Capítulo 242. Por más que caigamos, nos volvemos a levantar

Aplastado como una simple mosca, Makoto trazó un arco desde la línea del frente hasta donde Alcioneo, Gesathl Noah y el resto de santos de plata y bronce esperaban, atónitos, la llegada de un milagro. Los murmullos no se hicieron esperar en cuanto lo vieron, inconsciente y con los ojos blanqueados. No había tenido una sola oportunidad.

El santo de Copa, corriendo a través de perturbados murmullos, acudió al auxilio de aquel valeroso guerrero y comprobó su pulso. Estaba vivo, pero inconsciente.

—Ha bloqueado sus cinco sentidos —comentó Aeson de Copa Negra.

Minwu no se molestó en preguntarse por qué un caballero negro podía venir con tanta tranquilidad cuando llevaban largo rato paralizados por el miedo. Terminado el diagnóstico, a través del cosmos, de Makoto, era de agradecer un par de manos extra.

—También bloqueó su sexto sentido —dijo Minwu, sosteniendo el rostro de Makoto—. El enemigo ha golpeado su centro nervioso. Es fuerte.

Un simple gesto de asentimiento fue toda la indicación que dio Aeson de que lo escuchaba. Copa Negra se inclinó, dispuesto a ayudar a su colega, mientras que atrás santos y sombras se hundían en sombríos comentarios, al ver a Caronte de Plutón regocijándose de su victoria. Apenas notaron por el rabillo del ojo que alguien pasaba más allá de ellos, primero corriendo, luego a pasos desacelerados y al final con el apoyo de dos santos de bronce. Retsu de Lince, Nico de Can Menor y Soma de León Menor Negro se unían a la batalla, mientras los héroes de plata miraban en silencio.

Otros se tomarían el tiempo de hundirse en la vergüenza, Minwu de Copa no podía darse ese lujo. Se centró en recuperar a Makoto, notando algo, una chispa de energía sagrada que fluía por su cerebro, protegiéndolo del colapso.

Donde hubiese luz, habría sombras, cuando unas se movieran, otras lo harían a su vez. Noa de la Nobleza vio, admirado, cómo uno de los caballeros negros y un par de retacos salía a plantar cara a Caronte de Plutón. Confiaba en que ese fuera el primer paso.

Entonces empezaron los ataques, lentos desde su perspectiva, muy veloces para los compañeros de la sombra de León Menor, que veían desde lejos.

—Maestro Noa —dijo Tokisada, acercándoselo—, ¿por qué no nos apoya a nosotros?

Él miró a Reloj Negro, extrañado.

—Esto no es cosa mía —dijo Noa—. Es vuestro amigo quien está creciendo.

El cosmos de Soma estaba despertando en el peor momento posible. Brillante, ardiente, como una hoguera en medio de la noche. A Shaula le traía recuerdos de su niñez, cuando su padre empezó a entrenarlos. Entonces le parecía tan fuerte e invencible, jamás se habría imaginado que pudiera morir, que alguien pudiera morir. Había crecido desde aquellos primeros días de entrenamiento, entendía mejor lo que era el poder y podía, más que imaginar, tener la certeza de que cualquier hombre podía morir.

No quería que su hermano muriera, por eso ella misma se envolvió en un cosmos dorado y resplandeciente. La fuerza de los cielos descendiendo sobre una hija de la Tierra. Despertó el Séptimo Sentido y se abrió a la Octava Consciencia, disparando una salva de Agujas Escarlata directas al cuerpo de Caronte de Plutón. En cuanto la decimocuarta impactó sobre su espalda, Shaula, contrariando los avisos de los recuperados Mithos y Subaru mediante telepatía, lo placó, clavando el decimoquinto golpe, el decisivo. Ninguna criatura viva podría sobrevivir a todo ese dolor.

—¿Ese es tu mejor disparo, árbol? —dijo el astral, mirándola por encima del hombro. Le sonreía con condescendencia, como a punto de darle el premio al esfuerzo.

El regente de Plutón se apartó de ella a un ritmo que al tiempo era lento y veloz. Andaba con tranquilidad, como en un paseo, incluso recibía de lleno las bolas de fuego a mach 100 que le arrojaba Soma, pero cuando Shaula trataba de golpearle, la esquivaba. Se movía de su posición y volvía a ocuparla en fracciones infinitesimales de segundo.

