Capítulo 27

El Destino que Creamos


Tomo un sorbo de mi té, dejando que el calor y el leve amargor se fundan en mi paladar mientras contemplo el horizonte desde mi oficina en el ministerio. La luz del atardecer se desliza suavemente por las ventanas, tiñendo de dorado cada rincón, y mis pensamientos se concentran en la figura que tanto he imaginado, en la persona que hoy, finalmente, llegará.

Sobre la mesa, un cúmulo de documentos reposa en silencio, cada uno portador de decisiones inminentes.

Hoy, más que nunca, sé que debo actuar de forma radical: mis métodos han de cambiar, y el futuro, incierto y amenazador, exige medidas audaces. La situación que se cierne ante mí es el inminente ataque a Priestella, un hecho que me obliga a tomar decisiones arriesgadas: tendré que partir sin mi hija, sin la posibilidad de un retorno seguro; cada paso estará impregnado de peligro, cada decisión, de la sombra de la muerte.

Y, sin embargo, es esa misma cruda necesidad la que me impulsa, porque sé, con una certeza casi inamovible, que el ataque ha sido, en esencia, premeditado, una jugada predestinada en este tablero de ajedrez.

De alguien que debo matar en un futuro.

La novela, ese libro que me ha ayudado y quitado, me reveló que los arzobispos no estaban en busca de las candidatas, sino de algo mucho más importante. Fue sencillo descifrar que lo que buscaban era un objeto olvidado, legado por Echidna hace cuatrocientos años.

Un objeto que ella anhela con la misma intensidad con la que yo lo necesito, pues en él se entrelazan tanto el poder que ella necesita, asi como un poder que quiero controlar.

—Servirá para hacer metías… —murmuro, con la voz impregnada de determinación, mientras mis ojos recorren nuevamente los documentos del acuerdo con la compañía Muse para establecer una sede en Irlam.

La formalidad del contrato contrasta con la urgencia de mis pensamientos, y sé que mañana tendré una reunión crucial con Anastasia y Felt. Es en ese encuentro donde los planes se transformarán en acción, donde cada decisión tomará forma en el crisol del peligro.

El ataque a Priestella, según la información que da la novela, se avecina en estas fechas; el tiempo corre, y cada día se vuelve vital. «Tardaremos doce días en ir», reflexiono, sabiendo que, aunque no tengo certeza de cuánto será el ataque, no puedo permitir que la inercia nos consuma.

«No puedo dejar que tanta gente muera…»

Un suspiro de frustración se escapa de mis labios al imaginar el caos que se puede causar, el caos que se causó en la novela. La cantidad de gente que murió, la cantidad de personas que perdieron sus hogares.

«No se trata de derrotarles, si no de salvar a todos».

—Mierda, si tuviésemos un tren todo sería más fácil. —Mis palabras resuenan mientras me cubro el rostro, dejando que un suspiro escape en medio de la tensión.

En ese preciso instante, las puertas de la oficina se abren de par en par y, como si el destino se hubiera vestido de urgencia, Otto irrumpe en la estancia.

—¡Hermod ha llegado! —exclama, su voz vibrante y llena de expectativa, mientras entra apresurado. Su traje, impecable y realzado por una corbata roja que contrasta vivamente con su cabello plateado, denota la mezcla perfecta de elegancia y prisa.

Lo miro con una leve sonrisa, recordando cómo en otros tiempos yo habría respondido de inmediato a la excitación del encuentro, pero ahora, la responsabilidad me obliga a contenerme.

—Vamos, cálmate —le digo en tono suave, consciente de que el pobre de Otto ha sostenido la ciudad en innumerables ocasiones, manteniendo todo a flote, incluso cuando la tormenta parecía no tener fin.

Si tan solo supiera que necesitaré su integridad cuando parta hacia Priestella.

Mi pobre ministro de economía tiene que ser explotado laboralmente.

Ya sé lo que debo hacer.

Más tarde, lo invitaré a tomar algo, y cuando su mente despierte de la fatiga, le explicaré los pormenores del plan.

«Que buen jefe soy».

—¿Por qué estás sonriendo así? —pregunta Otto, encogiéndose de hombros como si presintiera un secreto en mi leve sonrisa, un atisbo de esperanza o quizás de una inquietud oculta.

—¿Quieres ir a tomar en la noche? —respondo, dejando que la curiosidad en su voz se diluya en la brisa que entra por la puerta.

Su leve inclinación de cabeza sugiere que, aunque sorprendido, la idea le resulta atractiva.

—Sin hablar del trabajo, deberíamos ir todos. Podemos apartar la cantina, solo le tengo que pedir el favor a…

—Yo me encargo —interrumpe Otto, con la determinación de alguien que conoce bien el peso de las responsabilidades.

Salimos ambos del ministerio, y en la entrada, mientras la conversación se disuelve en la helada brisa de la tarde, mis pensamientos se desvían momentáneamente hacia asuntos menores.

«Tengo un sentimiento extraño».

Miro hacia el cielo, intentando descifrar entre las nubes el augurio que presiente mi interior, pero pronto algo capta mi atención: el clima, ya frío, se torna aún más cortante, y siento como si una oleada de nieve helada me azotase la piel.

