Regresaras algún día
Capitulo 16
El sol de invierno resplandecía sobre la costa, filtrándose a través de las altas palmeras que rodeaban la mansión Leagan en Florida. La brisa marina traía consigo el aroma salado del océano y el susurro de las olas rompiendo suavemente contra la playa privada de la familia.
La mañana de Nochebuena llegó con un aire festivo en la mansión Leagan. El aroma a canela y clavo se mezclaba con el de las velas aromáticas y el pino natural, impregnando cada rincón de la casa con el espíritu navideño. En el gran salón, los sirvientes terminaban de colocar los últimos arreglos mientras el señor Raymund Leagan, impecablemente vestido, se encontraba en la entrada principal, esperando a los invitados más esperados de la velada.
Melissa, vestida con un delicado vestido de terciopelo amarillo, no podía contener su emoción. Caminaba de un lado a otro, sus caireles rojizos rebotando con cada movimiento, impaciente por ver a su tía Candy. Desde la llamada telefónica, había estado contando los días hasta este momento. Sabía que su presencia lo haría todo más fácil.
—No puedes quedarte quieta ni un minuto, ¿verdad? —Anellise la observó con una sonrisa divertida mientras acomodaba los pliegues de su vestido marfil.
—¡Es que ya deberían estar aquí! —exclamó Melissa, alisándose el vestido con nerviosismo—. ¡Tía Candy nunca me ha fallado!
Elisa, que en ese momento descendía con elegancia por las escaleras, escuchó aquellas palabras. Su rostro no lo reflejó, pero algo dentro de ella se removió con inquietud. ¿Desde cuándo su hija tenía esa conexión tan profunda con Candy? Sí, siempre había sabido que la rubia tenía un efecto especial en las personas, pero jamás imaginó que Melissa la viera con tal devoción.
Neal, quien estaba junto a Flammy en el salón, también notó la ansiedad de su sobrina, y su mirada se endureció levemente. No era que guardara resentimiento hacia Candy… o al menos, eso se decía a sí mismo. Sin embargo, el pasado nunca desaparecía del todo.
Mathew se encontraba sentado en uno de los sofás junto al gran ventanal junto a su pequeño primo Noah, los dos mantenían una entretenida conversación acerca de los deportes que el solía practicar en su colegio.
Tom se mantenía de pie arrullando al pequeño zaid entre sus brazos.
Flammy quien se encontraba cerca de la gran chimenea encendida, mantenía una expresión serena, y Neal, a su lado, la observaba con ternura. A pesar de sus propios conflictos internos con el pasado, su esposa siempre lograba calmarlo.
—Deja de mirarme así, querido —susurró Flammy con una sonrisa traviesa, acomodando sus lentes.
—Es difícil no hacerlo cuando eres lo único que me mantiene en mi sano juicio —respondió Neal, besándole suavemente la mano.
Flammy rió y se apoyó en su hombro, justo cuando el sonido de un coche llegando a la mansión hizo que Melissa se pusiera en punta de pies.
De pronto, la gran puerta de la mansión se abrió de par en par, y un sirviente anunció la llegada de los esperados invitados.
—¡Su Excelencia, William Albert Andley, y la señorita Candice White Andley!
Todos los ojos se dirigieron a la entrada, y Melissa prácticamente se lanzó hacia la puerta.
—¡Tía Candy! —gritó, corriendo con los brazos extendidos antes de que la joven rubia pudiera reaccionar.
Candy apenas tuvo tiempo de reír antes de recibir a la pequeña en un abrazo cálido y apretado.
—¡Mel, cariño! ¡Pero qué grande estás! —Candy la levantó un poco, girándola con ternura mientras la niña reía de felicidad.
Elisa observó la escena desde su posición. Algo dentro de ella se sintió fuera de lugar. No podía evitar notar cómo Melissa se veía completamente cómoda, cómo sus ojos brillaban con una admiración y amor inquebrantables hacia Candy. Era como si… como si no la hubiera extrañado de la misma manera.
Albert, con su usual elegancia y sonrisa tranquila, saludó al señor Raymund con una inclinación cortés.
—Señor Leagan, muchas gracias por su invitación.
—El honor es nuestro, Albert. Siempre eres bienvenido en esta casa —dijo Raymund con diplomacia, estrechando la mano del hombre que había sido el protector de Candy por años.
Tom, que se encontraba cerca de la entrada, sonrió ampliamente y se acercó.
—¡Revoltosa! —su voz profunda sonó con calidez antes de atraparla en un fuerte abrazo.
Candy rió con ternura mientras Melissa aún se aferraba a ella.
—Tom, ¡qué gusto verte! —dijo ella, correspondiendo el abrazo fraternal.
Elisa observó la escena desde unos pasos atrás. Candy y Tom tenían un vínculo inquebrantable. Eso era innegable. Y ahora, su hija parecía formar parte de esa cercanía que ella nunca había compartido con Candy, la pelirroja ya se encontraba bastante incomoda.
