En la actualización de In Dakrness and Light no dije nada después de tanto tiempo de ausencia. Me di cuenta luego de hacer la actualización. Tenía muchas ganas de compartir lo que había escrito y se me pasó. Sin embargo, la intención siempre fue platicar un poquito al respecto: Han sido meses complicados en cuestión de emociones. Situaciones que me desordenaron e hicieron que me alejara de la escritura y que, por más que quería volver, no lograba hacerlo.

Lo estoy retomando de a poquito y agradezco profundamente a quienes han estado pendientes de las actualizaciones. Me sirvió mucho saber que había personitas esperando la continuación de estas historias. Muchas, muchas gracias de corazón a quienes siguen por aquí, que me dejan sus comentarios, teorías y demás que amo leer.

Este capítulo va con mucho cariño para todos ustedes.


Enterarse de los planes de Regina respecto a Rumpelstiltskin no era lo que David esperaba escuchar aquella maravillosa mañana. La noche anterior había sido la más apasionada de sus vidas. Regina se mostró insaciable, como nunca, y juntos hicieron el amor con intensidad hasta que ella no pudo más. Por eso, el amanecer se convirtió en uno de los mejores de la vida del príncipe. Despertar con ella acomodada en su pecho, profundamente dormida, le hizo sentir que la felicidad cabía entre sus brazos. Contemplarla, imaginar el futuro que les aguardaba y verla abrir los ojos para dedicarle la más bella de las sonrisas se sintió como un sueño. Uno que duró hasta el momento en que Regina le contó.

—¿Qué piensas al respecto?

Su pregunta no solo lo sacó de sus pensamientos, sino que lo tomó por sorpresa. Exhaló ruidosamente, observando cómo ella retorcía los dedos con nerviosismo, esperando su respuesta. Pero, dadas las circunstancias, no había mucho que pudiera decir. La mirada impaciente de su hermosa prometida lo obligó a encontrar palabras, aunque no fueran del todo precisas.

—Estoy… ¿Contrariado? —respondió con inseguridad. Soltó un suspiro, cerró los ojos un instante y prosiguió—. Una cosa es perdonarle la vida por lo que hizo por ti, por nosotros, y otra muy distinta es quererlo a tu lado como consejero.

El silencio se hizo pesado entre ellos. Se sostuvieron la mirada, dejando en claro que ninguno cambiaría de parecer.

—Ven conmigo.

Regina tomó su mano y lo llevó hasta el salón de asuntos reales. Cerró la puerta tras ellos y se dirigió al escritorio, de cuyo cajón sacó los documentos que había encontrado el día anterior. Su elevado deseo la había distraído de mostrárselos en ese momento y no fue hasta esa mañana que consideró era importante compartirlo.

David se quedó helado al reconocer el papel que sostenía Regina. Era el acuerdo que había firmado con Rumpelstiltskin. Creyó que jamás volvería a verlo. Así como pensó que sucedería con ella. En él, aceptaba engendrar un hijo para la Nueva Alianza a cambio de monedas que salvarán a su madre y la granja.

—Si alguien me hubiera dicho que aceptando este trato conocería al amor de mi vida, no lo habría creído jamás —murmuró, visiblemente afectado.

Los sentimientos se arremolinaban dentro de él, como un torbellino que le oprimía el pecho y subía hasta instalarse en su garganta en forma de nudo.

Regina le dedicó una mirada compasiva. Entendía lo que ese documento representaba para él, lo duro que debió ser verse orillado a tomar una decisión así.

—Puedes hacer lo que desees con él —le dijo, con el mentón en alto, mostrando seguridad y firmeza.

David la miró con sorpresa.

—Ese acuerdo no tiene relevancia alguna en este nuevo reinado.

Apretó los labios y frunció el ceño con gesto pensativo. Un ápice de vergüenza lo invadió. Cuando firmó ese acuerdo no pensó en Regina. Es cierto que nunca imaginó que ella desconociera el trato y que hubiera sido obligada a permitir que un hombre extraño la tocara, pero tampoco se detuvo a considerar lo que significaba para ella. Inspiró profundamente y le extendió el documento de vuelta al tiempo que exhalaba.

—Este trato no decidía por mí ni por mi futuro… sino por ti y el tuyo.

Regina entreabrió los labios, sorprendida. Nunca había visto las cosas desde esa perspectiva y, al hacerlo, el acuerdo le parecía aún más inhumano e injusto. David rodeó el escritorio, acercándose a ella. Tomó una de sus manos y colocó en ella el documento. Ambos lo sostuvieron.

—Eres tú quien debe decidir qué hacer con él.

La joven reina asintió, caminó hasta la chimenea y arrojó el pergamino al fuego que los calentaba. Respiró entrecortadamente mientras lo veía consumirse. Luego, tomó el resto de los papeles que formaban parte del acuerdo y repitió el gesto.

David la abrazó por detrás, rodeándola con sus fuertes brazos. Depositó un beso tierno en su mejilla y ella cerró los ojos al sentir su calidez.

—Se espera mucho de mí como gobernante, pero la verdad es que no me siento capaz de hacerlo sola —admitió en un susurro. Giró el rostro para encontrarse con los ojos de su prometido—. Él sabe demasiado del reino, es una pieza clave. No puedo hacerlo sin él.

David frunció ligeramente el ceño. Entendía sus palabras. Él mismo se convertiría en el futuro rey de todo un reino y lo cierto era que no tenía ni idea de cómo gobernarlo. Confiaba en que Regina lo ayudaría, pero ¿quién la ayudaría a ella? Nadie podía hacerlo mejor que el ex consejero del difunto rey. Además, su deber principal era apoyarla en todo para que pudiera desempeñar su papel como reina.

—Tienes razón.

Le dedicó una sonrisa comprensiva y ella la imitó. Se inclinó para besarla suavemente antes de apoyar la barbilla en su hombro.

—¿Te sientes mejor? —murmuró.