Con la mirada fija en la dirección del viento, observo una carroza que parece estar forjada en un metal blanco, tan elegante en su diseño que desafía las nociones propias de un mundo medieval. No es casualidad: esta carroza se desplaza sin la ayuda de un dragón de tierra, una anomalía que despierta en mí tanto asombro como preocupación.

Mis ojos se abren de par en par.

«No puede ser posible.»

No me importa, en verdad, que el pasajero sea alguien poderoso; lo que realmente me inquieta es la carroza.

«¿Ya hay automóviles?»

Me pregunto en silencio, mientras mi mirada se pierde en el brillo metálico y mis manos comienzan a agitarse con una mezcla de ansiedad y fascinación. La tecnología, en este mundo tan variante, se cuela de forma sutil, desafiando las categorías que antaño daba por sentadas.

La carroza se mueve sin necesidad de un animal, a una velocidad prudente sin generar tambaleos. Aunque parece medieval, este mundo oculta en sus sombras destellos de modernidad que, en mis planes futuros, me podrían jugar una mala pasada.

«Como sea.»

—¡Bienvenidos a Irlam! —resuena mi voz, tan imponente como el eco de un destino ineludible, y nos inclinamos en señal de respeto. La persona que se encuentra ante nosotros es un candidato al puesto de gobernante de Gusteko, y desde el primer instante, el ambiente se carga de una presencia casi palpable.

El maná en el aire se vuelve más denso, como si intencionadamente quisiera imponerse y recordarnos que aquí, él es quien tiene el poder. Al observarlo, noto algo extraordinario: su maná es de una pureza inusitada, igual al de un espíritu, fluye con una cadencia y un control que trasciende la simple habilidad.

Es evidente que este hombre es un genio.

Su cabello dorado se eriza con el impulso del viento, enmarcando unos ojos azules que destilan confianza y autoridad. Con la presencia de un rey, extiende su mano y, en un gesto cargado de misticismo, invoca ante nosotros algo semejante a un copo de nieve, un símbolo efímero de su dominio.

Pero en ese instante, algo desconcertante llama mi atención: detrás de él, como si se tratara de un espectro, aparece la silueta de una persona atemorizada. Es como ver dos almas entrelazadas, dos facetas de un mismo ser, coexistiendo en un solo cuerpo.

No parece venir acompañado, lo cual me resulta totalmente extraño. En un mundo donde el poder suele ir de la mano con la compañía, la soledad de este hombre resalta aún más su enigmática presencia. A pesar de poseer una fuerza que haría temblar a cualquier adversario, venir solo es casi una declaración: confía plenamente en su habilidad, o quizás, prefiere sembrar un aura de misterio.

—Es un placer encontrarme con el héroe de Lugunica, así como con el dueño de las tierras del ex marqués. —Con una sonrisa sutil, el copo de nieve que había convocado se desvanece en el aire, y su mano se inclina hacia la mía en un gesto seguro y amistoso—. Mi nombre es Hermod Novikov.

«¿Novikov? —pienso en silencio—, eso suena ruso». Miro a Hermod con curiosidad, pero sé que llegará el momento oportuno para indagar sobre sus orígenes. Después de todo, en este mundo, donde convergen reminiscencias de mi propio hogar, un apellido ruso no resulta tan inverosímil.

Sostengo su mano con firmeza, encontrando en su mirada un océano de experiencia y secretos sin contar.

—El placer es mío. Siéntase libre en estas tierras; luego lo llevaré a ver las industrias. —Dirijo la vista hacia Otto—. Te presento a mi ministro de economía, quien también nos acompañará hoy, Otto Suwen.

Otto se inclina cortésmente, completando las presentaciones. Los tres subimos a la sala de reuniones, un espacio sobrio y elegante, destinado a trazar alianzas y definir el futuro. La reunión no es solo para fines diplomáticos, sino para tejer una red de apoyo que beneficie a ambas partes.

Una vez sentado, Hermod desvía la mirada hacia la pared por un breve instante, lo que me hace dudar. Con discreción, imbuyo mis ojos con maná para discernir cualquier señal oculta, y en ese momento, la respuesta se manifiesta.

—Parece que se dio cuenta. —Sonríe, y de pronto, una figura se materializa a su lado, dejando tras de sí un leve rastro de maná helado.

Ante nosotros aparece una mujer de porte altivo y belleza singular: una elfa completa, cuyos rasgos afilados y elegantes orejas, notablemente más largas que las de Emilia, resaltan contra su cabello negro azabache y una tez tan brillante como la nieve. Su mirada, de un ocre intenso, complementase cabello, mientras su armadura, fabricada en el mismo metal que la carroza que habíamos visto, no emite maná, sino que parece absorberlo, modulando sus corrientes con una fluidez casi orgánica.

—Esa es una armadura interesante. —Comento, no sin cierto asombro.

—¡Mis disculpas por la falta de respeto! —Exclama ella, inclinándose en un gesto de cortesía sincera.

—No hay problema, si tuviese la oportunidad también lo haría al visitar una ciudad desconocida —admito, mientras dirijo mi mirada nuevamente a Hermod.

—Es mi guardiana, su nombre es Indis. —Su tono es casual, y eso me relaja.