—Cuando supe que mi padre había muerto, tuve miedo —decía Soma, con el rostro enrojecido y sudoroso—. Miedo de que al igual que su vida, su muerte estuviera dictaminada por esa odiosa mujer, esa Tejedora de Planes. —Incontables bolas de fuego diminutas giraron alrededor de los dedos del caballero negro, a modo de anillos—. Entonces te vi y lo entendí, antes de que me lo contaras, lo entendí. Mi padre no murió porque esa persona muriera. Murió para salvaros, porque era un santo de Atenea. —Acelerando a una velocidad imposible, los anillos pasaron a convertirse en aros de pura luz, de un calor y poder sin precedentes—. Yo también lo soy, hermana, yo también lo he sido siempre. ¡Y lo voy a demostrar! —Aprovechando un momento crucial en que Caronte esquivaba un golpe de Shaula, arrojó los aros, la técnica en que se habían refinado las previas bolas de fuego, a modo de proyectiles. Estos viajaron como rayos hasta alcanzar al enemigo, esposando sus brazos y manos, piernas y pies, así como el cuello, por círculos de luz ardiente en un indetenible movimiento giratorio.

El regente de Plutón, divertido, dio un paso al frente. De los aros brotaron incontables picos, colmillos de leoncillo. El astral, sonriendo, dio otro paso, y fue mordido.

Una tremenda explosión consumió toda visión que pudieran tener del enemigo. Sucedida por otra, y otra, y otra más. Shaula quedó atónita por un instante, rememorando el Gran Bombardeo de su padre, pero pronto se recompuso y empezó a arrojar Agujas Escarlata a la par que su hermano generaba más anillos. Incluso Orestes de la Corona Boreal les prestó apoyo, desplegando sesenta mil haces de luz mientras que Arthur de Libra y Triela de Sagitario descargaban sobre la debacle armas de oro.

Solo Aubin quedó fuera de ese intento pueril por detener a un enemigo imbatible. Veloz, se interpuso entre Soma y la muerte cuando Caronte saltó sobre él, intacto.

—Traidor —maldijo el astral, viendo sus propios colmillos resbalar por las alas.

—Es difícil sentir lealtad por alguien que apesta a Rey Durmiente —replicó Aubin, probando con un ataque en que las alas hacían las veces de terribles cuchillas.

El regente de Plutón las repelió con los Colmillos de Cancerbero, obligando al ángel de la Audacia a retroceder. Sin embargo, la intervención en el último momento de Tetis le impidió seguir su mortífero avance. Las fauces de Ceto, Hydros y Thessis, probaron competir por breves segundos con las garras de Caronte, que pronto debieron confrontar también el filo de sendas espadas de oro que Arthur blandía y la punta de las flechas que Triela disparaba, certera. Era una lucha desigual, ninguno de aquellos tres poderosos guerreros podía alcanzarlo siquiera, pero al menos le impedían avanzar.

—Vamos —sugirió Orestes—. Si logramos que abra la Esfera de Plutón, venceremos.

Shaula de Escorpio no estaba pensando en el modo de matar a ese monstruo. En su mente solo había lugar para dar a Soma la oportunidad de huir. Pero el muy necio, aunque sin duda tendría el corazón latiendo a mil por hora, seguía preparando una nueva tanda de anillos, mientras sus amigos le apoyaban. Decidió que valía la pena intentarlo, aunque fuera una locura, aunque Subaru le gritaba que se detuviese.

Cargó de frente, perdido todo raciocinio, sabiendo que a pesar de todo el santo de Reloj y su fiel Escudo la acompañarían hasta el fin del mundo.

Poco a poco, el miedo que generaba Caronte de Plutón se iba disipando. Gracias a eso pudo Lisbeth animarse a andar hasta donde estaba su impotente líder.

Padre —dijo Cincel Negro—, ¿no es tiempo de que intervengamos?

—Está jugando —susurró Gestahl Noah, apretando los puños con rabia.

El intento de Lisbeth por cuestionarle se detuvo enseguida. Una cosa era saber que Makoto había sido derrotado y otra ver que incluso después de recuperar la consciencia, gracias al trabajo de Minwu y Aeson, necesitaba ayuda para siquiera levantarse.

En verdad no eran nada para un astral. Todo dependía de los santos de oro y los demás.

—Lo va a matar —dijo el gigante esmeraldino, alzándose entre sollozos—. Lo va a matar y a esa estúpida ninfa le va a romper el corazón. No lo voy a permitir. —Con gran esfuerzo, el llamado Alcioneo empezó a andar hacia la línea del frente.

Ni siquiera entonces movió Gestahl Noah un solo dedo.

