"Nunca es tarde para abandonar los prejuicios".

-Henry David Thoreau


Una vez que Granger consiguió desatarse de aquel ridículo montón de cuerdas, se enderezó la falda y se puso en pie. Incluso a mitad de la clase, ningún otro alumno había conseguido convocar ni siquiera un cordón.

Mientras Draco observaba, Granger hizo desaparecer las cuerdas con una sonrisa y un chasquido de los dedos, igual que había hecho su instructor. Sin duda estaba presumiendo.

Resopló.

Ambos empezaron a caminar hacia una zona de nieve más despejada, cada uno a una distancia de tres metros. Intentó no mirarle los moratones.

—Espero no haberte despertado esta mañana, —comentó Granger—. Me escapé temprano del dormitorio para practicar. Un amigo me avisó de que Incarcerous sería nuestro primer encantamiento sin varita, así que quise probarlo antes de clase. Resultó que tenía razón, así que me adelanté.

Draco la miró con escepticismo.

—¿De verdad tienes amigos en Durmstrang? Si te refieres a los elfos domésticos, no cuentan. Tampoco los fantasmas.

Se le sonrojó el cuello.

, Malfoy. Tengo amigos en Durmstrang. Bueno, solía tener uno. Se graduó hace unos años. Eso no viene al caso. Solo digo que te prepares para perder otra vez.

—¿Qué quieres decir con otra vez? Quiero que recuerdes que te inmovilicé y luego te liberé por cortesía. No porque me diera por vencido en la lucha.

Llegaron a su destino, pero siguieron discutiendo.

—¿Inmovilizarme? —resopló Granger, con las manos en las caderas—. Te caíste encima de mí, idiota. Justo después de que te machacara el escroto.

Un respingo.

—Ese fue un movimiento bajo por tu parte. Cualquier cosa por debajo del cinturón no cuenta para una victoria. Además, no seas tan vulgar.

—Oh, ¿así que escroto es ofensivo, pero joder y Sangre sucia son juego limpio? Debe ser, porque es lo único que te he oído decir esta semana.

Draco echó la cabeza hacia atrás mientras se reía, y luego lo fulminó con la mirada.

Su voz se oscureció.

—Si estás tan segura de ganar, hagamos otra apuesta.

Sus ojos marrones se entrecerraron mientras reflexionaba.

—¿Cuáles son las condiciones?

—Lo mismo que el lunes. El ganador cambia de casa. El perdedor se queda con Nott.

—Trato hecho, —aceptó Granger de inmediato, pero esta vez no intentó estrecharle la mano.

Era una apuesta sin sentido, y ambos lo sabían. Estaban atrapados en Soscrofa durante diez meses más.

No obstante, Draco retrocedió y comenzó a caminar en un amplio círculo, mientras Granger hacía lo mismo en sentido inverso. Girando en el sentido de las agujas del reloj y en sentido contrario, como los anillos de un Giratiempo. Observando las manos del otro en busca de cualquier signo de magia sin varita. Cualquier chispa. Esperando a ver quién golpeaba primero.

... por supuesto fue Granger.

De repente, se detuvo en seco y entrelazó los dedos haciendo una señal con la mano que Draco no reconoció (porque no estaba prestando atención). Entonces...

—¡Incarcerous! —gritó.

Al oír estas palabras, unas finas cuerdas surgieron de las palmas de las manos de Granger, materializándose a partir de su piel desnuda y saliendo disparadas por el aire a una velocidad increíble.

Draco no intentó hacer lo mismo; no se detuvo a maravillarse por el hecho de que ella hubiera invocado cuerdas sin varita. En lugar de eso, saltó precipitadamente hacia un lado, esquivando las cuerdas por una fracción de centímetro.

Siguió girando alrededor de Granger, con la mano sobre la varita que llevaba en el bolsillo, pero sin desenfundar. No rompería las reglas, al menos mientras ella lo observara. Tenía que ser listo si planeaba hacer trampas.

Y definitivamente planeaba hacer trampas.

Llegó su momento: el suelo estaba muy desnivelado, cubierto de baches rocosos y grietas que hacían difícil mantener el equilibrio. Granger tropezó y miró hacia abajo.

