Renuncia de derechos: Cazadores de Sombras y todo su universo son de Cassandra Clare (y de algunos otros, como en Las Crónicas de Magnus Bane, en las Historias de la Academia de Cazadores de Sombras y en Fantasmas del Mercado de Sombras). Los títulos de los capítulos son de alguien más, espero que alguien adivine de quién. Lo demás es mío, por lo que me reservo su uso.

Advertencia: la presente historia forma parte del universo de «Las Armas del Destino / The Fate Weapons» («LAD/TFW»), conformado hasta ahora por «La aguda espada de dos filos» («Lae»), «Matados a espada» («Mae»), «La espada, el hambre y la peste» («EHP») y «Mazo, espada y saeta» («Mes», también conocida como «Colección "Flores de Sombras"»), las cuales se recomienda leer antes (preferentemente, en ese orden). Así mismo, hay referencias al por mayor de lo publicado de Cazadores de Sombras hasta la fecha (dando patadas al canon en el proceso); por lo tanto, sobre aviso no hay engaño.

Dedicatoria: A minakomarie (Joha), que desde las sombras sé que sigue el progreso de todo lo que aquel primer fic («Lae») ha originado, apoyándome incondicionalmente. A Angelito Bloodsherry (Noe–chan), una de mis niñas Friki, porque sin su apoyo a través de sus comentarios fangirl en esta saga, seguro no habría llegado tan lejos. A Mejor Amiga, por supuesto (ella sabe que lo es), soy yo la parabatai que la salva de sus locuras, mientras ella me salva a mí de mi monótona cabeza. Y finalmente, para todo aquel que ha llegado hasta aquí, deseando que disfrutara la lectura.


«Toma esta santa espada, don precioso que Dios te envía, con la cual exterminarás a tus enemigos.»

1 Macabeos, 15: 16.


I. Hay que dejarse caer.

«Un vaso medio vacío de vino es también uno medio lleno, pero una mentira a medias, de ningún modo es una media verdad.»

Jean Cocteau.

Marzo de 2025.

El primer lugar que Alphonse quiso visitar en Lyon no era fácil de deducir.

El muchacho sabía que, debido a su personalidad, pocos podrían adivinar lo que pensaba. Podría jurar por el Ángel que no era un dato muy divulgado que su padre, pese a haber vivido sus últimos años en París, en realidad era de Lyon, criándose allí hasta que se quedó sin familia consanguínea. A veces se imaginaba haber nacido allí, siendo criado por su padre y una desconocida cazadora de sombras como madre, pero poco le duraba esa fantasía.

Sabía que, para bien o para mal, lo que era en ese momento se lo debía a su ascendencia.

—No pensé que aquí ya hiciera calor.

Alphonse le echó un vistazo al muchacho moreno y de revuelto cabello castaño oscuro que caminaba a su izquierda. Aunque ambos vestían de negro, el moreno se quitó la chaqueta con un rápido movimiento, llevándola en un brazo antes de corresponderle la mirada.

—Prácticamente ya es primavera. Pronto se llenará de turistas —apuntó.

—Bueno, los turistas se van a beneficiar de nuestra increíble presencia.

Meneando la cabeza, Alphonse sintió el repentino deseo de sonreír, cosa que no le ocurría con frecuencia. Respiró hondo, antes de soltar el aire con lentitud y girar ligeramente la cabeza hacia su derecha, antes de indicar con un discreto ademán.

—Por allá está el Instituto.

—Pero no vamos allí, ¿o sí?

Esta vez, Alphonse negó de forma inequívoca.

—Todavía no —aclaró.

De hallarse en una plaza bastante transitada, pasaron a una calle lateral que los llevaba a un punto no tan repleto de gente. Lyon, en gran medida, no era como París, pero tenía sus horas punta de actividad y Alphonse quería darse un poco de prisa, así no se agobiaría con tanta gente.

—¿Acaso nos estamos acercando al Instituto?

—Estamos en una calle que se cruza con la del Instituto, si no recuerdo mal.

—Ahora sé de dónde sacaste el ser tan listo, Al.

—No digas tonterías, Rafe.

Encogiéndose de hombros, Rafael Lightwood–Bane se llevó la chaqueta a un hombro, con un gesto desenfadado que destilaba confianza en sí mismo y que causó las risitas de unas chicas que pasaban por allí.

En ocasiones como aquella, Alphonse se preguntaba qué le había dado por aceptar a Rafael como parabatai. No es que se arrepintiera, sino que no acababa de comprender que el otro hubiera insistido tanto. Sin embargo, sabía que no pudo haber tomado una decisión más acertada: dudaba mucho que, de haber hecho la ceremonia con alguien más, éste lo hubiera acompañado en su infortunio tan de buena gana.

