Capítulo 2: Bajo la Luz de la Luna - Página 1 (Editada)
Hace dos horas...
El volcán de su ira, que había estado rugiendo en su interior, que había amenazado con consumirlo, se había apagado, dejando tras de sí, no cenizas, sino una fría y pétrea determinación. Una resolución dura como la roca, inamovible como una montaña. Se dejó caer pesadamente sobre su cama. El colchón, ya viejo y gastado, crujió bajo su peso, como un quejido silencioso. Repasó mentalmente, una y otra vez, como un general obsesionado con una batalla perdida, los eventos de la tarde. Cada palabra, cada gesto, cada mirada despectiva, cada golpe.... Su mente, acelerada, implacable, buscaba desesperadamente una explicación, una justificación, una grieta en la lógica de sus padres. ¿Qué había hecho mal? ¿Qué podía haber hecho diferente?
Después de lo que parecieron siglos, llegó a una conclusión, una conclusión que le atravesó el alma como un puñal helado: no había hecho nada mal. Simplemente había sido él mismo. Había aprendido, había crecido, se había fortalecido por su cuenta. Y eso, esa independencia, esa fuerza silenciosa, era precisamente lo que sus padres no podían soportar. Lo que, en el fondo, temían.
Esa revelación, amarga como la hiel, pero liberadora como el primer aliento después de estar bajo el agua, solidificó una decisión que había estado germinando en su interior. Una pequeña parte de él, la parte que aún se aferraba a la esperanza, como una flor creciendo en una grieta del pavimento, se había resistido. Había soñado con un cambio, con un abrazo, con una palabra de aliento. Pero esa parte, esa frágil esperanza, acababa de morir, aplastada bajo el peso del desprecio y la violencia. No volvería a suplicar. No volvería a esperar. No volvería a ser el hijo que ellos querían.
Con movimientos mecánicos, como un autómata, comenzó a empacar sus escasas posesiones. Entre ellas, un vendaje antiguo, una reliquia familiar que había pasado de generación en generación. Se lo habían entregado, con una ceremonia vacía, sin una palabra de afecto, por ser el primogénito. Un título vacío. Una carga inútil. El vendaje, según la tradición, solo aceptaba al primogénito de la línea principal. Una tradición que ahora le importaba un bledo. Nunca había entendido su significado, pero era suyo. Y lo único que le quedaba.
Terminó de empacar. Su habitación, siempre pequeña, siempre vacía, ahora parecía aún más desolada. Un reflejo de su propia alma. Se dirigió a la biblioteca familiar. Su refugio. Su santuario. Su prisión. Había leído y memorizado la mayoría de los pergaminos. Había devorado el conocimiento como un náufrago devora la comida. Pero aún quedaban algunos. Los tomó, sin remordimiento, con una fría satisfacción. Una pequeña venganza. Un acto de rebeldía insignificante, pero profundamente personal. Un último "Jódanse", silencioso, grabado en el vacío que dejaba atrás. Sellos de almacenamiento. Gracias por el regalo de despedida, idiotas.
Regresó a su habitación, se sentó en la cama, el mismo lugar donde había llorado tantas noches, donde había soñado con una vida diferente, y escribió una carta. Corta. Directa. Brutal. Su última palabra. Su adiós definitivo.
Salió del complejo Namikaze. Sin mirar atrás. Caminó por las calles oscuras de Konoha, calles que ahora le parecían las de una ciudad extraña, una ciudad hostil. Y entonces, como una aparición, una mujer surgió de la nada, bloqueando su camino.
Un escalofrío, más intenso que el frío de la noche, más profundo que el vacío de su alma, lo paralizó. No era miedo a lo desconocido. Era miedo a lo conocido. Un miedo visceral, instintivo, que le gritaba que esa mujer era algo más de lo que aparentaba. Retrocedió, un paso torpe, instintivo. No la reconocía. No era un ANBU. No era nadie que hubiera visto antes. Y, sin embargo, había algo en ella... algo que le resonaba en lo más profundo de su ser.
Era hermosa, sí. De una belleza deslumbrante, casi irreal. No como las mujeres de Konoha. Su figura, curvilínea, esculpida con una perfección que desafiaba la realidad, contrastaba con su cabello rubio platino, una cascada luminosa que le llegaba hasta las caderas. Sus ojos... sus ojos eran como los suyos, de un rosa intenso. Pero los de ella no brillaban con la falsa calidez que había visto en los de su familia. Eran fríos. Profundos. Como pozos sin fondo que veían a través de él, que conocían todos sus secretos, todos sus miedos, todo su dolor.
Su vestimenta... un kimono largo y suelto, con un forro de piel, como si fuera una reina de un reino lejano. Una capa. Y en la cabeza, una luna creciente plateada, con una gema brillante y alas. Un símbolo de poder. Un símbolo de misterio. Sandalias de madera. Como las del viejo pervertido que....