En manos del santo de Libra, las armas doradas eran algo más de lo que siempre fueron. Estaban envueltas por un cosmos notable, a la altura de los ángeles del Olimpo, que mantenía unidas entre sí todas las partículas que las conformaban. A pesar de ello, ni las espadas, ni los escudos, ni las barras y lanzas, podían llegar a la solidez de un arma sagrada como la que Poseidón tuvo a bien entregar a Tetis. En cuestión de segundos, todas empezaron a mostrar grietas y muescas imperceptibles para el ojo común. Esa batalla no iba a durar mucho más. Esos humanos no estaban a la altura.

La santa de Escorpio, tan cabeza hueca como cabría esperar de una ninfa, siguió tratando de abrumar con dolor su sistema nervioso. No terminaba de entender que él no era humano. Le lanzó una patada a la cara, decidido a esta vez arrancarle la cabeza, pero doce mil capas de escudo amortiguaron el golpe y ella pudo escapar con nada más que un fragmento de máscara rota, en la esquina superior derecha.

Era buena cosa, así podía ver cómo ella lo miraba. Con odio, rabia y lágrimas.

—¡Valor santos de Atenea! —gritó Orestes, ejecutando el Resplandor de Luz.

Concentrando todo su poder, el santo de Libra impidió que Caronte esquivara los sesenta mil haces. Una vez más, sus ropas ardieron, su cuerpo sintió el poder del sol.

Dulce calidez.

—¡Caballero negro! —gritó Caronte al dispersarse las llamas y verse cubierto de nuevos aros con colmillos de fulgor apuntando hacia dentro—. ¡Mira cuánto luchan estos inútiles por salvarte! ¿No sería una lástima que vivan para ver tu cadáver?

Sintió el tacto de Hydros y Thessis, de las melladas armas de Libra, de las Agujas Escarlata y el Resplandor de Luz. La superficie de la Esfera de Plutón que usaba a modo de ropa, como una larga chaqueta negra, se dispersaba. La sangre de los vencidos que fluía para dar forma a una sencilla camisa se elevaba como vapor rojizo. Pero su piel invulnerable resistía incluso los golpes súper lumínicos y las armas de la Primera Orden. Había hecho bien en tomárselo con calma y no perseguir a los conejos que tan prestos venían a saltar a las fauces del lobo. Estaba en forma.

—¡Cállate! —gritó Soma, respirando agitado. Gesticulando con las manos, hizo que los colmillos de los aros entraran en contacto con el cuerpo del astral, causando una gran explosión—. ¡Si tanto miedo nos tienes, ve corriendo a casa con tu maldita madre!

Cuando la explosión se disipó, él ya no estaba a la vista. Saboreando la incertidumbre de todos, en especial la del santo de Libra, respondió la pulla desde la sombra:

—¿Miedo? Chico, es decepción. Soy aquel que manda el Olimpo cuando alguien debe ser asesinado. No deseo matar carroña, solo con los santos de Atenea hago la excepción. Tú no eres un santo de Atenea, no eres nada. Eres tú quien debería volver corriendo a las faldas de tu madre, a las raíces de un árbol moribundo y cobarde.

—¡Eres tú el cobarde, maldito seas! —exclamó Shaula.

—Veámoslo —respondió Caronte, apareciendo justo entre Alcioneo, quien venía a rescatar a Soma, y el propio Soma. Los dos quedaron paralizados, por supuesto.

—Sal corriendo, chico —susurró Alcioneo, dando un paso atrás.

—¡Huye! —gritó, para sorpresa de todos, el santo de Reloj—. ¡No eres un santo negro, solo un donnadie de Hybris que está aquí para reforzar a tu general!

La santa de Escorpio pateó a Subaru sin dejar de correr hacia el regente de Plutón. Este no pudo menos que sonreír, ¡de verdad lo estaban intentando!

Tetis de Ceto apareció de improviso ante él, dispuesta a degollarlo.

—¿Crees que no puedo ver más allá de esto? —cuestionó Caronte, mientras tras su espalda se elevaba un brazo de pura oscuridad culminado en zarpas de bestia. La hermana de Tetis había buscado su nuca con la Daga Real, toda una fierecilla cuya pierna ahora estaba bien sujeta. En los ojos paralizados de Tetis pudo ver un ruego: que no lo hiciera—. Desconozco lo que es la misericordia —sonrió, ordenando a aquel brazo de tinieblas que apretara. Oír el grito de la nereida, al son del crujido de los huesos y el manto de plata muerto al romperse, fue música para sus oídos. Después arrojó a aquel bulto inútil contra Tetis, haciendo que ambas cayeran rodando por el suelo—. Trata de dar otro ahora, apestoso pez. Trata —sonrió.

El fémur sobresalía de la pierna a través de una herida considerable. La santa sollozaba, tratando de ponerse de pie, mientras que su hermana perdía el tiempo en curarla.