Candy, por su parte, finalmente notó a Elisa entre la multitud.
—¡Elisa! —la saludó con una sonrisa, aunque con una ligera vacilación. Después de todo, aunque nunca habían sido amigas ciertamente habían aprendido a tolerarse por el bien de ambas, sin embargo tampoco habían sido cercanas.
Elisa sonrió con cortesía y avanzó hacia ella, decidida a mantener la compostura.
—Candy… bienvenidos.
Ambas se dieron un breve abrazo, aunque el contacto fue más bien formal. Elisa no pudo evitar notar cómo Melissa aún se aferraba a la mano de Candy, y un pequeño peso se alojó en su pecho.
—Melissa me ha hablado mucho de ti. No sabía que tenían una relación tan estrecha —comentó Elisa, intentando sonar neutral.
Candy sonrió suavemente y miró a la pequeña pelirroja con cariño.
—Mel es una niña maravillosa. Hemos compartido algunas cartas y llamadas en estos meses. Me alegra que confiara en mí.
Elisa sintió una punzada de culpa y celos a la vez. ¿Había sido tan ausente para que su hija buscara refugio en otra mujer? Sabía que había estado ausente en la vida de su hija, y ahora, alguien más había llenado ese espacio?
Tom, quien había notado la expresión de su esposa, se acercó sutilmente y colocó una mano en su espalda, brindándole un apoyo silencioso.
Antes de que pudiera responder, Raymund carraspeó, llamando la atención de todos.
—Bueno, ahora que nuestros invitados han llegado, ¿por qué no pasamos al salón principal? El almuerzo está casi listo y tenemos muchas cosas de qué ponernos al día. - intervino Raymund, siempre diplomático.
El grupo comenzó a moverse hacia el gran salón, pero Neal se quedó momentáneamente atrás, observando con seriedad a Albert.
Albert, siempre perceptivo, notó la mirada de Neal y se giró levemente.
—¿Neal?
Neal se mantuvo en silencio por un instante antes de hablar.
—Después de la cena, hay algo que Tom, Elisa y yo queremos discutir contigo.
Albert frunció ligeramente el ceño, notando el tono serio en la voz de Neal.
—Lo entiendo. Hablaremos más tarde, entonces.
Neal asintió y siguió a su esposa, quien le dedicó una mirada de complicidad.
Por su parte, Elisa caminaba junto a Tom y Melissa, con Candy aún sosteniendo la mano de la niña.
Melissa, entusiasmada, susurró a Candy:
—Tía, ¿puedes quedarte conmigo después de la cena? Quiero mostrarte la cabaña del muelle que decoramos papá y yo.
Candy sonrió con ternura.
—Claro, mi amor. Estaré contigo todo el tiempo que quieras.
Elisa sintió un nudo en la garganta.
Tom inclinó la cabeza hacia ella y susurró:
—No la pierdas ahora, Eliza. Tienes mucho tiempo para recuperarla.
Elisa cerró los ojos por un instante y asintió.
Sí, tenía tiempo.
Pero, ¿sería suficiente?
El gran salón de la mansión Leagan estaba iluminado con una luz dorada que se filtraba a través de los ventanales que daban al océano. El aroma del mar se mezclaba con el de los platos exquisitos que los sirvientes colocaban meticulosamente sobre la mesa larga, adornada con un mantel de lino blanco y detalles en dorado y verde, a juego con los arreglos florales tropicales.
Los cubiertos de plata, las copas de cristal y la vajilla de porcelana con detalles dorados reflejaban la elegancia de la ocasión. A pesar de la atmósfera cálida y acogedora, Elisa no podía ignorar la creciente incomodidad que la invadía.
Los niños más pequeños, Noah y Zaid, estaban sentados junto a su madre, Elisa, quien con ternura cortaba pequeños trozos de comida para el menor, asegurándose de que comiera lo suficiente. Noah, por otro lado, alternaba entre su comida y pequeños juegos con su primo Matthew, quien, a pesar de su usual concentración en los libros, no podía evitar sonreír con cariño a su primo más pequeño.
Neal y Flammy estaban sentados junto a Albert, quien observaba con genuina sorpresa a los hijos de la pareja.
Matthew, el mayor, estaba sentado erguido con su porte impecable. En su regazo tenía un libro de leyes.
Albert sonrió con admiración.
—No puedo evitar notar que te gusta la lectura, Matthew. ¿Cuántos años tienes?
—Quince, señor —respondió el chico con educación.
—Es increíble ver a un joven de tu edad tan interesado en la ley. ¿Estás considerando seguir una carrera en derecho?
Matthew asintió con convicción.
—Sí, mi objetivo es estudiar en Harvard.
Albert arqueó una ceja, impresionado.
—Vaya, tienes grandes ambiciones. Me recuerdas a alguien que conocí hace mucho tiempo…refriéndose alguna vez a terrence Granchester quien alguna vez le llego a confesar su sueño de seguir los pasos de su madre la galardonada actriz Eleonor Baker.
