Los pasillos de Hogwarts, con su mística solemne, guardan muchos secretos. No todos ellos son claros a la vista, ni todos se encuentran encerrados en los mármoles que adornan sus paredes. Algunos secretos se ocultan en los pliegues más profundos del alma humana, y otros más, se deslizan entre las sombras de un corazón que se ha visto marcado por el sufrimiento y la soledad. De todas las almas que he observado, la de Tom Riddle se erige como una de las más complejas, de las más difíciles de comprender.
No era un niño como los demás, como esos alumnos que se deslizaban por los corredores de Hogwarts como si el lugar les perteneciera. Tom había nacido en la pobreza, un huérfano olvidado en un mundo que lo había rechazado antes de siquiera saber que existía. En sus ojos, no había la chispa juguetona de la infancia, sino la frialdad de un ser que ya había conocido el abandono, la traición de la vida misma. Y sin embargo, a pesar de esa oscuridad inicial que lo envolvía, había algo en él que me parecía... peculiarmente distinto. Algo que me decía que, si se encontraba en las manos adecuadas, podría hallar una luz que, a pesar de estar encadenada, no dejaría de brillar.
El día que le ofrecí un lugar en Hogwarts, vi en sus ojos algo que no había visto en ningún otro joven. Desconfianza, miedo, pero también una chispa de curiosidad, una necesidad ardiente de comprender quién era realmente. No era un niño que esperara la ayuda de alguien, ni mucho menos, pero yo sabía que el propósito de este lugar era mucho más que enseñar magia; era ofrecerles a aquellos que lo necesitaban un refugio, un lugar donde pudieran descubrir, quizás por accidente, la mejor versión de sí mismos.
Y así fue como, contra todo pronóstico, lo acepté en Hogwarts. Le di la oportunidad de ser parte de algo más grande que él mismo, un lugar donde no sería juzgado por su origen, sino por su capacidad para aprender y crecer. Lo observé, atento, mientras él se sumergía en ese nuevo mundo. Vi su talento florecer, su capacidad para dominar las artes oscuras con una destreza que sobrepasaba la de cualquier otro estudiante. La magia parecía ser su lenguaje natural, y a menudo me encontraba maravillado por la elegancia con la que se deslizaba entre las sombras de los hechizos, como un bailarín que nunca tropieza.
No obstante, mientras su destreza mágica crecía, su alma seguía luchando con sus propios demonios. El odio, la rabia, el temor a no ser suficiente, todos esos sentimientos acechaban su corazón, como una tormenta silenciosa, invisible a los ojos de los demás. Pero yo los veía. Veía cómo se agazapaban en su interior, como lobos esperando a ser liberados.
Fue entonces cuando decidí ofrecerle una oportunidad que pocos habrían considerado: la jefatura de la Casa de Slytherin. Un movimiento que, en muchos sentidos, fue arriesgado, pero que sentí que era la única manera de proporcionarle el espacio para redefinir su destino. La Casa de Slytherin había sido siempre vista con desdén por las demás Casas. Era la Casa que representaba la ambición desmesurada, la astucia implacable, y la búsqueda del poder a toda costa. Muchos pensaban que Slytherin era la cuna de aquellos que abrazaban las sombras, pero no era así, no para mí.
Tom no era el mismo tipo de líder que los Slytherins esperaban. Él no representaba la frialdad calculadora de los antiguos líderes, sino una forma de liderazgo que apelaba a algo más profundo, a un sentido más alto de responsabilidad. A lo largo de los años, bajo su tutela, Slytherin comenzó a transformarse. Ya no era una Casa dominada por la competencia feroz, sino una Casa en la que se comenzaba a valorar la inteligencia y la reflexión. Los estudiantes de Slytherin, aunque aún muy ambiciosos, aprendieron a no usar su astucia en detrimento de los demás, sino a buscar la sabiduría que, en última instancia, condujera a una verdadera grandeza.
Y fue entonces, en ese tiempo, cuando comencé a comprender algo que nunca había imaginado. En su corazón, bajo la capa de desconfianza y furia, había algo que se transformaba, algo que despertaba lentamente. No era la magia la que lo transformaba, no era la habilidad para conjurar hechizos complejos lo que lo hacía diferente a los demás, sino su capacidad para mirar más allá de la oscuridad que había dominado su vida durante tanto tiempo. Era el simple hecho de aprender a amarse a sí mismo, a reconocer que no todo lo que tocaba debía ser destruido.
Pero, como suele ocurrir en este mundo tan complicado, el destino tenía otros planes.