—Mucho —admitió ella, girando en sus brazos hasta quedar frente a él.

David no perdió tiempo y la besó con intensidad, delatando sus intenciones. Regina suspiró contra sus labios, dejándolo hacer, pues, la realidad era que se excitaba con la menor provocación. Cerró los ojos y jadeó cuando su boca descendió hasta su cuello, besándolo con urgencia. Sus varoniles manos se posaron sobre su trasero, apretándolo con exquisita fuerza.

Y fue en ese momento cuando, a pesar de sus ganas, supo que debían detenerse.

—Debemos parar —susurró, rozando los labios de David. Aun con los ojos cerrados, aferró su camisa con las manos, en un claro indicio de que no quería apartarse.

—¿Me estás diciendo que Su Majestad prefiere una diligencia a hacer el amor? —preguntó él en tono insinuante.

—No es que lo prefiera —aclaró ella, echándose un poco hacia atrás para mirarlo a los ojos—. Pero es importante que el pueblo nos vea juntos. Deben saber que nos amamos, que nos casaremos y que el hijo que espero es tuyo.

La sonrisa de Regina apenas tuvo tiempo de aparecer antes de que él volviera a besarla, esta vez con un deseo feroz. Quería mandarlo todo al demonio y quedarse allí, haciéndole el amor.


El trayecto en carruaje hasta el lugar de la diligencia en compañía de David fue muy distinto a lo que Regina estaba acostumbrada. No había conversaciones forzadas, silencios ni miradas incómodas. Le resultaba sumamente agradable, relajante y cómodo.

David, en cambio, era un manojo de nervios. Era su primera diligencia y no tenía idea de cómo proceder. Su mayor temor era arruinar el trabajo de Regina. Aun así, se esforzó por mantener la compostura. No quería que ella notara su inquietud, sobre todo cuando se veía tan emocionada. Le había confesado lo feliz que se sentía de que, por fin, fueran vistos juntos en público.

Al llegar a la aldea, una multitud de campesinos se aglomeró alrededor del carruaje real. Sonrieron con entusiasmo al ver descender a la reina, pero lo que realmente los tomó por sorpresa fue la presencia del apuesto joven que la seguía. La noticia de que él era el príncipe perdido del Reino del Sol aún estaba fresca, y la curiosidad se reflejaba en cada mirada. Los murmullos no tardaron en extenderse entre la gente.

Regina no se inmutó. Sabía que esa reacción era inevitable. El tema había sido discutido en el Consejo Blanco al planear la diligencia, por lo que estaba preparada. Se dirigió con confianza a aquella pequeña, pero importante porción de su pueblo y les habló como su padre le enseñó alguna vez. Con cada palabra, los rostros se iluminaban con esperanza. Su tono era firme y sus promesas sinceras. Esa aldea no había sido elegida al azar. Durante años, Leopold la había descuidado, ignorando sus constantes peticiones de ayuda, y ella estaba ahí para cambiarlo.

—¿Cómo es que logrará todo eso, Majestad? —preguntó uno de los campesinos. Su voz cargaba un dejo de resentimiento por el tiempo de abandono por parte de la monarquía.

—Tenemos entendido que la Nueva Alianza, nuestra única esperanza, se acabó junto con su matrimonio con el Rey traidor —añadió otro, con preocupación.

Regina sostuvo la mirada de su pueblo con firmeza. No había lugar para titubeos ni falsas promesas.

—No les mentiré. Es cierto. Tras la muerte del Rey, la Nueva Alianza ha llegado a su fin. Es mi deber informarles que no existe relación alguna entre el Reino Blanco y el Reino de la Luz.

Decirlo en voz alta fue más doloroso de lo que imaginó. Aquel era el reino donde nació, donde creció rodeada del amor de su padre y su abuelo… pero también era el lugar que, con el tiempo, se convirtió en un infierno. Hans la vio como un objeto, una moneda de cambio para satisfacer sus ambiciones. Ese sitio ya no era su hogar.

El anuncio no tardó en generar un torbellino de murmullos entre los aldeanos. Había preocupación, descontento, incluso miedo. Algunos discutían entre sí, mientras que los caballeros blancos, alerta, se pusieron en guardia. Pero Regina levantó una mano en un gesto sereno, indicándoles que no intervinieran. Luego, dio un par de pasos al frente y habló con su característica seguridad.

—Les aseguro que nada les faltará. Sus necesidades serán cubiertas lo más pronto posible y recuperaremos la prosperidad del reino.

—El Rey aseguró que la Nueva Alianza era vital para nuestra supervivencia —dijo otro aldeano, con escepticismo en la mirada—. No puede ahora venir a decirnos que estaremos bien sin ella.

David decidió intervenir. Inspiró hondo, e imitó la postura firme y altiva de Regina adoptaba para dirigirse a su gente.

—En nombre del Reino del Sol, prometo que no estarán solos —declaró con convicción—. Mi reino trabajará junto al Reino Blanco para garantizar la estabilidad y el bienestar de ambos pueblos. Tengan por seguro que las palabras de la Reina son ciertas. Habrá prosperidad para ambos reinos.

Regina sintió su pecho llenarse de emoción. Sin pensarlo, buscó la mano de David, y él, sin dudar, la tomó con un apretón firme. Un simple gesto, rápido, pero muy significativo.

—Entonces es verdad que se casará con el príncipe —intervino una de las mujeres del lugar. La expresión ilusionada en su rostro reflejaba lo que muchas otras pensaban.

Regina sintió un cosquilleo recorrer su piel, una mezcla de emoción y nerviosismo que revoloteaba como mariposas en su estómago.

—Sí —asintió con una sonrisa que no pudo contener—. Me complace anunciarles que he aceptado comprometerme en matrimonio con el Príncipe David, heredero legítimo del Reino del Sol. Y como es bien sabido ya, el hijo que espero, el futuro heredero del Reino Blanco, es su hijo legítimo.