Neal miró a su hijo con orgullo.
—Es muy aplicado. Me sorprende cómo en tan poco tiempo ha desarrollado una mentalidad tan clara sobre su futuro.
Albert asintió y luego miró a Anellise, quien estaba terminando su plato con modales impecables.
—¿Y tú, Anellise? ¿Qué te interesa?
La niña, de doce años, se acomodó sobre su asiento antes de responder con calma.
—Quiero estudiar ciencias médicas.
Albert rió suavemente y miró a Flammy con una expresión de entendimiento.
—Definitivamente, el amor por la medicina viene de tu madre.
Flammy sonrió con orgullo y tomó la mano de su hija.
—Parece que si, y se esfuerza muchísimo. Tiene un talento natural, sin embargo ahora solo debería concentraras en ser una adolescente- expreso Flammy con seguridad de que por el momento lo que a su niña debería preocuparle es vivir su adolescencia, quería que sus hijos fueran tan centrados como ella lo habia sido en el pasado sin embargo el mundo en donde habian nacido sus hijos, era mas propio de lo que alguna vez fue con ella, y era esencial que por ahora su pequeña solo disfrutara de su adolescencia. alberth miro esto con gracia y respeto mientras que candy habia desviado la mirada a su vieja colega dedicándole una genuina sonrisa de felicidad ante la decisión que su amiga habia tomado.
Elisa, que estaba atenta a la conversación, no pudo evitar pensar sobre lo que Melissa quería llegar hacer con su vida. Sintió una leve punzada al compararla con su prima, pero desechó el pensamiento de inmediato.
como acto seguido Albert dirigió su mirada a los más pequeños, Noah y Zaid.
—Y estos dos pequeños caballeros… —dijo con tono juguetón— Noah parece tener la misma mirada determinada que Tom.
Tom, al escuchar eso, soltó una carcajada.
—Oh, créeme, Albert, no solo tiene mi mirada, también mi terquedad. —bromeó, revolviendo el cabello de su hijo, quien hizo un pequeño puchero de protesta.
—Zaid es aún muy pequeño, pero puedo ver que será tan encantador como su madre. —añadió Albert, mirando a Elisa con una sonrisa amistosa.
Elisa sonrió con amabilidad, aunque su atención estaba aún dividida entre la conversación y la forma en la que Melissa se aferraba a Candy con una naturalidad que le resultaba difícil de ignorar
Melissa estaba sentada entre su padre y Candy, pero era evidente que su atención estaba completamente centrada en su tía. Hablaban y reían con naturalidad, y Melissa no perdía oportunidad para contarle detalles sobre su vida en Florida.
—Tía Candy, ¿sabes qué? ¡Cristian me salvó de una boa! —exclamó la niña con emoción, haciendo que todos en la mesa voltearan con interés.
Candy abrió los ojos sorprendida.
—¡Oh, Dios mío, Mel! ¿Estás bien? ¿Cómo pasó eso?
Elisa tensó la mandíbula al escuchar cómo su hija compartía esa anécdota con Candy antes que con ella. Era un golpe bajo, aunque Melissa no lo hiciera con mala intención.
—Sí, fue en la reserva de la playa, me metí más allá y casi me muerde. Cristian llegó en el momento justo y la atrapó con una lanza, fue impresionante —narró Melissa, con los ojos brillando de emoción.
Candy le sostuvo la mano con ternura.
—Cielos, Mel, debes tener más cuidado.
Elisa entrecerró los ojos.
—Melissa, cariño, ¿no deberías contarle eso a tu madre primero? —preguntó con una sonrisa forzada.
La niña se encogió de hombros.
—Pero.. Mama y Papá ya lo saben… dijo con esa dulce inocencia reflejada en su rostro.
Tom, que estaba al tanto de los sentimientos de Elisa, se inclino discretamente hacia ella y en un tono tranquilizador le dijo:
—Eliza, no le des tantas vueltas —murmuró en voz baja para que solo ella lo escuchara.
Elisa soltó un suspiro y tomó su copa de vino, dando un trago lento. sin embargo la situación y las sensaciones que la pelirroja mayor estaba sintiendo en ese momento comenzaron a subir un poco mas de tono. El almuerzo continuaba, y aunque las risas y las conversaciones fluían entre los miembros de la familia, Elisa se encontraba en un duelo silencioso consigo misma.
Melissa no se separaba de Candy, compartiendo confidencias con ella como si fueran madre e hija. Cada sonrisa, cada gesto de cariño que Melissa le dirigía a Candy se clavaba en Elisa como una espina invisible.
Y entonces, sintió el toque de Tom.
Su esposo, perceptivo como siempre, había notado la rigidez de su postura. Bajo la mesa, su mano grande y cálida se deslizó suavemente sobre la delgada tela de su vestido que cubría su muslo, con una caricia pausada, apenas perceptible, pero lo suficientemente firme para hacerla reaccionar.