«¿Acaso necesita un guardián? La fuerza aparente de este hombre sola parece suficiente para ser un desastre andante»

Con el ambiente distendiéndose, pasamos a establecer varios contratos. Hermod se concentra en los detalles sobre la producción de acero y en la implementación de las máquinas a vapor, así como en el telar industrial y la máquina de imprenta. Su enfoque es claro: estos productos son los insignias del progreso que ambos reinos desean consolidar.

—Básicamente, los productos insignias. —Sonrío, observando cómo los términos y cifras de los contratos, que suman más de mil monedas santas pagaderas en cuotas mensuales durante un año, se ajustan para crear una alianza mutuamente provechosa.

—También, me gustaría regalarle esto. —Toco una campana, y al instante, un sirviente entra con una máquina de escribir y un metía espejo, herramientas que prometen mantenernos en contacto, sin importar la distancia ni el tiempo.

Los ojos de Hermod se iluminan, genuinamente interesado en el aparato.

—Se ha hecho bastante popular entre los nobles y escritores en Lugunica. Te regalo esta como agradecimiento por contratar nuestros servicios.

La atmósfera se llena de un leve murmullo de aprobación, y mientras asimilo la magnitud de la oferta, el ambiente se vuelve menos denso y más colaborativo, como si la tensión inicial se hubiera disipado en la cordialidad del intercambio.

Las propiedades mágicas de esas armaduras me intrigan, pero este no parece el momento adecuado para preguntar al respecto.

—Hermod, ahora que hemos establecido un contrato comercial, hay algo muy importante que necesito preguntarte.

Su expresión no cambia. Sigue sonriendo, confiado.

—¿Conoces el país de Rusia?

Alza una ceja, pero rápidamente suspira.

—Mi apellido me delata. Supongo que es bastante único. —Asiente, mirándome fijamente—. No soy ruso exactamente, pero el cuerpo que poseo sí lo es. Para alguien de la tierra como tú, era de esperar que lo notaras.

Su mirada se posa sobre nosotros, pero su actitud es relajada, como si ya nos conociera a ambos, como si fuéramos viejos conocidos.

«No vale la pena preguntar como sabe de mí, no parece ser el momento para decirlo.»

—¿Rusia? —pregunta Otto. Tras mi explicación, su expresión se torna aún más severa.

Otto desconfía por naturaleza. En eso nos parecemos, pero él es mucho más hábil que yo para leer las intenciones de los demás. No por nada es un gran negociante.

—Soy un espíritu poseyendo este… ¿medio cadáver? —Su afirmación nos deja atónitos—. El alma de quien poseía este cuerpo fue destruida, pero yo ya estaba aquí cuando sucedió. Nunca estuvo muerto, pero su alma no está.

Otto lo observa con cautela. Sus ojos formulan la pregunta que su boca no pronuncia.

—No lo maté. Él sacrificó su alma para salvarme. —Hermod sonríe y suspira—. Era el hijo de un soldado de la Segunda Guerra Mundial. Formaba parte del ejército de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, pero fue transportado aquí durante una operación.

Otto me lanza una mirada inquisitiva. La historia es extraña, pero suena demasiado similar a la forma en la que yo mismo fui traído a este mundo.

Hermod apoya una mano en la mesa.

—Te contaré más adelante. Por ahora, solo diré que vine para cumplir una promesa.

«¿Una promesa?»

—Voy a decirte cómo rescatar a Beatrice.

Extiende un mapa sobre la mesa y señala con el dedo un punto marcado en rojo.

—Dependerá de ti salvarla o no. Si quieres intentarlo, te espero en Pardochia en un mes. Ahora mismo es imposible que entres: el denso maná lo vuelve letal para los humanos. Pero cuando termine la temporada de condensación, el acceso será seguro.

Sonríe con cierta picardía.

—Claro, si controlaras mejor tu sensibilidad al maná, podrías entrar sin esperar.

Se levanta, y yo reacciono de inmediato.

—¡Espera! —Extiendo la mano, mirándolo con incredulidad.

¿Qué demonios pasa con este hombre? Es como si, en lugar de mantener una conversación, simplemente soltara información sin parar. Hablar de salvar a Beatrice de la nada, justo después de mencionarme una pista sobre mi poder... Todo es demasiado repentino.

Pero hay cosas que debo hacer, sin importar mis emociones.

—Hay algo más que quiero proponerte.

Su mirada se afila.

—¿Ah, sí?

Lo observo fijamente.

—Una alianza política entre posibles gobernantes.

Justo en ese momento, Emilia entra en la sala.

El ambiente cambia. Es como si dos grandes potencias mágicas chocaran, como si el aire se congelara en medio del impacto. Dos presencias heladas, cada una tratando de ser más fría que la otra.

—He oído mucho sobre la candidata Emilia. Es un placer.

Hermod toma su mano y deposita un beso ligero sobre ella.

—Mi nombre es Hermod Novikov, candidato al trono de Gusteko.

—El placer es mío. —Emilia sonríe con calma—. Mi nombre es Emilia, candidata al trono de Lugunica.

Mi corazón da un salto, pero lo ignoro al sentir la intensa mirada de Otto sobre mí.

«Te mato si dices alguna tontería».