—¡Un momento, tú eres…! —exclamó Aqua, desesperada.

—¿A qué esperas, pez? —rio Caronte, acercando las manos hacia un completamente paralizado caballero negro de León Menor. Escorpio y Libra, al igual que el ángel de la Audacia y Orestes de la Corona Boreal, trataban de frenar su avance, pero solo veían deshacerse un mero fantasma, una sombra de la existencia de Caronte, que trascendía el espacio tridimensional—. ¿Quieres que mueran tus compañeros?

Las manos del astral tocaron la cabeza apenas girada de León Menor Negro.

—¿Eres Fobos? —preguntó Aqua, llena de temor.

—¿Qué? —dijo Caronte, notando que sus manos resbalaban sin matar a su presa.

—¡Imbécil! —gritó Alcioneo, corriendo a toda velocidad para llevarse a la vez al caballero negro y a Lince y Can Menor, para alivio de Triángulo y Can Mayor. Caronte de Plutón, repuesto de la absurda pregunta de la hermana de Tetis, giró raudo sobre la espalda del gigante, dispuesto a desgarrarle la columna vertebral con los Colmillos de Cancerbero, pero la trinidad de Escorpio, Escudo y Reloj se le interpuso.

A la vez, todos los que había derribado hacía algunos minutos, Sagitario Negro, Aries y Tauro, se habían repuesto, sin duda sanados por la hermana de Tetis. Dio la vuelta, solo para ver que el santo de Mosca estaba junto a ella, cargándola sobre los hombros.

—No os gusta el orden de muertes que he escogido, ¿eh? —preguntó Caronte.

—¡Responde! —exigió Aqua con voz quebrada—. ¿Eres Fobos? ¿Fuiste tú quien invadió Bluegrad y comenzó los Días de Locura infectando la Máquina de Rodas?

Al igual que al principio, un grupo de guerreros lo rodeaban, desafiantes, a pesar de haber demostrado golpe tras golpe que nada podían hacer. La esperanza, el peor de los males, era el motor de esa gente, la razón por la que él jamás podría romperlos.

—No seas estúpida —dijo Caronte—. Entonces yo estaba sellado. Yo estaba…

«Tiene una laguna en la memoria —aventuró el santo de Aries—. Una brecha, debo aprovecharla. ¡Podría ser nuestra única oportunidad!»

Un mero intercambio de miradas con el Juez bastó para que el Ermitaño se terminara de animar. «La mente es un lugar más.» Ese fue el mensaje que le llegó desde el mismo infierno, no para ganarle al ángel del Fuego, sino para este momento. Estaba seguro.

Reuniendo todo el poder de su cosmos, atacó la mente del enemigo.

No tardó en oír sus propios gritos de dolor.

¡Padre! —habían gritado muchos, muchos caballeros negros, que se entremezclaban con los paralizados santos de bronce y de plata.

Desde su posición impotente, sin el menor rastro de Pegaso y los demás y sabiendo que los más fuertes en el ejército eran inofensivos para Caronte, incluso sin que mediaran el alba y la Esfera de Plutón, Gestahl Noah bien podría haberse quedado quieto, esperando el final. Pero por sobre los lamentos de Eren, Luciano, Llama y otros muchos oficiales, oyó los gritos de Soma, quien veía sobre los hombros del gigante Alcioneo cómo el astral quebraba con un golpe de rodilla el manto de Escorpio y la columna de su portadora. Aquel chico, sombra de León Menor, no pedía por su ayuda.

Pedía poder luchar, porque no era una sombra plegada a la voluntad de Gestahl Noah, sino un genuino santo de bronce, por mucho tiempo recluido en las sombras.

Reunió su cosmos oscuro en el dedo, decidido a darle la oportunidad de vivir.

—Es mi hijo, tengo que ser yo quien lo mate —murmuró Gestahl Noah.

Luego disparó la Sentencia de Átropos.

Con espacio ínfimo de tiempo entre una acción y otra, Ofión de Aries y Gestahl Noah golpearon la mente del enemigo, a nivel físico y psíquico. El Ermitaño pronto cayó de rodillas, con los ojos enrojecidos y la oscuridad adueñándose de su cerebro, destruyendo su psique hasta la raíz de la que brotaba el Séptimo Sentido. Pero Caronte ya no reía.

El regente de Plutón trastabillaba. Repelía con toscos movimientos los asaltos de Arthur, Tetis y Aubin, los disparos de fuego, rayo y agua de Orestes, Ícaro y la santa de Cefeo, potenciada por el cosmos de Makoto, pero solo porque era muy fuerte.