Elisa se estremeció al instante. Su piel se erizó como si el roce hubiera despertado cada fibra de su ser. El calor subió por su cuello hasta teñirle las mejillas, y los recuerdos de la noche anterior se materializaron en su mente como un destello ardiente.
¿Cómo podía él afectarla tanto con un simple toque?
Ella apretó los labios con fuerza, negándose a mirarlo directamente. Si lo hacía, él lo notaría. Y lo último que quería era que Tom descubriera cuán vulnerable se sentía en ese momento.
Pero Tom ya lo sabía.
Su pulgar comenzó a dibujar círculos lentos sobre su piel, haciéndola arquear ligeramente la espalda. Elisa contuvo la respiración y, con una expresión indiferente, tomó su copa de vino con calma, tratando de no delatarse.
No podía dejar que nadie se diera cuenta de lo que estaba sucediendo entre ellos en ese instante.
Pero Tom no tenía intención de detenerse tan rápido.
—Relájate, Eliza. —susurró con voz grave, lo suficientemente baja para que solo ella lo escuchara.
El tono de su esposo fue como un murmullo íntimo que la envolvió por completo. No era una orden. Era una promesa.
Elisa se sintió atrapada entre dos fuegos: la frustración de ver a Candy y Melissa tan unidas, y el calor abrasador que su esposo estaba despertando en ella con un simple roce.
Apretó los muslos en un intento de controlar la reacción de su cuerpo, pero Tom lo notó.
Él sonrió, apenas perceptible, satisfecho de ver cómo aún podía hacerla estremecer sin necesidad de palabras.
Con un suspiro frustrado, Elisa se removió ligeramente en su asiento y apartó la mano de Tom con un movimiento discreto.
Pero Tom solo la miró con esa expresión suya, tranquila, dominante, segura de sí mismo.
Sabía que ella estaba reaccionando a él.
Sabía que su toque la estaba consumiendo.
Y Elisa sabía que no había escapatoria.
Tom la miró con complicidad y, con la misma calma con la que había comenzado, retiró su mano lentamente, permitiéndole recuperar el control.
Pero la semilla estaba sembrada.
Elisa bebió un trago más grande de lo necesario, sin atreverse a mirarlo.
Tom sonrió de lado y volvió su atención a la conversación en la mesa, como si nada hubiera pasado.
Pero para Elisa, todo había cambiado en ese instante.
Sarah Leagan, tomó con elegancia su copa de vino y observó con atención a Candy, quien hasta ese momento había estado enfocada en Melissa.
—Señorita White —dijo con un tono pausado y afilado—, me alegra verla después de tantos años.
Candy levantó la mirada, encontrándose con los fríos ojos de la mujer que alguna vez la había despreciado.
Elisa se tensó de inmediato. Sabía que ese momento llegaría.
Candy, en cambio, mantuvo su compostura. Sonrió con una cortesía impecable.
—Señora Leagan, el gusto es mío.
—Vaya, después de tanto tiempo, ha cambiado bastante. —Sarah tomó otro sorbo de su copa, su mirada evaluándola con detenimiento.
—El tiempo cambia a todos, señora —respondió Candy con calma.
Hubo un breve silencio en la mesa, donde se sintió la tensión sutil en el aire.
Raymund Leagan, sin embargo, intervino con su tono autoritario.
—Candy ha sido invitada como parte de nuestra familia, Sarah. No hay necesidad de formalidades innecesarias.
La mujer no dijo nada, pero su postura altiva dejó claro que Candy aún no era de su agrado.
Melissa, ajena a la sutil batalla de miradas entre ambas mujeres, sonrió con alegría.
—Tía Candy, después del almuerzo, ¿puedes venir conmigo al muelle? ¡Quiero enseñarte la playa!
Candy giro a mirar a su sobrina con esa tierna y dulce sonrisa que tanto la caracterizaba, no iba dejarse intimidar al final la razón por la que estaba ahí era su sobrina le había hecho la promesa de que estaría con ella, y Candy nunca le fallaba.
—Por supuesto, mi amor.
Elisa apretó el tenedor con más fuerza de la necesaria.
Tom lo notó y apoyó una mano sobre la de ella, presionando suavemente como una advertencia silenciosa.
Neal, desde su asiento, intercambió una mirada con su hermana, captando su molestia. Elisa siempre había sido orgullosa y territorial, y ahora, parecía que Candy estaba ganando terreno en el corazón de su hija.
El viento marino mecía con suavidad las cortinas de la terraza, dejando entrar la brisa fresca y el sonido rítmico de las olas rompiendo contra la costa. Elisa se había quedado de pie, apoyada en la barandilla, con la mirada perdida en la silueta de su hija en el muelle.
No sabía cuánto tiempo había pasado, pero su pecho se sentía pesado, como si algo invisible lo estuviera oprimiendo.
Candy, con su característica calidez y alegría, notó el brillo en los ojos de su sobrina mientras admiraba el mar y las olas arribar a la costa la rubia le dedicó una sonrisa suave.
