Capítulo 24
Cenizas y legado
El aire en la sala del velatorio era denso, cargado de un silencio opresivo que apenas se rompía por los sollozos ahogados y el crujir de las vestimentas negras de luto. El funeral de Shiro Takamachi se había organizado con una discreción casi militar, restringido a familiares y amigos cercanos en los terrenos Takamachi. Las puertas estaban cerradas al mundo exterior, custodiadas por la seguridad privada dirigida por Signum, pero incluso su presencia imponente no podía ahuyentar el peso de la tragedia que se cernía sobre la familia. La versión oficial, difundida con rapidez para sofocar rumores, era que Shiro se había quitado la vida: un cuchillo ceremonial encontrado en su estómago, su cuerpo desplomado en la nieve del jardín trasero sin testigos ni cámaras que captaran lo sucedido. Pero para los presentes, esa explicación colgaba en el aire como una mentira frágil, sostenida solo por la falta de evidencia contraria.
Nanoha estaba de pie frente al ataúd de su padre, como una figura estoica vestida con un traje negro impecable, el emblema de los Takamachi, un círculo rojo con tres líneas curvas bordado en su pecho como un recordatorio de la carga que ahora llevaba. Sus ojos estaban hinchados, las ojeras marcadas por una noche de llanto que no había logrado aliviar el dolor en su interior. El ataúd era sencillo, de madera oscura pulida, con una fotografía de Shiro en vida descansando sobre él: su rostro serio pero cálido, una sonrisa leve que Nanoha recordaba de días más felices. A su alrededor, el aroma del incienso flotaba en volutas grises, mezclándose con el leve perfume de las flores blancas que adornaban la sala —crisantemos y lirios, símbolos de duelo que parecían burlarse de la vida que se había apagado tan abruptamente.
No podía creerlo. Ni cómo había ocurrido, ni que estuviera realmente sucediendo. La conversación con Shiro, tan cruda y devastadora, aún resonaba en su mente como un eco interminable. Había salido de su despacho hecha pedazos, desahogándose en los brazos de Fate hasta que las lágrimas se secaron y el agotamiento la venció. Y entonces, horas después, el grito desgarrador de una sirvienta había atravesado la mansión como un relámpago, anunciando lo imposible: Shiro estaba muerto. Nanoha había corrido al jardín, el frío mordiendo sus mejillas mientras veía el cuerpo de su padre en la nieve, la sangre ya coagulada formando un charco oscuro bajo él. El cuchillo ceremonial, una reliquia de los Takamachi, estaba clavado en su abdomen, sus manos inertes a los lados como si hubiera aceptado su destino. No lo creyó hasta que lo vio con sus propios ojos, hasta que el peso de la realidad la golpeó como un martillo.
El caos había estallado poco después. Una sirvienta, en un arranque de pánico, llamó a la policía a pesar de las órdenes de Signum de mantener todo en privado. Vehículos con sirenas llegaron a la mansión, sus luces azules y rojas destellando contra la nieve, y Signum, con toda su autoridad, no pudo detener el avance de los oficiales. La Mayor Nakajima, tomó el control de la escena, interrogando al personal y revisando el lugar mientras Nanoha observaba desde la distancia, aturdida. Eso había sido hace un día, y ahora, mientras las investigaciones seguían su curso, ella estaba aquí, frente al ataúd, enfrentando una verdad que aún no podía procesar: su padre se había ido.
A pesar de todo lo que había descubierto —la corrupción, los secretos, la sangre en las manos de Shiro—, lo extrañaba. El hombre que la había criado, que le había enseñado a caminar y a enfrentar el mundo, ya no estaba. Y ese vacío la desgarraba más que cualquier revelación.
A su lado, su madre Momoko Takamachi estaba destrozada. La matriarca de la familia, normalmente una figura de fortaleza serena, se había derrumbado por completo. Sus manos temblaban mientras sostenía un pañuelo empapado, sus sollozos entrecortados llenando la sala como un lamento que nadie podía consolar. Su cabello, usualmente impecable, caía en mechones desordenados sobre su rostro, y sus ojos rojos apenas podían fijarse en el ataúd sin desmoronarse de nuevo. Había perdido al amor de su vida, al hombre con quien había construido esta familia, y el dolor la consumía en oleadas visibles para todos.
Miyuki, estaba igual de devastada, aunque su tristeza era más silenciosa. Sentada en una silla cercana junto a Alicia quien la estaba consolando, su vientre lucia mas abultado dando a notar sus semanas de embarazo, sus manos descansaban inertes en su regazo, sus ojos vidriosos fijos en el suelo. Las lágrimas caían en silencio por sus mejillas, dejando rastros brillantes que ella no se molestaba en limpiar. Miyuki nunca había sido fuerte como Kyouya o decidida como Nanoha; ella era caprichosa y engreída sin embargo tenia algo mas, su gentileza, su naturaleza sanadora, la hacían frágil ante una pérdida tan abrupta. Cada tanto, levantaba la mirada hacia el ataúd, solo para apartarla rápidamente, como si verlo confirmara una pesadilla de la que no podía despertar.
Nanoha intentaba hacerse la fuerte, mantenerse erguida como la nueva regente de los Takamachi, pero no le salía bien. Sus hombros temblaban ligeramente, y cada vez que respiraba hondo para calmarse, el nudo en su garganta se apretaba más.
La sucesión se había adelantado de golpe: con Shiro muerto, ella era la única para liderar el clan. Kyouya estaba en Tokio siendo el regente de la casa de su esposa y encontrandose demasiado enredado con los Tsukimura para tomar el mando, y Miyuki carecía de la voluntad para gobernar. Pero Nanoha no se sentía lista. No después de lo que había descubierto, no con el peso de un legado manchado de sangre y traición cayendo sobre ella como una avalancha.
Kyouya Takamachi había llegado esa mañana desde Tokio, acompañado por su esposa, Shinobu Tsukimura. El hermano mayor de Nanoha estaba de pie al fondo de la sala, su figura alta y seria proyectando una calma que contrastaba con el caos emocional de las mujeres Takamachi. Su cabello oscuro estaba peinado hacia atrás, y su traje negro impecable reflejaba su papel como regente de otra familia. Shinobu, a su lado, mantenía una mano en su brazo, su rostro pálido pero compuesto, sus ojos violetas observando la escena con una mezcla de tristeza y distancia. Kyouya había hablado poco desde su llegada, limitándose a un abrazo breve pero firme con Nanoha y unas palabras de consuelo a su madre y hermana. Su presencia era un apoyo silencioso, pero también un recordatorio de que no podía quedarse aunque el lo quisiera: sus deberes lo reclamaban en Tokio y por mas que le duela, el ya estaba formando una familia.
Los Harlaown también estaban presentes, ofreciendo sus respetos en un gesto de solidaridad que atravesaba las alianzas entre clanes. Lindy Harlaown, con su elegancia intacta incluso en el luto, se acercó a Momoko para abrazarla, sus palabras suaves perdiéndose entre los sollozos de la viuda. Chrono, vestido con un traje oscuro, permanecía cerca de la entrada, sus gafas reflejando la luz tenue mientras intercambiaba un saludo respetuoso con Kyouya.
Fate estaba al lado de Nanoha, su mano rozando la de ella en un contacto discreto pero constante, un ancla en medio del torbellino.
El sacerdote terminó el último cántico, su voz resonando en la sala antes de desvanecerse en el silencio. El incienso ardía lentamente, su humo elevándose hacia el techo en volutas grises, y los presentes comenzaron a acercarse al ataúd para despedirse. Momoko fue la primera, sus pasos tambaleantes guiados por Lindy. Se inclinó sobre el cuerpo de Shiro, sus manos temblando mientras tocaban el borde del ataúd, y un gemido roto escapó de sus labios.
—Shiro… ¿por qué? —susurró, su voz quebrándose mientras las lágrimas caían sobre la madera—. ¿Por qué me dejaste?
Miyuki se levantó entonces, acercándose con pasos lentos y vacilantes. Se detuvo junto a su madre, una mano en su hombro, pero no pudo hablar. Sus ojos se fijaron en el rostro pálido de Shiro, y un sollozo silencioso la sacudió antes de que se girara, incapaz de soportar más.
Nanoha sintió que el aire se le escapaba mientras observaba a su madre y hermana desmoronarse. Dio un paso adelante, su deber como regente empujándola a actuar, pero sus piernas temblaron, y por un momento, temió colapsar. Fate la sostuvo discretamente por el codo, sus ojos dorados encontrando los de Nanoha con una mezcla de empatía y fuerza.
—Estoy aquí —susurró Fate, apenas audible, pero suficiente para darle a Nanoha el valor que necesitaba.
Con un respiro tembloroso, Nanoha se acercó al ataúd. El rostro de Shiro estaba sereno, casi pacífico, una máscara que ocultaba los secretos y las sombras que había llevado en vida. Sus manos descansaban cruzadas sobre su pecho, y el cuchillo ceremonial había sido retirado, dejando solo una mancha invisible bajo el traje negro que lo cubría. Nanoha extendió una mano, rozando el borde del ataúd, y las lágrimas que había contenido finalmente escaparon, rodando por sus mejillas en silencio.
—Papá… —murmuró, su voz rota—. No sé cómo hacer esto sin ti. No sé si puedo cargar con todo lo que dejaste.
El silencio respondió, frío y vacío. Nanoha cerró los ojos, el peso de su nueva realidad aplastándola: era la regente de los Takamachi, heredera de un legado manchado de sangre, y su padre, el hombre que había sido su roca, ya no estaba para guiarla. A pesar de todo —la corrupción, los Fiasse, las traiciones—, lo amaba. Y ahora, ese amor estaba teñido de dolor y confusión.
Signum se acercó entonces, su figura imponente rompiendo el momento. Su rostro estaba tenso, las líneas de su mandíbula marcadas por una furia contenida.