—Aquí —indicó, teniendo de frente lo que buscaban.

—¡Por el Ángel, Al! ¿Se puede saber cuánto dinero tenían tus parientes?

La pregunta era completamente legítima. Estaban ante una casa de tres plantas, de fachada amplia y muy elegante pintada en tonos azules y blancos que, a simple vista, daban una sensación agradable de armonía. El pequeño jardín delantero, aunque cuajado de maleza, todavía mostraba ciertas figuras, la mayoría formadas por matas espinosas pero que en la estación venidera, seguramente estallaría alegremente en color.

—No lo sé. Tendría que preguntar.

De un bolsillo, Alphonse sacó una llave, fijándose en que el material de la misma parecía no concordar con el de la cerradura de la reja exterior, que guardaba el jardín de los extraños.

—¿Qué te parece? —Indagó, mostrándole a Rafael la llave y señalando la reja.

El otro arrugó la frente, pensando detenidamente, antes de sugerir.

—¿Y si la reja tiene una salvaguarda? Ya sabes, como la del Instituto de Londres.

Alphonse asintió una vez con la cabeza. Aquello sonaba lógico. Sin tenerlas todas consigo, apoyó una mano en la cerradura de la reja, la cual emitió un leve clic antes de abrirse.

—¿Y si tú no puedes entrar? —se preocupó Alphonse de pronto.

—Vamos a probar.

El joven Montclaire pasó primero, dejando la reja abierta con cierta aprensión. Lo único que se le ocurrió fue pensar que su padre no le habría indicado que podía llevar a su parabatai si éste no pudiera pasar de aquel punto, así que confió y esperó.

Rafael dio un paso al frente, pero fuera de una leve mueca, no le notó ningún cambio.

—Eso fue raro, Al.

—¿Qué cosa?

—Sentí como si… Bueno, como si pasara a través de algo. Primero fue frío y luego más cálido. Tal vez le caí bien a tu casa.

La broma de Rafael pretendía aligerar el ambiente, pero Alphonse no pudo sonreír.

Aquella, aunque fuera una residencia Montclaire, no la sentía como su casa.

—&—

Conforme exploraba la casa, Alphonse debió cambiar de opinión sobre ésta.

En la planta baja se encontraban el recibidor, la sala de estar, el comedor, la cocina y un despacho con una biblioteca nada despreciable. Las escaleras, enfrente de la puerta principal, se curvaban hacia la derecha conforme ascendía por ellas, llevándolo a una planta donde halló unos cuantos dormitorios, cada uno con signos de haber pertenecido a personas diametralmente opuestas, pero al mismo tiempo, se había quedado en todas un cierto aire de bondadosa nostalgia. Si recordaba bien las anotaciones de su padre, éste había ocupado un dormitorio de paredes verdes, ese que parecía ubicado en una esquina de la planta y cuya ventana daba, casi de lleno, hacia el cercano Instituto. Echó un buen vistazo allí, imaginándose a un pequeño Jérôme Montclaire viendo hacia donde aprendería a ser cazador de sombras, sin tener idea de que su vida acabaría lejos de ese lugar.

La última planta era un ático bastante amplio y con un techo no tan bajo como en otros que había visto. Se guardaban allí diversos objetos, de muy distintas épocas, dejando un gran espacio al centro, donde se notaba el polvo acumulado por años sin ser visitado. Algunas ventanas daban algo de luz y el resto, debía provenir de una lámpara que colgaba del centro del techo. Tal vez, si se esmeraba, podría descubrir allí parte del pasado de su familia, aunque no albergaba muchas esperanzas de identificarse con alguno de ellos.

Volvió a la planta baja, al recibidor, con sentimientos encontrados, para luego escuchar ruido proveniente de la sala de estar. Fue hacia allí, sacando un shuriken en el camino, solo para toparse con que Rafael había descubierto uno de los muebles, que resultó ser un piano de cola.

—Tengo que admitir, Al, que tus parientes tenían estilo —alabó Rafael, contemplando el instrumento, pintado en un tono perla poco común en ellos—. ¿Te molesta si…?

—Adelante.

Rafael sonrió, sacudió con vigor el polvo del cercano banquillo, tomó asiento y tocó una nota, ladeando la cabeza.

—Parece que está afinado, aunque no sé…

Tras estirar los brazos por encima de la cabeza, Rafael posó ambas manos sobre el teclado y comenzó a tocar una canción que Alphonse reconoció, aunque el título no le venía a la mente. Solo tenía la sensación de que su parabatai se divertía tocándola y con ello, quería divertir a los demás, cosa que en su caso, solo a veces conseguía.

