la luna que se filtraba por la ventana. La habitación, demasiado grande para un niño solo, parecía amplificar su soledad, el eco de sus propios pensamientos resonando en el vacío. ¿Por qué la vida era tan retorcida?, se preguntaba. La pregunta flotaba en el silencio, sin encontrar respuesta, como una hoja arrastrada por el viento.
La raíz de su precoz sabiduría era una herida abierta, un evento que había marcado su nacimiento y el de su hermana gemela, Mito. Apenas minutos después de que su madre, Kushina Uzumaki, los trajera al mundo, un hombre envuelto en la oscuridad, el rostro oculto tras una máscara naranja con un patrón de espiral, los atacó. Naruto, que nunca la conoció realmente, a veces cerraba los ojos e imaginaba a su madre: el rostro demacrado por el parto, los ojos dilatados por el terror, intentando protegerlos con sus últimas fuerzas, mientras aquél enmascarado, usando un Ninjutsu desconocido, la arrastraba lejos, separando de su esencia a un espíritu zorro milenario.
Un escalofrío le recorrió la espalda, desde la nuca hasta el coxis. Sus ojos, habitualmente de un rojo intenso, se encendieron con un brillo sobrenatural, casi feral. La ira, una vieja conocida, una compañera constante, le oprimió el pecho, un puño invisible apretándole el corazón. Conocía la historia, la había vivido a través de las páginas de los libros antiguos de la biblioteca familiar. Estantes imponentes, que se alzaban hasta el techo, repletos de tomos antiguos, encuadernados en cuero. El cuero crujía bajo sus dedos infantiles, y el olor a polvo y pergamino se mezclaba con el de la tinta centenaria, un aroma que se había convertido en sinónimo de refugio. Conocimiento prohibido, legado de un pasado misterioso. Nunca entendió por qué su madre guardaba esos secretos, pero ahora, en la soledad de la mansión Namikaze, esos libros eran su única compañía. El eco de sus pasos, el único sonido que rompía el silencio sepulcral de la casa.
Aquel hombre, utilizando el Sharingan, había doblegado la voluntad del Kyubi, el Zorro de Nueve Colas. Naruto apretó los puños con tanta fuerza que los nudillos se tornaron blancos como el hueso, las uñas clavándose en las palmas. Podía ver la aldea envuelta en llamas, las casas de madera reducidas a cenizas, el aire cargado del hedor a muerte y desesperación. Una promesa silenciosa, un juramento de venganza, se grabó a fuego en su alma infantil: Nunca perdonaría al hombre enmascarado. Y una parte de él, una parte retorcida y oscura, admiraba a regañadientes el poder de aquél hombre.
Tenía que reconocerlo. La devastación que había causado en Konoha era una cicatriz imborrable. Solo su padre, Minato Namikaze, el Cuarto Hokage, había logrado detenerlo. Naruto se encogió de hombros, un gesto que pretendía ser indiferente, pero que no lograba ocultar el vacío que sentía, un vacío que nacía de la ausencia de recuerdos nítidos de su padre. Nunca estuvo, pensó con amargura.
Fragmentos borrosos, gritos ahogados, el olor acre del chakra... Sabía, por los relatos de otros, que Minato había empleado un Jutsu de sellado prohibido, el Shiki Fūjin, para separar el chakra del Kyubi. La mitad Yang, sellada en Mito. Naruto arrugó la nariz, una mueca de confusión y frustración reemplazando la amargura. ¿Por qué solo la mitad Yang? El símbolo del Yin y el Yang, un círculo perfecto dividido en dos mitades iguales, una negra y otra blanca, representaba el equilibrio. Sellar solo una parte del chakra en Mito era una aberración, una violación de las leyes naturales. Un desequilibrio que, estaba seguro, tendría consecuencias. Y la otra mitad, el chakra Yin, había regresado a Kushina, quien apenas sobrevivió a la extracción, su cuerpo y espíritu quebrantados.
Un suspiro pesado, cargado de impotencia y de años de preguntas sin respuesta, escapó de los labios de Naruto. El funcionamiento del Shiki Fūjin seguía siendo un enigma para él. Desafiaba la lógica, la razón. Pero, a decir verdad, no había dedicado demasiado tiempo a desentrañar ese misterio. Tenía preocupaciones más urgentes. El ahora le apremiaba más que el entonces. Necesitaba atención, necesitaba afecto, y no sabía cómo conseguirlo.
Después de la catástrofe, Minato, con el rostro surcado por la fatiga y la preocupación, había reunido a los aldeanos en la plaza central. Naruto imaginaba el espacio, rodeado de edificios con tejados inclinados, ahora cubiertos de hollín. Recordaba, como a través de un velo, sentía, el miedo en el aire, el peso de las miradas sobre él, un bebé en brazos de un ANBU, ajeno a todo. La voz de su padre, solemne y grave, explicando que el hombre enmascarado había liberado al Kyubi. Pero él, Minato Namikaze, el Yondaime Hokage, había vencido. Había sellado el poder del zorro en su hija, Mito.
Las caras de la multitud, un mosaico de emociones: asombro, alivio, adoración. Algunos con la boca abierta, otros con lágrimas corriendo por sus mejillas, marcando caminos limpios en la suciedad. Los murmullos sobre la "heroína", la "salvadora de Konoha", resonaban en el aire. Él, un bebé, no entendía nada. Solo sentía el miedo, la confusión, la pérdida.
Con el paso de los años, la historia completa se reveló. Su padre, con la mirada perdida en un horizonte invisible, le había explicado, con voz monocorde y distante, cómo había sellado la mitad Yang del Kyubi en Mito. La esperanza de que ella controlara ese poder, que lo usara para proteger la aldea. Pero Naruto nunca compartió ese optimismo. Sellar solo una parte del chakra del zorro era un error, una bomba de tiempo. Inclinó la cabeza, un mechón de su cabello, de un rubio tan pálido que parecía casi blanco, cayó sobre sus ojos, ocultándolos momentáneamente. Sus dedos jugaron con el mechón, nerviosamente, un tic que aparecía cuando se sentía abrumado. Pero nadie lo escuchaba. Todos estaban demasiado ocupados venerando a Mito, la niña prodigio, la Jinchūriki, la elegida. La única que importaba.
La sombra del Kyubi, una presencia constante y opresiva, se cernía sobre ambos hermanos, pero de formas radicalmente distintas. Como una nube tóxica que se expande, pero solo afecta a uno.
En cuanto a él... Naruto se desvaneció en el olvido, un fantasma en su propia familia, un mueble más en aquella casa demasiado grande. A pesar de ser, objetivamente, superior a Mito en casi todos los aspectos, nadie parecía percibirlo. Sus ojos, de un rojo aún más intenso que los de su hermana, brillaban con una inteligencia precoz, una chispa que clamaba por ser reconocida. Su fuerza física, notable para su edad, superaba la de Mito. Su capacidad de aprendizaje era asombrosa, devoraba libros con una voracidad que nacía de la necesidad de algo, de cualquier cosa, que llenara el vacío. Era, sencillamente, mejor. Pero carecía del sello del Kyubi, la marca de la "elegida". Y eso, al parecer, lo hacía invisible. Un cero a la izquierda.
Lo excluían sistemáticamente de todo. En las festividades, en las reuniones, en los pequeños gestos cotidianos... Sus intentos tímidos de acercarse, de participar, eran ignorados, como si su presencia fuera una mera ilusión, una mota de polvo flotando en el aire.
Naruto se encogió de hombros, un gesto que pretendía ser casual, pero una mueca amarga, una mueca que hablaba de años de decepción, torció sus labios. La Navidad, por ejemplo, ya no le provocaba dolor, solo un vacío apático, una indiferencia que dolía más que la tristeza. Demasiado perspicaz para creer en cuentos de hadas, en ancianos de barba blanca que repartían regalos. Aunque Mito, con esa dulzura condescendiente que a veces le irritaba, le aseguraba que no recibía regalos porque le faltaba fe en la "magia navideña". Como si ellos siquiera recordaran mi existencia, pensó con sarcasmo. La tristeza, sin embargo, no era condescendiente, sino un peso sordo, una piedra en su pecho. Agachó la cabeza, y sus ojos se fijaron en el suelo polvoriento del jardín, un reflejo de su propia vida: gris, opaca, sin brillo. Con la punta del pie, empujó una pequeña piedra, sin fuerza, como si el peso de las Navidades pasadas, presentes y futuras, le hubiera robado hasta la energía para patear.
No era una exageración, era la cruda realidad. ¿Qué padres olvidaban a su hijo en unas vacaciones familiares? Podía verlos, nítidamente, en su mente: Minato y Kushina, riendo, abrazando a Mito, prodigándole atenciones físicas, caricias en el pelo, besos en la frente, un contacto que él anhelaba con desesperación. Mientras, él, apartado, observaba la escena con los brazos cruzados sobre el pecho, la mandíbula tensa, la garganta oprimida por un nudo de resentimiento y soledad, deseando con todas sus fuerzas ser visto, ser tocado. O, peor aún, ¿qué padres olvidaban que tenían dos hijos en las cenas familiares? La imagen de la mesa del comedor, larga y elegantemente decorada, lo asaltó, vívida y dolorosa. Sus padres, sentados en la cabecera, Mito a su lado, radiante, el centro de atención, recibiendo toda la comida, todas las sonrisas, todas las palabras amables. Y él... relegado a una mesa pequeña en la cocina, comiendo solo, la comida sin sabor, cada bocado atragantándosele en la garganta, un nudo de humillación y rabia.
Podía contar con los dedos de una mano las veces que sus padres lo habían mirado directamente a los ojos. Y le sobraban dedos. Muchos dedos.
Lo más doloroso, lo más incomprensible, era que no odiaba a Mito. A pesar del resentimiento que sentía hacia Minato y Kushina, un resentimiento que crecía día a día, como una mala hierba, no podía culpar a su hermana. Era la única que le mostraba afecto, una pizca de calidez en el gélido invierno de su vida, un faro en la oscuridad. Una leve sonrisa, casi imperceptible, curvó sus labios al recordar las veces que Mito lo había defendido. El ceño fruncido de la niña, su voz sorprendentemente firme, enfrentándose a los otros niños que se burlaban de él: "¡Dejen a Naruto en paz! ¡Él es mi hermano!". O cuando compartía sus juguetes, sus pequeñas manos extendiéndole su peluche favorito, un zorro de felpa naranja, con una mirada de sincera preocupación en sus ojos rojos, los mismos ojos que los unían.
No entendía por qué Mito lo trataba con tanta amabilidad. Una parte de él, la parte que leía vorazmente los libros antiguos de la biblioteca, sospechaba que el chakra del Kyubi tenía algo que ver. Quizás el zorro, a pesar de estar sellado, creaba un vínculo subconsciente entre ellos, una conexión que trascendía la indiferencia de sus padres, una conexión que le daba una pizca de esperanza.
Pero volviendo al tema de su cumpleaños... el recuerdo del cuarto, tres años atrás, era una espina clavada en su memoria, un recordatorio constante de su insignificancia. El sol brillaba, un cielo azul intenso, el canto de los pájaros... una ironía cruel en contraste con la amargura que se apoderó de él ese día. Se había armado de valor, había enderezado la espalda, levantado la barbilla con una determinación que desmentía su corta edad, tragándose el nudo de miedo y esperanza que le oprimía la garganta. Les había preguntado, con voz temblorosa, casi inaudible, si podía entrenar con ellos y Mito, como lo habían hecho esporádicamente durante meses.