—Nanoha-sama —dijo, su voz baja pero firme—. La Mayor Nakajima insiste en hablar contigo. Las investigaciones… no avanzan como esperábamos.
Nanoha asintió lentamente, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. Miró una vez más a su padre, grabando su imagen en su memoria, antes de girarse hacia Fate y Hayate, que esperaban cerca.
—Vamos —dijo, su voz temblando pero decidida—. Esto no ha terminado.
La puerta del despacho de Shiro Takamachi se abrió con un crujido leve, y Subaru Nakajima entró con pasos firmes pero cuidadosos, como si temiera perturbar un espacio que aún llevaba el eco de su antiguo ocupante. El aire estaba cargado de un olor mezcla de madera pulida, sake derramado y el leve rastro del incienso que se filtraba desde la sala del velatorio. Frente a ella, el escritorio de Shiro se alzaba como un altar caótico: periódicos esparcidos, cartas selladas con emblemas oficiales y mapas marcados con puntos rojos que parecían sangrar bajo la luz tenue de una lámpara de pie. Subaru se detuvo, sus botas resonando en el suelo de madera, y dejó escapar un suspiro pesado mientras sus ojos recorrían la escena.
Shiro estaba muerto. El hombre que había sacado a su hermana Ginga de la cárcel, que la había rescatado de las garras de un prostíbulo en los bajos mundos de Sapporo, se había ido. Subaru le debía todo: su familia, su estabilidad, la vida que ahora compartía con su esposa Morinoko. Pero lo del suicidio era una mierda absoluta, y ella lo sabía.
Alguien lo había asesinado, en su propia casa, en los terrenos que él había convertido en una fortaleza. La seguridad de los Takamachi, dirigida por la implacable Signum, lo había dejado pasar. ¿Por qué? La pregunta ardía en su mente como una brasa, avivando una furia que hacía que su sangre hirviera.
No podía imaginarlo. Shiro, apuñalado a sangre fría en la privacidad de su hogar, un lugar que debería haber sido su refugio. El solo pensamiento de alguien invadiendo su propia casa, arrebatándole la vida a ella o a Morinoko, le revolvía el estómago y encendía una rabia que apenas podía contener. Con un movimiento brusco, se acercó al escritorio y comenzó a revisar los papeles esparcidos. Titulares sobre la tensión entre China y Japón gritaban desde las portadas: "Escalada en el Pacífico", "Takamachi bajo escrutinio". Había cartas del gobierno, una incluso con el sello de la Comandancia General de la Policía, su propia institución. ¿Qué tanto estaba metido este hombre? ¿Qué sabía? Subaru podía imaginar que ese conocimiento lo había convertido en un blanco, pero ¿quién había apretado el gatillo —o, en este caso, hundido el cuchillo?
Sus ojos se posaron en un mapa regional de Sapporo, con puntos marcados en rojo que parecían señalar ubicaciones estratégicas: almacenes, quizás, o puntos de encuentro. A su lado, otro mapa de Asia mostraba una red más amplia, con líneas que conectaban ciudades desde Hokkaido hasta Beijing.
¿Qué era esto? ¿Una red de influencia? ¿Tratos secretos? Subaru frunció el ceño, sus dedos rozando el papel mientras intentaba descifrar el rompecabezas.
—Mi padre siempre fue un hombre misterioso, Mayor Nakajima.
La voz de Nanoha Takamachi cortó el silencio como un filo, sobresaltando a Subaru. Se giró rápidamente, su mano instintivamente acercándose a la pistolera en su cadera antes de relajarse. Allí estaba Nanoha, en el umbral de la puerta, su semblante destrozado por el duelo. Sus ojos estaban hinchados, las ojeras marcadas como sombras profundas bajo ellos, y su traje negro con el emblema Takamachi parecía pesar sobre sus hombros como una armadura que no terminaba de ajustarse. A su lado, Signum permanecía como una sombra imponente, su cabello rosado cayendo en mechones rectos sobre su rostro serio, sus ojos afilados clavados en Subaru con una mezcla de cautela y advertencia.
Subaru enderezó la postura, inclinando la cabeza ligeramente en un gesto de respeto.
—Nanoha-sama, lamento mucho su pérdida —dijo, su voz firme pero suavizada por la empatía—. Y siento esta intromisión en un momento tan íntimo. No era mi intención irrumpir así, pero… mientras más rápido actuemos, más rápido podremos entender qué pasó y atrapar al culpable. Esto no fue un suicidio, y estoy segura de que usted también lo sabe.
Nanoha asintió lentamente, sus labios apretándose en una línea tensa mientras avanzaba un paso dentro del despacho. Sus manos temblaron ligeramente antes de cruzarse frente a ella, un intento fallido de proyectar fuerza.
—Lo sé —murmuró, su voz ronca por las lágrimas que ya había derramado—. No creo que mi padre se haya quitado la vida. No después de… —Hizo una pausa, tragando saliva—. No después de lo que hablamos esa noche.
Subaru la observó con atención, manteniendo su tono respetuoso pero inquisitivo.
—¿Puedo preguntarle qué hablaron esa noche, Nanoha-sama? —dijo, inclinándose ligeramente hacia adelante—. Cualquier detalle podría ayudarnos a entender quién tenía motivos para hacer esto.
Nanoha desvió la mirada por un momento, sus ojos cayendo sobre el escritorio desordenado de su padre. El peso de la confesión de Shiro —la corrupción, los Fiasse, el clan Zhào— aún la aplastaba, pero no podía revelarlo todo, no todavía.
—Hablamos de la familia —dijo finalmente, su voz baja pero firme—. De lo que él había hecho para protegernos. Me dijo cosas… cosas que no esperaba. Sobre nuestro pasado, sobre lo que significa ser un Takamachi. Estaba… estaba molesto, pero también decidido. No parecía alguien que se rendiría así.
Subaru frunció el ceño, anotando mentalmente la vaguedad de la respuesta, pero no presionó más. Podía ver el dolor en los ojos de Nanoha, el esfuerzo que le costaba hablar.
—¿Mencionó a alguien en específico? ¿Enemigos, amenazas? —preguntó con cuidado, su tono suave pero persistente—. Sé que tenía poder, y el poder trae enemigos. Cualquier nombre podría ser una pista.
Nanoha negó con la cabeza, sus dedos apretándose contra sus brazos.
—No dio nombres —respondió, su mirada volviendo a Subaru—. Pero habló de China. De la Emperatriz Tang. Dijo que ella sabía demasiado.
Subaru alzó una ceja, su mente girando ante la mención de Xiaomao Tang. La conexión con Beijing, los titulares sobre la tensión internacional, los mapas… todo comenzaba a encajar, aunque las piezas aún estaban dispersas.
—¿Cree que esto podría estar relacionado con lo que pasó en Beijing? —preguntó, manteniendo la voz neutra para no alarmar a Nanoha.
Nanoha respiró hondo, sus ojos brillando con una mezcla de tristeza y resolución.
—No lo sé —admitió—. Pero mi padre no murió por casualidad. Alguien quería silenciarlo.
Subaru asintió, dando un paso atrás para recoger sus notas del escritorio. Sabía que no sacaría más de Nanoha en este momento; el duelo la tenía al borde, y presionarla solo rompería lo poco que quedaba de su compostura.
—Gracias, Nanoha-sama —dijo, inclinando la cabeza de nuevo—. Seguiré investigando. Si recuerda algo más, por favor, no dude en contactarme. Encontraremos al culpable, se lo prometo.
Se giró para irse, ajustándose la chaqueta del uniforme, pero la voz de Nanoha la detuvo en seco.
—Mayor Nakajima —dijo, su tono cambiando, volviéndose más frío, más afilado—. He visto el futuro. Y le aseguro que el culpable de esto no vivirá para regocijarse por esta hazaña.
Subaru se detuvo, girando lentamente sobre sus talones. Alzó una ceja, su expresión endureciéndose mientras procesaba las palabras de Nanoha.
—Entiendo por lo que está pasando —respondió, su voz firme pero calmada—. El dolor, la rabia… lo comprendo. Pero lanzar amenazas de muerte frente a un miembro de la policía puede ser considerado un intento de asesinato. Eso es penado por la ley, Nanoha-sama. Tenga cuidado con lo que dice.
Nanoha la miró fijamente, sus ojos brillando con una intensidad que Subaru no había visto antes. Dio un paso adelante, su postura erguida a pesar del temblor en sus manos.
—Fidei pendens —pronunció, las palabras en latín cayendo de sus labios como un decreto.
Subaru se congeló, su cuerpo tensándose mientras giraba completamente para enfrentar a Nanoha. La frase resonó en el aire, un eco que parecía cargar siglos de autoridad.
—¿Qué dijo? —preguntó, su voz baja, casi un susurro.
Nanoha avanzó otro paso, su mirada clavada en la de Subaru.
—Fidei pendens —repitió, más despacio esta vez, cada sílaba cargada de peso—. Usted tiene una deuda pendiente con esta familia, Mayor. Una deuda que mi padre pagó cuando liberó a su hermana y le dio una nueva vida. Esa deuda puede ser cobrada en cualquier momento.
Subaru parpadeó, su mente girando mientras el significado de las palabras se asentaba. Nanoha pasó a su lado, el roce de su traje negro apenas audible, seguida por Signum, cuya presencia silenciosa parecía amplificar la amenaza implícita. Entonces, Nanoha se detuvo en el umbral, girando ligeramente la cabeza.
—No lo olvide —dijo, su voz fría como el hielo antes de salir de la sala, dejando a Subaru sola con el escritorio de Shiro y una mirada desconcertada en el rostro.
La Mayor Nakajima se quedó inmóvil, su respiración atrapada en el pecho mientras procesaba lo que acababa de ocurrir. Nanoha Takamachi, la niña dulce y valiente que había conocido en tiempos pasados, estaba cambiando. El duelo, el legado, la responsabilidad de un clan la estaban consumiendo, moldeándola en algo nuevo, algo que Subaru no reconocía del todo. Y esa frase —fidei pendens, "una deuda pendiente"—, era un recordatorio de que los Takamachi no olvidaban, ni siquiera en la muerte.