Quiso continuar su discurso, pero no tuvo oportunidad. Un estallido de júbilo interrumpió sus palabras. El pueblo entero celebró la noticia. Hubo aplausos y vitoreo llenos de emoción. Regina fue rodeada por aldeanos que le entregaron flores con alegría, mientras que a David le fueron ofrecidos algunos obsequios para ambos.

Se despidieron agradeciendo profundamente las atenciones, los regalos y las buenas intenciones para su futuro matrimonio e hijo. Cuando el carruaje retomó su camino de regreso al castillo, Regina no tardó en destacar la actuación de David.

—Para ser tu primera vez, lo hiciste muy bien —dijo con una sonrisa de aprobación.

David soltó una risa breve, negando con la cabeza.

—¿Yo? Tú lo hiciste espectacular. Me dejabas sin palabras con cada promesa que hacías.

Regina entrecerró los ojos con diversión y negó despacio con aire coqueto.

—Me sorprendiste, Encantador.

Antes de que él pudiera responder, se deslizó a su lado con la agilidad que el movimiento del carruaje permitía. La mirada de David se perdió en la intensidad de los ojos de su prometida, sintiendo cómo la atmósfera entre ellos comenzaba a cambiar. Regina se inclinó hacia su oído, su aliento cálido provocando un escalofrío delicioso.

—Me gustó verte hablar con tanta seguridad… —susurró, al tiempo que sus dedos se aventuraban sobre la tela de su pantalón, rozando con lentitud.

El cuerpo de David reaccionó al instante, endureciéndose bajo su toque. Un jadeo entrecortado escapó de sus labios, pero logró contener el gemido atrapándolo en su garganta.

—Eres hermosa y peligrosa, ¿sabías eso? —murmuró, con la respiración entrecortada.

Regina sonrió con satisfacción.

—He escuchado incontables veces lo primero, pero nunca lo segundo. Y me gusta.

David entrecerró los ojos, su cuerpo tenso por el placer que se acumulaba con rapidez en su interior. Regina desabrochó los botones de su pantalón. Su mirada danzó entre lo que hacía y su bello rostro.

—El carruaje no es un lugar digno para follar a una reina —intentó razonar él, con voz temblorosa.

—¿Acaso importa?

—No… no importa en absoluto.

David la besó con hambre, tomándola del rostro con ambas manos. Su lengua exploró su boca con la misma desesperación que sentía por ella. Regina sonrió entre el beso, su mano buscando liberar la dureza palpitante que su prometido ya no podía ocultar.

Con habilidad, David levantó la falda de su vestido, encontrándose con la ausencia de ropa interior. Gruñó en aprobación, deslizándose hasta quedar arrodillado entre sus piernas. Con sus labios recorrió su suave piel, avanzando hasta su centro húmedo y palpitante. Cuando su lengua la rozó por primera vez, Regina jadeó y arqueó la espalda, aferrándose con fuerza a su cabello.

Los movimientos de David eran precisos y voraces. Su lengua se movía con maestría entre sus pliegues, provocando oleadas de placer que la hacían temblar. Su cuerpo se estremecía con cada nuevo ataque de su boca, hasta que finalmente, con un grito ahogado, alcanzó el clímax.

David no le dio tiempo de recuperarse. Se apresuró a salir de debajo de su vestido y la tomó con firmeza, dejando su cuerpo caer sobre el asiento, llevándola con él.

—Sobre mí, belleza —murmuró con una embobada sonrisa.

Regina lo montó con facilidad, dejándose hundir en la calidez de su duro pene. Un jadeo escapó de ambos al unísono, sus cuerpos encajando a la perfección, como si hubieran sido hechos el uno para el otro.

David la sostuvo con fuerza, enterrando el rostro en su cuello para inhalar su aroma. No se movió al instante, disfrutando la sensación de tenerla así, tan estrecha y húmeda, apretando a su alrededor.

—Quiero más —pidió con voz entrecortada, y antes de que él pudiera responder, comenzó a moverse.

David apretó los dientes y embistió desde abajo, acompañándola en un ritmo que se volvió frenético. Cada movimiento le robaba el aliento, cada gemido de Regina lo encendía aún más si es que era posible.

—¿Así? —gruñó con la mirada fija en ella, llena de deseo—. Dímelo.

—Sí. Así me gusta… mucho… ¡No pares!

La súplica de Regina fue su perdición. La embistió con más fuerza, haciéndola gritar de placer. Sentía su punto de liberación acercarse, pero no quería llegar sin ella. Como pudo deslizó una mano entre sus cuerpos, frotando su hinchado clítoris.

Regina tembló con violencia, su cuerpo fue sacudido por las oleadas del intenso orgasmo. Su estrechez contrayéndose sobre él lo arrastró al borde del abismo, y con una última embestida profunda, se derramó dentro de ella.

Se quedaron quietos, abrazados, con la respiración agitada. El carruaje seguía avanzando, y cada movimiento hacía que el miembro aún duro de David se moviera dentro de Regina, provocándoles escalofríos de placer. Ninguno de los dos intentó separarse. No querían hacerlo. Regina posó sus labios en el cuello de su prometido, sonriendo contra su piel.

—Creo que deberíamos viajar en carruaje más seguido.

David soltó una risa baja, besando su cabello.

—Estoy completamente de acuerdo.


Mientras tanto, las cosas en el Reino de la Luz no marchaban como al Rey le gustaría. Abrió furioso las puertas de la sala de té donde su esposa leía cómodamente. La servidumbre abandonó el lugar de inmediato dejándolos a solas.

—Anna. Anna. Anna —su voz denotaba irritación—. Me han informado que enviaste una carta a Arendelle. ¿Se puede saber qué le comunicaste a tu hermana?

Hans avanzó con paso lento pero decidido hacia ella. Anna alzó la mirada con una serenidad inquietante, demasiado perfecta para ser verdadera. Últimamente, la tensión entre ellos era insoportable.