La negativa fue un golpe seco, un portazo en la cara, un rechazo frío y cortante. Recordaba el ceño fruncido de Minato, la mirada esquiva de Kushina. Las palabras, aunque no las recordaba exactamente, las sentía en su interior, como cuchillos: una excusa sobre Mito y su entrenamiento.
Y Mito... Mito se había quedado callada, la mirada baja, las manos entrelazadas con fuerza. No lo había defendido. No había dicho nada. Y ese silencio, esa falta de apoyo, había dolido más que cualquier palabra.
Apretó los puños, las uñas se clavaron en sus palmas, dejando medias lunas marcadas en la piel, un reflejo del dolor que sentía en su interior. La humillación le quemó por dentro, un fuego frío que amenazaba con consumirlo. No lo entendían. Mito nunca había logrado superarlo. Ni en los estudios, ni en los juegos (recordaba su risa aguda, el rubor en sus mejillas cuando él la derrotaba en las carreras, y cómo él la dejaba ganar a veces, solo para verla sonreír), ni siquiera en las escasas prácticas de combate que habían compartido. Él era un prodigio, un talento innato. Los libros lo decían. Los hechos lo demostraban. Incluso con un entrenamiento rudimentario, improvisado, superaba a Mito, que contaba con la instrucción de los mejores Jōnin de Konoha.
"Idiotas", murmuró entre dientes, el rencor tiñendo sus palabras, un veneno que nacía de la herida abierta de su abandono. "Ciegos ante el diamante en bruto que tienen delante."
Su relación con la aldea era un reflejo de la dinámica familiar, un espejo de la crueldad y la indiferencia. No se parecía a sus padres, eso era innegable. Kushina, en uno de sus raros momentos de interacción, se lo había dicho con una mueca de desdén, la voz cargada de un desprecio que le heló la sangre: "Te pareces a un antepasado". Pero los aldeanos, ignorantes de su linaje, se burlaban. Lo señalaban con el dedo, susurraban a sus espaldas, como si fuera una atracción de circo. Cuando, con la inocencia de un niño, afirmaba ser el hijo del Hokage, se reían a carcajadas, un sonido cruel y burlón que le taladraba los oídos. "El Hokage solo tiene una hija", le decían, con crueldad, como si su existencia fuera una mentira, una ofensa. "Y nadie con esos ojos rojos puede ser su hijo. Deja de mentir, mocoso".
Bajó la mirada, sintiendo el calor subirle a las mejillas, tiñéndolas de un rojo casi tan intenso como sus ojos. Se frotó el brazo, un gesto inconsciente de incomodidad, como si intentara borrar las palabras hirientes, como si pudiera deshacerse del desprecio con un simple roce. Sus ojos, sí, eran diferentes. Rojos, brillantes, intensos, como los de Mito. Pero el cabello de Mito era rojo fuego, como el de Kushina, una cascada llameante que sus padres siempre elogiaban. El suyo, en cambio, era rubio platino, casi blanco, mucho más claro que el de Minato. A Naruto le gustaba su cabello. Lo hacía distinto, especial. "Exótico", pensó, una sonrisa amarga, una mueca que no llegaba a sus ojos, curvando sus labios.
Pasó una mano por sus mechones plateados, un gesto de autoafirmación, un pequeño acto de rebeldía contra la indiferencia. El año anterior, otro cumpleaños ignorado, otro día más en el que se sintió invisible. Vio a sus padres, desde la distancia, como se ve a extraños a través de una ventana, en el jardín trasero, preparando un nuevo equipo de entrenamiento. No se atrevió a acercarse. Se escondió tras una columna, el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, un tambor que marcaba el ritmo de su esperanza y su temor, un anhelo desesperado de ser incluido, de ser parte de algo. Había aprendido a leer los labios, una habilidad adquirida por puro aburrimiento, una forma de conectar con el mundo que lo rodeaba, aunque fuera a la distancia. Y, aunque no podía estar completamente seguro, creía haber entendido que el equipo era para Mito.
Una punzada de dolor, aguda y punzante, como un cuchillo clavándose en su pecho, le atravesó el alma. Las lágrimas amenazaron con brotar, calientes y saladas, un reflejo de la amargura que sentía, pero las contuvo con furia, con la rabia de un animal herido que se niega a mostrar debilidad. Ni siquiera en su cumpleaños... ni siquiera un pequeño gesto... No. No les daría esa satisfacción. No lloraría. No delante de ellos. Nunca más.
Naruto suspiró, el aire escapando de sus pulmones como si llevara el peso de años de decepción. Se dejó caer pesadamente en un sillón raído, el cuerpo menudo hundiéndose en el cojín desgastado, buscando un consuelo que no encontraba. Hundió la cabeza entre las manos, los dedos enredándose en sus mechones rubio platino, como si intentara aferrarse a algo, a cualquier cosa, que le impidiera caer en el abismo de la desesperación. La imagen de sus padres, siempre atentos a Mito, a su entrenamiento, a sus necesidades, le taladraba la mente, una tortura constante, un recordatorio de su propia insignificancia. A él, en cambio, lo relegaban a la inexistencia. "Una sombra", pensó con amargura, una sombra que se desliza por los rincones de la casa, sin ser vista, sin ser escuchada. "Un mueble más en esta casa demasiado grande".
Y así, día tras día, se repetía la misma dolorosa rutina, la misma herida que se abría una y otra vez, sin darle tiempo a cicatrizar. El rechazo, antes una punzada aguda, se había transformado en un dolor sordo, constante, una parte más de su ser, una carga que llevaba a cuestas, como una mochila llena de piedras. Con siete años recién cumplidos, una edad en la que otros niños jugaban despreocupados, Naruto se sentaba en el alféizar de la ventana, las piernas colgando en el vacío, buscando en la distancia algo que no podía encontrar dentro de su propia casa. La mirada perdida en el horizonte, un horizonte que se le antojaba lejano e inalcanzable. Observaba, como un espectador silencioso, como un fantasma que presencia una vida que no le pertenece, a sus padres entrenando a Mito en el jardín. Podia ver a otros niños jugar despreocupados, sintiendose ajeno, e incluso celoso de una vida que el no podria tener.
Los veía ejecutar movimientos fluidos, casi danzantes, perfeccionando técnicas de combate ancestrales. El aire vibraba con la energía palpable de sus jutsus, el sonido de los impactos, secos y precisos, resonaba en el patio, un eco de la conexión que él anhelaba y que se le negaba. A un lado, un pergamino, enrollado y atado con una cinta roja, esperaba su turno. Nuevos jutsus, nuevos secretos, un mundo al que él no tenía acceso, un mundo que le estaba vedado. Mito, el rostro contraído por el esfuerzo, el cabello pelirrojo, una llamarada ondeando al viento, se esforzaba por dominar las técnicas, mientras sus padres la colmaban de elogios y atenciones, ignorando por completo su propia existencia.
Una chispa, diminuta y frágil, se encendió en el pecho de Naruto, una chispa de esperanza que se negaba a extinguirse. Quizás hoy... quizás hoy sea diferente. La esperanza, una criatura obstinada, se aferraba a la posibilidad, como una flor que crece en el desierto. Quizás hoy me permitan entrenar con ellos. Quizás hoy me vean. Quizás hoy me quieran.
Pero la ilusión se desvanecía tan rápido como nacía, aplastada por la cruda realidad, como una mariposa atrapada en una tormenta. Minato y Kushina, absortos en Mito, no lo veían. No lo registraban. Sus ojos, sus mentes, sus corazones, estaban volcados por completo en la niña prodigio, la Jinchūriki, la portadora del legado del Kyubi, la hija perfecta, la que cumplía con sus expectativas, la que no los decepcionaba.
Naruto suspiró, apoyando la barbilla en las manos, los codos en las rodillas, el cuerpo encogido, como si intentara ocupar el menor espacio posible, como si quisiera desaparecer. Anhelaba su atención, su aprobación, una migaja de afecto, una sola palabra amable, una sola mirada de reconocimiento. Un simple reconocimiento de su existencia. Pero sabía, con una certeza que le helaba los huesos, una certeza que se había ido arraigando en su interior con el paso de los años, que era un anhelo inútil. Porque cada vez que se atrevía a acercarse, con pasos vacilantes, la voz temblorosa, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, lleno de una esperanza que se negaba a morir, la respuesta era invariablemente la misma.
"Déjanos en paz, Naruto", le decían, con impaciencia, con fastidio, apartándolo con un gesto brusco, como si fuera un insecto molesto, una interrupción en sus vidas perfectas. "Estamos ocupados con el entrenamiento de Mito". Y volvían a concentrarse en ella, en su preciosa Mito, como si él, Naruto, se hubiera desvanecido en el aire, como si nunca hubiera existido.
Entonces, se retiraba, la cabeza gacha, los hombros hundidos, la frustración carcomiéndole el alma, un veneno que se extendía por sus venas, contaminando cada rincón de su ser. Entendía, racionalmente, que Mito necesitaba una atención especial. El chakra del Kyubi, sellado en su interior, era una fuerza inestable, peligrosa. Pero eso no justificaba la completa negligencia hacia él. No justificaba el ser tratado como un paria en su propia casa, como un extraño, como un error.
Lo más irónico, lo más frustrante de todo, era que, a pesar de los esfuerzos sobrehumanos de Minato y Kushina, a pesar de su ceño fruncido y su voz tensa, a pesar de toda la atención y el entrenamiento que le dedicaban, Mito no lograba acceder al chakra del zorro. La presión, las expectativas, la obligación de ser la "elegida", la bloqueaban, como una jaula invisible que la aprisionaba. Se tensaba, sus movimientos se volvían rígidos, torpes, sus ojos rojos se llenaban de una angustia que reflejaba la suya propia, un espejo de su propio dolor.
Naruto, en cambio, con la arrogancia despreocupada de la infancia, había logrado comunicarse con el Kyubi con una simple frase, una sugerencia lanzada al aire: "Simplemente habla con la maldita bola de pelos o algo, debe ser solitario ahí dentro". Una frase que había nacido de la empatía, de la comprensión de la soledad, de la necesidad de conexión.
Ese consejo, que Mito le había transmitido con los ojos brillando de emoción y una sonrisa pícara, una sonrisa que iluminaba su rostro y que le recordaba por qué la quería tanto, había sido, paradójicamente, el catalizador. Según Mito, el Kyubi, con una voz grave y profunda, una resonancia que le sacudía los huesos, le había dicho: "Ah, no eres tan mala como tu... de una madre".
Mito, el rostro encendido por un rubor intenso, la mirada fija en el suelo, se negaba a repetir el adjetivo exacto que el zorro había usado para describir a Kushina. Pero a Naruto no le importaba la palabra en sí. Disfrutaba del juego, de la complicidad con su hermana, de ese pequeño secreto que compartían, un oasis en el desierto de su soledad. Se inclinaba hacia ella, la curiosidad brillando en sus ojos rojos, lanzando conjeturas descabelladas, intentando descifrar el misterio. "Algún día lo sabré", pensó, una sonrisa traviesa, una sonrisa que ocultaba la tristeza que sentía, curvando sus labios.
Volviendo a sus "parientes", incluso sus padrinos, Jiraiya y Tsunade, dos de los legendarios Sannin, lo ignoraban olímpicamente. Sus expresiones distraídas, sus constantes viajes, sus excusas... eran tan predecibles como el amanecer. Naruto se encogió de hombros, un suspiro resignado, un suspiro que contenía más cansancio que tristeza, escapó de sus labios. No le afectaba, realmente. Sus visitas a Konoha eran tan esporádicas como el aleteo de una mariposa, fugaces e intrascendentes, promesas vacías de una atención que nunca llegaba. No podía decirse que tuviera un vínculo real con ellos, apenas los conocía.
