El 12 de marzo de 2017 parecía destinado a ser un día como cualquier otro en Royal Woods. Mi vida ya era un caos perpetuo: compartir una casa con diez hermanas significaba que la tranquilidad era un lujo inexistente. Lori gritándole a Bobby por el teléfono como si la distancia no existiera, Leni confundiendo el microondas con un horno una vez más, Luna destrozando la paz con sus ensayos a todo volumen... Y yo, atrapado en medio de este huracán familiar, buscando desesperadamente un respiro.
Ese día, sin embargo, marcó el principio del fin.
Al principio, solo eran rumores. Las noticias hablaban de disturbios en grandes ciudades como Nueva York y Chicago. Los llamaban "actos de violencia colectiva", y al principio no parecían más que incidentes aislados. Pero conforme pasaban las horas, quedó claro que algo más oscuro estaba ocurriendo. Un extraño patógeno viral, inicialmente confundido con una gripe común, había comenzado a propagarse. Sus síntomas eran aterradores: ojos inyectados en sangre, piel pálida, fiebre altísima, escalofríos, dolores musculares intensos, pérdida de memoria y una fatiga abrumadora. Lo peor de todo, sin embargo, era su efecto en la mente: aquellos infectados se volvían violentos, agresivos, inhumanos.
Dentro de casa, el caos seguía siendo el mismo. Para el 20 de marzo, nada parecía haber cambiado. Papá, en otro de sus experimentos culinarios, preparaba algo que terminaba siendo cereal en tazones. Mamá revisaba interminables listas de tareas, mientras mis hermanas discutían sobre trivialidades como quién usaría el baño primero.
Pero el mundo afuera era otro. Las grandes ciudades colapsaban bajo el peso de lo que ahora llamaban "la Gripe Verde". Una oleada de migración comenzó a extenderse hacia pequeños pueblos y zonas rurales. Royal Woods, siendo el típico lugar tranquilo, pronto fue invadido por miles de recién llegados. Al principio, solo era molesto. Pero luego, se volvió peligroso.
El 22 de marzo, un grupo de migrantes apareció en nuestra puerta, exigiendo que nos deshiciéramos de las mascotas de Lana. Según ellos, los animales propagaban el virus. No contaban con la furia de mi hermana.
—¡Ni loca voy a abandonar a mis amigos! —gritó, enfrentándose al grupo con una determinación feroz—. ¡Ellos no son el problema! ¡Ustedes sí, paranoicos!
La discusión escaló rápidamente. Mamá y papá intentaron calmar las cosas, pero la tensión en el vecindario era palpable. Esa misma noche, los rumores de ataques dentro de Royal Woods comenzaron a circular. Una mujer había atacado a su familia tras volverse "loca" por la fiebre.
El 23 de marzo marcó un punto de no retorno.
Esa mañana, papá fue al supermercado. Regresó horas después, sudando y con la mirada perdida.
—No queda nada —murmuró, dejando unas pocas latas de sopa y una bolsa de arroz sobre la mesa—. La gente está peleando por comida, linternas... lo que sea. Es un caos allá afuera.
Lori llamó de inmediato a Bobby, quien confirmó historias similares desde Great Lakes City: estantes vacíos, peleas en las calles, gasolina racionada. Entonces, la escuela anunció que las clases quedaban suspendidas hasta nuevo aviso. Mis hermanas pequeñas celebraron como si fueran vacaciones, pero el resto entendimos lo que realmente significaba.
Esa noche, me despertó un ruido extraño. Miré por la ventana y vi a un hombre tambaleándose bajo la tenue luz de las estrellas. Su ropa estaba desgarrada, y manchas oscuras cubrían su camisa. Pensé que estaba borracho, hasta que lo vi abalanzarse sobre la puerta de una casa cercana, golpeándola con fuerza descomunal hasta que cedió. Los gritos dentro de la casa me helaron la sangre.
La mañana del 24 de marzo trajo consigo un panorama desolador. Royal Woods, el hogar que siempre habíamos conocido, había dejado de ser seguro. Durante la noche, las autoridades locales desaparecieron en su intento por contener las primeras hordas de infectados, y la CEDA, superada por los eventos, abandonó la ciudad. Su lugar fue tomado por el ejército nacional, pero solo en esta región. Más al sur, la CEDA seguía operando, intentando mantener un orden que parecía desmoronarse por momentos.
El desayuno fue un ritual silencioso, cargado de tensión. Nadie quería decirlo en voz alta, pero todos lo sabíamos: algo se había roto, tanto fuera de nuestra casa como dentro de nosotros. Mis hermanas, en un desesperado intento por mantener la normalidad, intentaban bromear o encender algo de música. Pero yo no podía apartar de mi mente las imágenes de la noche anterior: figuras tambaleantes en la oscuridad, gritos desgarradores, luces intermitentes reflejándose en las ventanas.