—Me alegra mucho verte tan bien, Mel —dijo Candy, tocando con cariño su mejilla—. Cuando hablamos por teléfono, parecías tan angustiada.
al escuchar las palabras de su tia Candy Melissa bajó inmediatamente la mirada, aun se mantenía cerca de Candy, como si fuera su refugio en medio de toda la tormenta que mantenía en su pequeña cabecita. Su corazón se encogió un poco antes de volver alzar la mirada hacia el mar.
—A veces me gustaría que todo fuera así de simple… —murmuró Melissa, con los ojos fijos en el mar.
Candy ladeó la cabeza con ternura.
—¿A qué te refieres, pequeña?
Melissa se encogió de hombros, sin mirarla. se sentó sobre la orilla del muelle y con los pies descalzos dejo que el agua marina los acogiera en una suave y húmeda caricia
—A que todo desaparezca como las ondas en el agua. Que todo lo malo se vaya rápido, como si nunca hubiera pasado.
Candy sintió un pequeño nudo en la garganta. Había algo en la voz de la niña que la hizo estremecerse.
—Cariño… —Candy tomó aire, sabiendo que debía elegir bien sus palabras.
—Mel, escúchame — tomó sus manos con delicadeza—. Tu madre también se ha sentido así. Ella también temía que tú no quisieras verla.
la niña abrió los ojos con sorpresa sin poder dar crédito a lo que le decía.
—¿En serio…?
—Sí —Candy asintió—. El amor es complicado, cariño. Pero lo más importante es que ustedes se tienen. Lo que pasó antes ya quedó atrás. Ahora lo único que importa es que tú y tu mamá tengan la oportunidad de volver a acercarse. - claramente Melissa debía darle la oportunidad a su madre de acercarse nuevamente, ella se quedó en silencio, procesando aquellas palabras.
—No quería herirla —susurró—. Pero lo hice.
Candy se detuvo y se agachó un poco para poder ver el rostro de su sobrina.
—Melissa, cariño… tú no la heriste. Solo expresaste lo que sentías. Y eso es algo que los adultos también hacen, aunque a veces no lo hagan bien.
Melissa suspiró, lanzando suavemente una piedrita hacia el agua.
—Pero yo fui cruel. Le dije cosas horribles cuando llegamos. Creí que no la necesitaba, que estaba mejor sin ella.
Candy vio la vulnerabilidad en sus ojos y no pudo evitar acariciar su mejilla con ternura.
—Mel… ¿y si te dijera que tu mamá también pensaba lo mismo?
La niña frunció el ceño, confusa.
—¿Qué quieres decir?
—Que sintió que tal vez tú estabas mejor sin ella.
Melissa abrió los ojos sorprendida. No se le había ocurrido.
—Pero… eso no es cierto.-se apresuro la pequeña a hablar francamente asustada por aquellas palabras que salían de la rubia.
Candy sonrió suavemente.
—Exactamente. Y tampoco es cierto lo que tú creías.
Candy la miró con ternura y le dio un pequeño golpecito en la nariz, haciéndola sonreír levemente.
—Y te diré un secreto —susurró Candy, inclinándose hacia ella—. No hay nada en el mundo que pueda hacer que tu mamá deje de quererte. Nada, pequeña.
El viento marino mecía con suavidad las cortinas de la terraza, dejando entrar la brisa fresca y el sonido rítmico de las olas rompiendo contra la costa. Elisa se había quedado de pie, apoyada en la barandilla, con la mirada perdida en la silueta de su hija en el muelle.
No sabía cuánto tiempo había pasado, pero su pecho se sentía pesado, como si algo invisible lo estuviera oprimiendo.
la figura de Melissa, quien seguía junto a Candy, charlando con la confianza de dos almas que se comprendían a la perfección. Elisa entrecerró los ojos y apretó los labios. No podía evitarlo.
Sentía ¿celos?...Celos de Candy, de la facilidad con la que su hija le abría su corazón, de la forma en que la miraba con confianza, con admiración… con amor.
Ese amor que ella pensaba que había perdido.
Sintió una punzada en el pecho. Su instinto de madre le decía que debía estar feliz, que Candy había estado ahí para Melissa cuando ella no pudo. Pero otra parte de ella, la más profunda que creyó haber enterrado hace tiempo, no podía ignorar el dolor que sentía al ver que su hija había encontrado refugio en otra mujer y no en ella.
—Deberías hablar con ella.
La voz grave y serena de Tom la sacó de su ensimismamiento.
El vaquero estaba a pocos pasos de ella, apoyado contra la puerta de la terraza, observándola con esa mirada que siempre parecía ver más allá de su piel, más allá de su orgullo.
Elisa bajó la vista un instante, luego volvió a mirar a su hija en el muelle.
—No es tan fácil —murmuró.
Tom se acercó lentamente, con la seguridad de quien conoce cada uno de los miedos de la mujer frente a él.
—Nada de lo que realmente vale la pena lo es.