—Aunque... —murmuró, frotándose pensativamente la barbilla, un gesto que había adoptado de tanto leer, imitando a los eruditos de los libros antiguos, un recuerdo vago, una imagen borrosa, surgiendo en su mente—. Mito mencionó algo sobre esos... sapos parlantes.
Hablaban de "un evento que se repite"... Frunció el ceño, sus ojos rojos se entrecerraron, la confusión nublando su expresión, como si estuviera intentando descifrar un enigma indescifrable.
—¿Qué demonios sabrán esas ranas crecidas sobre nada?— dijo con desdén, con la arrogancia de un niño que se cree más listo que los adultos, un gesto de la mano descartando la idea como absurda, como si la sola idea de hablar con sapos fuera una pérdida de tiempo.
Negó con la cabeza, su cabello rubio platino, un halo de luz alrededor de su rostro, un contraste irónico con la oscuridad de sus pensamientos, se movió de un lado a otro. No tenía el menor interés en investigar. Hablar con sapos, por muy sabios que fueran, por muy legendarios que fueran sus padrinos, no figuraba en su lista de prioridades. Tenía mejores cosas que hacer, como ignorar lo que dijeran unos sapos, y como seguir aprendiendo por su cuenta, como siempre había hecho.
Fuera como fuese, la constante exposición al rechazo, la acumulación de años de negligencia y desprecio, había llegado a un punto de quiebre, a un límite que ya no podía soportar. Naruto se levantó de la cama de un salto, la energía contenida, la frustración acumulada, impulsándolo como un resorte. La determinación, un fuego frío, una llama que ardía en las profundidades de su ser, se grabó a fuego en sus facciones infantiles. Tomaría las riendas de su destino, como un capitán que toma el timón de un barco en medio de una tormenta. Se haría fuerte, por sí mismo, para sí mismo.
Desde hacía tiempo, la autosuficiencia era su mantra, su escudo, su armadura contra el mundo. No un privilegio, sino una necesidad en esa casa donde su presencia era, a menudo, ignorada, como si fuera un objeto invisible, una sombra que se deslizaba por los pasillos. Aprendió a cocinar, a preparar comidas sencillas pero nutritivas, con la ayuda de los libros de cocina que encontraba en la biblioteca, experimentando con ingredientes, descubriendo sabores. Aprendió a lavar su ropa, el agua fría entumeciéndole los dedos, pero prefiriendo eso a pedir ayuda a sus padres, a exponerse a su indiferencia. Aprendió a cuidar de sí mismo, a bastarse solo, a ser su propio protector, su propio proveedor.
Con una determinación férrea, con la obstinación de un niño que se niega a ser derrotado, devoró cada libro sobre control de chakra que encontró en la vasta biblioteca familiar. Pasaba horas en un rincón apartado, la espalda recta, la mirada intensa fija en las páginas amarillentas, absorbiendo el conocimiento como una esponja, con una avidez que nacía de la desesperación, de la necesidad de demostrar su valía, aunque fuera solo a sí mismo. Practicaba en secreto, cada técnica, cada ejercicio, en el jardín trasero, bajo la luz plateada de la luna, su única confidente, su única testigo. Sus movimientos, fluidos y precisos, desmentían su corta edad, una prueba de su talento innato, de su potencial oculto.
Su lado cínico, la coraza que había construido para protegerse de la indiferencia de sus padres, una coraza hecha de sarcasmo y desdén, le susurraba que era la única forma de sobrevivir en ese mundo que lo ignoraba, que la única forma de ser visto era destacar, ser el mejor, superar a todos, incluso a Mito. Pero una pequeña parte de él, un rescoldo de inocencia infantil, una llama que se negaba a apagarse, aún albergaba una esperanza secreta, un anhelo: "Si aprendo lo suficiente", pensaba, con la ingenua ilusión de un niño que todavía cree en los milagros, "quizás mis padres finalmente me noten. Quizás me entrenen, junto a Mito". Quizás, solo quizás, me quieran.
La escena familiar, recurrente como una pesadilla, una imagen que lo perseguía día y noche, lo asaltó: Minato y Kushina, volcados por completo en Mito, dedicándole toda su atención, todo su afecto, todo su tiempo. No pudo soportarlo más. Un nudo le oprimió la garganta, un nudo hecho de dolor, de frustración, de rabia. Los puños se le cerraron con tanta fuerza que las uñas se le clavaron en las palmas, dejando marcas rojas en la piel, un reflejo del dolor que sentía en su interior. Salió de la mansión Namikaze, no una simple salida, sino una huida, un escape de la prisión emocional en la que vivía. Sus pasos, decididos, firmes, como si estuviera marchando hacia la batalla, lo llevaron hacia uno de los campos de entrenamiento públicos de Konoha.
Siempre le había sorprendido la desolación de esos lugares. ¿Acaso nadie en esta aldea de ninjas se preocupa por entrenar?, se preguntó, con una incredulidad teñida de sarcasmo, con la superioridad de un niño que se cree más listo que los demás.
Llegó a su campo favorito, el número siete, y, como de costumbre, lo encontró vacío. El espacio, amplio y cubierto de hierba, se extendía ante él, rodeado de árboles que se mecían suavemente con la brisa, un oasis de paz en medio del caos de su vida. Se sentó en el centro, con las piernas cruzadas, la espalda erguida, en una postura de meditación, imitando a los monjes que había visto en los libros. Desenrolló el pergamino que había tomado "prestado" de la biblioteca esa semana, un pequeño acto de rebeldía, una forma de desafiar la autoridad de sus padres.
Sus ojos rojos, intensos y brillantes, recorrieron las líneas con una velocidad asombrosa, devorando las palabras, asimilando el conocimiento. Control intermedio de chakra. Lo leyó en menos de un minuto, lo analizó por completo en diez, su mente procesando la información a una velocidad vertiginosa, como una máquina.
Una sonrisa de satisfacción, una mueca que reflejaba su confianza, una confianza que nacía de su propia capacidad, de su propio talento, curvó sus labios. "Nada mal", pensó. "Cada día, estos conceptos se vuelven más transparentes". Cada día, estoy más cerca de mi objetivo.
En esencia, las instrucciones eran simples: acumular una capa de chakra en las plantas de los pies, moldearla con precisión, para caminar sobre superficies verticales como si fueran horizontales. La clave, el quid de la cuestión, residía en la cantidad exacta de chakra. Demasiado, y la superficie estallaría bajo sus pies, y saldría volando por los aires, como un muñeco de trapo. Demasiado poco, y no se adheriría, resbalaría, caería de espaldas, y se haría daño.
Se mordió el labio inferior, un gesto de concentración, los ojos fijos en el pergamino, la mente trabajando a toda velocidad, analizando cada detalle, cada posibilidad. ¿Cómo calibrar la cantidad justa? El pergamino, críptico, como todos los textos antiguos, no ofrecía respuestas, solo pistas, solo indicios. Tendría que descubrirlo por sí mismo, a través de la experimentación, del ensayo y error, como siempre había hecho. Y esa era la parte fácil. La verdadera dificultad, pensó con una mueca de fastidio, residiría en mantener el equilibrio, la concentración, la presencia, para caminar sobre una pared durante varios minutos, el cuerpo tenso, la mente enfocada, sin vacilar. Pero eso no lo detendría.
Pensó, con renovada ironía, en el consejo que le había dado a Mito. Hablar con el Kyubi. ¡Qué absurdo! Y sin embargo, había funcionado. Mito, con su ingenua sinceridad, había seguido sus palabras al pie de la letra. Y el resultado... el resultado había sido inesperado. Una punzada de celos, un sentimiento que no quería admitir, le atravesó el pecho. Él había sido el que había leído todos esos libros, él había sido el que había pasado horas estudiando los sellos, los jutsus, la historia del chakra. Y sin embargo, Mito, con su simpleza, con su torpeza, había logrado lo que él no había podido: conectar con el Kyubi. Una sonrisa amarga, una mueca de autodesprecio, curvó sus labios. La ironía de la vida, pensó. Siempre dándole la gloria a quien no la merece.
Pero la fortaleza no se forjaba en la inacción, ni en la autocompasión. Naruto, impulsado por una determinación inquebrantable, una determinación que nacía de la necesidad de demostrar su valía, de escapar de la sombra de su hermana, de ser reconocido, enrolló el pergamino con un movimiento rápido y preciso, lo guardó en uno de los bolsillos de su pantalón. Se levantó con agilidad, el cuerpo ligero y flexible, como un felino preparado para saltar, y se acercó a un árbol corpulento, un roble centenario, un testigo silencioso de su soledad, de su determinación.
Cerró los ojos, respiró hondo, varias veces, sintiendo el aire fresco llenar sus pulmones, intentando calmar la tormenta de emociones que rugía en su interior. Se concentró en su chakra, en la energía vital que fluía por su cuerpo, como un río subterráneo, una energía que solo él podía sentir, que solo él podía controlar. Canalizó la cantidad precisa, intuitivamente, a las plantas de sus pies, siguiendo las instrucciones del pergamino, pero también añadiendo su propio toque, su propia interpretación. Entonces, con un movimiento suave, casi imperceptible, como si fuera parte de la naturaleza misma, dio un paso hacia el tronco del árbol.
Para su sorpresa, una sorpresa que le aceleró el corazón y le humedeció las palmas de las manos, se adhirió a la corteza rugosa sin la menor dificultad. Sintió el chakra fluyendo, estable, como una segunda piel. Una sonrisa, esta vez más amplia, una sonrisa genuina, no una mueca sarcástica, iluminó su rostro. "Parece que lo he logrado", pensó, con una mezcla de satisfacción y alivio, con la euforia del éxito, la alegría de haber superado un desafío. Dio otro paso, y luego otro, ascendiendo por el tronco con una facilidad pasmosa, como si estuviera subiendo una escalera invisible, como si la gravedad no tuviera poder sobre él. Incluso se atrevió a colgarse boca abajo, los brazos extendidos, desafiando la gravedad, sintiendo la libertad, la adrenalina, el poder, una sonrisa traviesa, una sonrisa de pura diversión, curvando sus labios.
—Hmph... —resopló, abriendo los ojos y contemplando el panorama invertido desde las alturas, el mundo al revés, una perspectiva diferente—. Creí que sería algo más... desafiante —añadió, encogiéndose de hombros con una falsa indiferencia, una máscara para ocultar su orgullo, su satisfacción. Comenzó a descender del árbol, con la misma agilidad felina con la que había subido, con la gracia de un depredador, con la confianza de un experto. —Bueno, supongo que saber exactamente qué hacer desde el principio marca la diferencia... —murmuró, más para sí mismo que para nadie más, como si estuviera justificando su éxito, como si necesitara convencerse de que no había sido solo suerte—. Quizás el control sobre el agua presente un mayor reto —añadió, dirigiéndose hacia un pequeño arroyo que serpenteaba cerca del campo de entrenamiento, un nuevo desafío, una nueva meta.
Treinta minutos después...
Resultó ser, también, más sencillo de lo previsto, una confirmación de su talento, de su capacidad innata. El agua fría del arroyo le acariciaba los pies mientras caminaba sobre la superficie, con la misma naturalidad con la que caminaba sobre tierra firme, como si fuera un ser mágico, un espíritu del agua. La clave, se dio cuenta, era la fluidez. La capa de chakra alrededor de sus pies debía ser tan adaptable, tan flexible, como el agua misma, un espejo de la corriente, una extensión de su propio cuerpo.