—Una noche difícil, ¿no, Naruto? —La voz. Suave como la seda. Profunda como el océano. Y, sin embargo, con un filo oculto, como una espada envainada.
Naruto se quedó petrificado. El corazón le latía con fuerza, como un tambor de guerra. Podía sentir la energía que emanaba de ella, una energía inmensa, antigua, abrumadora. Cientos de veces más poderosa que la del Kyubi. Miles de veces. ¿Quién era ella? ¿Qué quería?
—Lo... lo ha sido —respondió, con un hilo de voz. La voz de un niño asustado, perdido, desesperado.
—Oh, no tienes que temerme, chico —dijo la mujer, con una sonrisa que no tranquilizaba, que inquietaba. Se movió. No, no se movió. Desapareció. Y reapareció detrás de él, como si se hubiera teletransportado, como si fuera un ser de otro mundo. —He venido por ti. Para llevarte lejos. Para darte... una familia —susurró, su aliento cálido en su oído, su voz cargada de una promesa que, por un instante, hizo que el corazón de Naruto latiera con esperanza.
Naruto abrió los ojos, desmesuradamente. Sabía que no mentía. Podía sentirlo. Pero también sabía que no estaba diciendo toda la verdad.
—¿De verdad... puedes hacer eso? —preguntó Naruto, tratando de mantener la compostura, intentando que su voz no temblara, intentando ocultar la desesperación que lo consumía. Pero la máscara se le resquebrajaba. Las palabras le salieron atropelladas, casi suplicantes.
Quería creerla. Necesitaba creerla. Una parte de él, la parte que aún no había sido completamente aplastada por la crueldad del mundo, se aferraba a esa promesa como un náufrago a un salvavidas. Pero otra parte, la parte que había aprendido a desconfiar, la parte que había sido herida demasiadas veces, se resistía. No quería volver a ser engañado. No quería volver a sufrir. No quería volver a ser... decepcionado. Lo no dicho era peor que una mentira, pensó. Una mentira se podía enfrentar. Una verdad a medias... te destrozaba desde dentro.
—Vaya, así que los rumores sobre el Ojo del Rey de Oro son ciertos. Puedes ver la verdad, ¿no? —La voz de Selene, antes suave y melosa, ahora tenía un matiz de sorpresa, un ligero toque de admiración. Pero no era una sorpresa completa. Era como si hubiera estado esperando esa pregunta, como si hubiera estado esperando esa reacción.
Naruto no entendió la referencia al "Ojo del Rey de Oro", pero, de alguna manera, supo que ella estaba siendo sincera. No sabía cómo, pero lo sentía. Una intuición, una certeza que le recorría el cuerpo como una corriente eléctrica.
Selene se movió. No caminó. No flotó. Se deslizó, como una sombra, como un rayo de luna. Y ahora estaba frente a él, inclinándose, reduciendo la distancia entre ellos hasta que sus rostros quedaron a pocos centímetros. Naruto tuvo que levantar la vista para mirarla a los ojos. Esos ojos rosas, profundos, insondables.
—Te contaré toda la verdad. Pero no aquí. —Su voz era ahora un susurro, un secreto compartido, una confidencia íntima—. Hay muchos que querrían usarte si supieran lo que realmente eres. ¿Confiarás en mí, Naruto? ¿Me dejarás... ser la madre que mereces?
La pregunta, cargada de una promesa implícita, de una oferta irresistible, lo golpeó como un mazazo. Naruto cerró los ojos, un gesto involuntario, un intento de protegerse, de ganar tiempo, de ordenar sus pensamientos. ¿Confiar en ella? ¿Una desconocida? ¿Una mujer que irradiaba poder y misterio?
Pero no había mentira en su voz. No había falsedad en su mirada. Solo... una sinceridad abrumadora. Y una oferta. La oferta que había estado esperando toda su vida.
Y entonces, sin pensarlo, sin dudarlo, impulsado por una necesidad desesperada de afecto, de protección, de pertenencia, Naruto hizo algo que, en el futuro, recordaría como uno de los momentos más vulnerables, y a la vez, más valientes, de su vida. Se lanzó hacia la mujer, abrazándola con todas sus fuerzas, como si su vida dependiera de ello.
El impacto casi la derriba. Selene, un ser de inmenso poder, un dragón ancestral, no estaba preparada para esa muestra de afecto, para esa explosión de necesidad. Ni siquiera sus hermanos menores, los dragones más jóvenes, se atrevían a tocarla, temerosos de su ira (sabía que sus cabezas volverían a crecer, por supuesto, pero aun así...).
—Sí... —La voz de Naruto, ahogada por la tela del kimono de Selene, apenas audible, era un susurro tembloroso—. Por favor... llévame... lejos. Lo más lejos posible. De este lugar. De esta vida.
Enterró la cabeza en su pecho, buscando refugio, buscando consuelo, buscando un lugar donde pudiera ser, simplemente, un niño. Un niño amado. Un niño protegido. Un niño que no tuviera que ser fuerte todo el tiempo.