Le sostengo la mirada, pero sus ojos reflejan una sonrisa burlona.

«Celoso, celoso».

Este idiota cree que soy un niño al que le afecta un simple beso en la mano. Qué tontería. Es un gesto diplomático, no hay razón para ponerme celoso. Además, Emilia y yo no somos pareja, así que no debería importarme.

«Yo podría besar su mano cuando quisiera.»

Ella se sienta en mi lugar, quedando justo frente a Hermod.

Él, al ver que Emilia quiere hablar, le concede la palabra.

—Puedes empezar. —Sonríe con confianza.

Emilia aclara su garganta.

—Gracias.

Cierra los ojos unos segundos, reflexionando, y luego lo mira con firmeza.

—Tu campaña sobre la libertad me parece interesante. Leí tus propuestas en los informes y creo que tenemos muchas ideas en común.

Emilia apoya los brazos en la mesa con determinación, su mirada fría y analítica. No es la misma joven inexperta de antes; ha aprendido a negociar, a medir las palabras y, sobre todo, a enfrentarse a quienes desean ponerla a prueba.

—Lo que sabes sobre mí es lo que dicen los medios —comienza, su tono tranquilo, pero firme. Una sonrisa se aflora en su rostro, una sonrisa junto a una postura confiada—. Pero quiero que entiendas algo: mi objetivo no es solo gobernar Lugunica. Quiero un punto medio, un equilibrio. Si aspiro a la paz en mi reino, debo asegurarme de que otros reinos también prosperen.

Mis ojos se abren de repente, su forma de expresarse dio un giro completo.

Miro hacía Otto momentáneamente, quien también se ve sorprendido.

«¿Me está imitando?»

Hermod sonríe, pero su expresión cambia en un instante. Su mirada se oscurece, y alza una mano para detenerla.

—Entiendo tu perspectiva, candidata Emilia. Es noble… pero inexperta —su tono ya no es amistoso, sino pesado—. Gusteko no es como Lugunica, si no un reino en una ascendente escalera al abismo.

—¿La iglesia? —pregunto, pero Hermod niega con la cabeza.

—Odglass, uno de los Cuatro Grandes Espíritus —su voz se endurece, sus manos se tensan sobre la mesa—. Llevo cuatrocientos años intentando matarla. Ella es quien creó la iglesia y la religión actual de Gusteko, asi como quien instaura al rey de Gusteko; al papa, mejor dicho.

Suelto una risa baja e incrédula.

«Nos cuenta estas cosas como si ya nos conociese, no puedo entenderlo.»

Este hombre, o lo que sea que sea, está decidido a hacer una locura.

«¿Matar a uno de los cuatro grandes espíritus?»

—Voy a erradicar la iglesia, porque nunca debió existir en primer lugar —declara, y su mirada se desliza hacia Indis, quien asiente con una sonrisa—. Gusteko debe cambiar si quiere sobrevivir a lo que se avecina.

Su afirmación me hace reflexionar. Gusteko nunca ha sido un país débil. Sus guerreros son feroces, sus espíritus poderosos, y su mineral mágico, único en el mundo. Pero si su estructura es corrupta, entiendo a qué se refiere.

—La corrupción no deja que llegue la primavera —susurra Hermod con una sonrisa enigmática—. Dime, candidata Emilia, ¿te harás enemiga de un país entero? ¿Te enfrentarás a uno de los Cuatro Grandes Espíritus? Eso es justo lo que voy a hacer.

Emilia baja la mirada, pensativa. Su silencio es pesado, como si pesara cada palabra antes de pronunciarla.

—¿Qué les hace malvados? —pregunta finalmente—. No quiero sonar grosera, no es mi intención pero… ¿Cómo sabes que son los malvados?

Sonrío ante su pregunta.

No se deja arrastrar por el juicio de otros, necesita entenderlo por sí misma.

Los ojos de Hermod se abren ligeramente antes de que su sonrisa se torne orgullosa.

—Esclavitud, masacres de humanos y espíritus por igual… en Gusteko, eso es el pan de cada día. —Hace una pausa, su voz cargada de amargura—. La información viaja lenta en nuestro país debido al clima extremo. La iglesia se oculta en ese silencio haciendo lo que quiere, obteniendo poder y haciendo cosas que no harán crecer a la población.

«Las iglesias siempre son las villanas en estas historias, es un poco cliché», pienso, pero no lo digo.

Aunque, más que la iglesia, parece culpa de la forma de gobernar del espíritu.

—Pero, para ser honesto, eso no es lo que más me importa —su voz baja, su mirada se vuelve sombría—. Mi verdadero objetivo es matar a Odglass. La iglesia es solo la realizadora de la acciones de ese espíritu.

Su dedo golpea el mapa sobre la mesa, señalando las montañas.

—Odglass quiere destruir el sello en Pardochia, por eso necesita obtener el suficiente poder. No puedo decirles más, ya he dicho suficiente por ahora.

El peso de sus palabras cae sobre la habitación, pero Hermod no espera una respuesta inmediata. Se reclina en su silla y me observa con una intensidad renovada.

—No necesitas decidir ahora. Sin embargo, tengo un requerimiento para considerar esta alianza a futuro.

Me clava la mirada.