Bueno, se había hundido una vez, un pequeño contratiempo, una interrupción en su perfección. Un grito ahogado, una mueca de sorpresa, más por la inesperada sensación del agua helada que por la caída en sí, el agua empapándole la ropa, un recordatorio de que aún era humano, de que aún podía cometer errores. Pero fue solo una distracción momentánea. Un pájaro, pequeño y vibrante, con plumas de un azul eléctrico, había captado su atención, revoloteando entre los árboles, una belleza fugaz que lo había distraído de su concentración.
Después de un par de intentos más, después de recuperar el equilibrio, después de volver a conectar con su chakra, cerró los ojos, forzándose a ignorar su entorno, a bloquear las distracciones, a concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Se concentró, con una intensidad casi dolorosa, en dos cosas: el flujo constante de chakra en sus pies... y una ardilla, pequeña y nerviosa, que correteaba entre las ramas de un árbol cercano, sus movimientos rápidos y erráticos, un desafío a su concentración, una prueba autoimpuesta para fortalecer su mente. Un perfecto ejercicio para evitar distracciones, se dijo. Si puedo concentrarme en la ardilla y en mi chakra al mismo tiempo, entonces nada podrá distraerme.
Satisfecho con su progreso, sintiendo el orgullo crecer en su pecho, como un globo que se infla, una sonrisa triunfante, una sonrisa que reflejaba su satisfacción interior, su confianza en sí mismo, se extendió por su rostro. Se sacudió las gotas de agua que le salpicaban los pies y los pantalones, un gesto despreocupado, como si el agua fría no le molestara en absoluto. Decidió regresar a casa, con la esperanza, siempre presente, de que quizás, solo quizás, esta vez las cosas serían diferentes.
No se percató de que, oculta entre la espesura de los árboles, una figura, camuflada entre las sombras, como un depredador al acecho, lo había estado observando. La respiración contenida, los músculos tensos como cuerdas de arco, los ojos rojos, inquietantemente similares a los suyos, fijos en él, como si estuvieran estudiando cada uno de sus movimientos, como si estuvieran analizando su potencial.
Diez minutos después, Naruto entró en el recinto familiar, el paso firme, la cabeza erguida, intentando proyectar una confianza que no del todo sentía. Se dirigió directamente al patio trasero, el escenario de tantas decepciones, el lugar donde sus esperanzas se habían hecho añicos una y otra vez. Esperaba encontrar la escena habitual: sus padres, volcados por completo en el entrenamiento de Mito, ignorándolo por completo, como si fuera invisible. Y, efectivamente, allí estaban. Los tres, sentados en los escalones de madera que conducían a la casa, en el patio bañado por la cálida luz del sol, una imagen idílica, una postal de felicidad familiar que le resultaba ajena, que le dolía en lo más profundo de su ser. Disfrutaban de un almuerzo tardío: ramen.
Naruto arrugó la nariz, una mueca de disgusto, un gesto de desprecio que ocultaba su anhelo de ser incluido. Probablemente era de Ichiraku, ese puesto callejero omnipresente en Konoha, ese lugar que todos amaban, excepto él. El caldo, demasiado salado para su paladar refinado, un paladar que se había desarrollado a base de leer libros de cocina y experimentar con ingredientes en la soledad de la cocina. "¿Cómo pueden siquiera tragar esa bazofia?", pensó, con un desdén casi aristocrático, con la superioridad de un niño que se cree mejor que los demás. "Seguro que les sienta como una patada al hígado". Pero no era asunto suyo. No era asunto suyo lo que comieran, lo que hicieran, lo que pensaran. Se encogió de hombros, un gesto de indiferencia, una máscara para ocultar su dolor, su soledad, y se acercó a ellos, las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón, la expresión impasible, como si fuera un extraño que se acerca a una conversación ajena.
Había ido hasta allí con un propósito: mostrarles su nueva habilidad, el truco que había dominado con tanta facilidad, la prueba de su talento, de su valía. Aunque una vocecita, la voz de la razón, la voz de la experiencia, le susurraba que era inútil, que no serviría de nada, que lo ignorarían, como siempre, que lo despreciarían, que lo humillarían. Sintió el nudo familiar en la garganta, la humedad en las palmas de las manos, los síntomas físicos de su ansiedad, de su miedo al rechazo. Pero Naruto, a pesar de todo, a pesar de la evidencia abrumadora, se negaba a renunciar a esa última chispa de esperanza, esa llama que ardía en su interior, alimentada por el anhelo de ser amado, de ser aceptado, de ser parte de su familia. Quizás esta vez... quizás esta vez sea diferente. Quizás, solo quizás, logre captar su atención. Quizás, solo quizás, lo miren con orgullo.
—Oigan, viejo, madre —dijo Naruto, con una calma estudiada, una calma que ocultaba el torbellino de emociones que sentía en su interior, la voz firme, aunque un ligero temblor la delataba, la mirada directa, clavada en ellos, desafiándolos a ignorarlo, desafiándolos a rechazarlo una vez más. Se detuvo a unos metros de distancia, manteniendo una distancia prudencial, como si temiera acercarse demasiado, como si temiera ser herido. Hacía tiempo que el respeto, si es que alguna vez lo había sentido, se había evaporado, disuelto por el ácido de la negligencia, del desprecio. Pero no era estúpido. Llamar "vieja" a Kushina Uzumaki, la Habanero Sangriento, era una invitación al desastre, una provocación innecesaria.
Minato y Kushina se giraron al unísono, como si un hilo invisible los conectara, como si fueran marionetas controladas por un mismo titiritero, al escuchar su voz. Sus movimientos, bruscos, casi robóticos, denotaban sorpresa, e incomodidad. Intercambiaron una mirada rápida, una mirada que Naruto conocía bien, una mirada que le helaba la sangre, cargada de fastidio, de impaciencia, de molestia. Sus cejas se fruncieron, formando arrugas en sus frentes, sus labios se apretaron en una línea fina, una señal inequívoca de su disgusto. La pregunta silenciosa flotaba en el aire, pesada, opresiva: "¿Qué querrá ahora?". ¿Qué molestia nos traerá esta vez?.
—¿Qué quieres? —preguntó Minato, con la voz tensa, seca, como si las palabras le rasparan la garganta, arrastrando las palabras, como si le costara pronunciarlas. Dejó su tazón de ramen a un lado, con un suspiro que sonó más a resignación que a otra cosa, un suspiro que decía, sin palabras, que ya estaba cansado de lidiar con él.
—Necesito que me digan si lo hago bien, o si la he fastidiado por completo —respondió Naruto, cruzándose de brazos, un gesto defensivo, un intento de protegerse del rechazo que sabía que vendría, la barbilla ligeramente levantada, un desafío silencioso, una muestra de orgullo herido. Su tono era desafiante, casi insolente, una provocación deliberada, una forma de llamar su atención, aunque fuera de forma negativa. Pero no le importaba. No le importaba sonar irreverente, maleducado, ya no tenía nada que perder. Solo quería una respuesta. Quería saber si su esfuerzo, su dedicación, habían valido la pena, si había logrado algo, aunque fuera pequeño, que mereciera su reconocimiento. O si, una vez más, había fallado, como aquella vez que, accidentalmente, había desestabilizado todo el sistema bancario del Monopoly.
Una sonrisa pícara, casi maliciosa, una sonrisa que ocultaba su nerviosismo, su inseguridad, curvó sus labios al recordar la expresión de incredulidad y frustración en los rostros de sus amigos cuando descubrieron su "truco", su pequeña travesura, su forma de rebelarse contra las reglas. El aburrimiento, su eterno compañero, su sombra constante, lo impulsaba a buscar formas poco ortodoxas de entretenerse, de escapar de la monotonía, de la soledad. Y romper sistemas, ya fueran juegos de mesa o convenciones sociales, se había convertido en uno de sus pasatiempos favoritos, una forma de demostrar su inteligencia, su superioridad, aunque fuera de forma subversiva.
—¿Mostrar algo? —repitió Minato, arqueando una ceja, escéptico, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo, como si la sola idea de que Naruto tuviera algo que mostrar fuera absurda. Su mirada, inquisitiva, una mirada que lo atravesaba como un rayo X, que lo desnudaba, que lo hacía sentir pequeño e insignificante, se posó en Naruto, evaluándolo, juzgándolo, como si fuera un objeto extraño, una anomalía. Una mezcla de curiosidad y aprensión, de esperanza y temor, se reflejaba en sus ojos azules, los mismos ojos que Naruto había heredado, pero que ahora lo miraban con una frialdad que le helaba el alma. No sabía qué esperar. ¿Sería otra de sus "travesuras", como la del Monopoly? ¿O algo similar a cuando, con una precisión asombrosa, había logrado recortar una intrincada figura de papel, con un solo corte, después de doblarlo meticulosamente, una hazaña que había dejado a todos boquiabiertos, pero que sus padres habían ignorado por completo? —Muy bien —dijo finalmente, con un tono que oscilaba entre la resignación y la curiosidad, entre el fastidio y la esperanza, resignandose. Adelante. Muéstranos.
Se recostó en el escalón, relajando la tensión en sus hombros, como si se preparara para un espectáculo, cruzó los brazos sobre el pecho, la mirada fija en Naruto, una mirada que no revelaba ninguna emoción, una mirada fría y distante. En el fondo, una parte de él, la parte que aún recordaba al niño que había sido, la parte que aún conservaba algo de humanidad, sentía una punzada de diversión, una chispa de curiosidad ante la imprevisibilidad de su hijo. Las ocurrencias de Naruto, aunque a veces exasperantes, aunque a menudo lo metieran en problemas, solían ser interesantes, fuera de lo común. Y a Mito, sin duda, le encantarían, pensó con una punzada de culpa, recordando la soledad de su hija, su anhelo de compañía.
Naruto se encogió de hombros, un gesto casual, estudiadamente indiferente, y, sin mediar palabra, sin preámbulos, sin explicaciones, se dirigió al árbol más cercano, un roble robusto y centenario, un testigo silencioso de las incontables decepciones que Naruto había sufrido en ese mismo jardín. Con una naturalidad pasmosa, como si fuera la cosa más sencilla del mundo, como si caminara sobre tierra firme, comenzó a escalar. Sin aspavientos, sin gestos innecesarios, sin mostrar el menor esfuerzo. Simplemente, caminó por el tronco vertical. El chakra, ahora bajo su control, una extensión de su propia voluntad, fluía con precisión, sus pies se adherían a la corteza rugosa como si fueran imanes, desafiando las leyes de la naturaleza.
Ascendió sin el menor esfuerzo, con movimientos fluidos, gráciles, casi felinos, como un animal salvaje que trepa a un árbol para escapar de un depredador. Llegó a una rama gruesa, se colgó boca abajo, los brazos extendidos, en una pose de total control, de dominio absoluto sobre su cuerpo y sobre el entorno, los ojos rojos brillando con una intensidad que, por un instante, un breve y fugaz instante, inquietó a Minato, una chispa de algo desconocido, de algo peligroso, que se asomaba en la mirada de su hijo. Permaneció así, suspendido en el aire, desafiando la gravedad, durante un minuto, un minuto que se sintió eterno, con la misma expresión de indiferencia con la que se había acercado al árbol, como si lo que estaba haciendo no fuera nada extraordinario, como si fuera algo cotidiano.
Luego, con un salto ágil y silencioso, como una sombra que se desprende de la pared, aterrizó en el suelo, frente a sus padres y su hermana, desafiándolos a reaccionar, desafiándolos a entender. Sus miradas se cruzaron. Un silencio espeso, cargado de tensión, un silencio tan denso que se podía cortar con un cuchillo, se instaló entre ellos, un abismo que se abría entre Naruto y su familia. Sus expresiones... eran indescifrables. Una mezcla extraña de sorpresa, incredulidad y... ¿ira? ¿Por qué estaban enfadados?