Selene, al principio rígida, sorprendida, sintió que algo se ablandaba en su interior. Una sensación extraña, desconocida. ¿Compasión? ¿Ternura? ¿Instinto maternal? No lo sabía. No estaba acostumbrada a esas emociones. No con los humanos.
Con un gesto torpe, casi inexperto, le devolvió el abrazo, rodeándolo con sus brazos, sintiendo la fragilidad de su pequeño cuerpo, sintiendo el temblor de sus hombros. No era como Ruby, que abrazaba con la fuerza de un oso. Ni como Weiss, que irradiaba una calidez maternal. Ni como Yuri, que... bueno, Yuri era Yuri.
—Tranquilo, pequeño —susurró, su voz, por primera vez, despojada de toda arrogancia, de toda condescendencia—. Pronto estaremos lejos de aquí. Y nunca más tendrás que volver.
Y entonces, con un destello cegador de luz blanca, desaparecieron.
El viaje... fue una experiencia. Una experiencia que Naruto preferiría olvidar. No recordaba haber sentido nada parecido. Una sensación de vacío, de desorientación, de vértigo absoluto. Como si su cuerpo se estirara y se comprimiera al mismo tiempo. Como si estuviera cayendo a través de un abismo sin fondo. Como si el tiempo y el espacio hubieran perdido todo su significado.
Al menos, se consoló, había logrado mantener el contenido de su estómago dentro. Una pequeña victoria en medio del caos.
Cuando finalmente sintió el suelo bajo sus pies (o, mejor dicho, cuando finalmente dejó de sentir que se caía), las piernas le temblaban como gelatina. Estuvo a punto de desplomarse. Pero, de alguna manera, logró mantenerse en pie.
Abrió los ojos, lentamente, con cautela. Lo primero que vio fue a Selene, de pie junto a él, sonriendo. *Una sonrisa que, esta vez, parecía genuina.
Lo segundo que vio... lo dejó sin aliento.
Ya no estaban en Konoha. Eso era obvio. Estaban en un prado. Un prado inmenso, infinito, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista (y la vista de Naruto, ahora lo sabía, era mucho más aguda de lo normal). La hierba, de un verde esmeralda, tan suave que parecía una alfombra, cubría el suelo. Un lago, no, un mar interior, de aguas cristalinas y tranquilas, reflejaba el cielo como un espejo. No había nubes. Solo un sol brillante, pero no cegador.
Un camino de piedras blancas, pulidas y relucientes, serpenteaba a través del prado, como una cinta de plata, conduciendo a un... palacio. No, no un palacio. Un templo. Un templo majestuoso, construido con piedra blanca, tan pura, tan inmaculada, que parecía brillar con luz propia. En la cima de los pilares, colosales, imponentes, dos dragones esculpidos, de un blanco aún más puro que la piedra, brillaban bajo el sol, como si estuvieran hechos de luz de luna solidificada. No había animales. Solo silencio. Una paz absoluta, sobrecogedora.
—¿Dónde... estamos? —preguntó Naruto, su voz apenas un susurro, roto por el asombro. *No se atrevió a añadir: "¿Y a ti te gusta mucho el blanco, verdad?" *. Aunque el pensamiento cruzó su mente, fugaz pero irreverente.
Selene, captando el pensamiento con una facilidad que a Naruto le resultó inquietante, soltó una risita. —Bueno, el blanco es un color muy bonito, ¿no crees? —dijo, con una sonrisa divertida—. Y en cuanto a tu pregunta... estamos en el hogar de alguien que una vez usó mi nombre. El Templo del Dragón de la Luna, en Giltena.
La revelación golpeó a Naruto como un rayo. Giltena. El Templo del Dragón de la Luna. ¡Lo había leído! ¡En los pergaminos antiguos! ¡Era una leyenda! Sus ojos se abrieron, desmesuradamente, llenos de asombro y estupefacción.
Por supuesto, él sabía quién era ella. O, al menos, creía saberlo. Tenía una idea, una sospecha, una teoría. La familia Uzumaki, a pesar de su evidente negligencia hacia él, poseía una impresionante colección de documentos antiguos, pergaminos y libros que narraban historias de eras pasadas, de seres poderosos, de eventos que habían moldeado el mundo. Y su madre, Kushina, la mujer que lo había traído al mundo y luego lo había ignorado, rara vez, casi nunca, revisaba esos textos. Demasiado ocupada con Mito, la "elegida". Demasiado ocupada con sus propias preocupaciones. Demasiado ocupada para darse cuenta de que su hijo se sumergía en un conocimiento prohibido.