Nanoha, mientras caminaba por el pasillo con Signum a su espalda, sintió el peso de sus propias palabras asentarse en su alma. Empezaba a entender lo que su padre le había dicho: liderar un clan era algo que destroza a la gente, que te consume hasta que no queda nada más que el deber. Esta corona le pesaba y era un recordatorio que esto no era un juego, y ella no iba a perder, iba a encontrar al bastardo que le había quitado la vida a su padre y ella misma iba a acabar con su vida, con sus propias manos.
El zumbido de las voces y el clic constante de las cámaras llenaban la entrada principal de la Mansión Takamachi como un enjambre furioso. Subaru Nakajima estaba de pie detrás de la barricada de seguridad, su uniforme azul oscuro contrastando con la nieve que aún cubría el suelo, mientras observaba el tumulto con una mezcla de frustración y cansancio. La policía local, bajo sus órdenes, había terminado de recopilar la información preliminar del asesinato de Shiro: fotos del cuerpo, muestras de la nieve manchada de sangre, huellas parciales que no llevaban a ninguna parte. Pero ahora, frente a ella, el verdadero caos comenzaba a desatarse.
Una línea de seguridad se extendía a lo largo del perímetro, formada por guardias privados de los Takamachi armados hasta los dientes. Sus rostros eran máscaras de piedra, sus manos descansando sobre rifles y pistolas, y sus ojos brillaban con una advertencia silenciosa: un paso en falso y dispararían sin dudarlo. Frente a ellos, una horda de reporteros se agolpaba contra la barricada improvisada, sus cámaras destellando como relámpagos en la penumbra del atardecer. Micrófonos se alzaban como lanzas, y las preguntas volaban como balas.
Subaru suspiró, frotándose la frente con el dorso de la mano. La noticia de la muerte de Shiro se había filtrado. Alguien había hablado, un soplón dentro de la mansión o de la policía, porque la información se había mantenido bajo llave hasta ese momento. La prensa no debería haberse enterado tan rápido, pero ahí estaban, como hienas hambrientas rodeando una presa fresca, dispuestas a arrancar la primicia del aire helado de Sapporo. Shiro estaba muerto, y ellos lo sabían; solo necesitaban una confirmación para convertir el rumor en titular.
Se acercó al borde del porche, levantando las manos en un intento de calmar el frenesí.
—¡Por favor, aléjense! —gritó, su voz cortando el aire—. Esto es un evento privado. No hay declaraciones oficiales por ahora.
Pero sus palabras fueron tragadas por el rugido de la multitud. Los periodistas, como galgos liberados de sus correas, la bombardearon con preguntas.
—¡Mayor Nakajima! ¿Es cierto que el regente Takamachi está muerto? —gritó un hombre con una cámara al hombro.
—¿Fue un asesinato? ¿Quién lo mató? —chilló una mujer con un micrófono rojo, empujándose contra la línea de seguridad.
—¡Dicen que lo encontraron apuñalado! ¿Es un suicidio o un homicidio? —otro reportero se abrió paso, su voz resonando sobre el clamor.
Subaru apretó los dientes, su paciencia al límite. Sabía que no era la indicada para responder esto; cualquier palabra suya podía ser torcida, sacada de contexto y usada contra los Takamachi o la policía.
Pero el caos no cedía. Un periodista joven y temerario intentó colarse bajo la barricada, su cámara zumbando mientras grababa. Antes de que Subaru pudiera reaccionar, un guardia de los Takamachi dio un paso adelante y, con un movimiento rápido, golpeó al intruso en el estómago con la culata de su rifle. El hombre cayó al suelo con un gemido, el aire escapando de sus pulmones, y los flashes de las cámaras se dispararon como una tormenta eléctrica.
—¡Acaban de atacar a un periodista! —gritó una reportera, girándose hacia su cámara con ojos encendidos—. ¡Esto es un abuso de poder por parte de los Takamachi! ¡En vivo desde Sapporo!
Subaru maldijo por lo bajo, su mano yendo al radio en su cinturón.
—Unidad 4, aquí la mayor Nakajima. Necesito refuerzos en la entrada principal, ahora —ordenó, su voz tensa—. Saquen a estos reporteros antes de que esto se convierta en un circo.
Los oficiales llegaron en minutos, sus botas crujiendo contra la nieve mientras formaban una segunda línea para empujar a la prensa hacia atrás. Los periodistas protestaron, alzando la voz por "la verdad" mientras algunos intentaban resistirse. Un par de ellos forcejearon con los policías, sus manos buscando proteger sus cámaras, y los gritos se mezclaron con el sonido de cristales rotos cuando un trípode cayó al suelo. Esto se estaba saliendo de control, y Subaru sabía que las imágenes de este enfrentamiento estarían en todas las pantallas de Japón para la noche, tergiversadas como un ataque a la libertad de prensa.
Entonces, una voz clara y firme cortó el caos como un relámpago en la tormenta.
—¡Basta!
Hayate Yagami emergió desde las puertas de la mansión, su figura menuda pero imponente envuelta en un traje negro de luto. Su cabello castaño marrón ondeaba ligeramente con la brisa, y sus ojos marrones brillaban con una mezcla de autoridad y cansancio. Los periodistas se giraron hacia ella como un solo ente, las cámaras enfocándola al instante, mientras los oficiales y guardias pausaban sus esfuerzos, esperando instrucciones. Subaru dio un paso atrás, aliviada pero cautelosa, mientras Hayate avanzaba hasta el borde del porche y alzaba las manos para silenciar a la multitud.
—Soy Hayate Yagami, vice-regente del clan Takamachi —se presentó, su voz resonando con una calma estudiada que contrastaba con el desorden a su alrededor—. Nanoha Takamachi, nuestra regente, no puede estar aquí en este momento debido al duelo que atraviesa nuestra familia. En su nombre, estoy autorizada para responder a sus preguntas. Por favor, guarden silencio y escuchen.
El murmullo de la prensa se redujo a un zumbido bajo, las cámaras aún grabando pero las voces callando ante la presencia de Hayate. Ella respiró hondo, enderezando la postura, y comenzó a hablar con un tono educado pero firme, cada palabra elegida con cuidado.
—Lamento confirmar que, sí, el regente Shiro Takamachi falleció anoche en esta propiedad —dijo, su voz clara y sin titubeos—. Es una pérdida devastadora para nuestra familia y para todos los que lo conocieron. La policía, bajo el liderazgo de la Mayor Nakajima, está investigando las circunstancias de su muerte, y estamos cooperando plenamente con las autoridades para esclarecer lo sucedido.
Un periodista alzó la mano, interrumpiendo con urgencia.
—¿Fue un suicidio, como dicen los rumores? ¿O un asesinato?
Hayate lo miró directamente, su expresión serena pero impenetrable.
—Las autoridades aún no han determinado la causa oficial de la muerte —respondió, manteniendo la neutralidad—. Les pedimos paciencia y respeto mientras se completa la investigación. Especular en este momento solo añadiría dolor a una familia que ya está sufriendo.
Otra reportera, micrófono en mano, dio un paso adelante.
—¿Qué significa esto para los Takamachi? ¿Quién liderará el clan ahora?
Hayate inclinó la cabeza ligeramente, un gesto de reconocimiento a la pregunta.
—Nanoha Takamachi ha asumido el rol de regente del clan, como es su derecho y deber —explicó, su tono suavizándose con un toque de orgullo—. Yo, como vice-regente, la apoyaré en todo lo necesario para asegurar la continuidad y la estabilidad de nuestra familia. Los Takamachi seguiremos adelante, honrando el legado de Shiro-sama y enfrentando los desafíos que vengan con la misma fortaleza que siempre nos ha caracterizado.
Un tercer periodista, más insistente, gritó desde el fondo.
—¿Y qué hay de las tensiones con China? ¿Está esto relacionado con lo que pasó en Beijing?
Hayate hizo una pausa, sus ojos entrecerrándose por un instante antes de recuperar la compostura.
—No hay evidencia que conecte la muerte de Shiro-sama con eventos internacionales —dijo, su voz firme pero cuidadosamente ambigua—. Nuestra prioridad ahora es el duelo y la justicia para nuestro regente. Cualquier pregunta sobre asuntos externos debe dirigirse a las autoridades competentes, no a esta familia en un momento de pérdida.
El silencio se asentó por un momento, los periodistas procesando sus palabras mientras las cámaras seguían zumbando. Hayate levantó la barbilla, proyectando una autoridad que desmentía el agotamiento en su rostro.
—Les agradecemos su interés, pero les pedimos que respeten nuestra privacidad en este tiempo difícil —concluyó, su tono final pero cortés—. No habrá más declaraciones por ahora. Por favor, retírense y permitan que esta familia llore en paz.
Los reporteros murmuraron entre sí, algunos asintiendo mientras otros tomaban notas rápidas. Lentamente, comenzaron a retroceder, las cámaras bajando y las preguntas silenciándose bajo la mirada firme de Hayate. Los oficiales aprovecharon el momento para guiarlos fuera del perímetro, esta vez sin resistencia, mientras los guardias Takamachi mantenían su posición como estatuas armadas.
Cuando el último periodista desapareció por el camino de entrada, Hayate dejó escapar un suspiro largo y tembloroso, sus hombros cayendo ligeramente. Estaba hecho. El mundo ahora sabía que Shiro Takamachi estaba muerto, que los Takamachi tenían una nueva líder en Nanoha, y que el clan enfrentaba un futuro incierto. Se giró hacia Subaru, que la observaba desde la barrera de seguridad con una mezcla de alivio y respeto.
—Gracias, Hayate-san —dijo Subaru, inclinando la cabeza—. Eso podría haber sido un desastre sin su intervención.
