KOTODAMA

"El alma que reside en las palabras"

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Capítulo XV

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Las risas los acompañaban mientras corrían bajo la lluvia, por una de las estrechas calles en dirección al apartamento en que vivía Kagome con su amiga. Una llovizna suave los había acompañado desde la izakaya de Kaede hasta la estación del tren y luego, cuando estuvieron nuevamente fuera, se encontraron con el aguacero que los obligó a comenzar una carrera que de todas maneras no evitaría que se mojasen.

Dieron la vuelta en la última calle y el chapoteo de sus pasos sobre la acera encharcada hacía aún más evidente la soledad del lugar. Se detuvieron en la puerta exterior del edificio y Kagome sacó su llave, apartándose el flequillo que se le pegaba sobre la frente.

—Ven, entra —le indicó a InuYasha en cuánto pudo abrir.

—No, entra tú, yo me voy —contestó él.

—Estás empapado, deberías subir a secarte un poco —Kagome no quería resulta insistente, sin embargo InuYasha estaba realmente mojado, la capucha de su chaqueta se le pegaba a la cabeza por el agua que contenía.

—Tranquila, no es mi primera lluvia —quiso sonreír y notó que temblaba involuntariamente.

—InuYasha —instó, usando su nombre cómo aliciente.

—¿Qué pasa con tu amiga? ¿Qué le dirás de mí? —no estaba demasiado seguro de querer involucrarse más en el mundo de Kagome de lo que ya había hecho.

—Que eres un amigo —razonó ella y luego agregó— Porque, eres mi amigo ¿No?

InuYasha se descubrió sintiendo la fuerza y la responsabilidad que tenía el concepto de amistad; sin embargo, como un avaro lo deseó.

—Se podría decir —aceptó la amistad como un paso extraño hacia algo que ansiaba y a la vez sabía que no le convenía tener.

—Decidido, entonces. Te vienes —declaró Kagome con total determinación.

Así como solía ser ella, pensó InuYasha y respiró hondamente, comprendiendo que su referencia tenía una profundidad que lo confundía, que parecía provenir de un largo tiempo de conocimiento.

Se dejó guiar por la escalera que había a un costado del edificio, notando la inquietud de tener que plantarse frente a alguien que era importante para Kagome, después de todo, no viviría con alguien si no fuese así.

—Aún no me dices por qué la señora Kaede te llamó chico perro —la escuchó insistir con aquello y esa insistencia lo hizo sonreír.

—No es una historia interesante —se encogió de hombros, además no se sentía a gusto hablando de ello.

—Puede que para mí sí —ella lo miró hacia atrás, cuando ya estaban llegando al tercer piso.

InuYasha estuvo a punto de sonreír nuevamente y lo único que le impidió hacerlo fue el asombro que sintió. Se dio cuenta que no sabía la cantidad de veces que había sonreído desde que encontró a Kagome hoy.

—¿Me lo contarás luego? —pidió ella, ya con la llave en la mano.

InuYasha sólo se limitó a asentir.

Se mantuvo en silencio, mientras entraban por el pasillo interior, en tanto Kagome giraba la llave en la puerta. Una vez que ésta se abrió, se vio iluminado por una columna de luz que invadió el exterior. InuYasha se sintió abrumado ante la idea de estar bajo el juicio de alguien más, de una desconocida. No se le daba bien conocer a personas, no le gustaba la sensación de impersonalidad que había en los primeros encuentros, ni la voluntad que necesitaba para mantenerse ante el escrutinio que otro estaría haciendo de él. Eso era algo que no había experimentado con Kagome, ella había conseguido que su primer contacto en firme resultara fluido e incongruentemente cómodo, a pesar de las circunstancias de ese momento.

Quizás su amiga se parezca a ella —ante ese pensamiento su mente reaccionó con una negativa inmediata; no había nadie como Kagome para él.

Dio un paso atrás, asustado por sus propias conclusiones ¿Qué era esto?

—Adelante —la escuchó decir, desde el interior del apartamento.

—No, creo que es mejor… Shippo me estará esperando —intentó una disculpa y se alejó un par de pasos.

—InuYasha —reaccionó ella y le habló desde la puerta.

—Otro día —le ofreció e intentó una sonrisa que distaba mucho de las tantas que había disfrutado esta tarde.

Pudo leer en la expresión de Kagome el desconcierto y algo de desencanto; aquella también le resultó una emoción conocida.

¿Kagome? —escuchó la voz de su amiga desde el interior.