Gracias a eso, gracias a la negligencia de sus padres, gracias a su propia curiosidad insaciable, Naruto había leído sobre las eras pasadas. La Segunda Era: la era del Rey Dorado. Y la era anterior, una era envuelta en misterio, una era de leyendas y mitos: la era del Rey de Todos los Reyes. El creador de los manuscritos que narraban las historias de eras aún más antiguas. Y de todos esos escritos, de todos esos relatos fantásticos, los que más habían capturado su imaginación, los que más lo habían fascinado, los que más lo habían inquietado, eran los textos sobre los "Padres del Cosmos", seres cuyo poder superaba la comprensión humana, seres que habían existido antes del tiempo, antes de la creación, antes de todo. Los había nombrado como los trece Dragones Progenitores, los creadores del cosmos, los arquitectos de la realidad, los seres más poderosos que habían existido. O eso decían los textos. Y si la mujer que lo había salvado, la mujer que lo había llevado a ese lugar mágico, la mujer que le había ofrecido una familia, decía que ese era el hogar de alguien que alguna vez usó su nombre... solo había una conclusión posible. Una conclusión aterradora. Una conclusión asombrosa. Una conclusión que le hacía temblar de pies a cabeza.
—Selene —dijo Naruto, la voz apenas un susurro, la voz de un niño que se enfrenta a una verdad inimaginable.
La mujer, ahora identificada como Selene, un ser de leyenda, un dragón ancestral, sonrió, una sonrisa que no mostraba sorpresa, una sonrisa que parecía confirmar sus sospechas. Pero, en lugar de asentir, en lugar de confirmar directamente su identidad, se quedó callada, observándolo, estudiándolo, como si estuviera esperando algo más.
—Oh, es verdad. El Rey Dorado idolatraba al Rey de Reyes —comentó Selene, su voz suave, pero cargada de una autoridad ancestral. Se alejó unos pasos, no por miedo, no por precaución, sino para darle espacio, para darle tiempo para procesar la información. Le indicó que la siguiera, un gesto simple, un gesto casual, un gesto que, sin embargo, tenía el peso de una orden.
Naruto la siguió, confundido, asustado, pero también... fascinado. Estaba caminando junto a un dragón. Un ser de leyenda. Un ser que podría destruirlo con un solo pensamiento. Y, sin embargo, no sentía miedo de ella. Sentía miedo de la situación. De lo desconocido. De su propio destino.
—Pensé que... —comenzó a decir Naruto, pero las palabras se le atascaron en la garganta. No sabía cómo expresar sus dudas, sus miedos, sus preguntas.
—¿Que iba a transformarme? —Selene lo interrumpió, con una sonrisa divertida, una sonrisa que le quitó un poco de tensión a la situación. No se burlaba de él. Simplemente... lo entendía. —Soy más grande que el planeta en mi verdadera forma, cariño. —Su tono era casual, como si estuviera hablando del clima, como si estuviera comentando algo trivial. Pero la magnitud de sus palabras... era abrumadora.— Y ese es el tamaño más pequeño que puedo alcanzar ahora mismo. Por supuesto, cuanto más tiempo pase aquí, más podré controlar mi poder y compactar mi forma. Pero, de momento, no creo que sea buena idea tomar esa forma. —Hizo una pausa, una pausa dramática, una pausa que le dio tiempo a Naruto para procesar la información—. Podría... aplastarte. Accidentalmente.
Naruto asintió, lentamente, intentando comprender lo que acababa de escuchar. Un dragón más grande que el planeta. Era... inimaginable. Inconcebible. Y, sin embargo, tenía sentido.
Recordó las historias que había leído sobre los dragones más jóvenes. Dragones de "apenas" cuatrocientos años. Dragones que, según los textos, habitaban en algún lugar de las tierras del norte. Dragones que eran lo suficientemente grandes como para hacer que los Bijū parecieran enanos.
Los Bijū. Las Bestias con Cola. Seres de puro chakra. Seres que, según la creencia popular, eran fuerzas de la naturaleza, seres invencibles. Seres que habían sido derrotados por humanos. Por un humano, en particular. Hashirama Senju. El Primer Hokage. El "Dios Shinobi".
Y el Kyubi, el Zorro de Nueve Colas, la bestia que había atacado Konoha, la bestia que había sido sellada en su hermana, había sido sometido por Madara Uchiha, un hombre que, según los relatos, ni siquiera se acercaba al poder de Hashirama.
Si los dragones más jóvenes eran capaces de empequeñecer a los Bijū... ¿qué tan poderosos serían los Dragones Progenitores? ¿Qué tan poderosa sería Selene?
La idea era aterradora. Pero también... fascinante.
—Te descuidaron mucho, ¿eh? —La voz de Selene, teñida de una mezcla de preocupación y una sutil indignación, rompió el silencio. Sus ojos rojos, ahora no tan intimidantes, sino más bien... cálidos, lo observaban, como si pudieran ver a través de su piel, a través de sus huesos, hasta lo más profundo de su alma. Y lo que veían, evidentemente, la perturbaba.