Naruto frunció el ceño, confundido, sintiendo una punzada de angustia en el pecho, una sensación de que algo iba a salir mal. Sus ojos rojos se entrecerraron, buscando una explicación, una señal que le indicara qué había hecho mal. No entendía. ¿Por qué estaban enfadados? ¿No era eso lo que querían? ¿Que aprendiera a controlar su chakra? ¿Que se hiciera fuerte? ¿No era eso lo que siempre le habían exigido a Mito?
Mito, la primera en reaccionar, la única que parecía comprender, aunque fuera mínimamente, lo que estaba sintiendo Naruto, dejó caer su cuchara. El sonido metálico, al chocar contra el suelo de piedra, resonó en el silencio como un disparo, una nota discordante en la tensa melodía de la escena. Su tazón de ramen, siguiendo la trayectoria de la cuchara, se precipitó al vacío, derramando su contenido humeante. El caldo, de un color anaranjado intenso, se extendió sobre las losas, formando un charco irregular, una mancha que ensuciaba la perfección del patio. Tenía la boca abierta, un círculo perfecto de asombro, los ojos desorbitados, como si hubiera visto un fantasma, como si hubiera presenciado un evento sobrenatural. Pero en su mirada, oculta tras la sorpresa, había una chispa de preocupación, una sombra de miedo.
Kushina apretó los dientes con tanta fuerza que Naruto temió que se le partieran, sintiendo el crujir de sus molares. Sus nudillos, blancos como la nieve, como si toda la sangre hubiera huido de sus manos, se aferraban a los reposabrazos de su silla, como si intentara anclarse a la realidad, como si intentara evitar caer en un abismo. Su rostro, habitualmente expresivo, un rostro que Naruto rara vez veía sonreír, era una máscara de furia contenida, una tormenta a punto de desatarse.
Minato, en cambio, parecía más sorprendido que enfadado. Se había incorporado en su asiento, la espalda recta, como un resorte que se tensa, los ojos azules muy abiertos, la boca ligeramente entreabierta, como si no pudiera creer lo que estaba viendo. Una expresión que Naruto, en sus siete años de vida, una vida marcada por la negligencia y el desprecio, nunca le había visto. Nunca.
Naruto, sintiendo la atmósfera cargada de una hostilidad palpable, una hostilidad que lo envolvía como una niebla tóxica, dio un paso instintivo hacia atrás, un movimiento de autoprotección, un intento de escapar del peligro. Su cuerpo, menudo pero ágil, se tensó, listo para reaccionar, como un animal acorralado que se prepara para luchar o huir. La mirada, antes confundida, ahora era una mezcla de cautela y desafío, un desafío silencioso, una negativa a rendirse.
—Entonces... —dijo, rompiendo el silencio, un silencio que se había vuelto insoportable—, ¿he roto el maldito sistema otra vez? —La voz, apenas un hilo, temblaba levemente, una traición de su nerviosismo, pero el tono era una mezcla de preocupación genuina y una pizca de sarcasmo, un sarcasmo que era su escudo, su arma, su forma de defenderse del dolor
—Entonces... —dijo, rompiendo el silencio, un silencio que se había vuelto insoportable—, ¿he roto el maldito sistema otra vez? —La voz, apenas un hilo, temblaba levemente, una traición de su nerviosismo, pero el tono era una mezcla de preocupación genuina y una pizca de sarcasmo, un sarcasmo que era su escudo, su arma, su forma de defenderse del dolor.
El tiempo pareció detenerse. Un instante de silencio absoluto, solo roto por el zumbido de los insectos en el jardín. Minato miró a Naruto, la sorpresa en su rostro transformándose lentamente en furia. Una furia fría, implacable.
Antes de que pudiera siquiera procesar lo que estaba sucediendo, un golpe, seco y brutal, un estallido de dolor, lo impactó en la mejilla. El sonido, como el crujido de una rama seca al partirse, resonó en el patio silencioso. Naruto trastabilló, la fuerza del impacto lo desequilibró, lo lanzó hacia atrás como si fuera una marioneta a la que le han cortado los hilos. Instintivamente, llevó una mano a la mejilla, sintiendo el ardor punzante, la piel enrojecida, la marca de la violencia, la prueba de la traición. La confusión y el dolor, tanto físico como emocional, se reflejaron en sus ojos rojos, ahora empañados por la incredulidad, por la certeza de que su última esperanza se había hecho añicos. Terminó apoyándose, casi cayendo, contra el tronco del roble que acababa de escalar, la corteza rugosa raspándole la espalda, un contacto doloroso que lo devolvió a la realidad.
Su padre, Minato Namikaze, el Yondaime Hokage, el héroe de Konoha, el hombre que se suponía que debía protegerlo, que debía amarlo, estaba frente a él, transformado, convertido en un monstruo. El rostro, habitualmente sereno, ahora era una máscara de furia descontrolada, una furia que lo deformaba, que lo hacía irreconocible. Los ojos azules, normalmente cálidos, ahora eran dos pozos de hielo inyectados en sangre, dos fragmentos de un invierno eterno. Las venas de su cuello y sienes palpitaban, hinchadas, a punto de estallar, como ríos de lava a punto de desbordarse.
—¡Pequeño bastardo estúpido! —bramó Minato, la voz ronca, distorsionada por la rabia, cada palabra un latigazo, un golpe invisible que dolía más que el golpe físico—. ¿En qué demonio estabas pensando al hacer semejante... truco?
Naruto permaneció inmóvil, petrificado, como si lo hubieran convertido en piedra. Su cuerpo, sacudido por un temblor incontrolable, un temblor que nacía de la sorpresa, del dolor, de la incredulidad, se negaba a responder. En sus siete años de vida, una vida marcada por la negligencia y el desprecio, una vida en la que se había sentido invisible, insignificante, nunca había recibido un castigo físico. Ni siquiera una leve reprimenda. La violencia, hasta ese momento, había sido una abstracción, algo que sucedía en los libros, en las historias, pero no en su realidad, no en su familia.
—¿Quién te enseñó esa técnica? ¿Quién te enseñó a trepar árboles? —preguntó Minato, la voz cargada de una amenaza velada, una amenaza que le heló la sangre. Avanzó hacia Naruto, un paso, luego otro, invadiendo su espacio personal, acorralándolo contra el árbol, como un depredador que acorrala a su presa.
—Tomé... tomé el pergamino de la biblioteca —respondió Naruto, con voz monocorde, casi inaudible, una voz que no reflejaba el miedo que sentía, una voz que intentaba mantener la calma, la dignidad. No apartó la mirada, enfrentando la furia de su padre con una valentía que no sabía que poseía, una valentía que nacía de la desesperación, de la necesidad de defenderse, aunque fuera solo con la mirada. Estaba demasiado aturdido, demasiado conmocionado, para procesar la situación, para comprender la causa de tanta ira, para entender por qué su padre, el hombre que se suponía que debía quererlo, lo había golpeado.
—¡Eres una escoria sin valor! —escupió Kushina, su voz, aguda y estridente, resonando en el patio, como el graznido de un cuervo, como un mal presagio—. ¿Cómo te atreves a tomar algo sin permiso?
Las palabras de su madre, venenosas, palabras cargadas de odio, de desprecio, fueron como un puñal que se clavó directamente en su corazón, un puñal que desgarró su alma, que destrozó la última esperanza que le quedaba. Sintió un dolor agudo, punzante, mucho más intenso que el ardor en su mejilla, un dolor que nacía del rechazo, de la traición, de la certeza de que nunca sería amado por sus padres. El poco afecto, el minúsculo rescoldo de cariño que aún albergaba hacia ella, se extinguió en ese instante, apagado por una ola de resentimiento frío y amargo, por una ola de odio que lo inundó por completo.
—Te damos todo lo que necesitas: un techo sobre tu cabeza, ropa, comida... —continuó Kushina, la respiración agitada, entrecortada, como si le faltara el aire, como si estuviera a punto de explotar, incapaz de contener su furia, una furia que había estado acumulando durante años, una furia que finalmente había encontrado una salida—. ¿Y así es como nos pagas? ¿Robando? Te dijimos, te explicamos, que tu entrenamiento comenzaría cuando entraras en la Academia. Pero no, tenías que ser el centro de atención, ¿verdad? Tenías que robarnos nuestro tiempo, nuestro esfuerzo, con tus tonterías.
Kushina inspiró profundamente, una bocanada de aire que le llenó los pulmones, pero no logró calmarla, cerrando los ojos con fuerza, los puños apretados a los costados, como si intentara contener una explosión interna, como si intentara controlar la ira que la consumía, la ira que amenazaba con desbordarse.
—Estamos entrenando a Mito —dijo, con una voz que pretendía ser calmada, pero que temblaba ligeramente, una voz que delataba la tensión que sentía, la lucha interna que libraba—. La estamos preparando para que controle el poder del Kyubi. Para que no se convierta en un arma en manos de ese maldito enmascarado. Para que no sea una amenaza, ni para ella misma, ni para nadie más. —Cada palabra era como una daga, afilada y precisa, dirigida al corazón de Naruto.— Pero tú... tú no necesitas entrenamiento. —El desprecio en su voz era palpable, como un veneno que se extendía por el aire.— ¡Ahora, vete a tu habitación! ¡Y no salgas hasta que yo te lo ordene!
Naruto no lloró. No se movió. Permaneció erguido, desafiante, la cabeza alta, la mirada fija en sus padres, una mirada fría y dura, una mirada que no mostraba ni una pizca de miedo, ni una pizca de sumisión. Ni una sola lágrima. No derramaría ni una sola lágrima por ellos. Si no lo amaban, si lo trataban como a un estorbo, como a un ser invisible, ¿por qué iba a desperdiciar sus lágrimas? ¿Por qué iba a mostrarles su dolor?
En lugar de eso, los observó con una frialdad que helaba la sangre, una frialdad que contrastaba con el calor del sol, con la calidez del patio, con la imagen idílica de la familia que sus padres intentaban proyectar. La mandíbula, apretada con fuerza, los músculos tensos, como si estuviera a punto de estallar. Los ojos rojos, ahora brillantes con una luz gélida, casi inhumana, como si el fuego que ardía en su interior se hubiera congelado, transformándose en un hielo oscuro y peligroso. Un odio profundo, visceral, un odio que había nacido de años de negligencia y desprecio, un odio que había crecido en silencio, alimentado por cada palabra hiriente, por cada mirada indiferente, por cada gesto de rechazo, se reflejaba en su mirada, un espejo del dolor que sentía, de la rabia que lo consumía.
—Has oído a tu madre —dijo Minato, con dureza, la voz fría, desprovista de cualquier emoción que no fuera la ira, una ira que no entendía, una ira que lo asustaba.—. Levántate. Y vete a tu habitación. No habrá cena para ti esta noche. —Señaló la puerta de la casa con un gesto brusco, imperioso, un gesto de rechazo, un gesto de expulsión—. ¡Fuera de mi vista! No quiero verte.
Naruto se irguió lentamente, cada movimiento deliberado, cargado de una dignidad silenciosa, una dignidad que contrastaba con la humillación que acababa de sufrir. Su cuerpo, pequeño y delgado, estaba tenso como un arco, preparado para saltar, para atacar, para defenderse. Los puños, apretados a los costados, los nudillos blancos, las uñas clavándose en las palmas. Pero en sus ojos, en su mirada, no había ni rastro de miedo. Solo un desprecio glacial, un desprecio que quemaba como el hielo, un desprecio que decía, sin palabras, que ya no le importaban, que ya no esperaba nada de ellos, una promesa silenciosa de que nunca olvidaría esa humillación, de que algún día se vengaría.