Hayate sonrió débilmente, un gesto que no alcanzó sus ojos.
—Es mi deber —respondió, su voz baja—. Nanoha no puede lidiar con esto ahora. Alguien tenía que hacerlo.
Subaru asintió, ajustándose la gorra del uniforme.
—Seguiré con la investigación. Si hay algo más que necesiten, estaré disponible.
Hayate inclinó la cabeza en agradecimiento antes de girarse y volver al interior de la mansión, el eco de sus pasos perdiéndose en el pasillo. Afuera, el silencio regresó, roto solo por el susurro del viento sobre la nieve. El mundo sabía la verdad, o al menos una parte de ella, y los Takamachi estaban ahora bajo un reflector que no se apagaría pronto.
Un día más había pasado desde el funeral privado, y la muerte de Shiro Takamachi se había convertido en una tormenta mediática que arrasaba Japón y Asia. Los noticieros locales zumbaban sin descanso, sus pantallas llenas de titulares sensacionalistas y teorías especulativas: "¿Suicidio o conspiración?", "El fin de una era para los Takamachi". La policía, bajo la dirección de Subaru Nakajima, seguía con su investigación interna, revisando cada rincón de la mansión y cada pista fragmentada, pero aún no había respuestas públicas. Dentro de la Mansión Takamachi, la seguridad se había redoblado hasta volverse una fortaleza impenetrable: guardias armados patrullaban el perímetro, sus botas crujiendo contra la nieve endurecida, mientras perros antibombas olfateaban los cientos de arreglos florales y vehículos que llegaban con mensajes de condolencia, buscando cualquier indicio de un atentado. Todo estaba controlado, o al menos lo parecía.
Nanoha Takamachi estaba en el centro de la sala principal, recibiendo a los invitados con una compostura que apenas ocultaba su agotamiento. Llevaba un traje negro impecable, el emblema Takamachi bordado en su pecho como un peso invisible, y un par de gafas de sol oscuras que cubrían sus ojos hinchados y las ojeras marcadas por noches sin dormir. El sol del mediodía se filtraba a través de los ventanales, proyectando sombras largas sobre el suelo de madera pulida, pero la luz no alcanzaba a disipar la frialdad que envolvía la mansión. Uno a uno, los regentes de otras familias y socios comerciales se acercaban a ella, inclinándose con respeto fingido o genuino, ofreciendo palabras de condolencia que Nanoha recibía con agradecimientos mecánicos.
—Tu padre fue un gran hombre, Nanoha-sama —dijo un regente anciano de los Nakamura, su voz temblorosa mientras estrechaba su mano—. Compartimos muchos negocios en el puerto de Otaru. Espero que podamos continuar esa relación.
—Shiro y yo éramos amigos desde la universidad —comentó otro, un hombre corpulento de los Yamato, con una sonrisa nostálgica que no llegaba a sus ojos—. Siempre fue un estratega brillante.
Nanoha asentía, escuchando sus historias de negocios y amistades con una paciencia ensayada. Había visto a algunos de estos rostros antes, en cenas o reuniones cuando era niña, pero sabía que la mayoría estaban aquí por interés propio. Tras la muerte de su padre, acudían como buitres disfrazados de dolientes, ansiosos por confirmar que sus inversiones, sus tratos, sus pedazos del imperio Takamachi estaban a salvo. Ella lo entendía. Mientras Shiro vivía, Nanoha había estudiado esto: las alianzas, las máscaras, las palabras vacías. Sabía qué responder, cómo mantener un perfil estable frente a los negocios. No podía permitir que su casa cayera, no ahora que todo descansaba sobre sus hombros.
El día avanzó en una procesión interminable de saludos y murmullos, hasta que el flujo de invitados se redujo y Nanoha pudo acercarse al féretro de su padre, colocado en un rincón de la sala sobre un pedestal rodeado de flores blancas. Shiro descansaba allí, su rostro pálido y sereno bajo el cristal, una paz que contrastaba con la tormenta que había dejado atrás. Nanoha no apartaba la mirada, sus manos apretadas a los lados mientras lo observaba. Juró en silencio, con una certeza que ardía en su pecho como una llama: Encontraré a quien hizo esto. Te lo prometo, papá.
Un leve crujir de botas la sacó de sus pensamientos. Signum se acercó con pasos cautelosos, su figura alta y elegante envuelta en un uniforme negro que reflejaba su nuevo rol como sombra de la regente. Se posicionó a su costado, inclinándose ligeramente para hablar en un susurro que apenas rozó el aire.
—Nanoha-sama —dijo, su voz baja pero firme—. Fiasse Crystela no está por ningún lado. No ha aparecido desde hace dos días.
Nanoha apretó los puños con tanta fuerza que sus nudillos se blanquearon, el nombre de Crystela encendiendo una chispa de furia en su interior. Ya lo sabía, lo sospechaba desde el momento en que Subaru mencionó fallos en la seguridad, pero escucharlo confirmado era como un golpe al estómago. Fiasse Crystela, líder de los Fiasse, el clan creado por los Takamachi con sangre y traición, estaba desaparecida. Y Nanoha no creía en coincidencias.
—Encuéntrala y tráela viva —ordenó, su voz un filo irrevocable que cortó el silencio entre ellas.
Signum asintió con convicción, sus ojos brillando con la lealtad feroz que la definía.
—Como ordene, mi regente —respondió, inclinándose antes de girarse y desaparecer entre las sombras de la mansión, su misión ya en marcha.
La noche cayó sobre Sapporo como un manto pesado, el cielo oscureciéndose hasta volverse un lienzo negro salpicado de estrellas lejanas. Los últimos invitados se habían retirado, sus vehículos alejándose por el camino de grava con un rumor sordo que se desvaneció en la distancia. La sala principal quedó vacía, el eco de las voces reemplazado por un silencio opresivo que envolvía a Nanoha como una niebla. Estaba sola frente al féretro de su padre, las gafas de sol ahora en su mano, dejando al descubierto sus ojos rojos y agotados. La luz de las velas parpadeaba a su alrededor, proyectando sombras danzantes sobre las paredes, y el aroma del incienso aún persistía, mezclándose con el frío que se colaba por las rendijas de los ventanales.
No se movió. Sus pies estaban anclados al suelo, su mirada fija en el rostro de Shiro, y por primera vez en días, sintió que el peso de todo —la muerte, el legado, la responsabilidad— la aplastaba hasta el punto de romperla. Sus manos temblaron, y un sollozo pequeño pero incontrolable escapó de su garganta, rompiendo la fachada que había mantenido todo el día.
Entonces, el sonido suave de pasos la alcanzó, y Nanoha no necesitó girarse para saber quién era. Fate entró en la sala, su presencia cálida y silenciosa como un faro en la oscuridad. Vestía un traje negro sencillo, su cabello rubio cayendo en mechones sueltos sobre sus hombros, y sus ojos borgoña brillaban con una mezcla de tristeza y amor mientras se acercaba. Sin decir una palabra, se detuvo junto a Nanoha, su mano encontrando la de ella en un gesto instintivo, sus dedos entrelazándose con una suavidad que contrastaba con la tormenta en el corazón de su esposa.
—Nanoha… —susurró Fate, su voz un hilo de calma que tembló ligeramente al ver el estado de su amada.
Ese simple sonido —su nombre en los labios de Fate— fue el detonante. Nanoha se giró hacia ella, y la máscara que había llevado todo el día se deshizo como ceniza al viento. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y un sollozo desgarrador escapó de su pecho mientras se lanzaba a los brazos de Fate, aferrándose a ella como si fuera lo único que la mantenía en pie.
—No puedo… no puedo hacer esto, Fate —gimió, su voz rota y cruda, enterrando el rostro en el hombro de su esposa—. Él se fue, y yo… yo no sé cómo seguir. Todo lo que me dijo, todo lo que hizo… y ahora está muerto, y no puedo… no puedo…
Las lágrimas caían en cascada, empapando la chaqueta de Fate mientras sus manos se aferraban a la tela con desesperación. Su cuerpo temblaba, cada sollozo arrancando pedazos de la fortaleza que había intentado construir. El dolor, la culpa, la furia —todo se derramaba en un torrente que no podía contener más.
Fate la envolvió en sus brazos, sus manos acariciando la espalda de Nanoha con una ternura infinita mientras la sostenía con firmeza. Apoyó la mejilla contra su cabello, dejando que las lágrimas de Nanoha mojaran su piel, y respiró hondo para mantener su propia voz estable, aunque sus ojos brillaban con lágrimas contenidas.
—Shh… estoy aquí, amor —murmuró, su voz suave pero cargada de fuerza—. No estás sola en esto. Nunca lo estarás. Sé que duele, sé que es demasiado, pero eres más fuerte de lo que crees. Y yo estaré contigo en cada paso, lo prometo.
Nanoha negó con la cabeza, sus sollozos ahogándose contra el pecho de Fate.
—No soy fuerte… no puedo ser como él —susurró entre lágrimas, su voz quebrándose—. Todo lo que me dijo… la sangre, los secretos… y ahora está muerto, y yo… yo lo extraño, Fate. A pesar de todo, lo extraño tanto…
Fate apretó su abrazo, una mano subiendo para acariciar el cabello de Nanoha con delicadeza, desenredando los mechones oscuros mientras dejaba que su esposa se desahogara.
—Está bien extrañarlo —dijo, su tono cálido y firme—. Era tu padre. Lo amabas, y eso no desaparece, sin importar lo que descubriste. Pero no tienes que ser como él, Nanoha. Puedes liderar a tu manera, con tu corazón, con tu fuerza. Y yo estaré aquí para sostenerte cuando no puedas más.
Nanoha levantó la mirada, sus ojos rojos y vidriosos encontrando los de Fate. Las lágrimas seguían cayendo, pero había algo en la certeza de su esposa, en la luz inquebrantable de esos ojos dorados, que la ancló. Lentamente, sus sollozos se redujeron a respiraciones temblorosas, y aunque el dolor no se iba, se volvió más soportable en los brazos de Fate.