Naruto sintió que se sonrojaba. No estaba acostumbrado a esa clase de atención. A esa clase de... preocupación.
Antes de que pudiera formular una respuesta, antes de que pudiera siquiera pensar en qué decir, Selene lo tomó en brazos, con una facilidad que lo sorprendió, como si fuera una pluma, como si no pesara nada. Al principio, *en el instante en que sintió sus brazos rodeándolo, en el instante en que sintió su calor, en el instante en que se sintió protegido , una sensación desconocida, una sensación que había anhelado toda su vida, lo inundó. Quería quedarse así para siempre. Quería cerrar los ojos y olvidar el mundo. Quería... ser un niño.
Pero entonces, la vergüenza lo golpeó como una ola. Era demasiado grande para eso. Demasiado viejo. Demasiado... roto. No merecía esa clase de afecto. Nadie lo había cargado en brazos desde.... Desde nunca.
Selene, percibiendo su incomodidad, sintiendo su cuerpo tensarse, lo hizo desaparecer, con otro de esos destellos de luz blanca que ya empezaban a parecerle normales, y reaparecer a la orilla del lago, cerca del camino de piedras blancas que conducía al templo.
—Bueno, supongo que tu familia ha olvidado completamente su historia, ¿verdad? —preguntó Selene, con una suavidad que desarmaba.
Naruto la miró, confundido. No sabía la historia de su familia. Nunca se la habían contado. ¿Cómo iba a sentirse al respecto? ¿Triste? ¿Avergonzado?
—Ni siquiera estoy seguro de quién es mi abuelo —respondió, con un hilo de voz, la voz seca, la voz de un niño que había sido privado de algo esencial, de algo que todos los demás daban por sentado.
—Ya veo... —Selene asintió, lentamente, pensativa. —Si ni siquiera te contaron sobre tus abuelos, mucho menos te habrán contado sobre tus antepasados más antiguos. Y menos aún sobre la posibilidad... que, para mí, es más una certeza —comentó, distraídamente, como si estuviera hablando consigo misma. Sus ojos rojos, que antes brillaban con una intensidad casi dolorosa, ahora brillaban con curiosidad, con una chispa de anticipación.
—¿Posibilidad de qué? —preguntó Naruto, la curiosidad, un sentimiento más fuerte que el miedo, más fuerte que la vergüenza, más fuerte que la confusión, apoderándose de él. Quería saber. Necesitaba saber. Tal vez, solo tal vez, ahí encontraría una respuesta. Una respuesta a la pregunta que lo había atormentado toda su vida: ¿Por qué?
—Es una historia que se remonta a muchas eras atrás, incluso más antigua que la era del primer gran rey... una era en la que todo comenzó. —Selene hizo una pausa, invitándolo a acercarse—. Ven, siéntate a mi lado. Esto va a ser largo, y necesitaré que retengas todas las preguntas que tengas. —Le sonrió, una sonrisa amable, una sonrisa tranquilizadora, una sonrisa que, por primera vez, le hizo sentir... seguro.
Naruto, con un movimiento torpe, inseguro, se sentó a su lado, sobre la hierba suave, a la orilla del lago. Selene comenzó a acariciarle el cabello, un gesto suave, un gesto maternal, un gesto que le hizo cerrar los ojos, disfrutando de la sensación, olvidando, por un instante, todas sus preocupaciones.
Y entonces, con su voz melodiosa, con su voz que parecía contener la sabiduría de las eras, Selene comenzó a narrar la verdadera historia del mundo.
Con su magia, una magia que parecía ilimitada, una magia que parecía capaz de crear y destruir mundos, proyectó imágenes sobre la superficie del lago, imágenes vívidas, imágenes impresionantes, imágenes que ilustraban su relato.
Naruto vio el origen de la creación, formada por un Ser Creador cuyo nombre se había perdido en el tiempo. Vio a los ángeles primordiales, seres de luz y poder, los primeros servidores del Creador. Vio el Árbol Maldito, retorcido y oscuro, que contenía el conocimiento del bien y del mal. Y vio el Árbol de la Vida, radiante y luminoso, que contenía la esencia de la vida misma.
Selene le explicó cómo ambos árboles se rompieron, no por un "pecado original" como tal, si no cuando el Ángel de la Venganza, Némesis, cometió el error de intentar darle el conocimiento del bien y del mal a las creaciones. Del Árbol del Conocimiento surgieron el ángel de la venganza y el espíritu del mal, encarnaciones de la oscuridad y la destrucción. Del Árbol de la Vida, surgieron las Diez Colas, una bestia de puro chakra negativo, y el Rey sin Escamas, un ser de pura neutralidad.
La Bestia del Mal, fue sellada por Némesis, en las profundidades del infierno con la ayuda de los ángeles leales a la gracia del creador.