—Estás planeando atacar un reino para recuperar a tu prima —respondió ella con calma—. Si las cosas salen mal, necesitaremos aliados.

Hans entornó los ojos, escéptico. La relación entre Anna y Elsa había quedado en muy malos términos cuando decidieron casarse.

—¿Hablas en serio?

—Muy en serio —aseguró ella, poniéndose de pie y acercándose con una sonrisa que le recordaba los primeros días de su matrimonio.

Él la observó en silencio, buscando rastros de burla o mentira, mas no encontró ninguno. La confusión en su rostro se transformó en una expresión peligrosa, llena de satisfacción.

—Vaya, no lo puedo creer —murmuró, esbozando una sonrisa depredadora—. Por fin este matrimonio empieza a dar frutos.

La tomó por los brazos y la atrajo hacia él, besándola con la misma intensidad que solía hacer que se sintiera dichosa. Ahora, solo tenía la certeza de que su hermana siempre tuvo la razón: casarse con alguien a quien apenas conoces no es buena idea.


Los preparativos para el anuncio del compromiso comenzaron de inmediato. Regina, tras informar a su consejo sobre el resultado de la diligencia, se aseguró de enfatizar la intervención oportuna de David. Su intención era que el príncipe empezara a ser reconocido y poco a poco se viera involucrado en asuntos de estado. Dejó muy en claro que el pueblo se mostró emocionado al saber del compromiso. No había tiempo que perder. Debían oficializar su futura unión lo más pronto posible para dar paso a la boda real que se celebraría en dos meses, tal como George y Regina acordaron después de que el Rey pidiera su mano en matrimonio para David.

La invitación se extendió a los reinos vecinos, al clero, a la nobleza y al pueblo del reino. El Rey George viajó con Ruth para ese día especial con la doncella Belle acompañándolos. Llegaron una noche antes y eso les brindó la oportunidad de pasar una amena velada donde por primera vez después de mucho tiempo, Regina tuvo la sensación de estar rodeada de familia.


Anunciar el compromiso y hacer oficial que el hijo que la Reina esperaba era del Príncipe David desató una ola de júbilo entre los asistentes. Regina nunca antes había visto tanta emoción por una futura unión y un nacimiento, aunque claro, su único punto de comparación era su propia experiencia y no había sido precisamente motivo de celebración.

—Cuando menos lo pienses, tu vientre será tan grande que ni siquiera podrás ponerte de pie por ti misma —comentó la esposa del Rey Stefan con una sonrisa socarrona.

Regina arqueó una ceja y se limitó a asentir un par de veces, sin dejar entrever la menor emoción en su rostro.

—Y ni hablar de cuando el pequeño o pequeña llegue… o cuando vengan más. Se vuelve imposible hacer cualquier otra cosa.

La mujer rio con ligereza, como si sus palabras fueran una broma graciosa. Algunas de las demás reinas sonrieron con complicidad, pero Regina se limitó a clavarle una mirada fría que dejaba claro que no apreciaba esos comentarios.

—¿Cómo vas a dirigir el reino en esas condiciones? —intervino la Reina del Reino de Cristal, intentando suavizar la tensión con una pregunta que, para Regina, no hacía más que reafirmar su descontento con la conversación.

Si antes tenía dudas sobre lo que pensaban esas mujeres, ahora le quedaba claro. Para ellas, un heredero en camino era sinónimo de debilidad e incapacidad para gobernar. Y si bien era cierto que no sabía con exactitud cómo lo haría, se negaba a que fuera algo de dominio público.

—Lo resolveremos —declaró con firmeza, su tono impecablemente sereno, pero con clara determinación—. Si me disculpan, tengo asuntos importantes que tratar con sus esposos.

Las reinas abrieron la boca, escandalizadas por lo que consideraban atrevimiento por parte de la joven, pero Regina ya les había dado la espalda. Con la elegancia que la caracterizaba se alejó sin prisa hacia donde los Reyes estaban reunidos. Ellos no parecieron sorprendidos por su presencia pues, al verla acercarse, la integraron de inmediato a la conversación con respeto y cortesía, reconociendo su posición como gobernante.

La celebración terminó entre risas de la joven pareja y los tres Reyes, que hasta ese momento seguían velando por el bienestar de Regina como la nueva soberana del Reino Blanco.


Recibir una carta de Anna no era algo que Elsa hubiera esperado. Al menos, no tan pronto. Y mucho menos con semejante contenido.

Su hermana había sido tajante la última vez que hablaron. No la necesitaba ni la quería cerca. Lo dijo con tanta firmeza que incluso prometió que jamás acudiría a ella, ni siquiera si estuviera al borde de la muerte. Todo porque Elsa se negó a darle su bendición para casarse con el príncipe heredero del Reino de la Luz.

Era difícil explicarlo, pero bastaron unas pocas palabras con él para que Elsa supiera que no era el indicado para su hermana. Y ni hablar de la absurda decisión de comprometerse con apenas unas horas de conocerse.

Soltó un largo suspiro, sintiendo la presión en su pecho disminuir apenas un poco. Estaba sola, así que no se preocupó por reprimir el sonido de su exhalación, consciente de que el sonido provenía de ella misma y de nadie más.

Darle la espalda sería lo más sensato, lo más lógico. Anna dejó claro que no quería nada de ella ni de Arendelle. Pero Elsa nunca había sido de las que tomaban el camino fácil y aceptaba excusas mediocres. Mucho menos cuando se trataba de la única persona que realmente tenía en el mundo. La única por la que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa, sin importar las consecuencias.


Hacer el amor con David en cada rincón del castillo y en cada oportunidad posible se había convertido en una afición para Regina. El embarazo tenía su deseo fuera de control, nublándole la razón y avivando un anhelo insaciable por el príncipe casi todo el tiempo. Sin embargo, su cuerpo también exigía pausas, momentos de descanso para recuperarse.