—No sé qué haría sin ti —susurró, su voz apenas audible, mientras una mano temblorosa subía para rozar la mejilla de Fate.
Fate sonrió, una curva pequeña pero sincera, y presionó su frente contra la de Nanoha, cerrando los ojos por un momento.
—No tienes que averiguarlo —respondió, su aliento cálido rozando los labios de Nanoha—. Somos un equipo, siempre. Descansa en mí ahora, amor. Lo enfrentaremos juntas.
Nanoha asintió débilmente, dejando que Fate la guiara hacia una silla cercana sin soltar su mano. Se sentó, exhausta, y Fate se arrodilló frente a ella, sosteniendo sus manos entre las suyas mientras el silencio volvía a llenar la sala. El féretro de Shiro seguía allí, una presencia silenciosa que vigilaba el momento, pero por primera vez en días, Nanoha sintió que podía respirar, que no estaba sola en esta oscuridad. Fate era su pilar, su luz, y aunque el camino adelante estaba lleno de sombras, sabía que con ella a su lado podría enfrentarlo.
El entierro de Shiro Takamachi se llevó a cabo en el mismo lugar donde había exhalado su último aliento, una ironía que no pasó desapercibida para quienes lo conocían. El jardín trasero de la Mansión Takamachi, su refugio favorito cuando necesitaba despejar la mente, se había transformado en su descanso final. Bajo un cielo grisáceo que amenazaba con más nieve, el horizonte se extendía hacia las montañas blancas de Hokkaido, sus picos cubiertos de un manto helado que brillaba débilmente bajo la luz tenue del sol poniente. Era un lugar bello, sereno, con el susurro del viento entre los pinos desnudos y el crujir suave de la nieve bajo los pies de los presentes. Una lápida sencilla de granito gris marcaba el sitio, grabada con su nombre y una inscripción: Shiro Takamachi, 1958-2025. Este año habría cumplido 67 años.
Un sacerdote vestido con túnicas blancas recitaba palabras de despedida, su voz grave y pausada resonando en el aire frío mientras el féretro descendía lentamente al interior de la tierra. Las poleas chirriaban con cada giro, un sonido que parecía amplificar el silencio roto solo por los sollozos ahogados de los presentes. La familia y los amigos cercanos formaban un semicírculo alrededor de la tumba, sus figuras envueltas en abrigos negros contrastando con el blanco inmaculado del paisaje.
Momoko Takamachi lloraba abiertamente, sus manos temblando mientras se aferraba a un pañuelo empapado. Sus sollozos eran un lamento crudo, desgarrador, que cortaba el aire como un eco del amor que había perdido. Precia y Saori la sostenían por los brazos, sus rostros serios mientras intentaban ofrecer consuelo. Precia, con su cabello grisáceo recogido en un moño apretado, susurraba palabras suaves que se perdían en el viento, mientras Saori, más joven y de ojos gentiles, apretaba el hombro de Momoko con una tristeza compartida.
Lindy estaba a pocos pasos, su figura elegante envuelta en un abrigo largo negro. Miraba el féretro con una seriedad que ocultaba el dolor en su interior, sus manos cruzadas frente a ella mientras el viento jugaba con los mechones de su cabello verde oscuro. Shiro había sido su amigo, su igual en un mundo de alianzas y traiciones, y ahora descansaba bajo la tierra que tanto había amado. De reojo, su mirada se deslizó hacia Nanoha, su ahijada, y en silencio, frente a la tumba de su amigo, hizo un juramento: Las cuidaré, Shiro. Te lo prometo.
Miyuki Takamachi estaba abrazada a su esposa, Alicia, ambas apoyándose mutuamente mientras observaban el descenso del féretro. Las lágrimas corrían por las mejillas de Miyuki, silenciosas pero constantes, y Alicia, con su cabello rubio cayendo sobre los hombros, la envolvía en un abrazo protector, sus ojos rojos reflejando el mismo dolor. Ninguna hablaba; el peso de la pérdida las unía en un silencio que decía más que las palabras.
Kyouya Takamachi permanecía serio, su figura alta y rígida al borde del grupo. Llevaba gafas de sol oscuras que ocultaban el llanto que no podía reprimir del todo, un leve temblor en su mandíbula traicionando su compostura. A su lado, Shinobu Tsukimura, su esposa, mantenía una mano en su brazo, su rostro pálido pero sereno mientras le ofrecía un soporte silencioso. Kyouya no apartaba la mirada del féretro, su mente atrapada entre el deber y el duelo por el padre que lo había moldeado.
Chrono Harlaown observaba desde un poco más atrás, su expresión estoica mientras procesaba la escena. Vestido con un traje negro impecable, sus gafas reflejaban la luz tenue del sol poniente, y sus manos estaban metidas en los bolsillos como si intentara contener sus pensamientos. La muerte de Shiro lo había golpeado con una reflexión inesperada: la vida era frágil, incluso para alguien tan poderoso como el regente Takamachi, y esa verdad lo dejaba inquieto.
Ruby estaba junto a Nina, ambas observando el entierro con respeto. Nina había llegado esa mañana para presentar sus respetos, acercándose a Nanoha con una inclinación tímida pero sincera. No habían compartido mucho tiempo juntas, pero su gesto era genuino, y Nanoha lo había agradecido con una sonrisa débil pero cálida. Ruby, por otro lado, se había lanzado a abrazar a su cuñada con lágrimas en los ojos, llorando abiertamente por la pérdida de Shiro. A pesar de su naturaleza reservada en otros contextos, Ruby era una llorona empedernida, y Nanoha había apretado su mano en agradecimiento, conmovida por la honestidad de su dolor.
El sacerdote terminó sus palabras, esparciendo un puñado de tierra sobre el féretro antes de inclinarse y retroceder. Uno a uno, los presentes arrojaron flores blancas al interior de la tumba —crisantemos y lirios que caían como copos de nieve sobre la madera oscura—, y el sonido de la tierra cubriendo el ataúd llenó el aire con una finalidad sombría. El evento terminó, y Shiro descansaba ya, su cuerpo entregado a la tierra que tanto había amado.
La familia y los amigos comenzaron a dispersarse, sus pasos lentos y silenciosos mientras regresaban a la mansión. Momoko fue guiada por Precia y Saori, sus sollozos reduciéndose a un murmullo agotado. Kyouya y Shinobu caminaron juntos, su hermano mayor quitándose las gafas para limpiar sus ojos en privado. Miyuki y Alicia se alejaron abrazadas, buscando consuelo en su pequeño mundo compartido. Lindy intercambió una mirada con Chrono antes de seguir a los demás, dejando a Nanoha sola frente a la tumba.
El viento soplaba con más fuerza ahora, levantando copos de nieve que danzaban alrededor de la lápida. Nanoha permanecía inmóvil, su abrigo negro ondeando ligeramente mientras miraba el nombre de su padre grabado en la piedra. El silencio era ensordecedor, roto solo por el crujir lejano de las ramas y el latido de su propio corazón. Pensó en él, en el hombre que había sido su héroe y su sombra, y en el legado que le había dejado: un imperio construido sobre sangre y secretos, una carga que ahora era suya. Dame fuerzas, papá, susurró en su mente, sus manos temblando a los lados. No sé si puedo hacer esto, pero lo intentaré. Por ti. Por todos nosotros.
Unos pasos suaves pero firmes rompieron su soledad. Signum apareció detrás de ella, su figura alta y elegante emergiendo de las sombras del jardín. Se detuvo a pocos pasos, inclinándose ante la tumba de Shiro en un gesto de respeto silencioso, su cabello rosado cayendo sobre su rostro por un momento antes de enderezarse. Luego, su mirada se fijó en Nanoha, y habló en un tono bajo pero cargado de certeza.
—Nanoha-sama —dijo, su voz cortando el aire frío—. Ya sabemos dónde está.
Nanoha cerró los ojos por un instante, un suspiro tembloroso escapando de sus labios mientras procesaba las palabras de Signum. Fiasse Crystela. La traidora cuya ausencia había confirmado sus peores sospechas. Abrió los ojos, su mirada endureciéndose con una resolución que ocultaba el dolor en su interior, y dio la vuelta para enfrentar a su sombra.
—Llévame con mi tía —ordenó, su voz firme pero cargada de un filo que no admitía discusión.
Signum asintió, sus ojos brillando con la lealtad feroz que la definía.
—Como ordene, mi regente —respondió, inclinándose ligeramente antes de girarse para guiarla.
Nanoha lanzó una última mirada a la tumba de su padre, el viento levantando mechones de su cabello mientras el sol se hundía tras las montañas, bañando el paisaje en un crepúsculo grisáceo. Luego, con un paso decidido, siguió a Signum hacia la mansión, su mente ya girando hacia el próximo movimiento. Shiro descansaba en paz, pero su legado vivía en ella, y la justicia que había jurado no esperaría.
La noche envolvía Sapporo en un manto de oscuridad helada, el viento silbando entre los edificios abandonados mientras el Roshel Senator ARV blindado avanzaba por calles desiertas. Dentro del vehículo, el aire estaba cargado de un silencio tenso, roto solo por el leve zumbido del motor y el roce metálico de las armas siendo revisadas. Nanoha Takamachi estaba sentada en el centro, rodeada por un escuadrón de élite: Signum, Zafira, Vita y tres operativos más, todos armados hasta los dientes. Rifles de asalto personalizados colgaban de sus hombros, sus chalecos antibalas crujían con cada movimiento, y las máscaras protectoras oscurecían sus rostros, dándoles un aire casi inhumano. Nanoha no era la excepción: llevaba un chaleco táctico ajustado sobre su traje negro, y en sus manos sostenía su arma personalizada, un rifle Thompson/Center Encore de diseño único. Su acabado blanco con líneas doradas y rojas brillaba bajo la luz tenue del vehículo, y en la culata, grabado en letras elegantes, se leía "Raising Heart". Esa noche, lo había cargado con munición de calibre alto, lista para lo que venía.