—Quiero que traigas a alguien. Quiero ver qué clase de guerreros tienes. Si existirá la posibilidad de una alianza, al menos debo ver un poder que pueda mantenerla.

Hermod ya ha deducido algo sobre nuestras habilidades. Sus recuerdos le han permitido conocer nuestras armas de fuego y su potencial. No se sorprenderá con tecnología o estrategia convencional. Si quiere evaluar nuestra fuerza, debo elegir a alguien que represente nuestro verdadero potencial.

«Mi mejor opción está descansando… pero aún me queda alguien más.»

—De acuerdo. Mañana tendrá su combate —respondo, con una sonrisa—. Vamos a ver las fábricas, quiero mostrarte orgulloso la grandeza de Irlam.

Hermod asiente y, con esa simple decisión, el resto del día transcurre sin problemas.

El ambiente se inunda de energía en el campo de batalla. Luan e Indis se posicionan en el centro del patio, donde el suelo, aún fresco por la humedad matutina, comienza a alterarse ante la inminente colisión de fuerzas.

Ambas se miran fijamente, sabiendo que este combate es tanto físico como una colisión de voluntades.

Luan ha sufrido mucho por la guerra y la batalla contra Roswaal, su poder sigue siendo un misterio, pero ella es la persona que está destinada a algo más grande.

Debe seguir creciendo.

Indis, con una postura firme y serena, opta por no sacar su espada; en lugar de ello, extiende los puños con precisión, como si deseara medir la valía de Luan sin necesidad de armas. La diferencia de poder es palpable, pero lo que más intriga es descubrir hasta dónde puede llegar Luan con el entrenamiento que ha tenido.

—Te daré los primeros diez golpes —declara Indis en tono frío y seguro. Al pronunciarlo, convoca al instante una barrera de hielo cristalino que se cierne a su alrededor, destellando bajo la luz como una muralla de diamante.

Luan cierra los ojos por un breve instante. En ese silencio interno se libra una lucha dentro de sí misma: el frío exterior se disipa mientras sus manos irradian un calor abrasador. Al abrirlos de nuevo, su cabello, antes pálido, se enciende en intensas tonalidades de rojo vibrante, y sus ojos se tornan de un carmesí feroz.

De sus palmas emergen dos esferas ígneas, tan rojas como la sangre derramada en antiguas batallas.

—¡Eso es! —grita Luan, lanzando bolas gigantes de fuego hacía la barrera. Cada movimiento es un grito silencioso de rabia y determinación, una respuesta a los recuerdos dolorosos de un pasado en el que la debilidad significaba condena.

El maná explosivo de Luan choca con la barrera helada de Indis, generando una densa neblina que oculta momentáneamente la escena.

Cuando la bruma se disipa, se ve que la defensa de Indis sigue en pie, aunque con fisuras evidentes. Luan frunce el ceño, sorprendida; probablemente esperaba que la fuerza de su ira fuese suficiente para romper la barrera de inmediato, como lo había logrado con Roswaal.

Desde un costado, Hermod murmura con asombro y reverencia:

—Las emociones de un dragón influyen en su magia. La furia, la tristeza, la determinación... son combustibles que potencian su poder.

«¿Un dragón?»

Cada golpe que Luan lanza distorsiona su rostro en una mezcla de dolor y furia, mientras el fuego en sus manos se intensifica y se expande en ondas de calor. De repente, en medio del fragor del combate, un grito desgarrador retumba en el aire:

—¡Yo quiero ser fuerte!

Ese grito no es solo una exclamación; es el clamor de su alma, el eco de incontables muertes y sufrimientos vividos en la guerra, donde la debilidad ha costado vidas inocentes.

Cada recuerdo doloroso y cada lágrima derramada se convierten en combustible para su ira, haciendo que su poder se dispare de forma incontrolable. El ambiente se vuelve sofocante; el pasto bajo sus pies empieza a chispear y arder, mientras el aire se llena del olor a ozono y metal fundido.

Garfield observa la contienda, boquiabierto, incapaz de apartar la mirada.

—Es fuerte…

Con un movimiento rápido y decidido, Luan se agacha, reuniendo toda su fuerza en un solo golpe. Inspirando profundamente, sus ojos, inyectados de un rojo casi sobrenatural, destilan determinación.

¡Boom!

Un estruendo sacude el campo: su puño, envuelto en llamas vibrantes, impacta contra la barrera de hielo. La defensa no se rompe de inmediato; la fuerza del ataque hace que la capa helada se derrita rápidamente, gota a gota, hasta transformarse en un charco de agua que se evapora al instante.

Cada gota que cae genera una breve neblina, pero la protección de Indis, resguardada por su aura gélida, persiste.

—Bien hecho, niña.

Aprovechando la apertura, Indis responde con una elegancia letal. Con movimientos precisos y fríos como el hielo, se lanza hacia Luan y conecta tres jabs en el estómago, la cara y el vientre, cada golpe resonando con la contundencia de un martillo de hielo.

El impacto hace que el cuerpo de Luan se arque, pero lejos de ceder, su ira se enciende aún más; cada golpe recibido se convierte en combustible para su furia, y su maná se agita de forma casi explosiva.