—¡Es el momento, Silente! —gritó Garland de Tauro, cuya piel entera hubo de despellejar y renovar para dejar atrás las heridas causadas por Caronte.

Desde su posición, alejada del frente desde hacía algunos minutos, Triela de Sagitario desató todo el cosmos acumulado, transformando el dorado manto en uno trascendental, celestial. Sin verla, el Gran Abuelo podía imaginar el halo místico de un manto bendecido por la sangre de Atenea. De blanco y oro se volvieron las vestiduras de la Silente, de blanco y oro era el proyectil que disparó al cráneo del enemigo.

Ni siquiera superando la velocidad de la luz pudo Garland adelantarse a ese tremendo proyectil, lo que le permitió ver en primera fila cómo atravesaba el ojo de Caronte.

«Este es tu final —decidió Garland, saltando hacia él.»

—¡Desaparece para siempre! —gritó el santo de Tauro, sujetándole la cabeza al astral por ambos lados. Invocó la Tabla Rasa, el poder del Caos, para borrarlo de la existencia. Apretando los dientes y tensando los músculos, imprimió en sus brazos la fuerza necesaria para no dejarlo escapar, a lo que Arthur ayudaba bastante sincronizándose con la telequinesis de Shaula, Orestes, Aubin, Tetis e incluso Ícaro, el chico de Utnapishtim. El cuerpo de Caronte se revolvía, azotado por la entropía, aunque la única herida que tenía era la del ojo: un hueco de oscuridad infinita donde brillaba un orbe violáceo, herencia de sus padres, de su madre—. ¡Desaparece!

—Por mucho que lo digas, no puedo morir, Gugalanna —sonrió Caronte, unas palabras terribles cargadas de muerte, que hicieron estallar los tímpanos de Garland. A pesar de todo, leyéndole los labios pudo ver su final—. Soy el hijo de tu Dios.

¿Él, Fobos de Marte? ¡Cuánta imaginación podían tener los santos de Atenea, siempre dispuestos a echarle la culpa a otros de sus desgracias! Él no era más Ilión, de los makhai. Era Caronte, de los Astra Planeta, un general, soldado de los cielos.

Un héroe, comandado para destruir el mal.

Se envolvió en la dulce oscuridad de la Esfera de Plutón. Asfódelos no funcionaba muy bien desde que se selló el inframundo, era tiempo de pasar a la segunda fase de su estilo combativo, Tártaro. En un mero instante, formó doce brazos de oscuridad y los usó para atrapar a sus molestos enemigos. Al santo de Tauro lo apartó de sí y elevó hasta las alturas, a la lisiada santa de Escorpio, junto a sus guardadores, los aplastó contra el suelo, al santo de Libra, el ángel de la Audacia, el siervo del Hijo y el mocoso de cuerpo cicatrizado que creía ser un santo de oro los frenó al vuelo, a los santos de Mosca y Cefeo los juntó de un solo apretón de la novena mano, mientras que la décima y undécima perseguían a Tetis y Sagitario; la guardiana del noveno templo zodiacal era especialmente complicada, había despertado el manto celestial así fuera por un momento y controlaba como nadie la velocidad de la luz. Pero se conformaba con mantenerlas a la defensiva, al igual que le bastaba con usar el duodécimo brazo por si el santo de Aries sobrepasaba la maldición que destruyó el destino de su antecesor, el chico pelirrojo. Dejó que la mano pendiera sobre ese necio, cual espada de Damocles.

El decimotercer brazo, el mismo que había usado para lisiar a la hermana de Tetis, arrancó a la chillona sombra de León Menor de los brazos de Alcioneo.

—¡No! —gritó el gigante, liberando desde su hombrera derecha unas ondas disruptivas capaces de quebrantar construcciones nacidas del cosmos, la magia y la telequinesis. El brazo osciló por un momento, permitiendo que el prisionero liberase nuevos anillos de luz a increíbles velocidades. Cuando Caronte mandó a Alcioneo a volar, el brazo ya estaba marcado por un millar de aros ardientes, aunque todavía tenía a su presa.

Al mismo tiempo, los poderosos que lo desafiaron se revolvían en sus cárceles, impotentes, mientras que los que lo temían lo miraban, impotentes y desafiantes.

Era especialmente divertido ver al Segundo Hombre con aire derrotado.