Draco no dudó. Se deslizó la varita por la manga izquierda de la camisa, lo bastante alta como para que no se viera. Eligió ese lado sabiendo que Granger solo lo había visto usar la mano derecha. Que ella no tenía ni idea de que él siempre había preferido la izquierda, pero que se había visto obligado a cambiarla para ir al colegio.

Siguieron dando vueltas. Daban vueltas y más vueltas. Repitiendo su juego del gato y el ratón. Llevaban tanto tiempo así que bajo sus pies se formaron profundos surcos de nieve.

Granger atacó de nuevo.

Tras una rápida señal con la mano, las cuerdas se lanzaron a través del viento, esta vez abriéndose en abanico más ancho que una tela de araña.

Draco se agachó, apuntó con la punta de la varita fuera de la manga y siseó:

—Incarcerous.

Una red de cuerdas fibrosas se soltó, enredándose alrededor de los pies descalzos de Granger, y luego se cerró de golpe.

Se desplomó.

Draco se precipitó hacia delante y estaba a punto de pronunciar un hechizo aturdidor cuando se detuvo, recordando que Kuytek no les había "enseñado" técnicamente la versión sin varita de Desmaius. Granger se daría cuenta de que estaba jugando sucio, así que eso quedaba descartado. Tendría que sujetarla con cuerdas. Aun así, probablemente podría saltarse algunas reglas más.

Decidido, palpó su varita oculta y apuntó a Granger, que se afanaba por desatarse los tobillos.

Lanzó el hechizo sin pronunciar palabra.

Funis Incarcerous.

Unas pesadas cadenas de hierro se materializaron y se enroscaron alrededor de sus muñecas, atándolas como grilletes. Tintinearon con fuerza mientras ella se desviaba hacia un lado, estrellándose contra un banco de nieve. Tenía todas las extremidades atadas, y no podía moverse: estaba inmóvil. Indefensa. Atrapada.

Draco sonrió mientras se acercaba, asomándose por encima de ella y tapando la luz del sol.

—Creo que esto significa que he ganado.

Granger lo fulminó con la mirada. Su cara había adquirido el tono magenta más satisfactorio y estaba medio enterrada en la nieve. Se le había formado una vena prominente en la sien. Estaba que echaba humo.

—Sé que hiciste trampa, Malfoy.

—No tengo ni idea de por qué dices eso, —respondió Draco con frialdad—. Siempre tan ansiosa por lanzar acusaciones con cero base en la realidad. Solo sigue adelante y admite que eres la perdedora.

—Desde aquí abajo, puedo ver la varita en tu manga. No es muy sutil, —dijo, poniendo los ojos en blanco.

La boca de Draco se crispó, pero no habló.

Así que Granger lo hizo en su lugar, y su voz era extrañamente tranquila, casi vulnerable.

—Desvanece las cadenas. Me están empezando a hacer daño.

Efectivamente, los gruesos eslabones metálicos se clavaban en sus muñecas y tobillos, donde tenía algunas de las ronchas más feas.

—Finite Incantatem.

Las cadenas se deshicieron en humo negro, arrastrado por el viento. Liberada, Granger se sentó erguida y se frotó la piel maltratada. Había varias marcas nuevas además de las antiguas, que ahora estaban aún más inflamadas.

Pero Draco no se disculpó ni le echó una mano, así que Granger se levantó del suelo, tambaleándose. Sacudiéndose los pinchazos de la pérdida temporal de circulación. El color volvió lentamente a sus extremidades congeladas y ahora parecía entusiasmada por la revancha.

Escaneó el campo y luego comprobó su reloj de pulsera digital: un aparato muggle barato que de alguna manera había sobrevivido a las ataduras.

—Solo faltan diez minutos para la próxima campana, así que podríamos dejarlo por hoy. Necesito tiempo para encontrar mi varita, y no creo que el profesor Kuytek se dé cuenta si terminamos la práctica un poco antes, —observó Granger, jugueteando con un dial de plástico—. O... ¿quieres repetir?

No hubo respuesta.

Levantó la vista a tiempo para ver a Draco marcharse.