El Roshel se detuvo frente a un edificio en ruinas en las afueras de la ciudad, su fachada de concreto agrietado y ventanas rotas proyectando una sombra ominosa contra el cielo negro. El motor se apagó, y las puertas traseras se abrieron con un chasquido seco. El escuadrón salió en formación, sus botas golpeando el suelo helado mientras el vapor de sus respiraciones se elevaba en el aire frío. Signum, con su experiencia como ex-SWAT, tomó el mando al instante. Sus ojos afilados escanearon el perímetro antes de girarse hacia el equipo, levantando una mano para dar señales precisas.
—Zafira, quédate atrás con la regente —ordenó, su voz baja pero cortante como un filo—. Protégela a toda costa. Vita, tú lideras el choque. Yo voy al centro con el resto. Movimiento limpio y rápido. Nadie sale vivo, salvo el objetivo.
Zafira, una figura imponente con su cabello grisáceo y ojos de lobo, asintió en silencio, posicionándose junto a Nanoha con su rifle listo. Vita, más pequeña pero feroz, sonrió con un brillo salvaje en los ojos, ajustando el martillo de ariete que colgaba de su cinturón antes de empuñar su arma.
—Vamos a aplastarlos —masculló, su voz cargada de anticipación.
Signum levantó tres dedos, luego dos, luego uno. Con un gesto final, la operación comenzó.
El escuadrón de choque avanzó como una máquina letal. Vita irrumpió primero, derribando la puerta principal con una patada precisa que hizo astillas la madera podrida. Los disparos resonaron casi al instante, ráfagas cortas y certeras que atravesaron el aire polvoriento del interior. Los guardias, hombres de rostros endurecidos y ropa desaliñada, apenas tuvieron tiempo de reaccionar antes de caer, sus cuerpos desplomándose con agujeros humeantes en el pecho y la cabeza. Ninguno llevaba el emblema Takamachi; eran externos, mercenarios contratados, y eso solo alimentó la furia silenciosa de Nanoha mientras observaba desde la retaguardia, protegida por Zafira.
Puerta tras puerta, el equipo avanzó con una precisión quirúrgica. El sonido de los disparos se mezclaba con el crujir de las tablas bajo sus botas y el eco de gritos cortados abruptamente. Signum dirigía desde el centro, su rifle escupiendo fuego mientras derribaba a un guardia que intentaba emboscarlos desde un pasillo lateral. Vita irrumpió en una sala más amplia, su arma rugiendo mientras eliminaba a tres hombres en una ráfaga brutal, sus cuerpos cayendo como marionetas sin cuerdas. El olor a pólvora y sangre llenaba el aire, y el polvo levantado por los explosivos de corto alcance nublaba la visión, pero el escuadrón no titubeaba.
Llegaron a la última habitación, una puerta reforzada que resistió el primer golpe. Vita retrocedió, sacando un explosivo de corto alcance de su cinturón y colocándolo con rapidez. La detonación fue un trueno seco, la madera y el metal cediendo en una nube de escombros. El equipo entró como un rayo, sus armas escupiendo fuego mientras aniquilaban a los últimos defensores: cinco hombres armados que cayeron en segundos, sus gritos ahogados por el estruendo de los disparos. Cuando el humo se asentó, solo quedaba una figura en el centro de la sala.
Fiasse Crystela estaba sentada en una silla destartalada, su ropa de civil holgada —una sudadera gris y pantalones anchos— contrastando con la escena de caos a su alrededor. Sus manos descansaban sobre su vientre abultado, acariciándolo con una calma inquietante mientras el suelo a su alrededor se teñía de rojo con la sangre de los caídos. No se movió, no intentó huir; simplemente levantó la mirada cuando Nanoha entró, su rifle Raising Heart firme en sus manos.
Nanoha avanzó con pasos lentos pero decididos, el cañón de su arma apuntando directamente a Crystela. El escuadrón se desplegó a su alrededor, cubriendo las entradas, pero ella apenas lo notó. Sus ojos, oscurecidos por la furia y el dolor, estaban fijos en la mujer frente a ella. Se acercó tanto que la boquilla del rifle presionó contra la frente de Crystela, el metal frío dejando una marca roja en su piel pálida.
—Hola, tía —dijo Nanoha, su voz fría como el hielo, cada palabra cargada de desprecio.
Crystela la miró sin parpadear, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de resignación y desafío.
—Supongo que ya lo sabe, Nanoha-sama —respondió, su tono suave pero firme, como si estuviera constatando un hecho inevitable.
Nanoha bajó la mirada por un instante, y entonces lo vio: el vientre abultado de Crystela, una curva pronunciada que no dejaba lugar a dudas. Su respiración se detuvo, y una oleada de náusea la golpeó al comprenderlo. Fiasse Crystela llevaba en su vientre el último legado de su padre, un hijo concebido en las sombras de la traición. Sus manos temblaron alrededor del rifle, y levantó la mirada hacia Crystela con un conflicto desgarrador en sus ojos.
—Me das asco —escupió, su voz temblando con una mezcla de furia y repulsión.
Crystela sonrió débilmente, un gesto vacío que no alcanzó sus ojos.
—Su madre también me dijo esa frase —respondió, su tono casi nostálgico, como si recordara un eco del pasado.
Nanoha presionó los labios en una línea dura, el cañón del rifle temblando ligeramente contra la frente de Crystela.
—¿Por qué? —preguntó, su voz quebrándose con la intensidad de la pregunta.
Crystela suspiró, sus manos deteniéndose sobre su vientre mientras sus ojos se volvían vacíos, perdidos en un abismo que Nanoha no podía alcanzar.
—¿Sabes lo difícil que es eliminar por completo un clan? —dijo, su voz baja pero cargada de una amargura antigua—. El clan Zhào es pequeño ahora, no tiene muchos miembros, pero guardan mucho rencor. A tu apellido, a ti por tu existencia. Ellos planearon todo. Me contactaron hace mucho, esperaron el momento adecuado de debilidad. Yo solo cumplí órdenes.
Nanoha hizo más presión con el rifle, el metal mordiendo la piel de Crystela mientras su furia amenazaba con desbordarse.
—No se preocupe, Nanoha-sama —continuó Crystela, imperturbable—. Le aseguro que mi vida es suya. Puede tomarla en cualquier momento. Solo le pido una cosa: deje nacer a su hermano primero. Él no tiene la culpa de nada.
Bajó la mirada hacia su vientre, acariciándolo con una ternura que contrastaba con la sangre y el polvo que la rodeaban. Nanoha la observó, su mente atrapada en un torbellino de emociones. Quería disparar, quería borrar a Crystela y todo lo que representaba: la traición, el incesto, el legado podrido de su padre. Pero ese niño… ese niño era su hermano, una vida inocente atrapada en el mismo juego de poder que había matado a Shiro. Sus manos temblaron más fuerte, y el rifle vaciló por un instante.
Entonces, Crystela levantó la mirada, sus ojos encontrando los de Nanoha con una claridad repentina.
—Entre tanto, puedo darle el nombre de la persona que le quitó la vida a Shiro-sama —dijo, su voz firme ahora, ofreciendo una moneda de cambio.
Nanoha entrecerró los ojos, su respiración acelerándose.
—¿Por qué debería creerte? —preguntó, su tono cortante—. Tú pudiste haberlo matado sin problemas. Todos sabemos de lo que eres capaz.
Crystela negó con la cabeza, un destello de dolor cruzando su rostro por primera vez.
—A pesar de todo, yo amaba a Shiro-sama —confesó, su voz temblando ligeramente—. No podía quitarle la vida a lo que amaba. Nunca lo habría hecho.
Nanoha la miró fijamente, buscando una mentira en sus ojos, pero solo encontró una verdad cruda que la desarmó. Con un grito de frustración, bajó el rifle de golpe, el cañón apuntando al suelo mientras su pecho subía y bajaba con respiraciones agitadas.
—Dame el nombre —ordenó, su voz ronca de furia contenida.
Crystela la miró por un momento más, luego habló, su tono plano pero cargado de peso.
—Xinhji Zhào —dijo, el nombre cayendo como una piedra en el silencio de la sala.
Signum dio un paso adelante, su rifle aún en posición, esperando órdenes. Nanoha levantó una mano para detenerla, su mirada clavada en Crystela.
—No la mates —dijo finalmente, su voz temblando pero decidida—. No todavía. Llévenla viva. Quiero que enfrente lo que ha hecho.
Crystela inclinó la cabeza en aceptación, sus manos cayendo inertes a sus lados mientras el escuadrón la rodeaba. Nanoha dio un paso atrás, el rifle Raising Heart colgando de su mano mientras la realidad de lo que acababa de descubrir la golpeaba. Su tía, su enemiga, llevaba a su hermano. Y Xinhji Zhào, el asesino de su padre, aún estaba ahí fuera. El legado de Shiro seguía creciendo, oscuro y retorcido, y ella estaba atrapada en su centro.
Xinhji Zhào estaba al borde del colapso, su mente atrapada en un torbellino de ansiedad que lo consumía. No había noticias de Crystela, la pieza clave del renacer del clan Zhào, y el barco que debía sacarlos de Japón rumbo a China estaba retrasado en el puerto de Otaru. El clan, resucitado de las cenizas con miembros ocultos en las sombras, había vuelto a florecer gracias al comercio clandestino de opio, una droga que circulaba como veneno en los bajos mundos de Japón. Pero sin Crystela —descendiente directa de la antigua regente en los días dorados del clan—, su legitimidad pendía de un hilo. Xinhji tamborileaba los dedos contra la mesa de madera astillada en el almacén abandonado, su respiración irregular mientras miraba el teléfono satelital frente a él. Había intentado contactarla tres veces esa noche, y las tres veces solo había recibido silencio.