—Está jugando —maldijo Gestahl Noah entre dientes, viendo al astral saludarle con una mano. Ni siquiera se molestaba en arrancar la flecha de su cráneo—. Nos subestima —advirtió, viendo a la inquieta Lisbeth, al resuelto Eren, el sensato Luciano, el valiente Takeshi y otros muchos caballeros negros. Entremezclados con los santos de bronce y de plata, daban al ejército un nuevo sentido, muy distinto. Se fijó en Bianca y en Noesis, en Lesath, Zaon y Marin, en los rescatados Retsu y Nico. Había en todos ellos el deseo de luchar, de sobrepasar el miedo que el regente de Plutón derramaba incluso sobre los poderosísimos santos de oro. Incluso sobre él—. Os daré un empujón.

Sintió que alguien pasaba cerca de él. El ángel de una sola ala, Noa, le enseñó el pulgar, denotando que no había estado rascándose las posaderas. Símbolos mágicos aparecieron alrededor de todos los caballeros negros que se habían adelantado.

—Chicos —dijo Noa—. ¡Es hora de podar el árbol!

Desde la perspectiva de Gestahl Noah, su cosmos oscuro lo envolvió todo, como una variante del Arca de Cloto. No se molestó en arrancar una pizca del poder de Escorpio, sino más bien ofrendó un escudo invisible para todos, con un solo canal de salida. El terror que el astral provocaba a su alrededor iría a parar hacia él.

De modo que las sombras de Cincel, Escultor Negro, Orión, Águila, Lobo, Reloj, Osa Mayor, Norma, Centauro y muchas, muchísimas más, acompañados por el guerrero azul Cristal, que nada tenía que perder al saber sellado su destino, saltaron al frente seguros de que era su propio valor el que los impulsaba. Y si meras sombras se atrevían a hacer algo así, los santos de Atenea no podían ser menos, como bien demostró Rin de Caballo Menor al alzar vuelo y adelantarse a todos con una lluvia de golpes sobre el brazo que sujetaba a su padre. Para entonces, ya Noesis de Triángulo liberaba el Tritos Spuragisma sobre el brazo que sujetaba a Soma, el amigo de su discípulo, llenando de sellos triangulares la mitad superior mientras que la inferior era mordiscada por dos enormes canes de tinieblas y el Huracán de Garras Aceradas.

Resultaba una visión espectacular. Cada uno de esos brazos poseía el poder de someter e incluso matar a un santo de oro de la más alta capacidad, pero los guerreros sagrados no estaban pensando en eso. Ya fueran Lesath y Zaon, con Amanecer y Harpe, ya Aerys y Cristal, con el brutal contraste entre el fuego y el hielo, ya Yuna y Mera, con ágiles y constantes golpes, todos ponían su mayor empeño en asegurarse de que al menos uno de los que podían de verdad combatir a Caronte de Plutón lo distrajera de su empeño de dar muerte a quien para la mayoría no era más que un desconocido.

«Te equivocas —se dijo Gestahl Noah, apenas de pie gracias a que Noa le servía de apoyo—. No es un desconocido, ellos también lo han notado.»

El cosmos resplandeciente que rodeaba a aquel chicho brillaba de un modo único. Él también luchaba contra las zarpas, marcadas por las saetas de Archón y los rayos de Eren, llevando al extremo los músculos de su cuerpo y espíritu.

Incluso si todavía buena parte del ejército seguían rezagados, siendo él, Noa y Alcioneo los elementos más destacados, seguía siendo algo notable. Y aterrador.

Porque Caronte ni siquiera los estaba viendo.

—¡Ajá! —exclamó Caronte tras atrapar a la escurridiza santa de Sagitario. Ya solo le quedaba Tetis de Ceto, cuyas impresionantes armas habían cortado decenas de veces las garras de uno de los brazos de oscuridad. Con un solo vistazo, vio que el santo de Aries estaba inconsciente, rendido a lo inevitable, de modo que optó por usar el brazo que mantenía a la expectativa de una nueva estratagema—. Veamos cómo te va con dos —sonrió, sorprendiéndose pronto al ver a la nereida rechazarlos con brío—. ¿Tal vez tres? —Escorpio y los otros dos podrían ser contenidos por una sola mano, de todos modos.

Por supuesto, él era consciente de la algarabía que se desataba alrededor. Del suicida guerrero azul, las sombras arropadas por Gestahl Noah y los insignificantes santos de bronce y de plata con complejo de leñadores. Era un astral, no necesitaba ver para percibir su entorno. Sin embargo, no veía problema en esos esfuerzos inútiles. ¡Al contrario! Estaba deseando que tantos cosmos combinados superaran incluso el poder de los ángeles del Olimpo y los santos de oro, porque ese sería el momento en que Tártaro empezara a sangrar. Y bien sabía él qué clase de sangre sería. La expectativa de verlos a todos arder sin más era lo bastante agradable como para darles a entender que de verdad podían salvar a sus compañeros, que de verdad podían vencer.