No quiso mirar atrás nuevamente.

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Llevaba unos días realmente miserables y aunque InuYasha no quisiera reconocerlo, se debía mayormente a la espina que se le había quedado clavada luego de dejar a Kagome en su apartamento. Desde entonces no la había vuelto a ver, a pesar de ansiarlo. Intentaba mantenerse ocupado preparando clases para Shippo, además de meter horas de trabajo en lo que podía. El chico estaba bien y dentro de unos días le quitarían la escayola del brazo. Aquello le daba cierto respiro y hoy lo necesitaba de forma particular.

InuYasha llevaba cerca de una hora caminando en dirección a un encuentro que no podía aplazar más. Había hecho el trayecto desde la casa que compartía con Shippo en dirección a Horaana, la cueva, el lugar en que habitualmente estaba Naraku.

Su mirada fue a dar a una cabina telefónica y se quedó observándola un momento más de lo necesario, del mismo modo que le pasaba con cada una que veía y Kagome aparecía en su mente como un pensamiento recurrente que no lo abandonaba. Le había dicho que la llamaría y se abstenía, a pesar de desear estar con ella y ser apresado, por un par de horas, de la frescura que traía consigo. No tenía ninguna claridad sobre lo que le sucedía con ella, sólo sabía que se había instalado en sus pensamientos y no parecía querer salir. Si tenía que definirla, Kagome era como un torbellino que lo traspasaba una y otra vez, sin pausa, e incluso así le daba calma.

Dejó atrás la cabina y dobló en la última calle que debía transitar. A pocos pasos se encontró con la entrada al restaurante que había en la parte baja del Horaana. Un lugar regentado por Kikyo, esos eran sus dominios y en ellos daba rienda suelta a su refinado gusto, con mobiliario elegante y una cocina excelente que no todo el mundo podía pagar. El resto del elegante edificio de cinco plantas era ocupado por Naraku y en él llevaba a cabo sus negocios de guante blanco, además de tener su residencia. InuYasha podría vivir aquí, si quisiera, Naraku se lo había dicho muchas veces; no obstante, él prefería tener la escasa libertad de vivir en una casa abandonada, al menos ahí no tenía que rendir cuentas.

Se dirigió directamente a la entrada que había en un lateral del edificio, junto al restaurante. La primera puerta se abría sin problema, sin embargo, para acceder a la segunda debía ingresar una contraseña de seis dígitos o de lo contrario no pasaría más allá. Ingresó los seis números y escuchó la apertura electrónica de la pesaba puerta. Una vez dentro subió la escalera hasta el segundo piso y desde ahí tomó el ascensor. Habitualmente iba por las escaleras hasta el quinto, pero hoy no estaba de humor y quería terminar con el trámite lo antes posible.

Suponía que Naraku le daría un nuevo sermón sobre lo mucho que se estaba perdiendo al no actuar de acuerdo a sus consideraciones y aunque sabía que no podía tomar al hombre a la ligera, no quería caer de pleno en sus garras, otra vez; bastante le había costado estar sólo al alcance de éstas.

Al llegar al piso marcado, InuYasha se encontró con el largo pasillo que daba a una puerta de estilo tradicional hermosamente pintada, hecha con madera y papel de arroz. En cuánto se acercó ésta fue abierta por dos mujeres que permanecían en kimono y arrodilladas para deslizar los paneles. Al interior se encontró con un suelo cubierto de tatami, luz natural y un jardín interior que contaba con su propia composición de agua que resonaba sobre las piedras al caer. Todo rezumaba cuidado al detalle, desde el tipo de planta que decoraba el espacio, hasta la madera elegida para la estancia. Naraku permanecía vestido con una yukata de color azul oscuro, en un sobre suelo de madera lustrosa y sentado en un mullido cojín de color crudo, manteniendo la posición de loto. Tenía los ojos cerrados y su largo pelo recogido en un atado alto y rizado. InuYasha se acercó, procurando la distancia mínima de tres metros que él solía pedir y ahí esperó.

Los minutos comenzaban a pasar e InuYasha no estaba del todo seguro de si Naraku sabía su presencia. Se miró la punta de las deportivas y luego la zona plana de la goma por la parte de abajo. Tomó aire, llenándose los pulmones con calma y descansó la mirada en las azoteas de los edificios que se llegaban a ver desde el amplio ventanal.

—¿Has comido? —preguntó Naraku, a modo de saludo. Pasaba de medio día.

—Sí —mintió.