Se levantó con brusquedad, decidido a intentarlo de nuevo, cuando un destello en las pantallas de las cámaras de seguridad lo detuvo en seco. Una a una, las imágenes parpadearon y se apagaron, dejando solo estática negra en los monitores. Su mano voló al radio en su cinturón.
—安全,报告!(¡Seguridad, reporten!) —gritó, su voz resonando en la sala vacía.
Solo interferencia respondió, un zumbido agudo que le heló la sangre. Antes de que pudiera reaccionar, las luces del almacén titilaron y se extinguieron, sumiendo el lugar en una oscuridad opresiva. El silencio duró apenas unos segundos, un latido suspendido en el tiempo, antes de que el aire explotara con el estruendo de disparos. Los guardias de Xinhji, apostados en las entradas y pasillos, cayeron como moscas, sus gritos cortados por ráfagas precisas.
—¡敌人来了!(¡El enemigo está aquí!) —gritó uno de los guardias desde un pasillo, su voz quebrándose antes de que una bala lo silenciara.
—¡守住位置!(¡Mantengan la posición!) —ordenó otro, disparando desde detrás de una caja antes de que una ráfaga lo derribara.
Xinhji maldijo entre dientes, su corazón latiendo como un tambor desbocado mientras corría hacia un armario en la pared trasera. Lo abrió de un tirón, sacando un par de cuchillos kukri, sus hojas curvas brillando bajo la luz tenue de una linterna caída.
—他们太快了!(¡Son demasiado rápidos!) —gritó un guardia cercano, su voz temblando mientras recargaba su pistola, solo para ser alcanzado en el pecho un segundo después.
Xinhji se atrincheró detrás de un escritorio volcado en una sala interior, ordenando a sus hombres que lo cubrieran mientras intentaba pensar en una salida.
—¡别让他们进来!(¡No los dejen entrar!) —rugió, su voz cortada por el pánico mientras el cerco se cerraba.
A pocas calles de allí, Subaru Nakajima estaba sentada en el asiento del conductor de una patrulla, el motor zumbando suavemente mientras avanzaban por las calles industriales de Sapporo. No debería estar aquí; como mayor, su lugar era en la comisaría, revisando reportes y firmando órdenes desde un escritorio. Pero el trabajo de oficina la asfixiaba, una jaula de papel que le robaba el aire. Prefería las calles, el peso de su pistola reglamentaria en la cadera, el pulso acelerado de la acción. Esta noche, había convencido —o más bien obligado— a un equipo de rutina a dejarla unirse a una redada menor: un soplo sobre un posible punto de distribución de drogas en el sector industrial. Nada serio, solo una patrulla para mantenerla ocupada.
A su lado, el sargento Hiroshi Tanaka, un veterano de rostro curtido y bigote desaliñado, fumaba un cigarrillo con una calma que rayaba en la indiferencia. Lo conocía desde sus días como novata; habían compartido más de una cerveza después de turnos infernales.
—No sé por qué te sigues metiendo en estas cosas, Subaru —dijo, exhalando una nube de humo—. Podrías estar en casa con Morinoko, no jugando al héroe con nosotros.
Ella sonrió de lado, sin apartar la vista de la carretera.
—Porque me aburro, Hiroshi. Y alguien tiene que mantenerte despierto.
En el asiento trasero, los oficiales Kenji Mori y Aiko Sato revisaban sus armas con movimientos nerviosos. Kenji, un joven larguirucho con gafas, era un novato entusiasta que siempre hablaba de ascender rápido. Aiko, más reservada pero con ojos afilados, había entrenado con Subaru en la academia y era una de las pocas en las que confiaba plenamente.
—No te preocupes, Kenji —dijo Subaru, mirándolo por el retrovisor—. Es solo una redada de rutina. Entramos, revisamos, salimos.
Kenji asintió, aunque sus manos temblaban ligeramente.
La radio crepitó de pronto, interrumpiendo el murmullo del motor.
—"Reporte urgente: disparos múltiples en el sector industrial, almacén abandonado en la calle 17. Posible actividad criminal organizada. Solicitamos apoyo inmediato."—
Subaru pisó el acelerador sin dudarlo, las sirenas cobrando vida con un aullido que cortó la noche. Giró el volante con fuerza, cambiando de ruta hacia el lugar del conflicto mientras Hiroshi apagaba su cigarrillo contra el tablero con un gruñido.
—Esto no suena a rutina, mayor —dijo, su tono tenso ahora.
—No lo es —respondió ella, sus ojos fijos en la carretera—. Prepárense.
Aiko desenfundó su pistola con un chasquido seco, mientras Kenji tragaba saliva audiblemente.
En el almacén, el escuadrón de Signum avanzaba como una máquina de matar. Su experiencia en combate los hacía imparables. Vita irrumpió en una sala lateral, su martillo de ariete destrozando una puerta como si fuera papel, y descargó una ráfaga de su subfusil, derribando a tres guardias antes de que pudieran alzar sus armas. Signum lideraba desde el centro, su rifle escupiendo fuego con precisión quirúrgica mientras eliminaba a un francotirador en una pasarela elevada. Zafira cubría la retaguardia, sus disparos resonando como truenos mientras mantenía a raya a los refuerzos que intentaban flanquearlos.
Xinhji escuchaba el avance implacable desde su escondite, el sudor corriéndole por la frente mientras apretaba los cuchillos en sus manos. Sus hombres estaban cayendo demasiado rápido, y el cerco se cerraba. El rugido de un motor y el destello de sirenas irrumpieron desde el exterior: la policía había llegado.
Subaru saltó del vehículo antes de que se detuviera por completo, su pistola desenfundada mientras corría hacia el almacén. Hiroshi, Aiko y Kenji la siguieron, sus botas golpeando el pavimento helado mientras el sonido de los disparos se intensificaba. La puerta principal estaba destrozada, y el aire estaba cargado de polvo y sangre. Subaru alzó una mano, ordenando a su equipo que se desplegara.
—¡Cubran las entradas! —gritó—. ¡Hiroshi, conmigo! ¡Aiko, Kenji, flanco izquierdo!
Entraron en formación, pero el caos los recibió de inmediato. Un grupo de guardias remanentes de Xinhji, desesperados y acorralados, los emboscó desde un pasillo lateral. Las balas volaron como avispas enfurecidas. Kenji cayó primero, un grito escapando de su garganta mientras una ráfaga le atravesaba el pecho. Aiko se lanzó detrás de una caja, disparando con precisión y alcanzando a uno de los atacantes, pero una bala perdida le rozó el hombro, haciéndola retroceder con un gemido. Hiroshi intentó cubrirla, pero un disparo le atravesó el cuello, y su cuerpo se desplomó con un gorgoteo ahogado.
Subaru se agachó tras una pared, su respiración acelerada mientras las balas pasaban zumbando a centímetros de su cabeza. Maldijo por lo bajo, su mano temblando ligeramente mientras veía los cuerpos de sus compañeros en el suelo. Hiroshi, su viejo amigo, yacía inmóvil, la sangre extendiéndose bajo él. Estaba sola ahora, y el enemigo era más numeroso de lo que esperaba. Pero no iba a retroceder. Apretó la pistola con fuerza, asomándose lo justo para disparar. Dos tiros certeros, dos cuerpos cayendo al suelo. El tercero intentó flanquearla, pero ella rodó hacia un lado, disparando desde el suelo y acertándole en la pierna. El hombre gritó, cayendo de rodillas, y Subaru se levantó para rematarlo con un tiro limpio en la cabeza.
El silencio momentáneo fue roto por el crepitar de su radio.
—"Mayor Nakajima, aquí Unidad 7. Refuerzos en camino, ETA cinco minutos. ¿Estado?"—
Subaru presionó el botón, su voz tensa pero firme.
—"Tres oficiales caídos. Enemigos armados dentro del edificio. Necesito apoyo ahora. Voy a entrar más profundo."—
—"¡Negativo, mayor! Espere refuerzos—"—
No esperó la respuesta. Apagó el radio y avanzó, su pistola lista mientras se adentraba en el almacén, el eco de los disparos guiándola hacia el corazón del conflicto.
Xinhji y sus tres mejores hombres estaban atrincherados en una sala trasera, un espacio lleno de cajas apiladas y muebles rotos que apenas ofrecían cobertura. Habían oído la llegada de la policía, y el pánico comenzaba a calar en ellos. Xinhji apretaba los cuchillos, su respiración entrecortada mientras intentaba mantener el control.
—守住这里!(¡Defiendan este lugar!) —gruñó—. 不惜一切代价!(¡A toda costa!)
Pero su orden fue interrumpida por un destello cegador. Una granada aturdidora rodó por el suelo, explotando en una ráfaga de luz blanca y sonido ensordecedor que los dejó tambaleándose. Antes de que pudieran recuperarse, la puerta voló en pedazos, destrozada por el martillo de Vita con una fuerza brutal que hizo temblar las paredes. Signum y el resto del escuadrón irrumpieron como un torbellino, sus armas escupiendo fuego en ráfagas controladas. Los tres guardias cayeron en segundos, sus cuerpos acribillados antes de que pudieran disparar un solo tiro.
—¡不!(¡No!) —gritó Xinhji, lanzándose detrás de una mesa volcada.
Signum disparó con precisión quirúrgica, alcanzándolo en el muslo y el hombro. El dolor lo atravesó como un relámpago, y los cuchillos se le escaparon de las manos mientras caía al suelo, un grito gutural escapando de su garganta.
Nanoha Takamachi entró entonces, su figura recortada contra la penumbra como un espectro de venganza. Sostenía su rifle blanco, Raising Heart, con una calma letal, sus ojos oscuros clavados en Xinhji mientras avanzaba hacia él. El cañón brillaba bajo la luz tenue, las líneas doradas y rojas destellando como venas de fuego. Se detuvo a pocos pasos, alzando el arma hasta que el cañón quedó a centímetros de su frente.