David no se quejaba. Amaba la intensidad con la que Regina lo buscaba, la forma en que su deseo ardía ante la más mínima provocación. Disfrutaba verla rendirse por completo a la pasión y disfrutar sin restricciones del sexo.

A pesar de su incesante actividad en la alcoba, ambos continuaban cumpliendo con sus deberes y participaban en los preparativos para la boda real, que ya estaba a menos de un mes de celebrarse. El vientre de Regina era cada vez más notorio, por lo que su vestido estaba siendo diseñado con un ajuste más amplio, anticipando el crecimiento del bebé para ese día tan especial.

En medio de todo, Regina también se dio a la tarea de reorganizar su consejo. Durante el anuncio de su compromiso, tuvo la oportunidad de conversar con George, Midas y Stefan. Les agradeció la ayuda brindada hasta el momento con los consejeros enviados, pero expresó su deseo de incluir miembros pertenecientes al Reino Blanco. Los tres monarcas estuvieron de acuerdo y encargaron a sus consejeros que la asistieran en la ardua labor.

La más difícil de convencer fue Maléfica. Ningún candidato le parecía lo suficientemente capaz para formar parte del consejo de la joven reina. Se negaba a dejarla rodeada de incompetentes. Sin embargo, la sorpresa llegó cuando Regina anunció que restituiría a Rumpelstiltskin en su consejo. Los consejeros extranjeros reaccionaron con evidente desaprobación, pero Granny entendió de inmediato las razones de la reina e intervino logrando que al menos consideraran la propuesta. Tras una larga sesión de deliberación, todos terminaron por aceptar la decisión.

Regina, agotada, pero satisfecha, corrió al encuentro de David que la esperaba a las afueras del salón de la mesa redonda. Se fundieron en un amoroso beso que, en cuestión de segundos, se tornó en algo mucho más ardiente.

—A la habitación —jadeó Regina, con voz entrecortada por la excitación.

David solo asintió, sintiendo el mismo fuego recorrerle el cuerpo. Tomándola de la mano, se apresuraron hacia sus aposentos donde se despojaron de sus ropas sin perder un solo instante y se entregaron el uno al otro una vez más.


Angustiada y con el corazón latiéndole violentamente en el pecho, Anna escribió otra carta para Elsa. Ya no había tiempo que perder. Todo debía salir a la perfección, de lo contrario estaba segura de que le aguardaba un verdadero infierno.

Salió de su habitación con el pergamino bien resguardado y, aprovechando que Hans estaba reunido con su consejo, se apresuró a encontrar al mensajero. Para su fortuna, su esposo no sospechaba nada. Creía firmemente que su comunicación con Elsa tenía el propósito de asegurar a Arendelle como aliado para afrontar las consecuencias de atacar el Reino Blanco y al del Sol.

Anna contuvo el temblor en sus manos mientras el mensajero tomaba la carta y se alejaba. Ahora solo le quedaba esperar.


Despertar con cálidos besos en el hombro era una de las cosas que Regina más amaba. Soltó un suspiro relajado y sonrió al sentir la mano de David acariciar con ternura su vientre de cuatro meses.

—Buenos días, mis amores —murmuró él con voz ronca contra su oído, su aliento cálido enviándole un ligero escalofrío por la piel.

—Solo un rato más… —pidió ella en un susurro, acurrucándose aún más entre las sábanas.

David sonrió. Regina era insaciable por las noches, siempre exigiendo más y él jamás se quejaba. A veces el amanecer los encontraba haciendo el amor, pero una vez que el sueño la vencía, despertarla era todo un reto.

—No es posible, mi amor —le susurró, besando el delicado arco de su cuello—. Hoy es el día en que te convertirás en mi esposa y yo en tu príncipe consorte.

Sus labios descendieron por su piel mientras su mano subía desde su vientre hasta encontrar la suavidad de sus hinchados pechos. Un jadeo escapó de Regina cuando las caderas de David buscaron las suyas en un ritmo lento y placentero. Pero justo cuando el deseo volvía a encenderse entre ellos, unos golpes en la puerta los interrumpieron.

—Su Majestad, es hora de comenzar los preparativos.

Regina cerró los ojos y suspiró aún atrapada en la recién despierta excitación. David soltó una risa suave contra su piel antes de separarse con resignación. Más allá del deseo, la emoción del día que los esperaba era imposible de ignorar.

Las doncellas entraron para encargarse de prepararla. A medida que realizaban su labor, Regina no podía evitar recordar su primera boda, aquella en la que fue condenada a unirse a un hombre que jamás amó. Y ahora, todo era distinto. Después de tanto sufrimiento, lágrimas y desazón, su más grande sueño se haría realidad: contraería matrimonio por amor.

Cuando llegó el momento de colocar el último detalle, sus manos temblaron ligeramente al tomar entre sus dedos el collar con el árbol de la vida, el que su padre le regaló tiempo atrás. Lo sostuvo contra sus labios y cerró los ojos con un susurro lleno de amor y nostalgia.

El último detalle fue colocarle el collar que precisamente su padre le regaló: el árbol de la vida. Lo tomó entre sus dedos, cerró los ojos y lo llevó hasta sus labios para besarlo.

—Por ti, papá.

—Estás lista —anunció Ruby, quien fue la principal encargada de que quedara perfecta para su matrimonio.

Regina levantó la vista y se encontró con su reflejo en el espejo. Ruby la miraba con orgullo y emoción contenida. Se inclinó un poco para quedar a su altura y con voz suave, le dijo:

—Jamás te habías visto tan hermosa… tan radiante… tan viva.

Los ojos de Regina se llenaron de lágrimas ante aquellas palabras por el profundo significado.

—Ruby…

—¡No, no, no! Nada de lágrimas ahora —exclamó su amiga apresurándose a secar con delicadeza la humedad en las comisuras de sus ojos.

Regina le sonrió con gratitud antes de abrazarla con fuerza.