—El Creador, al ver el caos que se había desatado, al ver la fragilidad de su creación, al ver la necesidad de un equilibrio, decidió separarse, dividir su poder, crear seres que pudieran mantener el orden en el universo. Las Diez Colas, encarnando los aspectos negativos de la existencia. El Rey sin Escamas, encarnando la neutralidad, el equilibrio entre el bien y el mal. Y un tercer tercio de su poder, dividido en cientos de pequeños poderes, esencias, conceptos: creación, perdón, amor, y miles más.
—La representación de la oscuridad del Creador, La Bestia del Mal y la encarnación de su neutralidad, el Rey Sin Escamas, se enzarzaron en una batalla incesante, un conflicto eterno que sacudió los cimientos del universo. Chocaron entre sí durante centenares de eras, destruyendo y creando a su paso. Un día, la neutralidad, cansado de la lucha, buscando una solución, buscando la paz, buscó ayuda en dos hombres, dos hermanos que habían alcanzado un poder comparable al de los ángeles. Dos hermanos bendecidos por el ángel guerrero. El mayor, poseedor de la primera versión del Ojo del Rey, un ojo que podía ver la verdad. Y el menor, poseedor de un poder sagrado relacionado con la luna.
Naruto escuchaba, atónito, fascinado, confundido. Era una historia increíble, una historia que desafiaba todo lo que creía saber. Una historia que, sin embargo, se sentía... verdadera. Una historia que resonaba en su interior, como si la hubiera conocido desde siempre. Pero... ¿qué tenía que ver todo eso con él?
—La primera amistad verdadera de la historia —continuó Selene, su voz resonando con una melancolía que parecía tan antigua como el propio tiempo—. Un vínculo de hermandad se forjó entre el Rey Sin Escamas, las Diez Colas y los dos hermanos humanos. Y con esa unión, con esa fuerza combinada, lograron finalmente derrotar a la Bestia del Mal.
Sobre la superficie del lago, las imágenes mágicas mostraban la batalla, un torbellino de luz y oscuridad, de energía pura y destructiva. Naruto podía sentir el poder, la magnitud del conflicto, la escala cósmica de la lucha.
—Con el alma y el poder de la Bestia del Mal, se crearon nueve seres, nueve guardianes, que representaban las nueve emociones negativas más poderosas. —Selene hizo una pausa, una pausa llena de significado—. Ellos custodiarían el mundo terrenal por la eternidad, reparando el daño causado por la gran batalla, restaurando el equilibrio.
Las imágenes cambiaron, mostrando a los nueve seres, criaturas de formas grotescas y aterradoras, pero también, de alguna manera, majestuosas. Naruto reconoció a uno de ellos, vagamente: el Shukaku, el de Una Cola. ¿Un guardián? ¿Un ser creado para restaurar el equilibrio? Le costaba creerlo.
—El cuerpo del gran enemigo, la Bestia del Mal, se convirtió en la prisión de las almas condenadas, un abismo oscuro y profundo, colocado sobre el sello que contenía al origen de todos los males —prosiguió Selene, su voz ahora más grave, más sombría—. Los dos hermanos, ahora imbuidos de un poder divino, eligieron proteger el mundo que habían ayudado a salvar. El Rey Sin Escamas, cumplida su misión, regresó a su hogar, a un lugar más allá de la comprensión humana, y no volvió a ser visto durante muchas eras.
Naruto intentó imaginar ese lugar, ese "hogar" del Rey Sin Escamas, pero su mente no podía abarcarlo. Era como intentar imaginar el infinito.
—Con el paso del tiempo —dijo Selene, trayéndolo de vuelta al presente, a la historia que estaba narrando—, el Rey Sin Escamas encontró una reina. Y con ella, llegaron los hijos. Trece hijos. Trece Dragones Progenitores. Los seres que reemplazaron a los ángeles primordiales. Los guardianes del equilibrio cósmico. Mis hermanos... y yo.
Las imágenes en el lago cambiaron de nuevo, mostrando a trece dragones, cada uno diferente, cada uno radiante de un poder que hacía que los Bijū parecieran... insignificantes. Naruto sintió un escalofrío. Estaba frente a uno de ellos. Frente a un ser que había ayudado a crear el universo.
—La hermana mayor, con su belleza, llenó de polvo estelar la creación —dijo Selene, señalando a un dragón de escamas plateadas, que brillaba como un millón de estrellas—. El hermano mayor, con su fuego interno, llenó ese polvo de estrellas de vida, creando las galaxias.
Naruto vio cómo se formaban las galaxias, cómo nacían y morían las estrellas, cómo se creaban los planetas. Era un espectáculo sobrecogedor, un espectáculo que le hizo sentir insignificante, y a la vez, parte de algo mucho más grande.
—Luego, gemelos, oscuridad y luz —Selene señaló a dos dragones, uno negro como la noche más profunda, y otro blanco como la nieve más pura—. Ellos llenaron la creación con la luz y la oscuridad, el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto. Los opuestos complementarios. La dualidad.