Elisa soltó un suspiro cansado y cerró los ojos por un momento, como si intentara calmar el torbellino dentro de ella. Tom se colocó a su lado, apoyándose en la barandilla junto a ella.
—¿Qué sientes? —preguntó con suavidad.
Elisa no respondió de inmediato. Sus dedos tamborilearon sobre la baranda de madera mientras buscaba las palabras correctas.
—No lo sé… —su voz apenas fue un susurro—. Rabia, tristeza, miedo… -rio con incredulidad- … celos.
Tom no reaccionó con sorpresa. Sabía que ella lo sentía, lo había visto en su rostro desde el instante en que sus ojos se posaron en Candy y Melissa.
—Elisa… —su voz fue suave, pero con ese tono firme que siempre la hacía mirarlo—. Candy fue su apoyo cuando tú no estabas… pero tú eres su madre. Nadie podrá ocupar ese lugar.
Elisa apretó los labios con fuerza.
—¿Y si ya es demasiado tarde?
Tom negó con la cabeza con una leve sonrisa, como si estuviera hablando con una niña terca.
—No lo es. Y en el fondo lo sabes.
Elisa dejó escapar una risa breve y amarga.
—Su confianza en mí no es la misma, Tom. Antes, cuando me miraba, yo era su mundo… ahora parece que soy solo una extraña.
Tom frunció el ceño y deslizó su mano sobre la de ella, entrelazando sus dedos con suavidad.
—No eres una extraña, amor. Solo eres una madre que está aprendiendo a recuperar lo que ama.
Elisa sintió cómo su garganta se apretaba. Su orgullo quería mantenerla firme, pero el calor de la mano de Tom sobre la suya la hacía tambalear.
—A veces pienso que Candy es mejor madre para Melissa de lo que yo he sido… —confesó en un susurro.
El vaquero la miró con intensidad y, sin previo aviso, giró su cuerpo hasta quedar justo frente a ella.
—No vuelvas a decir eso. —su tono no era duro, pero sí firme.
Elisa lo miró sorprendida.
Tom levantó una mano y la deslizó suavemente hasta su mejilla, obligándola a sostenerle la mirada.
—Eres su madre. Eres la mujer que la trajo al mundo, la que la ama con todo su ser, la que daría la vida por ella. No importa cuántos abrazos le dé Candy, ni cuántos consejos le dé. Ella no es tú.
Elisa sintió un escalofrío recorrerla cuando Tom acarició su mejilla con el pulgar. La forma en que la tocaba siempre lograba debilitar sus muros.
—Melissa solo necesita tiempo. Pero sobre todo… te necesita a ti.
Elisa tragó con dificultad, sus emociones la estaban consumiendo.
Tom la miró con ternura y, sin pensarlo demasiado, la atrajo hacia él, abrazándola con fuerza.
Elisa se dejó envolver en ese abrazo cálido, sintiendo cómo todo el peso en su pecho se aligeraba.
El latido de Tom era fuerte y constante contra su oído, su calor la envolvía de una manera que solo él sabía hacerlo.
Era su ancla.
—No estás sola, amor —susurró él contra su cabello—. Siempre estaré aquí.
Elisa cerró los ojos y hundió el rostro en su cuello.
Siempre...
—Será mejor que regresemos. La fiesta de tu elegante abuela, está por comenzar y debemos estar listas —dijo Candy con una sonrisa cálida, sacudiéndose ligeramente la arena de las manos.
Melissa asintió con entusiasmo y se puso de pie, recogiendo con una mano sus zapatos elegantes, que hasta hacía unos momentos había dejado a un lado para sumergir sus pequeños pies en el agua. La brisa marina jugaba con su cabello rojizo, mientras Candy le tendía la mano para ayudarla a reincorporarse.
—Vamos a buscar a Anellise, cielo —añadió Candy con dulzura.
Melissa le devolvió una gran sonrisa y juntas emprendieron el camino de regreso a la casona, con las luces doradas iluminando la entrada y el murmullo lejano de la música flotando en el aire. La señora Leagan había puesto especial empeño en la recepción de Nochebuena, y todo debía ser perfecto.
Melissa echó un último vistazo al muelle antes de adentrarse en la casa, sintiendo una extraña mezcla de emoción y nerviosismo. Esta sería una noche especial... en más de un sentido.
El estudio de la mansión Leagan estaba tenuemente iluminado por la lámpara de escritorio que reposaba sobre la elegante madera pulida. Los estantes de libros encuadernados en cuero daban un aire solemne a la habitación, pero en ese momento, la tensión pesaba más que el aroma del tabaco y el brandy que impregnaba el ambiente.
Neal estaba de pie frente a su padre, con los puños cerrados a ambos lados del cuerpo, luchando por contener la frustración que lo carcomía desde que supo que su madre había extendido una invitación a James O'Sullivan para la gala de Nochebuena.
—¡Dímelo de una vez, padre! ¿Qué negocios te traes con ese hombre? —exigió Neal, su voz firme pero baja, sin intención de armar un escándalo que alertara a los invitados.