—He venido a saldar cuentas por la muerte de mi padre, Xinhji —dijo en voz gélida, cada palabra afilada como un cuchillo.
Xinhji, herido y derrotado, apenas podía moverse. El sudor le corría por la frente, mezclándose con la sangre que goteaba de sus heridas. Levantó la mirada hacia ella, sus ojos vidriosos encontrando los de Nanoha, y un escalofrío lo recorrió.
—Demonio… —balbuceó en un japonés precario, su voz quebraba mientras el miedo lo consumía—. Demonio blanco…
Nanoha ladeó la cabeza, una sonrisa helada curvando sus labios, cargada de una ironía amarga.
—Demonio blanco —repitió, saboreando las palabras— Me gusta.
Ajustó el rifle, su dedo rozando el gatillo, cuando una voz cortó el aire como un disparo.
—¡Para, Nanoha-sama! —gritó Subaru, irrumpiendo en la sala con su pistola en alto.
Estaba despeinada, el uniforme manchado de polvo y sangre, su respiración agitada mientras apuntaba a Nanoha desde el umbral. Había corrido a través del almacén, sorteando cuerpos y escombros, guiada por el sonido de los disparos y el rastro de caos que el escuadrón de Signum había dejado atrás. Sus botas estaban empapadas en la sangre de sus compañeros caídos —Hiroshi, Kenji, Aiko—, y el peso de sus muertes la había llevado hasta aquí, hasta este momento. Sus ojos estaban encendidos con una mezcla de desesperación y furia, su arma temblando ligeramente en sus manos.
Nanoha giró la cabeza apenas lo suficiente para mirarla de reojo, evaluándola con una calma que heló la sangre de Subaru. Sus ojos se encontraron por un instante, y Subaru dio un paso adelante, su voz temblando pero firme.
—¿Estás segura de que quieres quitarle la vida a este tipo delante de mí, Nanoha-sama? ¿Estás segura de que—? —comenzó, pero no terminó.
El disparo resonó como un trueno, cortando sus palabras en seco. La bala atravesó la cabeza de Xinhji con una precisión letal, su cuerpo desplomándose hacia atrás mientras un charco de sangre se extendía bajo él. Sus ojos se apagaron, vacíos y sin vida, y el silencio que siguió fue sofocante, el aire cargado de pólvora y muerte mientras Nanoha bajaba el rifle con un movimiento fluido.
Subaru dio un paso atrás, su pistola aún apuntando, su rostro congelado en una mezcla de incredulidad y horror.
—¿Qué has hecho? —susurró, su voz quebrándose—. Esto no es justicia… esto es un asesinato.
Nanoha se giró completamente hacia ella ahora, el rifle colgando a su lado mientras la miraba con una intensidad que la hizo retroceder otro paso. Dio un paso hacia Subaru, su presencia llenando la sala como una sombra inescapable.
—Debitum persolutum, Mayor Nakajima —dijo, su voz fría y definitiva, cada palabra pronunciada con una autoridad que no admitía discusión—. Considere su deuda con los Takamachi saldada.
Subaru la miró fijamente, su rostro pálido mientras el peso de esas palabras la aplastaba. Sus manos temblaron alrededor de la pistola, pero no disparó. No podía. Nanoha estaba cobrando su silencio, atándola con la deuda que Shiro había pagado al salvar a Ginga tiempo atrás.
Nanoha pasó junto a ella sin mirar atrás, el escuadrón de Signum siguiéndola como sombras silenciosas. Vita lanzó una risita seca al pasar, golpeando el marco de la puerta con su martillo como despedida, mientras Zafira y Signum cubrían la retaguardia, sus armas listas por si alguien intentaba detenerlos. El sonido de sus botas resonó en el suelo ensangrentado, desvaneciéndose en el pasillo mientras las sirenas de los refuerzos policiales se acercaban, cada vez más fuertes.
Subaru quedó sola en la sala, rodeada de cuerpos y caos. Bajó la pistola lentamente, sus hombros cayendo mientras el peso de lo que había presenciado la golpeaba. Los refuerzos irrumpieron momentos después, una docena de oficiales armados entrando con gritos de "¡Policía, manos arriba!" y "¡Mayor, informe!". Las luces de sus linternas barrieron la sala, iluminando el desastre: los guardias de Xinhji acribillados, el cuerpo de Xinhji con un agujero limpio en la frente, y Subaru de pie en el centro, inmóvil.
El sargento al mando, un hombre corpulento con cicatrices en el rostro, se acercó a ella, su rifle bajando al reconocerla.
—Mayor Nakajima, ¿qué demonios pasó aquí? —preguntó, su voz ronca mientras miraba los cuerpos—. ¿Dónde están los sospechosos?
Subaru respiró hondo, enderezando la postura mientras forzaba su voz a sonar firme.
—Esto fue una guerra entre bandas de drogas —dijo, su tono plano pero convincente—. Llegamos tarde. Los atacantes ya se fueron. Revisen los cuerpos, identifiquen al líder —señaló a Xinhji con un gesto vago—. Era el objetivo. Los demás son solo peones.
El sargento frunció el ceño, abriendo la boca para protestar, pero Subaru levantó una mano para silenciarlo.
—Mis oficiales están en la entrada —continuó, su voz temblando ligeramente al mencionar a Hiroshi, Kenji y Aiko—. Asegúrense de que sus familias sean notificadas. Me encargaré del informe.
Salió al aire helado de la noche, las luces de las patrullas bañándola en destellos rojos y azules mientras los oficiales corrían a su alrededor, organizando el perímetro. Se detuvo junto a su vehículo, apoyando una mano en el capó mientras respiraba hondo, el vapor escapando de sus labios en nubes blancas. Había encubierto a Nanoha, y el sabor de esa decisión era amargo.
El Roshel Senator rugía por las calles desiertas de Sapporo, alejándose del almacén mientras las sirenas quedaban atrás como un eco distante. Dentro del vehículo blindado, el aire estaba cargado de un silencio opresivo, roto solo por el zumbido del motor y el leve roce metálico de las armas descansando en los soportes. Nanoha Takamachi estaba sentada en el centro, rodeada por Signum, Vita, Zafira y los otros operativos. Su rifle blanco, Raising Heart, descansaba sobre sus rodillas, las líneas doradas y rojas manchadas con polvo y sangre seca. Sus manos, que hace minutos habían apretado el gatillo con firmeza, comenzaron a temblar.
Miró el arma en su regazo, y una oleada de náusea la golpeó como un puñetazo. Había matado a Xinhji Zhào. Había quitado una vida con sus propias manos. La imagen de su cuerpo desplomándose, la sangre extendiéndose bajo él, se repetía en su mente como un tambor implacable. Su respiración se aceleró, y un sollozo pequeño pero incontrolable escapó de su garganta. Las lágrimas brotaron sin aviso, rodando por sus mejillas mientras su cuerpo temblaba, la adrenalina cediendo paso a la realidad.
—Lo hice… —susurró, su voz quebrándose—. Lo maté…
Signum, sentada a su derecha, giró la cabeza lentamente, sus ojos afilados suavizándose por un instante al ver el estado de su regente. Vita, en el asiento opuesto, dejó de juguetear con su martillo y frunció el ceño, un destello de incomodidad cruzando su rostro. Zafira, desde la retaguardia, mantuvo su mirada fija en la ventana, pero su mandíbula se tensó, su silencio hablando más que cualquier palabra.
Nanoha dejó caer el rifle al suelo del vehículo con un clang metálico, sus manos subiendo a cubrir su rostro mientras los sollozos se volvían más fuertes.
—Quería justicia… por papá… —gimió, las palabras entrecortadas por el llanto—. Pero esto… esto no se siente bien… Yo… yo no soy así…
Signum extendió una mano, dudando por un momento antes de posarla suavemente en el hombro de Nanoha. Su voz, normalmente cortante, se suavizó apenas lo suficiente para ser reconfortante.
—Nanoha-sama —dijo, firme pero tranquila—. Hiciste lo que creíste necesario. La rabia te llevó ahí, pero no te define. Todavía eres nuestra regente.
Vita resopló, cruzándose de brazos, aunque su tono carecía de su usual mordacidad.
—No te pongas blanda ahora, jefa —dijo, mirando a un lado—. Ese tipo mató a Shiro-sama. Se lo buscó.
Nanoha negó con la cabeza, las lágrimas cayendo entre sus dedos mientras su cuerpo temblaba.
—No… no es eso… —susurró—. Lo hice por furia, por dolor… pero ahora… ahora tengo sangre en las manos… ¿Qué soy ahora?
Zafira finalmente giró la cabeza, sus ojos de lobo encontrando los de Nanoha a través del reflejo en la ventana.
—Eres humana, regente —dijo, su voz grave y pausada—. Eso es todo. Los humanos matan por lo que aman. No estás loca. Solo estás rota.
El silencio volvió a llenar el vehículo, pesado pero cargado de una comprensión tácita. Nanoha bajó las manos, su rostro empapado en lágrimas mientras miraba a su escuadrón. Ellos la observaban en silencio, sin juzgar, sin cuestionar. Había cruzado una línea, sí, pero no había sucumbido a la locura. La rabia y el dolor por la muerte de su padre la habían llevado hasta aquí, y ahora, en este momento de quiebre, seguía siendo Nanoha Takamachi: una líder, una hija, una mujer atrapada en un legado de sangre.
Signum apretó su hombro una vez más antes de retirar la mano, su mirada volviendo al frente mientras el Senator aceleraba hacia la mansión. Nadie habló más, pero el silencio era suficiente. Nanoha respiró hondo, intentando calmar el temblor en su pecho. Había matado, y eso la perseguiría. Pero por ahora, debía seguir adelante. Por su padre. Por su familia. Por sí misma.