—Luego lo revisaré mejor, pero por ahora, parece que está bien —indicó Rafael en voz un poco más alta que de la melodía, viéndolo por encima del hombro—. ¿Tú qué dices, Al?

—Sí, claro, hazlo. Será más tuyo que mío, ¿no?

Rafael dejó escapar un bufido.

—Solo porque no aceptaste que te enseñara a tocar —señaló.

Alphonse se encogió de hombros, sin ser consciente de que se miraba las manos. Nunca se había sentido capaz de hacer algo medianamente artístico, aunque vagamente, recordaba que de pequeño lo había intentado. Sacudió la cabeza, haciendo de todo para obligar a su mente a no ahondar en esas memorias. No valía la pena, no cuando ahora tenía a su alrededor más amor que frialdad. Sonrió apenas, con una idea en mente.

—La música es bonita, pero… Tal vez intente primero con el regalo de tío Étienne.

Frunciendo el ceño, Rafael parecía no saber de qué hablaba, hasta que su memoria le ayudó y abriendo los ojos como platos, sonrió.

—¡Hazlo, si quieres! Aunque… En Nueva York no te animaste.

—No le veía el sentido. Pensaba que… No creí que pudiera, pero ya no importa.

—Te acusaré con tía Clary, entérate.

—Deja eso y toca esa canción que le gusta a Getty, anda.

Con una ceja arqueada, Rafael esbozó una sonrisa de lado que Alphonse no entendió.

—¿La de la película francesa? —preguntó Rafael, que casi se echó a reír cuando Alphonse asintió—. ¿De dónde la conoce, por cierto? No creo que ningún adulto la dejara ver esa película.

—Oyó la canción una vez en mi celular. La puse un día, mientras leía en la biblioteca.

En esa ocasión, Rafael no pudo contener una carcajada, acomodándose de nuevo delante del piano, al tiempo que decía.

—Nuestra amiga tiene gustos raros —comentó en tono bromista, antes de empezar.

Escuchando las notas de aquella canción, Alphonse sintió un nudo en la garganta.

Le dolía admitirlo, casi tanto como le asombraba, pero extrañaba a Getty más de lo que hubiera podido imaginar.

—&—

Les llevó casi todo el día poner las cosas en orden en aquella enorme casa.

Aunque los picaba la curiosidad, Alphonse y Rafael dejaron para otro día el revisar cualquier objeto que llamara su atención, siendo idea del segundo señalar dichos objetos con notas adhesivas de colores, que Alphonse ignoraba de dónde habría sacado. Resultaba hilarante mirar a su alrededor cuando terminaron, descubriendo un mosaico de tonos fluorescentes que en nada se relacionaba con el estilo del lugar, antiguo y elegante, aunque también sencillo.

—A papá le gustaría esta casa —aseguró Rafael, cuando se le ocurrió echarse en un sofá de la sala de estar, aunque sus piernas tuvo que subirlas al apoyabrazos.

—¿No es muy simple para él?

—Tal vez, pero me refiero a… ¿No lo has notado? Uno está a gusto aquí.

Alphonse, tras meditarlo un poco, asintió. Desde el primer momento y pese a la soledad del lugar, algo le hacía sentir cómodo allí, como si lo invitara a conocer cada rincón sin temor alguno. De no saber que sería imposible, era como si la casa lo recibiera con los brazos abiertos, reconociéndolo como su nuevo dueño, alguien con la sangre de aquellos que le precedieron.

—No tengo ánimo de levantarme, pero toca ir al Instituto, ¿verdad?

—Sí, lo siento.

—¡No te disculpes, Al! Lo único bueno de haber venido es esta casa y conocer la ciudad. Porque podremos conocer la ciudad, ¿no?

—Eso espero. Vamos, antes que se haga más tarde.

Rafael asintió, dejando el sofá y tomando sus armas, que había dejado sobre una mesa de centro, de madera finamente tallada. Alphonse se llevó las manos a la cintura, tanteando las empuñaduras de sus principales armas, antes de dar media vuelta y preceder a su parabatai.

Aunque dudaba que los mundanos pudieran ver realmente la casa, Alphonse no dudó en cerrar con llave la misma. La reja, por lo visto, no necesitaba ese requisito, lo que hizo que se preguntara qué habrían empleado sus antepasados para asegurarla. En un chispazo de lucidez, mientras andaban por la calle rumbo a su destino, el muchacho sacó su teléfono celular y buscó entre los contactos, hasta dar con el que necesitaba y abrió la opción de mensaje de texto.

—¿Qué pasa? —Quiso saber Rafael.