—¡NO CAERE! —Su maná explota, haciendo que Indis retroceda.

La onda de fuego recorre todo el lugar, siendo destruida por Hermod.

El cuerpo de Luan ha cambiado, su cuerpo comienza a temblar, su ropa se ha calcinado por completo.

Pero la mirada de Luan parece decidida.

—¡No te distraigas! —Indis lanza otro poderoso jab.

En un torbellino de movimientos, Luan esquiva el cuarto golpe girando ágilmente hacia un lado, sus piernas ejecutando una patada circular que corta el aire y obliga a Indis a esquivar.

—¡AHH-

Con un rugido entrecortado, Luan extiende la mano y concentra una nueva bola de fuego, sus dedos vibrando con fuerza.

—¡Yo puedo! —grita, y en ese instante, su mano se transforma en una espada de fuego blanco. La luz que emana es deslumbrante, iluminando el lugar con un resplandor casi celestial.

En medio del fragor, Luan se abalanza en un salto acrobático, aproximándose a Indis con la agilidad de un águila.

Pero Indis no parece sorprendida.

Con un salto en giro, Indis lanza una patada descendente con la precisión de una bailarina letal, Luan, aprovechando la energía acumulada en su espada de fuego blanco, atrapa la patada en un inesperado giro de fuerza y técnica.

El fuego y el hielo se entrelazan en un abrazo violento: el ardor de Luan choca con el maná gélido de Indis, generando una explosión de luz y vapor que oscurece brevemente la visión.

—¡Luan! —grita Emilia preocupada.

En ese instante, el campo se transforma en una sinfonía caótica: patadas que cortan el aire, puñetazos envueltos en llamas y ráfagas de hielo que destellan en la penumbra. Cada intercambio es una coreografía de fuego y hielo, donde la intensidad de la lucha se ve en la mirada de Luan.

Las heridas de Luan sangran y se evaporan al mismo tiempo, pero sus ojos comienzan a verse casados.

—¡Puedo seguir! —Sus gritos potencian su fuego, su fuerza se incrementa, pero Indis no parece darle una oportunidad.

«No solo el poder no es suficiente, si no su experiencia.»

Los contragolpes de Indis resuenan como martillazos de hielo, chocando con la furia ardiente de Luan, mientras ambas se deslizan, bloquean y contraatacan con una fluidez asombrosa.

«Ha mejorado tanto en tan poco tiempo...»

El rostro de Luan se contorsiona, mezclando dolor y furia, cada golpe recibido aviva la llama que arde en sus venas.

—¡Debo ser más fuerte!

Sin embargo, el fuego de Luan se comienza a apagar, cosa que Indis aprovecha para dar un golpe certero en su mandíbula. Su cuerpo tambalea y, en medio de la última confrontación mano a mano, su cuerpo cede y se desmaya, cayendo pesadamente al suelo.

El combate se detiene en un instante; el eco de los golpes se disipa, dejando solo el susurro del viento y el vapor que se eleva.

Las manos de Luan se encuentran quemadas, su ropa carbonizada por completo. Ha luchado con todas sus fuerzas, pero aún así no pudo dar un golpe fuerte hacía Indis.

Pero me siento orgulloso.

«Se ha vuelto muy fuerte.»

El silencio que sigue es sepulcral. Cada espectador retiene el aliento. Emilia se lanza de inmediato en auxilio.

—¡Luan! —Emilia corre de inmediato hacía ella junto a Otto, quien la cubre con la chaqueta de su traje.

—¡Quema! —grita Otto, mientras que Garfield se mantiene mirando hacía Indis.

—Fue una buena pelea.

Sus movimientos precisos y llenos de fuerza demuestran la evolución que ha vivido.

Hermod, observando a mi lado, comenta con voz cargada de tristeza:

—Esa chica... su futuro será muy duro.

La mirada de Hermod lo dice todo: hay un destino para ella, pero no parece ser uno feliz.

Mientras tanto, Indis se acerca lentamente para examinar sus pies, retirando cuidadosamente los zapatos forjados en aquel mineral mágico.

Aunque el fuego de Luan no logró fundirlos por completo, sus pies muestran cicatrices profundas, llenos de yagas, testigos del impacto del poder de Luan.

—Su magia ha atravesado el metal hasta alcanzar su objetivo —murmura Indis, aplicando un tónico a su herida y dejando escapar un suspiro de alivio.

—Deja que Emilia te cure —añado con voz firme, desviando mi mirada hacía Hermod.

Luan fue capaz de aguantar y dar la impresión suficiente en Hermod.

La forma en la que Hermod hace las cosas es directa, y eso realmente me gusta. Pensé que, por ser un ser de hace cuatrocientos años, con tanta experiencia, sería más como Puck. Pero no parece ser el caso.

Hermod sonríe ampliamente mientras dirige su mirada hacia Garfield.

—Eso fue interesante, puedo ver que también posees gente poderosa de tu lado. Linajes raros, sin duda alguna.

Después del combate, Hermod y yo nos retiramos a la oficina de Roswaal para tener una última conversación antes de que él parta. Indis decide quedarse a vigilar a Luan, que aún parece abatida por la batalla, mientras nosotros nos sentamos en la sala a concluir nuestro encuentro.