—¡Míranos, maldito seas! —exclamó la sombra de León Menor, separando con sus brazos los dos dedos asaeteados que antes lo mantenían quietecito.

A él le habría gustado darle el gusto, pero ahí estaba Escorpio llamando su atención. Revuelta como una fiera herida, empezó a golpear con el codo la mano que los mantenía a ella y a los chicos contra el suelo del Jardín de las Hespérides. Pronto estaría libre, y no por los ridículos intentos de las sombras de Casiopea y Cefeo por levantar el único peso que la humanidad jamás levantaría, el de sus pecados. El del mal puro.

—¿Mato al hermano primero, o a la hermana? —se preguntó, divertido.

Una explosión ocurrió, a modo de respuesta. La energía de los anillos de luz de la sombra se liberó en un instante para luego generar implosión, nutriendo de poder el sello estrellado que el santo de Triángulo había liberado sobre el decimotercer brazo.

Soma estaba a punto de liberarse. Y no solo porque Nico, Retsu, Noesis y Bianca se hubiesen empecinado en rescatarlo a él en vez de a los que sí podían aportar algo. Tampoco porque su cosmos hubiese crecido, o por la ayuda que Alcioneo prestó en el último momento, corriendo como un loco y apretando el brazo de oscuridad con los suyos, tan fuertes y vitales. Todo eso ayudaba, cierto, pero en el fondo era insuficiente para romper una fuerza capaz de aprisionar a gente como su hermana, el santo de Libra y el ángel del Olimpo que tantos problemas les dio a todos. Lo sabía muy bien.

Por eso, envuelto en un mar de numerosos cosmos, se maravilló tanto. Estaba entrando en una comunión de voluntades que trascendía las leyendas de los héroes de antaño. No era el valor del guerrero invencible, sino la esperanza de una nueva clase de valor.

«No es nueva —recordó Soma—. Ya lo experimentamos antes. En el barco.»

Todos eran uno y uno eran todos. Por eso iban a vencer.

—¡Arde…! —Los dedos, sellados por el Tritos Spuragisma, desaparecieron, liberándolo. Solo tenía que saltar—. ¡… Cosmos!

Shaula, Mithos y Subaru emergieron de la oscuridad llenos de una gran confusión. El caos se había adueñado de la batalla. No muy lejos, Emil disparaba a la desesperada contra una mano de tinieblas llamando a Makoto y Aqua. Zaon, apoyado por una decena de sombras, buscaba segar el brazo que aprisionaba a su comandante. Minwu, el sanador del Santuario, junto a Aeson, el sanador de Hybris, los recibían con las caras perladas de sudor. Habían clavado todo un bosque de lanzas de hielo sobre el grueso del brazo, lo que era una gesta imposible para el poder que aquellos dos ostentaban.

En otras circunstancias, la santa de Escorpio los habría felicitado, pero entonces su hermano tuvo que hacer algo aún más maravilloso. Llegar hasta ella como un meteoro.

El decimotercer brazo de Caronte se había disipado.

—Te lo dije —soltó Soma antes de respirar como era debido—. Santo negro.

—Vámonos de aquí —sugirió Mithos.

—Sí —dijo Shaula, mirando al de pronto mudo santo de Reloj. Más allá, para su desconcierto, Arthur de Libra seguía teniendo tantos problemas como Orestes, Aubin y Garland. ¿Era porque en el fondo, el poderoso guardián del séptimo templo zodiacal no distaba tanto de otros guerreros sagrados notables como ella misma? ¿O el enfrentamiento contra el Rey Durmiente le estaba pasando factura? ¿Y por qué su manto sagrado seguía intacto, sin tener a su lado a una máquina del tiempo andante?

—La mano, Mithos —dijo Subaru, lacónico.

El santo de Escudo reaccionó rápido, como de costumbre. Gracias a eso, Rho Aias pudo impedir que la columna de fuego que surgió de la mano de tinieblas, a las espaldas de los seis, los incinerara a todos. El ardid de Caronte quedaba al descubierto.

Arthur, si me oyes, pedazo de imbécil, más vale que tengas un… —En medio de su mensaje telepático, Shaula sintió que algo le atravesaba el estómago.

De los restos del brazo oscuro marcado por las lanzas surgió otro a velocidad súper lumínica. Mithos habría podido bloquearlo, pero estaba deteniendo las llamas. Subaru habría podido avisarles, pero se quedó en silencio, viéndola ser herida de gravedad una vez más. Viendo a Soma, envalentonado por su nuevo poder, tratando de salvarla solo para descubrirse el verdadero objetivo de ese ataque tan cobarde.