Raymund Leagan, quien hasta ese momento se había mantenido en una postura serena, dejó escapar un pesado suspiro y cerró el libro que tenía en sus manos. Luego se acomodó mejor en su sillón de cuero y entrelazó los dedos sobre el escritorio con calculada paciencia, como si estuviera midiendo sus palabras.
—No sé de qué hablas, hijo —respondió con la misma calma aristocrática que siempre lo caracterizaba.
Neal apretó la mandíbula, sintiendo cómo la sangre le hervía.
—No me vengas con evasivas, padre. No soy un niño ingenuo que puedes manipular con discursos vacíos. Sé que James O'Sullivan está involucrado en asuntos turbios, y por alguna razón, mi madre insiste en tratarlo como un honorable caballero. ¿Por qué? ¿Acaso ha comprado su favor? —Su tono iba subiendo, y por un momento, su parecido con su hermana Eliza se hizo evidente: esa arrogancia altiva, esa manera de presionar hasta obtener respuestas.
Raymund tamborileó los dedos sobre el escritorio y tomó su copa de brandy con calma, dando un sorbo lento antes de responder.
—James O'Sullivan es un hombre con poder y recursos, Neal. Y en este mundo, tener aliados como él no es una opción… es una necesidad —dijo con frialdad.
Neal bufó incrédulo, inclinándose ligeramente sobre el escritorio, sin importarle la autoridad de su padre.
—¿Aliados? ¿Ese hombre ha estado acosando a mi hermana desde que llegó! No es un aliado, es un depredador esperando el momento oportuno para atacar. Y tú, ¿qué? ¿Le has abierto las puertas de nuestra casa? ¿¡Le has entregado a Eliza en bandeja de plata!?
Raymund finalmente dejó la copa sobre el escritorio con un golpe seco, su mirada gélida chocando con la de su hijo.
—¡Cuidado con lo que dices, Neal! No estoy vendiendo a nadie. —Su voz fue cortante, pero no logró ocultar del todo la incomodidad que empezaba a apoderarse de él.
—Entonces explícame por qué diablos ese hombre sigue tan de cerca los pasos de mi hermana y de su familia —insistió Neal—. No quiero excusas, quiero respuestas.
Raymund inhaló profundamente, mirando a su hijo como si estuviera decidiendo cuánta verdad revelar.
—O'Sullivan ha hecho ciertas… inversiones en nuestros negocios —admitió finalmente—. Tu madre lo considera un buen partido para las conexiones que necesitamos en la costa Este.
Neal entrecerró los ojos con desconfianza.
—¿Inversiones? ¿Acaso él también está detrás de la compra de las tierras de Tom? —preguntó, notando que su padre desviaba la mirada solo un instante, suficiente para confirmar sus sospechas.
—Eso es asunto de Stevens, no tuyo —sentenció Raymund, enderezándose en su asiento.
—¡No me digas que no es asunto mío! ¡Es mi hermana, mi familia! Y si crees que me quedaré de brazos cruzados viendo cómo ese bastardo manipula todo a su antojo, estás muy equivocado —Neal se irguió, observando a su padre con determinación—. No permitiré que la vida de mi hermana y sus hijos sean parte de tus transacciones con ese hombre.
Raymund sonrió con frialdad, como si la reacción de su hijo fuera ingenua.
—Tu hermana es una mujer fuerte y sabe defenderse, Neal. No subestimes a Eliza.
—No lo hago —dijo Neal con firmeza—. Pero tampoco permitiré que ella luche sola.
Raymund observó a su hijo por unos segundos, en silencio. Algo en la mirada del joven le recordó su propio reflejo en los años de juventud, cuando aún tenía ideales que no se veían opacados por el peso de los negocios.
Neal respiró hondo, intentando calmarse.
—Si James O'Sullivan cruza la línea, créeme, padre… no habrá poder en este mundo que lo proteja de lo que Tom y yo seremos capaces de hacer.
Y sin decir más, dio media vuelta y salió del estudio, dejando tras de sí un silencio tenso y el eco de una advertencia que Raymund no podía ignorar.
Después del enfrentamiento con su padre y la llegada de James a la gala, Neal se sentía como una bomba a punto de estallar. Su cuerpo estaba rígido de la tensión y su mandíbula dolía de tanto apretarla. Necesitaba un respiro antes de que algo dentro de él lo llevara a hacer una estupidez.
Se dirigió al jardín lateral de la mansión, donde la brisa marina soplaba con fuerza. Sacó un cigarrillo de su bolsillo y estaba a punto de encenderlo cuando sintió una mano tomar la suya con suavidad, deteniéndolo.
—No lo hagas —murmuró Flammy con dulzura, mirándolo con esos ojos inteligentes y comprensivos que siempre lo leían mejor que nadie.
Neal suspiró, cerrando los ojos por un momento antes de volver a guardarse el cigarro en el bolsillo.
—¿Viniste a darme un sermón? —preguntó con una sonrisa cansada.