Belle, en compañía de un par de doncellas del Reino Blanco, se encargó de asistir a Ruth, quien insistió en ocuparse personalmente de preparar a David. Las cuatro mujeres no podían evitar admirar lo imponente que el príncipe lucía con su traje azul de gala, adornado con finos bordados dorados. Una banda del mismo tono cruzaba su pecho, y la insignia del Reino del Sol relucía con orgullo en su lado izquierdo.

Ruth, con lágrimas de emoción en los ojos, acarició el rostro de su hijo antes de estrecharlo en un fuerte abrazo.

—Te amo, mamá —murmuró él con ternura.

—Y yo a ti, mi niño —susurró ella, sin poder evitar sollozar.

Unos golpes en la puerta interrumpieron el momento. Ambos tomaron aire profundamente, conscientes de que el importante momento había llegado. Afuera de la habitación, los esperaba George con una amplia sonrisa acompañado por una escolta real del Reino del Sol encabezada por Killian.

Mientras tanto, en otra parte del castillo, Regina también se preparaba para su gran entrada. La guardia real del Reino Blanco la escoltaba con respeto mientras caminaba con paso elegante con su vestido de novia resplandeciendo bajo la luz de las antorchas. A su lado, Ruby y Granny la acompañaban, las únicas personas que ella consideraba su verdadera familia hasta ese día.

No podía evitar sentir un leve peso en el pecho al saber que ningún miembro del Reino de la Luz estaría presente. En otra vida, quizás su madre, su padre, su abuelo o sus tíos habrían estado ahí para verla caminar hacia el altar. Pero mientras Hans siguiera gobernando, no había manera de acercarse sin que él interfiriera y lo último que quería era volver a verlo.

David ya estaba de pie frente al altar. Su corazón latía con fuerza, una mezcla de nerviosismo, emoción y un profundo sentimiento de gratitud. Después de tanto miedo, angustia e incertidumbre, al fin llegaba el día en que uniría su vida con la mujer que cambió su destino por completo. Regina, la reina que estuvo prohibida para él hasta que su padre tomó la vida de Leopold y le devolvió la libertad. Y allí estaba él, a punto de casarse con ella, con sus padres sanos y a su lado presenciando ese momento tan anhelado.

El sonido imponente de las trompetas imperiales anunció la llegada de la novia. Un murmullo de expectación recorrió el lugar mientras las puertas del gran salón se abrían. Y entonces, Regina apareció. El asombro y la admiración por la bella imagen no se hizo esperar

David apenas pudo respirar cuando la vio. Su boca se entreabrió, incapaz de procesar lo que sus ojos contemplaban. Regina avanzaba con una elegancia majestuosa, ataviada en un vestido de bodas deslumbrante. El blanco de la tela, cubierto de diminutos diamantes parecían reflejar las estrellas cuando resplandecían por la luz de las antorchas. Las mangas largas, transparentes y delicadas, realzaban la sofisticación del vestido, mientras que el escote pronunciado creaba un equilibrio perfecto entre sensualidad y realeza. Dos conceptos que describían a Regina a la perfección.

Su cabello recogido enmarcaba su rostro radiante. Sobre su cabeza reposaba la nueva corona, símbolo de su poder y reinado. Pero lo más hermoso de todo era su expresión. Sus ojos brillaban con la más pura de las dichas y su bella sonrisa reflejaba la felicidad que la embargaba.

Y entonces, David notó la pequeña, pero evidente pancita que asomaba bajo el vestido. Un recordatorio visible del amor que los unía y de la familia que estaban formando. Fue en ese preciso momento en que la emoción lo envolvió. No había en el mundo un hombre más afortunado que él.

David le ofreció la mano tan pronto como Regina llegó al pie de los escalones que conducían hasta el altar. Subieron juntos, paso a paso, avanzando hacia su nueva vida, hasta que finalmente se pusieron frente al clérigo que los uniría en matrimonio.

—Estás increíblemente hermosa —le susurró al oído. Las palabras, llenas de admiración y amor, hicieron que un suave sonrojo se apoderara de las mejillas de Regina. No pudo evitar sonreír.

La ceremonia comenzó y, cuando fueron declarados marido y mujer, David se arrodilló con respeto frente a Regina. Con voz firme le prestó su juramento de fidelidad, un juramento que había aprendido días antes.

—Yo, David, Príncipe del Reino del Sol, me hago su vasallo en cuerpo y alma, y del culto terrenal con la ayuda de Dios.

Al concluir el acto, se entregaron en un amoroso beso que sellaba las promesas que se acababan de hacer. El aplauso de los asistentes resonó en el recinto, llenando el aire de alegría. Las historias del desdichado matrimonio de la Reina, la del príncipe perdido y la del amor prohibido que vivieron, ya eran conocidas por todos. Era imposible resistirse al final feliz de un amor verdadero.

Ambos disfrutaron de cada momento: la cena, las palabras cálidas de George, Stefan y Midas, las dulces palabras de Ruth y Granny, las felicitaciones de los invitados. El bullicio de la gente afuera, que estalló en júbilo al verlos salir al balcón, también fue una celebración del amor que había triunfado.

El baile se extendió hasta la madrugada. Las melodías suaves y alegres de los músicos inundaban el salón, mientras los invitados reían y bailaban, algunos ya cansados, otros apenas sosteniéndose en pie gracias al licor. En un momento de la noche, Rumpelstiltskin se atrevió a invitar a Belle a bailar. La joven accedió y le hizo compañía el resto de la velada. Se maravilló con la inteligencia, la preparación e interés por los libros de la doncella. Por su parte, Belle había quedado prendada de él desde el día en que lo vio en la celda. Nada la hacía más feliz que estar en su compañía y no deseaba que el momento terminara.


La joven pareja de recién casados, después de horas de celebración, se retiró para dar comienzo a la noche de bodas. Todo el día se la pasaron entre risas, abrazos y discretas miradas insinuantes, por lo que ambos impacientes se dejaban asistir.