El Gran Salón se fue llenando poco a poco de estudiantes que llegaban de sus sesiones matinales. Casi todos los bancos de la larga mesa serpenteante estaban ocupados.

Afortunadamente, Daphne y Astoria habían guardado los asientos de su grupo en su lugar habitual de reunión, que estaba en el extremo más alejado de la mesa. Lejos de donde los profesores solían comer.

—Siempre llegáis tarde a comer, —comentó Daphne, deslizándose por el banco para hacer sitio a Draco y Pansy.

Blaise se dejó caer en el asiento de enfrente.

—No por elección. A diferencia de vosotras, las altas esferas, nuestro horario nos obliga a salir del edificio. Tenemos que caminar hasta el campo de entrenamiento del Este y volver cada mañana. Lleva más tiempo que bajar de un aula del tercer piso.

—Vosotras dos lo tenéis fácil, —refunfuñó Goyle, masticando un trozo de asado—, Aritmancia, Historia, Política. Todo más fácil que el combate. Aunque hoy no ha estado tan mal. Más hechizos, menos golpes.

Una ronda de síes agradecidos.

Ninguno de los Wolverines había engrosado su creciente lista de lesiones. Ni contusiones repetidas, ni manchas de sangre, ni uniformes andrajosos. El de Draco estaba completamente limpio, ya que no se había caído a la nieve; no había entrado en contacto con Granger ni con el suelo ni una sola vez en toda aquella lección, lo cual era bueno. Había previsto pasar otra tarde de lecciones cubierto de mugre.

Pansy expresó una opinión similar.

—Al menos hace tanto frío que no sudamos. Nuestra clase de Estrategias de Contrahechizos empieza dentro de un cuarto de hora, así que no hay oportunidad de bañarse. —Se inclinó sobre la mesa y se lamentó con amargura—: Odio este sitio. Es como si quisieran convertirnos en máquinas de guerra humanas. Me inscribí en la escuela. No en el ejército.

Al no reconocer el nombre de la clase que había mencionado Pansy, Draco se metió la mano en el bolsillo y sacó su horario. Desplegó el pergamino.

Pansy miró por encima de su hombro.

—¿Qué es la Psicometría Mental?

Antes de que Draco pudiera responder, Astoria, sentada a su otro lado, leyó en voz alta.

La práctica del escudo mental y la invasión a través de la Oclumancia y la Legeremancia. Suena difícil. Y es con la directora. No sabía que enseñara ninguna asignatura en Durmstrang. Qué peculiar.

Una risa desenfrenada.

Todos se giraron para ver a Wolf, que al parecer había sobrevivido a su duelo con Blaise y sonreía. Estaba usando la mesa como respaldo, con las piernas groseramente extendidas a lo largo del banco. Pasaba un tubo metálico de construcción por los grandes músculos de sus muslos como si amasara pan. Un grupo de Wolverines holgazaneaba a su lado, con las cabezas igualmente afeitadas hasta el cuero cabelludo quemado por el sol.

Wolf habló con desdén.

—Elizabeth Dornberger es considerada una Legeremante de nivel maestro, e igualmente experta en escudos. Antes de ser nombrada directora, fue instructora durante años. Estudiar con ella se considera una oportunidad, no algo extraño o peculiar.

—No estaba intentando insultar a la Directora. —Astoria palideció.

—Olvídalo, Astoria. Todos sabemos lo que querías decir, —dijo Draco—. A Munter solo le gusta espiar conversaciones privadas con el único propósito de ofenderse. Probablemente sea lo mejor de su día en un agujero de mierda tan aburrido.

Ahora Wolf estaba escupiendo de rabia, alcanzando un cuchillo de mantequilla. Probablemente decidiendo si clavárselo a Draco en la cabeza o en el esternón.

Sin embargo, Blaise carraspeó sonoramente y luego sonrió, rebajando la tensión.

—No hace daño levantar esos muros mentales, ¿eh, Malfoy? Seguro que Dornberger tiene unos cuantos trucos que nunca aprendiste de tía Bella.