No parece que vaya a decir algo sobre Echidna, así que lo omitiré.

Sacando un frasco negro de mi bolsa, coloco el objeto frente a Hermod y le digo:

—Ahora, hay algo que me gustaría saber. Dime, ¿qué sabes sobre el miasma concentrado?

El frasco contiene un miasma líquido, una niebla densa concentrada en maná en estado de putrefacción, que parece tener vida propia, capaz de consumir y crear monstruosidades con lo que toca.

Hermod observa el frasco, acercándose con una calma enigmática.

—No puedo decir mucho; realmente no he estado interesado en él. Lo único que puedo decirte es que el mundo vuelve a su estado primordial.

Sus palabras resuenan en la habitación. Yo repito en mi mente:
«¿El mundo vuelve a su estado primordial?»

Hermod continúa, con voz casi susurrante:

—Solo descubriendo la verdad del mundo y liberándolo podemos desentrañar la verdadera naturaleza de nuestra existencia.

Sin previo aviso, rompe el frasco. El miasma se congela al instante, formando una escarcha que titila en la penumbra. La cantidad de maná que se desprende es asombrosa, demostrando un poder que supera con creces cualquier cosa que su puerta pueda contener.

Este hombre, sin duda, es peligroso.

—A mi modo de ver, la magia y el miasma son dos caras de la misma moneda —declara, cerrando los ojos en un breve instante, como si recordara secretos que preferiría no revelar—. Debemos decidir, pero…

De repente, su rostro se torna sombrío, y sostiene la cabeza con una mano, como si acabara de recordar algo que no debía.

—Marco Luz, parece que estarás involucrado en la verdad de este mundo —me señala, mientras yo solo puedo escuchar con atención—. Entiendo lo que intentas hacer, y te apoyo, pero debes tomar una decisión… ¿El mundo puede soportar la verdad? Piensas en descubrir la verdad, pero quizás el mundo esté mejor sin ella.

Con una mirada decidida le digo:

—Estoy construyendo un mundo que pueda soportar lo que se viene. —Pongo mi mano en mi pecho—. Ese es mi objetivo, sin importar que enemigo se ponga en frente.

A mi no me interesa la verdad, me interesa crear un futuro en que las personas puedan crecer, puedan avanzar. No quiero destruir las cosas, quiero crear oportunidades.

«Si para ello debe haber dificultades, entonces asi será».

Hermod me da la espalda para marcharse, pero antes de despedirnos, dice con tono misterioso y cálido a la vez:

—No necesito despedidas. Ven a Pardochia si quieres conocer la verdad de este mundo, entonces, sabrás a que te enfrentas.

Sonrío, aceptando sus términos.

—Nos veremos allá.

El día se encamina a su fin, y camino hacia la ventana, donde el murmullo de la conversación se funde con la calma del crepúsculo. En ese momento, la puerta se abre y Otto, con una mirada seria y una inquietud palpable, me aborda:

—Marco, necesito que me cuentes todo.

Su tono es firme, pero se nota la preocupación en cada palabra. La mentalidad de Otto y la mía son similares; ambos vemos el bien en ayudar, pero también sabemos que no debemos arriesgarnos con los problemas de los demás.

Sin embargo, yo sé que ese no es el camino que quiero tomar.

Doy media vuelta y veo dos botellas de vino en cada una de sus manos.

—¿No me vas a emborrachar solo para hablar? —pregunto, con una sonrisa irónica.

Otto sonríe y replica:

—Casi mueres varias veces en solo una semana, hablemos un rato, ¿no? —Señala a la ventada—. Emilia se encuentra con Luan y Garfield, asi que seremos los dos.

Ese tipo de momentos son los que más disfruto. Camino hacia el sofá y me siento frente a Otto mientras él abre la botella con un aire de camaradería.

—Empezaré entonces desde lo que sé sobre la verdad —digo mientras él sirve el vino.

Tomo un sorbo y comienzo a explicarle a Otto todo lo que he descubierto: los ataques futuros, los estragos del miasma y las imágenes inquietantes que ha revelado el reino. No dejo nada al azar; cada detalle es expuesto con precisión.

Incluso le cuento sobre el futuro que puede ocurrir.

Los detalles de las visiones de Emilia durante la prueba.

—Entonces, hay una sensación de incongruencia —murmura Otto, mirando hacia la ventana, donde la luz de la luna empieza a colarse—. Mierda, y yo que pensaba que ya estábamos en problemas.

Sonrío, sirviéndome otro trago.

—Hermano, estamos en esto juntos —extiendo mi copa, mirándolo con orgullo—. Te dije que tendrías mucho que hacer para volverte grande.

Otto ríe con ironía mientras choca mi copa con la suya:

—¡Solo me tienes de esclavo! —grita, pero rápidamente la sonrisa se impone en su rostro—. Tengo que hacerme más capaz; no puedo dejar que el mundo se destruya después de tener novia.

—Debemos seguir, dejar un mundo lleno de posibilidades para las generaciones futuras.

Nuestras copas chocan, y en un trago entero, comento:

—Así quizás pueda pagar un poco de lo que he hecho.

Mientras seguimos hablando, decido contarle más a detalle sobre las cosas que tengo planeadas, las construcciones que son obligatorias y los avances que hubo en mi mundo.