—¿Te importa si lo hago yo?

—No.

Hizo un gesto a una de las mujeres que permanecían presentes y a su servicio; ésta se perdió por una puerta lateral. Luego de eso fijó la mirada en InuYasha, que había observado la acción con fingida indiferencia, y caminó para acercase a él mientras inspeccionaba su aspecto.

—Te veo bien —mencionó—, aunque creo que has andado mucho últimamente, se te han desgastado las deportivas.

InuYasha se mantuvo impávido, intentando no mostrar ninguna reacción ante las palabras del hombre.

—Deberías pasarte por el cuarto piso y buscar unas nuevas —aquello lo dijo cuándo su inspección ya había pasado por la espalda de InuYasha y comenzaba a llegar frente a él nuevamente—. También deberías tomar otra chaqueta, estoy cansado de verte con ese rojo.

—Te lo agradezco, pero estoy bien así —había aprendido que se podía ser cortés incluso para mandar a la mierda a alguien.

Naraku sonrió.

—Siempre igual de claro. Bueno, lo que nos convoca entonces —se alejó, entrando a una habitación lateral e InuYasha lo siguió.

Entró en la biblioteca, lugar en que Naraku solía tener sus reuniones. Una de las paredes estaba cubierta por libros, de arriba abajo y de lado a lado. Al fondo tenía una vitrina acristalada en la que conservaba los pergaminos más antiguos de su colección. El lugar sólo contaba con una ventana pequeña y alta, contrastando con la amplitud del ventanal de la habitación que acababan de dejar. A un lado, y centrado, había un escritorio y en contraposición una serie de objetos que formaban parte de la colección de antigüedades que podía mostrar a sus compañeros de negocio.

—Siéntate —le ofreció.

—Prefiero estar de pie —intentó mantener su autonomía, aunque sólo fuese una impostura.

Naraku se quedó de pie tras el escritorio y desde ahí lo miró con un gesto que había dejado de ser el relajado de hace un momento atrás.

—¿Qué te he hecho? —la pregunta lo sorprendió— Te niegas a comer conmigo. Te niegas a recibir mis regalos y ahora te niegas a sentarte para tener una reunión.

InuYasha se mantuvo un momento en silencio. Conocía a Naraku desde que tenía casi diez años y aunque nunca le había hecho nada demasiado malo, sabía que a otros sí. Cuando llevaba apenas una semana viviendo bajo su techo y comiendo de lo que le servían, lo había llevado a un sitio en un barrio de Tokyo dedicado al vicio. Recordaba haber escuchado hablar de dinero y de una deuda que ya no podía esperar para ser pagada. Ese día InuYasha supo cómo es que se rompía el brazo de un hombre y también su voluntad. Ese día aprendió, también, lo que significaba la obediencia y el temor.

—No busco ser descortés, sólo quiero terminar pronto —le explicó, a medias.

—¿Una chica? —preguntó.

Naraku solía hacer eso, acercarse a él de una forma amistosa que lo llevaba a bajar la guardia y sentirse cómodo, hasta que olvidaba que sólo era una herramienta para él. Para otro podía estar bien, había quienes vivían bien así, aprovechando lo que les podía dar y pagando el precio que les pidiera. Sin embargo él necesitaba algo más, necesitaba libertad.

—No —no se lo diría—, sólo un trabajo.

—Oh. Una de esas cosas insignificantes que estás haciendo ahora —ahí estaba el juicio.

Durante los primeros años, cuando aún era un niño y comenzaba su adolescencia, ese tipo de comentarios le importaban; después de todo Naraku era lo más cercano a una figura paterna que había tenido. Prefirió encogerse de hombros y así no dar mayor respuesta.

—Sería mejor que hablásemos de un trabajo de verdad, de esos en los que eres realmente impresionante —habló casi con orgullo.

InuYasha prefirió el silencio, no tenía palabras que pudiera expresar en la situación en que se encontraba. No es que dependiese de Naraku, pero sus patas eran largas y agudas, como las de una araña que envuelve a su presa y la deja colgando de la red hasta regresar por ella. Así era su mentor, una araña que tejía redes tan extensas que aun en un lugar como Tokyo, no podías huir de ellas.

InuYasha hundió un poco más las manos en los bolsillos del pantalón y jugó con la posición de los pies en el suelo.