Los demás se pusieron rígidos ante la abrupta mención de Bellatrix Lestrange, cuyo nombre parecía tabú desde su muy público y vergonzoso asesinato a manos de aquella zorra Weasley. Era innombrable. Solo se podía decir a puerta cerrada y sin que nadie de fuera lo oyera. Blaise debería haberlo sabido.

—Lo dudo. Ya he aprendido más que suficiente. Es incluso más desperdicio que golpearse sin sentido en Duelo Marcial, —respondió Draco, inexpresivo.

Wolf frunció las cejas. Estaba abriendo la boca para decir algo desagradable cuando la campana de fin de la comida se le adelantó, ahogando sus gruñidos acalorados.

Todos se deslizaron de sus bancos y se pusieron de pie, dirigiéndose hacia las puertas de entrada con el resto del enjambre. Después de volver a comprobar su horario, Draco se separó de la multitud para desandar el camino que recorrió aquel día en que pidió salir de Soscrofa. Siguiendo su memoria subió cuatro pisos y entró en el pasillo de espejos que conducía al Despacho de la Directora.

Acababa de llegar al vestíbulo de recepción, sin encontrar a ningún secretario con gafas al acecho, cuando una figura surgió de un rincón sombrío. Se volvió y sus miradas se cruzaron, luego se entrecerraron.

Era Theo. Aparentemente dosificado con suficiente Crecehuesos para reincorporarse a la sociedad.

El canalla estaba de pie con los brazos cruzados, los hombros rígidos bajo su capa de piel, el rostro tan pétreo como los muros de la fortaleza. Sin embargo, su túnica parecía más gruesa de lo normal. Probablemente estaba vendado como una momia bajo el uniforme.

Durante un momento, permanecieron allí, observándose en silencio mientras el aire se enfriaba.

—Debería haber adivinado que eras un cobarde y un soplón, —dijo Draco, mordazmente.

Theo no contestó, sino que se quedó mirando con ojos cautelosos, como esperando a que Draco cargara contra él y le rompiera las costillas por segunda vez. Como si estuviera tan patéticamente traumatizado.

Todo aquello hizo reír a Draco. Theo debía saber que no había sido un golpe imprevisto, sino una reacción natural al sentirse amenazado. Cualquier otro habría hecho lo mismo. En todo caso, Theo se merecía algo peor por convertir información que debería permanecer privada en una especie de moneda enferma. Por chantajista.

Y no era la primera vez que ocurría.

—Probablemente cantaste en cuanto encontraste un profesor, ¿verdad? ¿Les contaste todo sobre cómo te pisé como a un maldito insecto? Debiste sentirte increíble al desahogarte y casi hacer que me suspendieran, —dijo Draco con voz áspera.

Como Theo seguía sin responder, Draco resopló y se dirigió hacia la puerta arqueada.

Oyó las pisadas de Theo siguiéndole al interior.

La directora Dornberger no estaba en su mesa, sino paseando por el centro de la cavernosa sala, desprovista de muebles, salvo media docena de taburetes metálicos y estériles, de los que se utilizan en los interrogatorios. Estaban colocados en filas paralelas frente a frente y todos, excepto dos, habían sido ocupados.

Los ojos de Granger se alzaron al verlos entrar en el despacho. Había recuperado su varita del bosque y ahora la limpiaba en su falda de lana.

Renée Dolohov estaba sentada en el taburete de enfrente, observando a la Sangre sucia con vago interés. Extrañamente, Granger no parecía molestarle ni repugnarle, sino más bien intrigarle la cantidad de heridas que tenía; las marcas de cadenas en las muñecas...

Draco desvió la mirada.

—Tomen asiento, Sr. Malfoy, Sr. Nott. Comenzaremos la lección en breve.

La voz brusca de Dornberger rebotaba en las paredes rocosas y daba la clara impresión de que lanzaría un avada a cualquiera que se le ocurriera pensar en la posibilidad de recurrir al cambio de casa.

Draco hizo caso de la instrucción, al igual que Theo. Ambos se acercaron al único par de taburetes libres, que estaban tan juntos que sus rodillas estaban a escasos centímetros de tocarse. Evitaron mirarse a los ojos.

Cada vez más molesto por su proximidad, Draco se sentó más derecho y su atención se dirigió a los dos estudiantes del final de la fila.