—Los odio... —dijo, la voz firme, aunque un ligero temblor, un temblor incontrolable, una traición de su vulnerabilidad, la delataba—. Los odio a todos.
Con el dorso de la mano, un gesto brusco, casi violento, se limpió un hilo de sangre que le resbalaba por la comisura del labio, un rastro de la violencia que acababa de sufrir. Sin volver a mirarlos, sin una sola palabra más, sin una sola mirada de despedida, se dio la vuelta y caminó hacia la casa, hacia su habitación, su prisión, su refugio, el único lugar donde podía ser él mismo, el único lugar donde no tenía que fingir, donde no tenía que ocultar su dolor. Sus pasos, lentos pero decididos, resonaron en el silencio pesado y opresivo que había quedado tras de sí, un silencio roto solo por el latido de su propio corazón, un corazón herido, un corazón lleno de odio.
Minato y Kushina se quedaron inmóviles, petrificados, como estatuas de sal, como figuras de cera, la mirada fija en el punto donde Naruto había desaparecido, en el vacío que había dejado atrás. Una punzada de culpa, inesperada, inexplicable, una punzada que les atravesó el alma, que les recordó su humanidad, les atravesó el pecho como una flecha, un dolor agudo y punzante que los dejó sin aliento. Sintieron un nudo en la garganta, una sensación de vacío en el estómago, una incomodidad que no podían identificar, una mezcla de remordimiento, de vergüenza, de miedo.
Más tarde esa noche, después de una cena silenciosa y tensa, una cena en la que nadie probó bocado, en la que la comida se quedó fría en los platos, en la que el ambiente era tan denso que se podía cortar con un cuchillo, en la intimidad de su dormitorio, a oscuras, solo iluminados por la luz plateada de la luna que se filtraba a través de las cortinas, una luz fría y distante, como un reflejo de sus propios sentimientos, Minato y Kushina yacían en la cama, sin tocarse, separados por un abismo invisible, un abismo hecho de culpa, de remordimiento, de palabras no dichas. Un silencio incómodo, denso, un silencio que hablaba más que mil palabras, se había instalado entre ellos. Se miraban de reojo, furtivamente, como si tuvieran miedo de enfrentarse a la verdad, como si tuvieran miedo de ver el reflejo de su propia crueldad en los ojos del otro, la culpa y la preocupación grabadas en sus rostros, como arrugas que habían aparecido de repente, como marcas que no se podían borrar. Ambos, atormentados por el recuerdo de la escena en el patio, por la mirada de odio en los ojos de Naruto, una mirada que los perseguiría para siempre.
Kushina, con el ceño fruncido, una arruga profunda marcando su entrecejo, los labios apretados en una línea fina, como si intentara contener las palabras, como si intentara evitar decir algo de lo que se arrepentiría, se puso su camisón de seda, un gesto nervioso, casi compulsivo, un intento de encontrar algo de consuelo en la suavidad de la tela.
—Sabes... —comenzó Kushina, su voz, un murmullo suave, un susurro en la oscuridad, rompiendo el silencio tenso de la habitación. Se giró ligeramente en la cama, buscando la mirada de Minato, buscando un poco de consuelo, un poco de comprensión, un poco de apoyo. Sus ojos, enrojecidos por el cansancio y la preocupación, y por las lágrimas que había intentado contener, se encontraron con los de él—. Creo... creo que nos hemos excedido con Naruto. —La confesión le salió de los labios como un lamento, como una súplica.
Minato suspiró, un sonido pesado, cargado de culpa, un sonido que expresaba todo el dolor, toda la frustración, toda la impotencia que sentía. Pasó una mano por su cabello rubio, despeinándolo aún más, un gesto de agotamiento, de desesperación. Se dejó caer de espaldas sobre el colchón, el cuerpo rígido por la tensión, como si estuviera a punto de romperse.
—Sí —admitió, la voz ronca, la voz de un hombre derrotado—. Quizás... quizás no debería haberlo golpeado. —La imagen de su mano, roja e hinchada, la mano que había jurado proteger a su familia, la mano que había firmado tratados de paz, la mano que había sostenido a sus hijos recién nacidos, impactando contra la mejilla de su hijo, la mejilla de un niño pequeño e indefenso, se repetía en su mente como una pesadilla, una y otra vez, sin cesar, atormentándolo sin piedad—. Pero me enfureció... me cegó la idea de que hiciera algo así a nuestras espaldas. Que aprendiera a controlar el chakra... sin decirnos nada. Sin pedir ayuda. Como si no confiara en nosotros. Como si no nos necesitara.
—Podría haberse hecho daño —añadió Kushina, la voz temblorosa, un hilo de angustia vibrando en cada sílaba, el miedo de una madre que se da cuenta de que ha fallado a su hijo. Las lágrimas, contenidas durante la confrontación, ahora amenazaban con desbordarse, como una presa que está a punto de romperse—. Podría haberse...
—Sí —la interrumpió Minato, con tristeza, con la amargura de la culpa, con el peso de la responsabilidad—. Pero creo... creo que lo herimos más con nuestras palabras. —Llevó una mano a su frente, como si intentara aliviar una jaqueca, como si intentara borrar el recuerdo de sus propias palabras, de su propia crueldad—. No deberíamos haberle dicho esas cosas. No deberíamos haberlo tratado así. No deberíamos haberlo ignorado durante tanto tiempo.
—Es nuestra culpa, también —dijo Kushina, la voz cargada de remordimiento, la voz de una madre que se da cuenta de sus errores, pero que sabe que es demasiado tarde para enmendarlos. Se acurrucó junto a Minato, buscando su calor, su consuelo, buscando un refugio en medio de la tormenta, un refugio que ya no existía—. Siempre nos quejamos de su irreverencia, de su... distancia. Pero... cada vez que intenta acercarse, cada vez que nos pide un poco de atención, lo ignoramos. Lo apartamos. Lo hemos convertido en un extraño.
Kushina suspiró, la mirada perdida en las sombras del techo, en los patrones que la luz de la luna dibujaba sobre la superficie, como si buscara respuestas en la oscuridad, como si buscara una salida a la situación.
—Quizás... quizás deberíamos ayudarlo. Un poco —propuso, con timidez, con la esperanza de una madre que se aferra a un clavo ardiendo, con la esperanza de que todavía haya una posibilidad de redención—. Enseñarle lo básico. Algo de ninjutsu de bajo nivel. Algo de taijutsu. Algo que le demuestre que nos importa.
—Supongo que... podríamos —respondió Minato, arrastrando las palabras, como si le costara pronunciarlas, como si estuviera luchando contra una fuerza invisible. Una leve sonrisa, triste y melancólica, una sombra de la sonrisa que solía iluminar su rostro, curvó sus labios. Una sonrisa que no llegaba a sus ojos, unos ojos llenos de culpa, de remordimiento, de una tristeza infinita. Se giró para mirar a Kushina a los ojos, buscando en ellos un reflejo de su propia esperanza, una esperanza frágil, una esperanza que se desvanecía por momentos—. Haré que un clon de sombra comience a entrenarlo mañana. —Una chispa de optimismo, tenue pero presente, como una vela que parpadea en la oscuridad, iluminó su rostro, un intento desesperado de aferrarse a algo, a cualquier cosa, que le diera una razón para seguir adelante—. Con suerte... con suerte nos perdonará. ¿Verdad? Seguro que sí... si le enseño mi Rasengan... —Añadió la última frase con un tono más animado, casi infantil, como si intentara convencerse a sí mismo, como si intentara engañar a la realidad, como si intentara crear una fantasía en la que todo se arreglaría con un simple truco. Una fantasía que se desmoronaba ante sus propios ojos.
—Sí —dijo Kushina, con una sonrisa sincera, aunque empañada por la preocupación, una sonrisa que intentaba ser valiente, pero que no lograba ocultar el miedo que sentía, el miedo a perder a su hijo para siempre—. Estoy segura de que lo hará, cariño. —Cerró los ojos, sintiendo el cansancio acumularse en sus huesos, un cansancio físico y emocional, un cansancio que le pesaba como una losa—. Se acurrucó más cerca de Minato, buscando su calor, su presencia, buscando un refugio en medio de la tormenta, un refugio que se desmoronaba a su alrededor.— Ahora... intentemos dormir. Aunque sea un poco.
Mientras tanto, en la habitación de Mito... Una habitación que, a diferencia de la de Naruto, estaba llena de vida, de color, de recuerdos.
Mito estaba sentada en el borde de su cama, las piernas cruzadas, la espalda tensa, como si estuviera a punto de saltar, como si estuviera preparada para huir. El libro, un tomo antiguo de cuentos de hadas, un libro que solía leerle a Naruto antes de dormir, un libro lleno de historias de valentía, de amistad, de amor, yacía abierto sobre su regazo, pero sus ojos no veían las palabras, no veían las ilustraciones, no veían nada más que la imagen de su hermano, la imagen de su dolor, la imagen de su odio. Su mirada, perdida en la distancia, estaba fija en un punto indefinido de la pared, como si estuviera mirando a través de ella, como si estuviera buscando una respuesta que no podía encontrar. Sus dedos, delgados y nerviosos, jugaban con un mechón de su cabello pelirrojo, retorciéndolo, tirando de él, un gesto inconsciente que reflejaba su agitación interior, su angustia, su desesperación.
Su mente, un torbellino de emociones, un caos de pensamientos contradictorios, no dejaba de reproducir la escena que había presenciado horas antes. La imagen de Naruto, escalando el árbol con una facilidad pasmosa, la gracia de sus movimientos, la elegancia de su técnica, la maestría de su control de chakra. La sorpresa, la incredulidad, y luego... la ira en los rostros de sus padres, una ira que la había aterrorizado, una ira que no entendía. Los gritos, las palabras hirientes, el sonido desgarrador de la bofetada, un sonido que resonaba en su cabeza, un sonido que la perseguiría para siempre.
No entendía. ¿Por qué? ¿Por qué Naruto había aprendido esa técnica en secreto? ¿Por qué no le había dicho nada? Siempre habían compartido todo. Los juegos en el jardín, las lecturas en la biblioteca, los secretos susurrados en la oscuridad de la noche, los momentos de complicidad, los momentos de alegría, los momentos de tristeza. No había secretos entre ellos. O, al menos, eso era lo que ella creía. Eso era lo que ella quería creer.
Un escalofrío, un escalofrío helado que le recorrió la columna vertebral, desde la nuca hasta la base de la columna, le recorrió el cuerpo. Sintió un nudo en el estómago, una premonición oscura, una sensación de que algo terrible estaba a punto de suceder, una sensación de que su mundo se estaba desmoronando, al recordar la expresión en el rostro de sus padres. Nunca los había visto tan furiosos. Sus voces, distorsionadas por la rabia, resonaban en sus oídos como un eco doloroso, como un trueno que anuncia la tormenta. Y la mirada de Naruto... esos ojos rojos, tan parecidos a los suyos, pero al mismo tiempo, tan diferentes, tan llenos de odio, tan llenos de dolor, tan llenos de una frialdad que la aterrorizaba. Un brillo salvaje, indómito, una intensidad que la había aterrorizado, una intensidad que le había hecho sentir que no conocía a su propio hermano. Un odio... un odio que la había dejado helada, un odio que la había hecho sentir culpable, un odio que la había hecho sentir responsable.
Apretó el libro contra su pecho, como si intentara protegerse de ese recuerdo, como si intentara aferrarse a algo, a cualquier cosa, que le diera un poco de consuelo. Las lágrimas, cálidas y saladas, lágrimas de dolor, de confusión, de miedo, comenzaron a rodar por sus mejillas, sin control, sin consuelo. Sabía, con una certeza visceral, una certeza que le oprimía el corazón, una certeza que le hacía temblar, que su hermano estaba sufriendo, que su hermano la necesitaba, que su hermano estaba solo.