Con una mirada escéptica, Otto comenta:

—Maldita sea, ¿en tu mundo pudieron ir al espacio de verdad?

Asiento varias veces, recordando la primera vez que lo vi.

—Sí, mi mundo no es uno especial en sí mismo. —Miro las estrellas, deseando que alguna de ellas sea esa tierra—. Si tuviese carga en mi celular te lo mostrara, las maravillas de mi mundo.

Aunque me lo quitó todo, también me dio mucho. Reflexiono:

—La humanidad fue capaz de avanzar paso a paso, desde palos hasta metales, desde metales hasta maquinarias, y de esas maquinarias a mezclarlas con electricidad. Lo hermoso de la humanidad es que siempre encuentra una forma de progresar. Desmeritar sus avances con destrucción no tiene gracia; la culpa también impulsa el progreso.

Suspiro, pensando si ese mundo estará bien:

—Llegamos a la luna tras trecientos mil años de existencia, aproximadamente.

Sonrío, mirando el vino revolverse en mi copa.

—Este mundo aún le falta mucho, pero quién sabe cómo será en unos años.

—Quizás ni exista —murmura Otto, y por un instante, nuestra preocupación se mezcla. Ambos vemos los nervios del uno y el otro.

La respuesta de Otto es cierta. Quien sabe lo que pueda pasar; nadie puede prever tan lejos en el futuro. Si fallamos, si no logramos rescatar y construir el mundo que tanto necesitan, entonces todo habrá sido en vano.

—Para empezar, ni siquiera sabemos a qué nos enfrentamos en realidad —digo, mirando hacia el techo con la mirada perdida y un suspiro que revela mi incertidumbre.

La ida a Pardochia es una obligación, no solo por mi hija, sino por la necesidad imperiosa de cambiar el destino de este mundo.

—Lo siguiente entonces es el ataque en Priestella —dice Otto, mirándome con una seriedad que traspasa el rostro.

Asiento con pesar.

—El ataque a Priestella ocurrirá porque deben obtener un arma de Echidna —contesto, apretando mis manos, incapaz de ocultar el temblor de la desesperación—. Si no logro forjar las alianzas necesarias, tendré que abandonar a Anastasia y a Priestella. No tengo otra opción.

Otto suspira y, con una sonrisa que intenta disipar la tensión, me sirve más vino.

—¿Tú abandonando a alguien que lo necesita? —pregunta, y en esa pregunta encuentro una mezcla de asombro y reproche.

Sabía que mi historia personal me predispondría a dudar, pero en este mundo he aprendido a ver cosas que no sabía tenía. Aunque en otros tiempos me habría forzado a abandonarles, ahora sé que no es mi estilo.

Nunca lo ha sido.

Sonrío, sintiéndome vulnerable y a la vez decidido.

—¡Ja! Una mierda, en fin… Las personas a las que voy a pedir ayuda son tan valientes como Emilia —comento, haciendo un guiño irónico. Felt, aunque su personalidad es explosiva, parece dispuesta a arriesgarlo todo por el bien de las personas, incluso más que Reinhard.

—Aun así, tu plan me parece peligroso —admite Otto, su tono grave matizado por una inconfundible preocupación.

—El riesgo vale su peso en dinero —respondo con una sonrisa que es más una declaración de principios que una mofa; no me interesa el dinero, sino salvar vidas.

Si puedo ayudar, si puedo salvar las vidas de las personas que lo necesitan, lo haré sin dudarlo. Ese es el yo que quiero ser, quizá por eso me duele tanto el peso de cada decisión.

—A Emilia ni le tomaría un segundo decidir salvar a quienes le necesitan —susurro, observando cómo se alejan, su figura recortada por la tenue luz.

—Es precisamente por eso que te gusta tanto —comenta Otto, su voz teñida de complicidad, como si supiera que mi corazón ya ha elegido su camino.

Por un momento, me quedo en silencio, mirando la luna que se asoma tímidamente entre las nubes.

—Ella es el sol más brillante que he visto —digo al fin, colocando mi mano en la fría ventana, dejando que el toque del vidrio me recuerde la fragilidad y la esperanza del mundo.

El futuro es incierto, con su certeza inmutable; no importan las premoniciones, ni el miedo a lo desconocido.

—Entiendo ese sentimiento.

La mirada de Otto se suaviza mientras asiente lentamente, entendiendo la profundidad de mis palabras. Esa complicidad silenciosa entre nosotros es el único consuelo en medio de tanta incertidumbre.

—Por el futuro.

Con nuestras copas alzadas, sellamos un pacto tácito: sin importar los riesgos, sin importar el dolor, avanzaremos juntos hacia lo que nos depare el destino. Cada sorbo, cada palabra, es un recordatorio de que, aunque el mundo se tambalee al borde del abismo, siempre habrá quienes se atrevan a luchar por la esperanza.

Cada ser, cada persona en este mundo, aportará su parte para construir o destruir.

Y es por ello por lo que lucharé.

Lucharé por guiar a las personas hacia un futuro mejor.

Las palabras de mi padre vuelven a mí, tejiendo mi corazón y mi deseo.

—Hacia un mañana más brillante.