Eran gemelos: un chico y una chica de idéntica piel aceitunada, ojos despiadados y cabello liso que les caía hasta los hombros. Tan parecidos que podrían haber sido dos mitades de un mismo espejo oscuro.

Ninguno de los dos gemelos se dignó a reconocer la presencia de los recién llegados, y mucho menos a volverse para saludarlos. Más bien, tenían la mirada perdida en la nada; en el aire delgado ante sus caras delgadas. Como si ya estuvieran practicando la Oclusión.

Dornberger se paseaba detrás de la fila mientras se pasaba una mano por el pelo engominado. Su cara morena estaba tan libre de imperfecciones como en su primer encuentro; ni una sola mancha o arruga. No debería haber sido tan sorprendente, dado que probablemente no tendría más de cuarenta años, si Draco tuviera que adivinar. También le sorprendió lo diferente que era del mucho más joven Kuytek, que lucía su ferocidad como una medalla de honor. En cambio, esta bruja exudaba autoridad como un sutil veneno. Pero era visible en sus más pequeños movimientos: en la forma en que chasqueaba las hebillas de sus botas al caminar; en el ángulo agudo de su barbilla saliente. Y se reflejaba en su voz al comenzar la primera lección.

—Psicometría Mental es una clase prerrequisito para graduarse. Un requisito para los transferidos de séptimo y octavo año. Un privilegio concedido exclusivamente a los Soscrofas, y a ningún otro estudiante. A lo largo de la historia, la práctica de la supresión de la memoria y la intrusión mental ha sido una marca registrada de nuestra casa, una que vemos con orgullo...

Hizo una pausa para mirar a sus dos alborotadores.

La mano de Granger se disparó hacia el cielo.

Dornberger se lo pensó un instante y luego dijo:

—Haga su pregunta, señorita Granger, y recemos por que no sea una demanda.

La Sangre sucia no se inmutó.

—He hablado con otros estudiantes y profesores, y he leído todos los libros publicados sobre las cuatro casas de Durmstrang que hay en la biblioteca, pero sigo sin...

Draco había bostezado ruidosamente. Granger lo ignoró, insistiendo con voz molesta.

—Sigo sin entender las diferencias entre ellos. ¿Le importaría explicármelo? Seguro que los transferidos de Hogwarts nos preguntamos por qué Divinizamos en Soscrofa.

Theo asintió sumiso, mientras Draco se encorvaba en su taburete para estudiar el techo, aburrido y haciendo todo lo posible por no empezar a roncar. Había carámbanos formándose en las piedras, afilados como dagas. Si alguno se derritiera lo suficiente como para caerle en la cabeza, podría hacerle mucho daño. No es que fuera a entrar en calor en un lugar tan gélido.

Suspiró y volvió a concentrarse.

—Nuestras casas son tan distintas como el cambio de las estaciones, y algunos han hecho esa comparación. Por ejemplo, Vulpelara es el zorro ártico, nativo de esta región, pero al que se ve con más frecuencia en primavera, cuando busca huevos en lugar de matar. Es una criatura tímida que evita el conflicto siempre que puede, optando siempre por minimizar su presencia. Nunca altera el delicado equilibrio de la naturaleza, —explicaba ahora Dornberger.

La mirada de la directora se posó en Granger, que se frotaba la muñeca magullada.

—El verano es la estación del lobo nórdico, un depredador de sangre caliente y el enemigo de la casa Vulpelara. Es un glotón muy territorial y voraz que disfruta tanto cazando como capturando a su presa. Luego viene Ucilena, o la orca, que domina la temporada de cosecha. Se la considera una criatura comunitaria conocida por su mente compleja. Un seguidor de reglas muy racional que valora una rígida jerarquía social.

Cuanto más hablaba Dornberger, más se interesaba Draco. Todo esto demostraba lo que él ya había supuesto: que Beowulf daba un relato poco fiable de las casas de la escuela. Ahora, por fin, disponía de información real.

Sin embargo, Dornberger dejó de sermonear y señaló con un dedo acusador a los gemelos y a Renée.