Pero... ¿Naruto la odiaría a ella? ¿A ella? Eran hermanos, gemelos. Unidos por un lazo invisible, por una conexión que trascendía la sangre, el parentesco, una conexión que se suponía que era inquebrantable, una conexión que se suponía que era eterna. Ella lo quería. Lo quería más que a nadie en el mundo, incluso más que a sus propios padres, porque él, Naruto, era el único que la entendía, el único que la aceptaba, el único que la hacía sentir segura. Porque él, Naruto, siempre estaba ahí. Con una sonrisa, aunque fuera una sonrisa sarcástica, aunque fuera una sonrisa triste, con una palabra amable, aunque fuera una palabra brusca, aunque fuera una palabra irónica, con un gesto de apoyo, aunque fuera un gesto torpe, aunque fuera un gesto imperceptible. Siempre dispuesto a ayudarla con su entrenamiento, con una paciencia infinita, una paciencia que sus padres nunca habían tenido, aunque sus consejos a veces fueran un poco... bruscos, aunque sus métodos a veces fueran un poco... poco ortodoxos.
Una sonrisa triste, melancólica, una sonrisa que no llegaba a sus ojos, una sonrisa que reflejaba la tristeza que sentía, curvó sus labios. Recordó las veces que Naruto, con su entusiasmo contagioso, un entusiasmo que contrastaba con su propia timidez, con su propia inseguridad, la había animado cuando se sentía frustrada, incapaz de dominar una técnica, cuando sentía que no era lo suficientemente buena, cuando sentía que nunca estaría a la altura de las expectativas de sus padres. Las veces que había celebrado sus pequeños logros, sus avances, con aplausos y gritos de júbilo, con una alegría sincera, con una alegría que la hacía sentir especial, que la hacía sentir valiosa. Recordó una vez, en particular. Habían estado practicando taijutsu en el jardín. Mito, frustrada por su falta de progreso, había tropezado y caído, rasguñándose las rodillas y las manos. Se había echado a llorar, más por la frustración que por el dolor. Sus padres, como siempre, la habían regañado, diciéndole que fuera más cuidadosa, que se esforzara más, que no fuera tan débil. Pero Naruto... Naruto se había acercado a ella, con una expresión seria, pero con una mirada cálida, y le había tendido la mano, ayudándola a levantarse.
—No te preocupes, Mito —le había dicho, con su voz habitual, un poco brusca, pero con un tono suave, un tono que solo usaba con ella—. A todos nos pasa. Lo importante es levantarse y seguir intentándolo.
Luego, para animarla, le había enseñado un truco, un truco que había aprendido en uno de sus libros. Un truco que no tenía nada que ver con el taijutsu, pero que la había hecho reír, una risa que había ahuyentado la tristeza, que había iluminado su día. Le había enseñado a hacer una flor con una hoja, una flor pequeña y delicada, una flor que parecía mágica.
Mito sonrió al recordar ese momento, un momento de conexión, un momento de alegría, un momento de hermandad. Ese era el Naruto que ella conocía, el Naruto que ella amaba. Y ese era el Naruto que tenía que encontrar.
Tomó una decisión. Una decisión que cambiaría su vida, una decisión que la llevaría a enfrentarse a sus miedos, a sus inseguridades, a sus padres. Tenía que hacer algo. Tenía que ayudarlo. Tenía que reconfortarlo. Tenía que pedirle perdón, por la injusticia, por el dolor, por el rechazo, por todo el daño que le habían causado.
Se levantó de la cama, con un movimiento decidido, con la determinación de una niña que está dispuesta a todo por su hermano, y se dirigió a la habitación de Naruto. Sus pasos, rápidos y silenciosos, como los de un gato, resonaban en el pasillo, un pasillo que se le antojaba interminable, un pasillo que la separaba de su hermano.
Al llegar a la puerta, de madera oscura, con una manija dorada, pulida y brillante, una puerta que siempre había estado cerrada, una puerta que simbolizaba la distancia entre ellos, dudó. Su mano, temblorosa, como si estuviera a punto de cometer un sacrilegio, se quedó suspendida en el aire, a centímetros de la superficie. Naruto nunca la había invitado a entrar. Siempre había mantenido la puerta cerrada, un santuario privado, un espacio inviolable, un refugio donde podía ser él mismo, lejos de las miradas, de los juicios, de las expectativas de los demás. Ella, respetuosa de su necesidad de soledad, de su privacidad, una privacidad que ella misma anhelaba, nunca había intentado forzar la entrada. Había asumido que era el único lugar de la casa donde él podía ser verdaderamente libre.
Pero esta vez... esta vez era diferente. Esta vez, algo había cambiado. Esta vez, su hermano la necesitaba. Tenía que hablar con él. Tenía que asegurarse de que estaba bien. Tenía que saber si... si aún la quería. Tenía que saber si aún eran una familia. Y un presentimiento oscuro, una angustia creciente, le oprimía el pecho. Algo no estaba bien. Algo iba terriblemente mal.
Se detuvo frente a la puerta, la respiración agitada, el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, un tambor que marcaba el ritmo de su miedo, de su ansiedad, como un pájaro enjaulado. Dudó un instante, un último momento de vacilación, un último momento de incertidumbre. Luego, con una determinación renovada, con la fuerza que da el amor, con la fuerza que da la necesidad, levantó la mano y llamó suavemente. Los nudillos, golpeando la madera, produjeron un sonido sordo, un sonido que parecía demasiado fuerte en el silencio de la noche, un sonido que parecía anunciar una tragedia.
No hubo respuesta. Un silencio sepulcral, un silencio que le heló la sangre.
¿Estará dormido?, se preguntó, intentando aferrarse a una última esperanza, intentando convencerse de que todo estaba bien, de que no había nada de qué preocuparse. Pero la imagen de Naruto, su rostro contraído por la furia, la tensión en su cuerpo, el fuego gélido en sus ojos, una imagen que se había grabado a fuego en su memoria, descartó esa posibilidad. Está despierto, pensó, con tristeza, con una tristeza infinita, con una tristeza que le oprimía el alma. Y está furioso. Y no quiere verme.
Pero no se rendiría. No podía rendirse. Tenía que hablar con él. Aunque tuviera que derribar la puerta, aunque tuviera que enfrentarse a su ira, aunque tuviera que suplicarle.
Con delicadeza, como si temiera que la puerta se desvaneciera, como si temiera romper algo irreparable, Mito giró el pomo. Para su sorpresa, no estaba cerrada con llave. Un clic suave, un sonido que rompió el silencio, un sonido que anunció su llegada, y la puerta cedió. Empujó lentamente, con el corazón en un puño, con el miedo atenazándole el cuerpo, adentrándose en la habitación de Naruto.
Y se quedó petrificada, como si la hubieran convertido en piedra, como si hubiera visto a la mismísima Medusa.
Sus ojos, grandes y expresivos, ojos que reflejaban todo el dolor, toda la angustia, toda la desesperación que sentía, se abrieron de par en par, la incredulidad grabada en cada rasgo de su rostro, una incredulidad que se transformó rápidamente en terror. La habitación... estaba vacía. No vacía en el sentido de ausencia de muebles. No. Vacía de Naruto. Vacía de cualquier rastro de vida, de personalidad, de la esencia de su hermano.
No estaban sus libros, apilados en torres inestables junto a la cama, torres que se tambaleaban peligrosamente, como si estuvieran a punto de derrumbarse, como si reflejaran el estado precario de su propia vida. No estaban sus juguetes, esparcidos por el suelo, un campo de batalla de figuritas de acción y bloques de construcción, un campo de batalla abandonado, un testimonio de una infancia robada. No estaba ni siquiera la ropa que había usado ese día, la que había visto mancharse con el agua del arroyo, la ropa que aún debía de estar húmeda, la ropa que olía a tierra, a hierba, a libertad.
Las paredes, de un blanco inmaculado, desnudas, sin un solo adorno, sin un dibujo, sin una fotografía, sin un solo rastro de la personalidad de Naruto, sin un solo indicio de su existencia, contrastaban violentamente con la explosión de color de su propia habitación, un contraste que le oprimió el pecho, un contraste que le hizo sentir aún más culpable, aún más responsable. Un espacio repleto de peluches, con sus nombres y personalidades, cada uno con su propia historia, cada uno con su propio lugar en el corazón de Mito, pósters de héroes de cuentos de hadas, héroes que ahora le parecían falsos, héroes que no habían podido salvar a su hermano, y dibujos, sus dibujos, obras conjuntas de ella y Naruto, recuerdos de tardes compartidas, recuerdos que ahora le dolían como puñaladas, recuerdos que le recordaban todo lo que había perdido.
Solo quedaban los muebles, fríos y austeros: una cama, perfectamente hecha, las sábanas estiradas sin una sola arruga, la almohada colocada en el centro, como en una exposición, como si nadie hubiera dormido nunca en ella, como si fuera un objeto inanimado, sin vida. Una cómoda, de madera oscura, con los cajones cerrados, como si guardaran secretos, secretos que Mito nunca podría descubrir. Un escritorio, la superficie pulida, limpia, sin un solo objeto encima, un vacío que reflejaba el vacío que sentía en su propio corazón. Un armario, con las puertas entreabiertas, revelando un interior... vacío, un vacío que lo decía todo, un vacío que confirmaba sus peores temores. Un olor a limpio, a desinfectante, flotaba en el aire, un olor antiséptico que había borrado cualquier rastro del aroma familiar de Naruto, el aroma a tierra, a hierba, a libros viejos, a sudor, a vida. Un olor a vacío, a ausencia, a pérdida.
Mito estaba a punto de salir corriendo, de gritar, de alertar a sus padres, de hacer cualquier cosa para escapar de esa habitación, de esa realidad, de ese dolor, el pánico apoderándose de ella como una enredadera venenosa, una enredadera que le apretaba el pecho, que le dificultaba la respiración, que la paralizaba, cuando algo llamó su atención. Un sobre. Blanco, inmaculado, colocado en el centro del escritorio, como si estuviera esperando ser encontrado, como si fuera la última pieza de un rompecabezas macabro, como si fuera la clave para entender lo que había sucedido.
Se acercó con pasos lentos, vacilantes, el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, un latido irregular, un latido que sonaba como un trueno en sus oídos, un presentimiento oscuro, una premonición de desastre, oprimiéndole el alma, como si una mano invisible le apretara la garganta. Tomó el sobre entre sus manos. Era ligero, casi etéreo, como si no contuviera nada, como si fuera solo una ilusión. ¿Una carta? ¿Una despedida?.
Con dedos temblorosos, dedos que se negaban a obedecer, dedos que parecían tener vida propia, rompió el sello y extrajo la hoja de papel doblada. La desdobló, y sus ojos, enrojecidos por las lágrimas contenidas, lágrimas que amenazaban con desbordarse en cualquier momento, se posaron en las palabras escritas, palabras que cambiarían su vida para siempre. Una letra desconocida, firme y decidida, una letra que no se parecía en nada a la caligrafía infantil de Naruto, una letra que hablaba de madurez, de determinación, de dolor
Un grito, desgarrador, inhumano, un grito que nació de lo más profundo de su ser, un grito que expresó todo el dolor, toda la angustia, toda la desesperación que sentía, escapó de sus labios. Un sonido que no parecía propio, un alarido de puro dolor, de desesperación absoluta, un sonido que rompió el silencio de la noche, un sonido que alertó a sus padres, un sonido que anunció el inicio de una nueva pesadilla, que se perdió en el silencio opresivo de la habitación vacía, un silencio que ahora le parecía más aterrador que cualquier ruido.