Incluso en medio del lacerante dolor en el estómago, Shaula podía verlo: el pecho de su hermano, desgarrándose mientras la mano de oscuridad rebuscaba hasta encontrar su corazón palpitante. Abrió los labios temblorosos, pidiendo piedad.

Después escuchó un sonido de aplastamiento.

Los brazos de oscuridad que con tanto esfuerzo aquel ejército había desgarrado, empezaban a emitir llamaradas. Poco intensas para lo que esperaba Caronte, pero lo suficiente como para que los necios empezaran a entender y retroceder.

—¿De verdad creíais que podíais matarme a mí sin que nadie muriera? ¿En serio?

Exceptuando a Libra, los cautivos detuvieron sus esfuerzos por liberarse, entendiendo que destruir sus cárceles podría incinerar a sus aliados en cuerpo y alma.

Eso solo le dejaba la opción de dar él el pistoletazo de salida.

Se preparó para chasquear los dedos.

Aeson y Minwu se apresuraron a tratar a Soma mientras Shaula golpeaba el brazo de oscuridad. Rápida, brutal, sin un solo ápice de técnica. Los intentos de Mithos y Subaru por recordarle que tenía algo atravesándole desde la espalda hasta el pecho no llegaban a ella. Tampoco ella podía hacerles llegar su dolor. Había intentado gritar cuando vio a Soma…, malherido, pero la voz no le salió. Solo un gemido ahogado. Impotente.

Siguió golpeando, una y otra vez. Sin ver nada, sin sentir nada. Las cabezas sacudidas de un par de médicos no significaban nada. El terror de los héroes y las sombras no significaba nada. Solo sus puños y las tinieblas volviéndose volutas de negror y luego nada. Solo la destrucción, que era ella. Pronto, su cuerpo se terminó de deslizar a través del brazo mutilado de oscuridad, de modo que cayó apoyándose en sus manos. Desde esa posición, lo vio todo. Vio que habían sido derrotados. Vio que nunca hubo otra opción. Desde esa posición, avanzó paso a paso, hacia Soma, decidida a curarlo. Ella era buena sanadora. Era una ninfa, hija de Kushumai de Dodona. Incluso donde los mejores médicos de Hybris y el Santuario fallaban, ella podía triunfar.

—Soma… —susurró Shaula, viendo a su hermano con el pecho abierto y destrozado, con la cara congelada en una expresión de valor, de entrega. Ni siquiera pudo llegar a sentir dolor. Lo tomó en brazos y lo acunó, transmitiéndole en vano su cosmos.

¿Podían ser los dioses tan crueles, tan injustos? Ya le habían arrebatado a sus padres…

Mithos trató de decirle algo, unas palabras de consuelo. Otra voz más odiosa las ahogó. El discurso cargado de condescendencia de Caronte inundó el ambiente.

—¿Por qué Arthur no lo calla de una maldita vez? —preguntó Mithos.

—Porque está tratando de contener las llamas del infierno —respondió Subaru.

De forma teatral, Caronte se alistó para chasquear los dedos.

Shaula se unió a la naturaleza.

No a la Tierra, no al Jardín de las Hespérides. Más allá del Séptimo Sentido y la Octava Consciencia, se fundió con el universo en sí mismo. Lo percibió todo, las galaxias infinitas, el insignificante mundo de los hombres. Vio la constelación de Escorpio, llamándola a pesar de la distancia que los separaba. La tocó con sus manos, las mismas que habían acariciado el cuerpo lívido de su hermano, también un hijo de las estrellas.

Apenas fue consciente de que Subaru estaba restaurando sus heridas y su manto de oro. Para ese momento, su dolor se volvió un eco lejano, algo ajeno.

Apuntó hacia el enemigo, canalizando el poder de su constelación guardiana.

Y disparó.

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Notas del autor:

Shadir. Raro, considerando que a Caronte le gusta mucho hablar. Pero esto no viene de la nada; el odio mutuo entre el astral y los santos se ha venido construyendo desde largo tiempo y ya era hora de que hablaran los puños, las patadas y el cosmos.

Después de todo lo que han vivido, tras tantas luchas para llegar hasta aquí, huir simplemente no era una opción. Para los santos y sus aliados.

Scarlett-Clark-Artis. La mitología griega es mi pasión, va primero que mi gusto por Saint Seiya, lo que creo que ha definido la construcción de mundo en esta historia. Estoy particularmente orgulloso de todo lo referente al mundo de los sueños, así que sobra decir que me alegra de que te haya emocionado. Ojalá sea lo mismo para el resto.