—Han sido Soscrofas durante siete años, así que deberían poner en palabras lo que eso significa para nuestras nuevas incorporaciones. Todo el mundo parece tener un punto de vista diferente, y quiero oír el suyo.

Los tres estudiantes intercambiaron una mirada y la gemela dijo en voz baja:

—El gris simboliza el jabalí, también conocido como Sus-crofa o Soscrofa. Esto se debe a que el jabalí es más activo durante el invierno, cuando los demás están inactivos. Espera el momento perfecto para atacar y se retira a su manada. —Dudó antes de añadir—: Por cierto, me llamo Sylvie Ringvold, y mi hermano es Viggo.

El hermano asintió con la cabeza, pero guardó silencio. Dornberger no insistió en su respuesta. Evidentemente, bastaba con que uno de los hermanos Ringvold hablara por el otro.

A continuación, Renée se presentó, omitiendo notablemente su apellido, y dijo:

—Algunos especulan que nuestra casa posee un peligro innato que permanece latente a menos que se le provoque. Algunos nos tachan de profundamente pensadores. Y algunos creen...

—No le he preguntado en qué creen algunos. Le he pedido su opinión personal, señorita Dolohov, —ordenó la directora.

Una pausa y, sin pestañear, Renée afirmó secamente:

—No tengo opinión.

Dornberger soltó una carcajada, como si acabara de oír un chiste nuevo y brillante. Nadie más esbozó siquiera una sonrisa.

—Una respuesta tan típica de Soscrofa, —se rio Dornberger—. Y probablemente la misma no-respuesta que yo le di a mi profesor de Psicometría cuando tenía su edad. Pero ya nos hemos entretenido bastante.

Se detuvo al final de la fila y sus ojos negros se oscurecieron.

—Esta clase solo se imparte una vez a la semana, así que necesitamos cada minuto. Como estaba diciendo antes de la interrupción de la señorita Granger, la capacidad de controlar sus propios pensamientos, cada una de sus emociones, es un sello distintivo de nuestra casa. Lo que nos distingue. También se equilibra con lo contrario: la lectura de la mente. Durante los próximos dos trimestres, dominarán ambas habilidades.

Dornberger se golpeó la sien con un dedo.

—La Oclumancia, también conocida como escudo mental, no requiere varita. En su lugar, se entrena la psique como cualquier otro músculo, mediante la repetición. Para ayudar, muchos eligen una representación visual, que permite a los practicantes compartimentar sus pensamientos y protegerse contra la invasión. Por ejemplo, yo imagino las antiguas murallas que rodean mi casa de Nördlingen, imagino la ciudad bizantina y escondo cada recuerdo en los rincones más insospechados. Entre grietas y en callejuelas olvidadas. Los lugares en los que a un intruso nunca se le ocurriría buscar...

Su voz se convirtió en un débil murmullo mientras Draco dejaba que su atención se desviara. No le importaba quemar la poca energía que le quedaba en tonterías que había aprendido hacía mucho tiempo; que su tía le había inculcado repetidamente antes de su sexto año, el verano en que había recibido la Marca y su primera misión. Fueron tres meses inútiles, puesto que Dumbledore ya lo sabía todo sobre el plan que tanto le había costado mantener oculto. Y esto le parecía igual de inútil.

Así que Draco se dedicó de nuevo a estudiar la habitación, dándose cuenta de que Theo estaba desplomado en el taburete de enfrente y también se había desentendido. Tenía los ojos cerrados como si estuviera dormido. El solitario siempre había sido del montón en todas las asignaturas. Mediocre. Eso no había cambiado.

Mientras tanto, los demás escuchaban con más atención. Los gemelos escribían en diarios de cuero a juego, y Renée al menos estaba consciente.

Todo aquello palidecía en comparación con Granger, que miraba a la directora como un perro hambriento pidiendo sobras. Sin pestañear. Moviendo las piernas con excitación bajo la falda y con expresión enloquecida. Aferrándose a cada palabra mientras garabateaba furiosamente en su propio cuaderno sin mirar la página, que era un amasijo ilegible de manchas de tinta.