Papá estaba más callado que de costumbre, su expresión severa como un eco de lo que todos sentíamos. Mamá, a pesar de intentar proyectar calma, no podía ocultar el miedo que se asomaba en su mirada. Una débil señal de radio nos trajo noticias aún más alarmantes: enfrentamientos entre civiles y rumores de caos. La fiebre verde ya no era una historia sensacionalista; era una realidad que nos estaba alcanzando.
"Tomaremos precauciones," dijo papá con voz firme, como una orden más que una sugerencia. "He hablado con algunos amigos. No podemos quedarnos aquí. Royal Woods ya no es seguro."
Sus palabras se quedaron flotando en el aire, pesadas y opresivas, hasta que Lisa, con su impecable lógica, se levantó de la mesa. Regresó al instante con su pizarrón portátil y comenzó a dar una explicación meticulosa sobre por qué abandonar la ciudad sería una pésima decisión.
"La mente humana es predecible bajo amenaza," dijo, mientras trazaba diagramas incomprensibles. "Miles de personas pensarán lo mismo: huir. Eso colapsará las carreteras y las convertirá en trampas mortales. Si nos encontramos atrapados entre una masa de autos y hordas de infectados, nuestras probabilidades de supervivencia serán prácticamente nulas. Lo más lógico es quedarnos y esperar al ejército."
Sus palabras tenían sentido, incluso si la mitad de mis hermanas se quedaron dormidas a mitad de su explicación. Por un instante, el peso de su lógica nos paralizó. Papá no respondió de inmediato. Estaba procesando, evaluando opciones como solía hacer. Sin embargo, por primera vez, parecía no tener una respuesta clara, y eso era aún más aterrador que las noticias.
"Lisa tiene razón," dijo al fin, con voz grave. "Esperaremos al ejército. Pero no podemos quedarnos cruzados de brazos. Necesitamos prepararnos."
Mamá tomó la palabra. "Cada uno recogerá lo esencial y se asegurará de que las puertas y ventanas estén bien cerradas. Tenemos que estar listos para lo que venga. ¿Entendido?"
Todos asintieron, aunque el miedo se reflejaba en nuestros ojos. Sabíamos que la normalidad se había desvanecido, y que ahora solo nos quedaba mantenernos unidos para sobrevivir.
El día transcurrió en un caos controlado. Papá organizó los víveres que había conseguido en el supermercado. Mamá reforzó las ventanas y puertas con todo lo que pudo encontrar. Mis hermanas intentaban mantener el ambiente ligero, pero el peso de la situación era ineludible.
Cuando cayó la noche, el cielo sobre Royal Woods parecía más oscuro que nunca, como si el propio universo entendiera que el final se acercaba. La señal de radio que logramos captar era devastadora: las ciudades vecinas habían caído, y el ejército, aunque presente, estaba perdiendo el control.
A eso de las ocho, comenzaron los primeros gritos. No eran gritos comunes. Eran desgarradores, como si alguien estuviera siendo cazado. Poco después, el ulular de sirenas rompió el silencio. Era evidente que los sobrevivientes en los alrededores estaban tan desesperados como nosotros.
Algo cambió en mí esa noche. Siempre había sido un chico normal, perdido en el caos de una casa llena de hermanas, pero ahora entendía que mi papel había cambiado. Ya no era solo un hermano mayor; era un sobreviviente. Y esa responsabilidad era mayor de lo que jamás había imaginado.
"Lincoln," dijo mamá, rompiendo mis pensamientos. "Ve a la habitación de las niñas y asegúrate de que estén bien. Cuida a las más pequeñas."
Asentí, consciente de la importancia de la tarea. Encontré a Leni tratando de calmar a las pequeñas con música, pero su rostro traicionaba su miedo.
"¿Todo bien?" pregunté, apoyando una mano en su hombro.
"Sí... creo que sí," murmuró, pero sus ojos decían lo contrario.
Un par de horas después, la casa quedó completamente a oscuras. Las luces se apagaron, el internet murió, y una sensación de frío se instaló en el aire. Fuera, los gritos y el caos se intensificaron. Sabíamos que los infectados estaban cerca.
Nos quedamos juntos en el silencio opresivo, esperando lo inevitable. Por primera vez, entendí lo que significaba tener miedo real, no solo al caos o a lo desconocido, sino al futuro. Porque, en ese momento, cada segundo parecía el último.
La batalla por la supervivencia había iniciado...
¿Los Louds sobrevivirán?
¿El ejército salvará a la familia Loud?
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