Tal como el protocolo real lo marcaba, Regina fue vestida con un fino camisón de seda blanco. Su propia figura frente al espejo la acaparó. La prenda era preciosa, se ajustaba con perfección a su silueta, resaltando su pequeño pero notorio vientre. No era su primera noche de bodas, mucho menos su primera vez. Tampoco sería la primera vez que estaría con David, pero sí sería la primera vez que haría el amor en su noche de bodas y eso, la llenaba de ilusión.

La emoción la abordó y sonrió agradecida a las doncellas que la asistían. Y, tras que Ruby le colocara un albornoz azul marino, fue dejada sola, a la espera de su ahora esposo.

A los pocos minutos las puertas de la habitación se abrieron, permitiendo el paso de David, cerrando tras él. Ambos suspiraron llenos de emoción al verse. La situación evocaba a sus primeras veces juntos. Ninguno olvidaría jamás la primera vez que se vieron.

—Estás hermosa, esposa —susurró con la respiración entrecortada y el corazón latiendo con fuerza en su pecho.

Regina sonrió conteniendo la emoción, mordiendo un poco su labio inferior cuando él se acercó. David besó su frente con ternura y ella cerró los ojos al verse envuelta entre sus fuertes brazos.

—Dime que no estoy soñando. Que en verdad nos hemos casado. Que ya nadie nos podrá separar. Que eres mío y yo soy tuya.

—Mi amor, yo he sido tuyo desde el primer instante en que te conocí.

Capturó los rojizos labios con los suyos en un beso lleno de entrega e infinito amor. Desató las cintas del albornoz, deslizando la prenda que cayó a los pies de Regina.

Pasó saliva al notar que vestía un fino camisón blanco. No había vuelto a usar uno de ese color. Fue algo exclusivo de las veces en que estuvieron juntos para cumplir con el trato de la Nueva Alianza. La tomó del rostro con una mano mientras que con la otra la rodeaba para pegarla de nuevo a él. La miró con fascinación y la besó de nueva cuenta.

Las delicadas manos acariciaron su pecho. Su mano subió por toda la espalda hasta la otra mejilla de su esposa mientras las de ella se colaban bajo su ropa.

—Siempre quise hacer esto —dijo sonriendo sobre los labios de ella que arrugó ligeramente el ceño sin entender.

Soltó una exclamación de sorpresa cuando se vio levantada en los fuertes brazos de su esposo. Se abrazó a su cuello mientras ambos reían. Se dieron un amoroso beso y David caminó hasta la cama donde se subió con cuidado dejando a Regina recostada en el centro.

Le acarició el cabello con cariño, mientras asimilaba el maravilloso momento. Era real. Regina era su esposa. La bella Reina, de la que se enamoró en una situación que condenaba ese amor a ser imposible, era ahora suya.

—¿Pasarás el resto de la noche contemplándome nada más?

La traviesa pregunta lo sacó de sus pensamientos. La miró con picardía pues ella sonreía con coquetería. Negó con la cabeza.

—Majestad, permítame servirle como prometí hacerlo —pidió, haciendo alusión al juramento que le prestó en la ceremonia.

Volvió a capturar los tersos labios. La preciosa boca se abrió para él, permitiendo a su lengua adentrarse para acariciar cada rincón, mientras que sus manos, hacían lo mismo con el bello cuerpo que se arqueaba contra el suyo. Aferró el perfecto trasero de su mujer que gimió en su boca. Repitió la acción, disfrutando de la reacción mientras las caricias de ambos continuaban.

Fue su turno de gemir con sorpresa cuando una delicada mano se apoderó de su duro pene sobre la ropa de dormir. Hizo su cadera hacia atrás para romper el contacto.

—Sin prisa, Majestad —sonrió con aire burlesco.

—Regina. Sigo siendo Regina —susurró enardecida, abrazándose a él para besarlo.

David se perdió en el fogoso beso que delataba el deseo incontenible de su esposa y no pararon hasta que ambos se quedaron sin aliento. Con rapidez se deshizo de su ropa bajo la impaciente mirada de Regina que se había sentado en la cama. Una vez desnudo se sentó frente a ella. Se besaron de nuevo. La boca de David descendió por el perfumado cuello, las varoniles manos bajaron los tirantes del camisón dejando al descubierto los hinchados pechos. Los acarició con delicadeza, jugó con los duros pezones y tomó uno con su boca. Regina dejó escapar un jadeo, disfrutando la estimulación. Echó la cabeza hacia atrás cuando una mano se internó entre sus piernas, alcanzando su centro. Sin dejar de acariciarla, usó su otra mano para sacarle el camisón, dejándola desnuda como él.

Se miraron a los ojos mientras los dedos danzaban sobre los pliegues mojados. Las perfectas caderas se movieron al compás de las caricias, anhelando más.

—Siéntate sobre mi rostro.

—¿Qué?

Se tumbó boca arriba y la invitó a acercarse, guiándola para que quedara en posición: con sus bellas piernas a cada lado de su cabeza.

—David, esto no…

La protesta murió en sus labios cuando las manos la aferraron de los muslos y fue jalada hacia abajo hasta hacer contacto con su boca. Se sostuvo de la cabecera, gimiendo ahogado cuando la lengua rozó su clítoris con insistencia. El cuerpo entero le vibró de placer e instintivamente aferró los rubios cabellos con una de sus manos. La de él, acariciaban sus nalgas y muslos. Onduló las caderas, marcando un cadencioso ritmo que fue aumentando hasta cabalgar el rostro de su esposo.

Lo montó desesperada, urgida por alcanzar el orgasmo que llegó de golpe, asaltando su cuerpo que temblaba sin control. De un momento a otro David estuvo tras ella, besándole una sonrojada mejilla.

—¿Estás bien? —preguntó, acariciando el pequeño vientre de su esposa.

La vio asentir y eso fue suficiente para él. Le besó la nuca, bajando con parsimonia la mano hasta el caliente sexo. Lo acarició un par de veces antes de introducir dos de sus dedos.