Flammy negó con la cabeza, pero tomó su rostro entre sus manos y lo obligó a mirarla.
—Neal, escúchame. Sé que esto te está carcomiendo, pero no puedes dejar que la rabia te controle. No con él. No con tu padre.
Neal bajó la mirada, sus labios formaron una línea tensa antes de susurrar:
—No soporto verlo aquí, Flam. No soporto saber que mi propio padre está involucrado con ese hombre. No después de todo lo que hemos sabido de él.
—Lo sé, amor. Lo sé —susurró ella, deslizando sus manos hacia sus hombros para apretarlos con suavidad—. Pero no estás solo en esto. Tom y Eliza también están en guardia. Y tienes a tu familia aquí. A mí.
Neal cerró los ojos y soltó un largo suspiro, como si por fin pudiera liberar un poco de esa carga que había estado oprimiéndolo.
—Tienes razón. Como siempre.
Flammy sonrió y se inclinó, dejando un suave beso en sus labios. Un beso que lo anclaba, que lo recordaba que, pase lo que pase, ella siempre estaría ahí para devolverlo a la realidad.
—Vamos adentro —murmuró ella—. Aún queda mucho por hacer.
Neal la miró un momento más, acariciando su mejilla con la yema de sus dedos antes de asentir.
—Vamos.
Y con eso, la tormenta dentro de Neal se calmó... al menos por ahora.
La noche en el rancho Stevens se extendía en un manto oscuro salpicado por la débil luz de las estrellas. El sonido de los grillos y el leve aullido del viento eran los únicos testigos de la profunda inquietud que acechaba al anciano Samuel Stevens, quien, con el ceño fruncido y el cigarro consumiéndose entre sus dedos, miraba hacia la vasta extensión de tierra que había sido su hogar durante décadas.
Llevaba días sintiendo una extraña sensación de desasosiego. Algo no estaba bien. No había recibido noticias de Tom ni de los niños desde que partieron hacia Florida. Ni una carta, ni un telegrama, ni siquiera un simple aviso por parte de algún conocido en la ciudad. Y eso le pesaba en el pecho como una piedra fría y pesada.
Desde el corral, Lucien, el imponente semental, pastaba con seguridad bajo la luz pálida de la luna. Samuel, de tanto en tanto, se acercaba a él, acariciando el fuerte ejemplar por el cuello y asegurándose de que estuviera en buenas condiciones antes de regresarlo a los establos.
—Eres un condenado terco, ¿lo sabías? —murmuró con voz grave mientras pasaba una mano callosa por el lomo del animal. Lucien relinchó suavemente, como si entendiera cada palabra.
El viejo suspiró y levantó la vista hacia la lejanía, donde el horizonte se extendía más allá de su vista. Tom se había criado en estas tierras, y aunque la vida lo llevó a diferentes caminos, su corazón siempre pertenecía a este rancho. ¿Por qué, entonces, ahora sentía que algo estaba fuera de lugar?
El viento sopló con un silbido largo y bajo, y Samuel sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No era el frío. No. Era otra cosa.
Fue entonces cuando un sonido lo alertó.
Un crujido.
Los ojos del viejo se entrecerraron.
De inmediato, su mano derecha bajó a su costado, donde siempre llevaba su revolver enfundado en la cadera. Dio unos pasos hacia adelante, aguzando el oído, y entonces lo escuchó de nuevo.
Un leve chasquido de ramas rotas.
Samuel giró con rapidez, la mano ya sobre la empuñadura del arma, y escudriñó la oscuridad.
—¿Quién anda ahí? —preguntó con voz firme.
Silencio.
Pero entonces, en la penumbra, pudo distinguir una sombra moviéndose entre los árboles, a varios metros de distancia. Samuel sintió cómo su pulso se aceleraba, pero su temple de ranchero lo mantenía en calma.
No estaba solo.
Y alguien, en algún lugar, lo estaba observando.
Apretó los dientes y desenfundó lentamente el revólver, asegurándose de que la persona en la oscuridad supiera que estaba listo para cualquier cosa.
—Si crees que me tomarás por sorpresa, muchacho, estás muy equivocado.
Pero no hubo respuesta. Solo el viento y la presencia latente de alguien escondido entre las sombras.
Samuel retrocedió lentamente hasta el corral, donde Lucien levantó la cabeza y resopló con inquietud. Algo lo había alarmado también.
El corazón del viejo latía con fuerza, Stevens no era un hombre fácil de intimidar. Pero aquella sensación, aquel frío en el pecho… era la misma que había sentido la noche antes del accidente de Eliza.
La misma sensación que le había advertido que algo malo estaba por venir.
Y ahora, en la oscuridad del rancho, con Lucien resoplando nervioso y el eco de la noche devolviéndole un silencio demasiado inquietante, el viejo Stevens sintió que aquella ominosa premonición volvía a cobrar vida.
Algo estaba por suceder y su familia estaba en peligro.
Continuara...