—Eso, eso es lo que vi en ti —indicó Naraku—. Esa despreocupada indiferencia. La forma en que tu lenguaje corporal intenta decirme que no te intimido, a pesar de que estás aquí porque no tienes alternativa —comenzó a rodear el escritorio, como si quisiera asecharlo— ¿Quién eres InuYasha? No tienes un apellido al que recurrir. Eres una mancha en un sistema, un desaparecido.

Sí sabía quién era, se había encargado de averiguarlo, aunque Naraku no estuviese al tanto.

—Dependes de mí, a pesar de ti mismo —insistió e InuYasha no pudo evitar pensar que Naraku también dependía de él.

El silencio se hizo pesado. Naraku evaluaba el valor de su pupilo y éste mantenía la mirada fija en un punto de la madera del suelo, sin permitirse obviar al hombre frente a él. Lo escuchó soltar el aire en un suspiro que parecía estar ahí para mostrar la decepción en el otro hombre. A InuYasha no le importó, hacía mucho que ya no buscaba su aprobación.

Lo escuchó suspirar.

—Bueno, si es eso lo que quieres —continuó y sacó de su escritorio un sobre—. Necesito que le entregues esto a Muso Zanyo.

InuYasha se acercó y recibió lo que le extendía.

—Zanyo ¿El que trabaja para Kaguya Yasei? —preguntó, con cierta incredulidad espontánea, que se recordó no debía permitirse. De todas maneras le parecía un encargo extraño.

—Sí, el mismo —Naraku lo miró directamente a los ojos, como si con ello le transmitiese la relevancia de ese hecho. Luego desvió la mirada para enfocarse en los papeles de su escritorio—. Lo siento, chico, si no quieres aceptar el lugar que busco para ti, te toca hacer de recadero.

Le mostró una sonrisa mínima que casi podía parecer producto de su imaginación.

—¿Plazo? —preguntó InuYasha, pasando a su conducta profesional de cero a cien.

La sonrisa de Naraku se amplió durante un segundo antes de borrarse.

—Cuatro días —aceptó el hombre.

InuYasha comenzó a barajar las posibilidades que tenía para dar con el objetivo. Muy a su pesar, en estas cuestiones se sentía como un demonio que buscaba liberar su instinto. Escuchó una puerta lateral, enfrentada con la que habían cruzado para entrar a la biblioteca.

Mi señor, te estamos esperando —escuchó a la mujer que se asomó por aquella puerta. La observó y pudo ver su pelo oscuro, suelto y humedecido que caía por la espalda, mientras una bata de organza transparente dejaba ver el vello de su pubis y los pezones que coronaban dos pechos hermosos.

InuYasha pudo ver de reojo que Naraku le hacía un gesto con la mano.

—Enseguida, preciosa Onryo —lo escuchó. La mujer dio medio paso más, antes de dirigirse con cierta languidez al interior de la habitación nuevamente, parecía que deseaba exponerse más aún, aunque con cierto elegante recato que contrastaba dramáticamente con su indumentaria.

Cuando la mujer entró en la habitación, InuYasha se giró hacia Naraku.

—Le gustas —dijo el hombre frente a él— ¿Por qué no te pasas por la zona del ofuro un rato? Yo comeré ahora.

InuYasha sabía perfectamente a lo que se refería Naraku. No era la primera vez que estaba en este lugar y en más de una oportunidad lo había visto salir del enorme ofuro que tenía en la habitación contigua, además, rara vez estaba solo.

—¿Necesitas confirmación? —preguntó, refiriéndose al encargo, de ese modo cambiaba radicalmente de tema.

—Esa es tu forma de negarte —aseguró—. No me digas que aún eres virgen —nuevamente mostró aquella mínima sonrisa.

Si lo era o no, no era cuestión de Naraku. Lo escuchó suspirar una vez más y en cada nuevo suspiro podía oír la decepción. InuYasha esperaba a que a Naraku no se le acabara la paciencia, antes que él pudiese reunir lo necesario para salir de Tokyo.

—¿Confirmación? —preguntó una vez más.

—Te diría que no, porque eres tú y confío en ti, nunca me has fallado —su voz era calma e incluso agradable—. Sin embargo, no puedo hacer diferencias entre mis colaboradores.

—Lo entiendo —aceptó, sin remilgos.

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Continuará.

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N/A

Esta historia no es rápida, eso desde luego, aunque me gusta la forma en que da tiempo a los personajes de conocerse y mostrar el espacio en que se mueven, además de dejar enganches para lo que quiero contar más adelante.

Espero que disfrutaran de este capítulo y que me cuenten en los comentarios

Besos

Anyara