Ella gimió con fuerza, aferrándose de nueva cuenta a la cabecera mientras era follada por los dedos de su esposo. Los sacaba despacio, casi por completo, para volver a meterlos de la misma forma. Mordió su labio inferior, conteniendo el placer cuando jugó de nueva cuenta con sus duros pezones.

—Quiero hacerte mía —jadeó contra nuca de Regina.

Ella asintió. David sacó sus dedos y se colocó justo tras ella, envolviéndola entre sus brazos. El duro pene quedó contra su palpitante sexo.

—Puedes tomarme —concedió sin aliento—. Soy tuya, mi amor.

Contuvo el aliento cuando la erección de su esposo comenzó a adentrarse en ella. Cerró los ojos, que se habían llenado de lágrimas de dicha, disfrutando del acto de ser penetrada en su noche de bodas por el hombre al cual amaba.

—Mía. Solo mía —susurró David con las manos sobre la pancita de Regina.

—Sí. Tuya.

—Mi esposa.

Empezó a moverse, deslizando su pene dentro y fuera de las suaves paredes que se estrechaban a su alrededor, cada vez con más fuerza, como si no quisieran dejarlo ir. Repartió besos por los suaves hombros y masajeó los pechos perfectos. Regina echó un brazo hacia atrás para tomarlo de la nuca y besarlo. Se habían entregado muchas veces, pero ninguna sería como esa.

David tuvo que sostenerse de la cabecera también. El ritmo de sus penetraciones había aumentado al punto de estar embistiendo a Regina que gemía sin pudor alguno. Deslizó una mano entre sus cuerpos, alcanzó el duro clítoris, frotó un par de veces y la hizo venir. Sacó su pene rápido y lo reemplazó con sus dedos, ayudando a su esposa a navegar las oleadas del orgasmo.

De un momento a otro, Regina estuvo tumbada sobre la cama de nuevo, piernas recogidas en el aire, con el apuesto príncipe lamiendo su hinchado sexo, trabajándola con maestría, encaminando su cuerpo hacia el orgasmo, solo para detenerse cuando la sensación se hizo presente.

—Oh, Dios.

Se quejó, llevando su mano hasta su propio clítoris con la intención de frotarlo. Acción que se vio frustrada por él al tomarle la mano. Se la besó, clavando en ella su azul mirada.

—No hay necesidad.

Acomodó su cuerpo entre las piernas abiertas de Regina. La subió sobre su regazo, le dio un par de golpecitos con el pene en el precioso sexo, mismos que la hicieron estremecer de excitación y entonces empujó.

Disfrutó del momento, observando el bello rostro de su esposa contorsionarse en una mueca de puro placer. Pegó su pecho al de ella cuidando de no poner peso sobre el punto donde su bebé crecía. Se apoderó de la preciosa boca que lo recibió con mucho amor. Gimió gustoso cuando Regina se apretó con fuerza a su alrededor en repetidas ocasiones. Las delicadas manos se posaron sobre sus mejillas.

—Me encanta tu pene dentro de mí.

Las palabras no fueron dichas con seducción, ni juego. Fueron expresadas desde el excesivo deseo que sentía.

Sin poder contenerse, el príncipe empezó a embestirla. Regina echó su cabeza hacia atrás, gritando de placer que no podía ni quería ocultar. Amaba a David con todo su ser y nada la hacía más feliz que estar haciendo el amor con él con absoluta libertad y legitimidad.

—Me voy a venir —anunció con su frente pegada a la de ella, mirándola a los ojos con intensidad.

Regina asintió, muriendo por sentirlo llegar en su interior. Encajó sus uñas en los brazos de su esposo cuando unos dedos frotaron su clítoris y la lanzaron al orgasmo que la azotó sin piedad. Gritó su placer que fue acompañado del gruñido escandaloso de David, quien se descargó con fuerza en lo más profundo de ella.

—Como te amo —jadeó el príncipe, con la respiración acelerada.

—También te amo, esposo.

Se fundieron en un apasionado beso que los llevó a compartir caricias que los mantuvo satisfechos hasta que decidieron amarse de nuevo.


Su primer día como esposos fue mucho más maravilloso de lo que Regina pensó que sería. Compartieron cada segundo, cada actividad. Planearon un par de diligencias y tomaron la decisión de ir muy pronto al Castillo de Verano a crear nuevos recuerdos.

—Quiero que lo hagamos en cada rincón —dijo Regina, haciendo un adorable puchero.

Se encontraba sentada sobre el escritorio del salón de asuntos reales, con David entre sus piernas, abrazada a su cuello, mientras que él la abrazaba por la cintura.

—Haremos todo lo que tú quieras.

Le sonrió, embobado con la hermosa sonrisa de su esposa que lo besó feliz por la respuesta. Le excitaba tanto que David siempre accediera a sus peticiones.

—Hey, estrellita.

Saludó a su bebé, bajando para dejar tiernos besos sobre el abultado vientre de Regina que río, pues le causaba cosquillas.


Tres días después emprendieron camino hacia el Reino del Sol. La pareja de recién casados se presentaría ante el pueblo. Por fortuna, el no tan avanzado embarazo de Regina aún le permitía viajar sin complicaciones. Lo único es que debían parar cada tanto para ir al baño.

Killian encabezaba la caravana real. Un gran número de escoltas de caballeros del Reino Blanco y del Sol custodiaban la carroza real. A su paso por las aldeas, las personas corrían al camino para alcanzar a saludar a su Reina y al Príncipe consorte.

Regina iba dormitando, su cabeza apoyada en el hombro de David cuando de pronto despertó, pues se habían detenido.

—¿Qué ocurre? —preguntó, adormilada.

—No lo sé.

Escucharon pasos que se apresuraron al carruaje, situación que alarmó a David. Sensación que se transformó en terror cuando Killian gritó:

—¡Es una emboscada!