El espectáculo hizo que Draco soltara una risita en voz baja. Había olvidado lo absurdamente divertida que podía llegar a ser Granger cuando se ponía nerviosa, pero ahora todo le venía a la memoria: las miles de horas que había pasado riéndose de ella desde el otro lado de la clase mientras montaba una escena. A veces, incluso había encantado pájaros de papel para que volaran hacia su espalda encorvada: un recuerdo que le hacía reír más. Ella nunca se había dado cuenta.

Sin embargo, otra persona sí lo hizo.

—¿Le importaría explicarme qué le hace tanta gracia, Sr. Malfoy?

Su sonrisa se desvaneció al mirar a Dornberger, que fruncía el ceño.

Dornberger no esperó respuesta y dirigió sus siguientes palabras solo a él.

—Ya que está tan seguro de Ocluir que no puede mantener una cara seria o molestarse en escuchar, ¿por qué no nos muestra sus talentos? Una demostración. He oído murmullos de que no sería la primera vez que se le resiste la Legeremancia.

Un escalofrío recorrió su espina dorsal cuando los labios de Dornberger se ensancharon. Curvándose hacia arriba para exponer sus cuatro afilados caninos. Era inquietante.

Y no podía ni empezar a adivinar qué susurros había oído ella... excepto que probablemente él sí podía. O alguna adivinación chiflada, o más probablemente su considerable archivo del Ministerio. El que le seguía a 3.000 kilómetros de Inglaterra.

Ahora Dornberger empezó a doblar sus dedos uno a uno, contando sin palabras sus nueve putos deméritos. Levantó la ceja en señal de desafío.

De repente, Draco decidió que cualquier cosa que ella le echara encima no podía ser peor que la expulsión o Bellatrix Lestrange.

Forzó una mueca.

—Bien. Dígame adónde ir y seré su conejillo de indias.

—Donde está sentado estará perfectamente bien, —dijo Dornberger, y ahora una pizca de malicia salpicó su voz.

Extendió una mano y empujó sin contemplaciones a Theo de su taburete, ocupando el lugar delante de Draco. Luego se inclinó hacia delante y apoyó los codos en los muslos. Su sonrisa no vaciló en ningún momento, incluso cuando Theo refunfuñó y se levantó del suelo.

Ahora miraba a Draco con una intensidad que él correspondía con el mismo entusiasmo. El resto del despacho se apagó, sus oídos se amortiguaron y pronto dejó de oír el rasguño de Granger al tomar notas; el nervioso repiqueteo de cinco pares de zapatos Oxford. Apenas registró la varita apuntando a su frente bañada en sudor. Solo estaban sus pupilas negras y reflectantes. Era como estar atrapado en el trance de un encantador de serpientes.

—Puede utilizar cualquier medio para desarmarme o defenderse, —ofreció fríamente Dornberger.

Draco se obligó a cerrar los ojos, imaginando las oscuras aguas de su mente tal y como le habían enseñado. Vadeando aquel lugar donde aprendió a perderse dos años atrás. El aroma salobre del agua salada le quemaba las fosas nasales igual que en aquellos viajes de la infancia a una lejana ciudad costera.

Se sumergió más profundamente en el agua, y el oleaje se elevó por encima de su pecho, hombros, cuello, hasta que quedó completamente sumergido por el océano helado de su cerebro. Mientras se hundía lentamente en las profundidades ingrávidas, sintió cada pensamiento vulnerable y traicionero envuelto en cientos de impenetrables bolsas de aire. Cayendo en espiral hacia el negro abismo de su propia imaginación.

—Oh, y complázcame con una última petición, Pequeño Mortífago.

Las bolsas estallaron como perforadas, los pensamientos inundaron su cabeza.

Los ojos de Draco se abrieron de nuevo cuando la directora se inclinó hacia él. Lo bastante como para sentir su aliento caliente. Y ahora sus palabras eran apenas audibles, como si estuvieran compartiendo un secreto.

—Necesito que piense en su peor recuerdo, —susurró—, no en la forma en que fracasó en su intento de matar a Albus Dumbledore. No, el recuerdo querealmentele tortura por la noche. Piense en eso, luego oblígueme a irme.

Draco tragó saliva.

—¿Cómo... cómo lo sabe? ¿Por qué iba a...?

Su cara oscura se torció.

Legilimens.