—Me diste una idea con lo de la salvaguarda —contestó distraídamente, tecleando las palabras lo más rápido posible antes de enviar el texto—. En Nueva York, en tu casa…

—¡Ah, sí! —Rafael asintió con la cabeza, sonriendo de lado—. ¿Le preguntaste a papá?

—No, a monsieur Flamme.

—¿Te dio su número? ¿Cuándo?

—Antes de venir aquí. Por lo visto, le preguntó el mío a madame Glace y me envió un mensaje. Es que pensé… Si él realmente fue amigo de… de grand–père Frédérique…

—… Tal vez él pusiera la salvaguarda —completó Rafael, asombrado—. Al, amigo mío, eres brillante, ¿lo sabías?

Alphonse se encogió de hombros, guardándose el celular.

Para llegar al Instituto de Lyon, lo único que debían hacer era doblar una esquina y en la siguiente calle, seguir avanzando como si quisieran ir al norte de la ciudad. Haciendo así, pronto tuvieron a la vista la fachada del Instituto, ubicado en una esquina y al que los mundanos, seguramente, veían como una ruina considerada reliquia y a la que no debían entrar.

Como el Instituto de París, el de Lyon tenía cierto aire gótico, pero sus dimensiones eran más pequeñas y su aspecto, más modesto que el de la capital francesa. La piedra, sin embargo, lucía más desgastada, dándole al edificio un aire lúgubre que no invitaba a acercarse demasiado.

—¿Tenemos que entrar ahí? —Masculló Rafael, haciendo una mueca.

—Dijeron que ése era el primer problema. No llegamos tarde, ¿o sí?

Rafael miró su muñeca izquierda, donde llevaba un reloj de pulsera con correa negra, para luego negar con la cabeza.

—Bien, entonces deberíamos…

—¿Eres el chico Montclaire?

La pregunta hizo que el muchacho diera un respingo, mirando hacia la derecha. No vio más que un auto estacionado, así que frunció el ceño, perspicaz.

—¿Al? —Rafael, que había avanzado un par de pasos más que el otro, de pronto se giró con expresión confundida—. ¿Qué sucede?

—Lo siento, pensé que… Nada, deben estarnos esperando.

—¿Eres el chico Montclaire?

—¿Quién quiere saber?

Haciendo una mueca, Alphonse dio media vuelta, pero no encontró a nadie. Parpadeando con aire confundido, quiso mirar de nuevo a Rafael, pero se sobresaltó con la imagen que se topó.

Veía a Rafael a través de una figura ataviada con el traje de combate de los cazadores de sombras. Algo en su rostro le resultaba familiar, pero no sabía por qué.

—¿Eres el chico Montclaire?

—Rafe, tenemos compañía —apuntó Alphonse, aparentando tranquilidad, antes de responder a aquella figura fingiendo que seguía hablando con su parabatai—. Sí, soy yo.

—Pruébalo. Preséntate como es debido.

Por un segundo, Alphonse no tuvo la menor idea de lo que le estaban pidiendo. Rafael aprovechó ese intervalo para colocarse a su lado, observando discretamente a su alrededor.

—¿Qué pasa? —preguntó Rafael en un susurro.

—No estoy seguro, tal vez… —Alphonse, tras pensarlo un momento, se aclaró la garganta y pronunció en voz baja, pero con toda claridad—. Soy Alphonse Edward Montclaire, hijo de Jérôme Montclaire, nefilim; y de Amélie Poquelin, mundana con Visión. Soy un nefilim instruido para proteger a los mundanos, para vivir de acuerdo a las leyes de la Clave y el Convenio, y para respetar los Acuerdos. ¿Puedo saber quién pregunta?

La figura delante de él arqueó las cejas, de una forma tal que le dio un escalofrío. Cuando ésta se acomodó un rebelde mechón de cabello rojizo tras una oreja, Alphonse fijó su atención en sus ojos, presintiendo que allí estaba la respuesta que lo esquivaba. Un destello del color de cierta gema le dijo que tenía razón, incluso antes de que se la dieran en voz alta.

—Sí, puedes saberlo. Soy Juliette Abigail Bellefleur, hija de Jean–Claude Bellefleur y Mildred Cartwright, esposa de Frédérique Montclaire y madre de Jérôme Montclaire. Soy una nefilim criada para proteger a los mundanos, para vivir de acuerdo a las leyes de la Clave y el Convenio, y para respetar los Acuerdos. Queremos saber por qué percibimos que nuestra sangre estaba en riesgo.

—¿Por qué…? ¿En plural?

Solo entonces notó Alphonse que Juliette no era la única a quien que debió poner atención, aunque simulara que hablaba con Rafael sin mirarlo a la cara.

En la puerta del Instituto de Lyon había unos cuantos fantasmas más y eran ellos los que impedían que cualquiera pudiera entrar.