Naruto vio la luz y la oscuridad entrelazarse, danzar, luchar. Vio cómo se formaban los conceptos del bien y el mal, de la moralidad, de la ética.
—Las rocas se juntaron en planetas cuando nació el cuarto hermano —Selene señaló a un dragón de escamas marrones y grises, que parecía hecho de la misma tierra—. Él creó la tierra y los planetas rocosos, los cimientos de la vida.
—La vida vegetal surgió con el nacimiento del quinto hermano —dijo Selene, mostrando a un dragón de escamas verdes y vibrantes, cubierto de hojas y flores—. El metal, con el sexto —un dragón de escamas metálicas, que brillaban como el acero pulido—. La muerte y la putrefacción, el ciclo de la vida y la muerte, vinieron con el séptimo —un dragón de escamas negras y pútridas, que exhalaba un aliento fétido—.
—La segunda hermana, de piel dura como el diamante... —Selene señaló a un dragón cuyas escamas parecían estar hechas de diamantes puros, que refractaban la luz en mil colores—. No estábamos seguros de cuál era su función, más allá de crear las piedras preciosas. Pero sabíamos que era poderosa, tan poderosa como los dos hermanos que crearon las estrellas y las galaxias.
—El octavo de los hermanos —dijo Selene, mostrando a un dragón de escamas azules y blancas, que irradiaba un frío intenso—, con su nacimiento, el vacío se volvió frío. El espacio interestelar. El cero absoluto.
—Los gases vinieron con el nacimiento de la tercera hermana —Selene señaló a un dragón de escamas translúcidas, que parecía estar hecho de nubes y vapor—. La cuarta de las hermanas trajo la energía —un dragón de escamas doradas, que irradiaba luz y calor—.
—Y la vida misma —dijo Selene, con una sonrisa melancólica, una sonrisa que parecía recordar tiempos más felices—, resurgió con la más pequeña. Alegre. Torpe. Pero también... cruel. —Selene señaló a un dragón de escamas multicolores, que parecía cambiar de forma constantemente, como un arcoíris viviente—.
—Trece hijos e hijas que ayudaron a moldear el cosmos, que reemplazaron a los ángeles primordiales para traer el equilibrio al gran todo —resumió Selene—. Pero, al igual que con el Gran Creador original, pronto surgió alguien más. Un nuevo hermano. Un hermano oscuro. Un hermano traidor.
Las imágenes en el lago se oscurecieron, mostrando una figura sombría, un dragón de escamas negras como la obsidiana, con ojos rojos como la sangre. Naruto sintió un escalofrío. Esa figura... irradiaba maldad. Pura maldad.
—Tan oscuro como la Bestia del Mal, impulsado por la envidia y el resentimiento, trajo una guerra fratricida, una guerra que destrozó el corazón de nuestro padre. El Gran Rey, antes de morir, maldijo al más joven de sus hijos a un conflicto eterno, una lucha sin fin hasta que el verdadero rey se alzara.
—Y dejó una profecía —dijo Selene, su voz ahora baja, casi un susurro, como si estuviera compartiendo un secreto sagrado—. La profecía original. La profecía del elegido. La profecía que guiaría a sus hijos, que los ayudaría a encontrar al que se alzaría como el más grande de todos.
Naruto contuvo el aliento. ¿Una profecía? ¿Un elegido? ¿De qué estaba hablando?
Selene recitó la profecía, su voz resonando con el poder de las eras:
"Quien reinará nacerá en la tierra donde todo comenzó, de la primera leyenda del mundo será su linaje, del conocimiento de la segunda aprenderá sus valores, en la soledad forjará su carácter, y con el amor de los trece príncipes sanará su corazón. Verdadero y falso, verdad e ideales, luz y oscuridad, conflicto eterno, igualdad eterna. Un día, uno de los dos se alzará. Con su poder, traerá la paz y la prosperidad... o la muerte y la desolación."
—"La tierra donde todo comenzó", se refiere a Konoha, el mundo Humano— Dijo Selene.
—"La primera leyenda" se refiere al Rey de Todos los Reyes. —continuo, mientras en el lago aparecía la imagen de este.
—"Del conocimiento de la segunda, aprenderá sus valores," el rey Dorado— Expresó, al mismo tiempo en el que la imagen del lago cambiaba a una de un hombre rubio de ojos azules.
Naruto nunca había escuchado tantas... palabras vacías en una historia. No es que hubiera escuchado muchas, claro. Pero, aun así, podía sentir los huecos, las omisiones, las contradicciones. Y, sin embargo, no se atrevía a interrumpir. No se atrevía a cuestionar. No a Selene. No a un ser que había vivido durante milenios.
Pero antes de que pudiera formular una sola pregunta, antes de que pudiera siquiera abrir la boca, Selene volvió a hablar.