Mientras tanto, en la habitación de Minato y Kushina...
Kushina se acomodó entre las sábanas, un suspiro de cansancio escapando de sus labios, un suspiro que no logró aliviar la tensión que sentía en el cuerpo. Se preparaba para sumergirse en el sueño, un refugio temporal de las preocupaciones del día, un refugio que sabía que no encontraría. Cerró los ojos, anhelando el descanso reparador, un descanso que se le negaba.
Pero apenas unos segundos después, un sonido, estridente, penetrante, un sonido que la sobresaltó, que la hizo temblar, que le heló la sangre, la sacó bruscamente de su letargo. Un sonido que provenía de las entrañas de la casa, un alarido electrónico que la heló hasta los huesos, un sonido que conocía bien, un sonido que nunca había querido volver a escuchar. Los sellos de alarma del complejo Namikaze, diseñados para detectar intrusos y amenazas, se habían activado.
Se incorporó de golpe, el corazón latiéndole desbocado, un latido frenético, un latido que le retumbaba en los oídos, la respiración agitada, como si hubiera corrido una maratón. Minato, que dormía plácidamente a su lado, ajeno al peligro inminente, ajeno a la tragedia que se desarrollaba en su propia casa, se despertó sobresaltado, desorientado, con la mirada borrosa por el sueño, con la mente nublada por la confusión.
—¿Qué... qué ha sido eso? —preguntó, la voz ronca por el sueño, los ojos azules, ahora llenos de alarma, de preocupación, de miedo, buscando respuestas en el rostro de Kushina, un rostro que reflejaba su propio terror.
—No lo sé —respondió ella, la voz temblorosa, el miedo reflejado en sus ojos como en un espejo, un miedo que la paralizaba, un miedo que le impedía pensar con claridad—. Parece... parece que viene de la habitación de Naruto.
Sin pensarlo dos veces, impulsados por un instinto primario de protección, un instinto que había estado dormido durante demasiado tiempo, un instinto que ahora se despertaba con una fuerza arrolladora, saltaron de la cama. Corrieron por el pasillo, descalzos, los pies golpeando el suelo de madera, el sonido amortiguado por las alfombras, un sonido que se perdía en el silencio de la noche, un silencio que estaba a punto de romperse.
Pero antes de que pudieran llegar a la habitación de Naruto, un grito, un alarido desgarrador, un grito que les atravesó el alma como una daga, un grito que les hizo detenerse en seco, un grito que les hizo sentir que el mundo se derrumbaba a sus pies, rompió el silencio de la noche. Un grito que les heló la sangre, un grito que les hizo olvidar todo lo demás, un grito que les hizo concentrarse en una sola cosa: su hija. Un grito de puro dolor, de desesperación absoluta.
Kushina palideció, su rostro perdiendo todo el color, su piel volviéndose tan blanca como la cera, sintiendo que las piernas le fallaban, como si sus huesos se hubieran convertido en gelatina, como si no pudieran sostener su peso. Un escalofrío le recorrió la espalda, desde la nuca hasta la base de la columna, un escalofrío que le erizó el vello de la nuca, un escalofrío que le hizo temblar. Un nudo, frío y pesado, se le instaló en el estómago, un nudo que le oprimía el pecho, que le dificultaba la respiración, que le hacía sentir que se ahogaba. Reconoció la voz. Mito. Su hija. Su pequeña. Su niña.
Minato, por su parte, sintió que el corazón se le detenía en el pecho, un dolor agudo y punzante, como si le hubieran clavado un puñal. Sus piernas se quedaron sin fuerzas, como si le hubieran cortado los tendones, y tuvo que apoyarse en la pared para no caer. La sangre le zumbaba en los oídos, un sonido ensordecedor que le impedía oír cualquier otra cosa. Las manos le empezaron a temblar, un temblor incontrolable que se extendió por todo su cuerpo. La boca se le secó, la lengua se le pegó al paladar, y fue incapaz de pronunciar una sola palabra.
Corrieron, ahora con una urgencia desesperada, con la fuerza que da el miedo, con la fuerza que da el amor de un padre, hacia la habitación de su hija. La encontraron vacía. La cama, deshecha, las sábanas revueltas, como si alguien hubiera estado luchando en ella. La ventana, abierta de par en par, dejando entrar una corriente de aire frío que agitaba las cortinas como fantasmas, una corriente de aire que traía consigo el olor de la noche, el olor de la libertad, el olor de la pérdida.
Los sollozos, ahogados pero persistentes, un sonido que les desgarraba el alma, un sonido que les recordaba su fracaso, los guiaron. Los sollozos de Mito. Los condujeron hasta la habitación de Naruto. La puerta, entreabierta, una invitación a la oscuridad, una invitación a la desesperación. La luz, encendida, un faro en la oscuridad, una luz que iluminaba una escena que nunca podrían olvidar.
Kushina entró, con el corazón latiéndole en la garganta, un latido desbocado, un latido que amenazaba con detenerse, con un miedo que le oprimía el pecho como una garra, un miedo que le hacía sentir que se asfixiaba. La habitación... vacía. Las paredes, blancas, desnudas, como si nadie hubiera vivido nunca allí, como si fuera un espacio estéril, sin vida. El ambiente, frío, desolador, como si la vida misma se hubiera retirado de ese lugar, como si la muerte hubiera entrado en la habitación y se hubiera llevado a su hijo. No había rastro de Naruto. Solo silencio. Solo vacío. Solo ausencia.
Y en el suelo, junto al escritorio, Mito. Acurrucada, temblando, sacudida por sollozos inconsolables, como un animal herido, como una niña perdida. Su cuerpo, pequeño y frágil, se convulsionaba, como si estuviera sufriendo un ataque, como si estuviera a punto de romperse en mil pedazos. Aferraba con fuerza una hoja de papel, arrugándola entre sus dedos, como si intentara aferrarse a una última esperanza, como si intentara evitar que su mundo se desmoronara por completo. Murmuraba palabras incoherentes, entrecortadas por el llanto, palabras que Kushina no podía entender, palabras que le rompían el corazón.
—No... no te vayas... por favor... no te vayas...
Una ola de terror, un tsunami de pánico, una ola que la arrastró, que la sumergió, que la ahogó, recorrió el cuerpo de Kushina. Un frío intenso, paralizante, un frío que le heló los huesos, un frío que le entumeció el alma, le entumeció las extremidades, como si la hubieran sumergido en hielo. Se quedó sin aliento, como si le hubieran quitado el aire de los pulmones, como si le hubieran arrancado el corazón del pecho. Se arrodilló junto a su hija, las lágrimas brotando de sus ojos, ahora sin control, lágrimas de dolor, de culpa, de desesperación. Intentó abrazarla, consolarla, intentar reparar el daño que había hecho, intentar recuperar a su familia, pero Mito la rechazó, con una fuerza que no parecía propia de una niña de su edad, con la fuerza de la desesperación, con la fuerza del odio. Se apartó bruscamente, como si el contacto de su madre le quemara, como si su madre fuera un monstruo, con un gesto de repulsión, un gesto que le rompió el corazón a Kushina.
—¡Por tu culpa! —gritó Mito, la voz rota por el dolor, una voz que no reconocía, una voz que la acusaba, una voz que la condenaba, los ojos rojos, hinchados, fijos en Kushina, unos ojos que antes la miraban con amor, ahora la miraban con odio, acusadores—. ¡Por tu culpa se ha ido! ¡Por tu culpa!
La carta, escrita con una caligrafía sorprendentemente madura y firme, una caligrafía que desmentía la edad de Naruto, una caligrafía que hablaba de una determinación inquebrantable, era concisa, directa, brutal.
"Me voy. No me busquen. Los odio.". Cada palabra, una puñalada en el corazón de Mito.
Kushina, con manos temblorosas, manos que ya no podían sostener nada, manos que habían perdido su fuerza, arrebató la carta a su hija. Leyó las palabras, una y otra vez, como si no pudiera creer lo que veía, como si esperara que las palabras cambiaran, como si esperara que todo fuera una pesadilla. Su rostro, pálido como la muerte, un rostro que había perdido toda su vitalidad, un rostro que reflejaba el horror que sentía, se contrajo en una mueca de dolor, una mueca que expresaba todo el sufrimiento que la embargaba. Las lágrimas, ahora incontenibles, lágrimas que brotaban como un torrente, lágrimas que no podían lavar la culpa, lágrimas que no podían devolverle a su hijo, corrían libremente por sus mejillas, sin control, sin consuelo.
—¡No! —gritó, un grito desgarrador, un grito que resonó en la habitación vacía, un grito que expresó todo el dolor, toda la desesperación, toda la impotencia que sentía—. ¡No puede ser! ¡Mi bebé! ¡Mi Naruto!
Se derrumbó en el suelo, las piernas incapaces de sostenerla, como si le hubieran cortado los tendones, como si le hubieran arrancado el alma. El cuerpo, sacudido por violentos espasmos, como si estuviera sufriendo un ataque, como si estuviera a punto de morir, se convulsionaba sin control. Los sollozos, ahogados pero persistentes, un sonido que desgarraba el alma, un sonido que hablaba de un dolor insoportable, resonaban en la habitación, un eco de la tragedia que se había desencadenado.
Mito, petrificada, como si la hubieran convertido en piedra, observaba la escena con horror, con incredulidad, con desesperación. Las lágrimas seguían brotando de sus ojos, lágrimas de dolor, de culpa, de miedo, pero ya no gritaba. Ya no podía gritar. Ya no le quedaban fuerzas. Se sentía vacía, hueca, como si le hubieran arrancado el corazón, como si le hubieran quitado todo lo que le importaba.
Minato, paralizado por el shock, incapaz de reaccionar, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo, se quedó de pie, inmóvil, la mirada fija en la carta que Kushina sostenía entre sus manos, como si esperara que las palabras desaparecieran, como si esperara que todo fuera una ilusión. Sus ojos azules, ahora opacos, sin brillo, como si la luz se hubiera apagado en ellos, como si la vida lo hubiera abandonado, reflejaban una mezcla de incredulidad, de dolor, de desesperación. De culpa.
—¿Naruto...? —susurró, la voz rota, apenas audible, una voz que no reconocía, una voz que expresaba todo el dolor que sentía—. ¿Se ha ido...?
Corrió, con la desesperación de un hombre que ha perdido todo lo que ama, con la fuerza de un padre que busca a su hijo, hacia la puerta, hacia la noche, hacia la nada. Corrió, sin saber a dónde iba, sin saber qué hacía, sin saber si podría encontrar a su hijo, sin saber si podría recuperarlo. Corrió, gritando el nombre de Naruto, una y otra vez, un grito que se perdía en el silencio de la noche, un grito que nadie respondía.
—¡Naruto! ¡Vuelve! ¡Por favor! ¡Te lo suplico! —Su voz, desgarrada por el dolor, se quebraba a cada instante, como si le hubieran arrancado las cuerdas vocales, como si estuviera gritando a través de un cristal roto—. ¡Hijo! ¡Perdóname! ¡Fui un idiota! ¡Un estúpido! ¡Volveré a ser un padre para ti! ¡Lo prometo! ¡Te lo juro!
Pero la noche, fría e indiferente, una noche que no sentía compasión, una noche que no respondía a sus súplicas, no le devolvió a su hijo. Solo silencio. Solo vacío. Solo el eco de sus propias palabras, un eco que le recordaba su fracaso, un eco que le recordaba su culpa.
Fin Del capitulo.