—Han pasado muchas eras desde mi nacimiento. Incluso desde que mi hermano mató a mi padre... —La voz de Selene se quebró, por un instante, un instante en el que Naruto vio una tristeza infinita en sus ojos—. Simplemente... he olvidado muchas cosas —admitió, con una honestidad que lo sorprendió. Dejó de acariciar su cabello, un gesto que, de alguna manera, lo hizo sentir... vacío, y miró hacia el cielo nocturno, hacia las estrellas que brillaban con una intensidad que nunca había visto en Konoha. —Pero nunca olvidé la misión que mi padre me encomendó.
—Y me estás diciendo... que yo soy el que tu padre te encomendó buscar —dijo Naruto, con voz queda, intentando procesar toda la información, intentando asimilar la magnitud de lo que acababa de escuchar. Un ligero suspiro, una mezcla de incredulidad y resignación, escapó de sus labios. Debí suponerlo, pensó. Un ser como ella, un dragón que ha existido desde el origen del cosmos, no se interesaría por un niño cualquiera. No sin una buena razón.
—Encajas perfectamente en las características de la profecía —respondió Selene, su voz suave, pero firme, como si estuviera recitando un hecho innegable—. Desciendes de ambos reyes. —Hizo una pausa, una pausa calculada, una pausa que creó expectación—. Tu padre... —Otra pausa, más breve, como si le costara pronunciar esa palabra, como si le resultara ajena, impropia— ...Minato Namikaze, es descendiente directo de la línea Elfrieden, una de las pocas familias que aún conservan la sangre del Rey de Reyes, Qin. Y tu madre... Kushina Uzumaki, proviene de la línea Uruk, descendientes del Rey Dorado.
—¿Cómo... cómo sabes que soy el indicado? —preguntó Naruto, con voz tranquila, pero con la mente llena de dudas, llena de preguntas, llena de una creciente sensación de que su vida estaba a punto de cambiar para siempre. No tenía sentido. Nada de eso tenía sentido. ¿Por qué él?
—Tus ojos —respondió Selene, con una simplicidad que descolocó a Naruto—. Son... especiales.
Naruto frunció el ceño, confundido. ¿Sus ojos? ¿Qué tenían de especial sus ojos?
—Mi hermana tiene los mismos ojos —dijo, recordando los ojos rojos de Mito, los ojos que siempre le habían parecido tan similares a los suyos.
—Tu hermana no es la indicada. —La voz de Selene, firme, segura, inquebrantable, no dejaba lugar a dudas—. Ella desciende de Uruk, como tú. Pero... le falta algo. Algo que tú sí tienes. Algo que solo tú puedes tener. Tu ojo, es una habilidad del rey Uras de Uruk, El Sha Naqba Imuru, el ojo que le permite ver la verdad absoluta—Selene hizo una pausa y sonrió con sorna.— Aunque, en tu caso, aun está incompleto.
La revelación, aunque críptica, aunque incompleta, lo golpeó como un mazazo. Él era diferente. Él era especial. Él tenía un propósito.
—Lo entenderás algún día —dijo Selene, como si pudiera leer sus pensamientos, como si pudiera ver la confusión y la incertidumbre que se arremolinaban en su interior—. Por ahora, simplemente necesitas descansar. No fue el mejor de tus días. Y cuando estés listo... comenzaremos con tu entrenamiento.
Naruto asintió, lentamente, sintiendo el peso del cansancio, el peso de las emociones, el peso de las revelaciones. El sueño, un sueño profundo, un sueño reparador, un sueño que no había conocido en mucho tiempo, comenzaba a apoderarse de él, como una ola que lo arrastraba, como una marea que lo llevaba a la orilla. Se sentía... seguro. Extrañamente seguro. Como si, por primera vez en su vida, estuviera en el lugar correcto.
Se acurrucó en el regazo de Selene, sin pensarlo, sin dudarlo, como si fuera lo más natural del mundo. Y, en cuestión de segundos, se quedó completamente dormido, rendido, exhausto, agotado.
Selene dejó escapar un pequeño suspiro, una mezcla de tristeza, de preocupación, de... ¿ternera?. Miró hacia el cielo nocturno, hacia las estrellas que brillaban con una intensidad que le recordaba a su hogar, a su pasado, a su familia.
—Padre... —murmuró para sí misma, su voz apenas un susurro en la noche—. Realmente hiciste un desastre con esto. Obligarlo a sufrir.... No era necesario. Pero ya está hecho. Ahora solo queda... esperar. Y prepararlo.
Con un cuidado que no creía posible, con una delicadeza que la sorprendió a sí misma, Selene llevó a Naruto al interior del templo, hacia un futuro incierto, hacia un destino desconocido, hacia una vida que apenas comenzaba a comprender. Un futuro en el que él, Naruto, el niño abandonado, el niño olvidado, el niño despreciado, se convertiría en algo más. En algo mucho más.
Y, quizás, solo quizás, encontraría la felicidad que tanto merecía.
Fin del Capítulo 2
