Hola!

Ya casi no me paso por aquí jaja a veces es pesado publicar en las tres plataformas al mismo tiempo, y más con cada una teniendo sus métodos.


CAPITULO XIII

"ENCUENTRO"


Mi primer impulso es bajar corriendo del árbol, pero estoy atada con el cinturón. Consigo soltar la hebilla de algún modo y caigo al suelo, todavía envuelta en mi saco de dormir. No hay tiempo para empaquetar nada. Por suerte, ya tengo la mochila y la botella dentro del saco, así que meto el cinturón, me cuelgo el saco al hombro y huyo.

El mundo se ha transformado en un infierno de llamas y humo. Las ramas ardiendo caen de los árboles convertidas en lluvias de chispas a mis pies. No puedo hacer más que seguir a los otros, a los conejos y ciervos, e incluso a una jauría de perros salvajes que corren por el bosque. Confío en su dirección porque sus instintos y los míos están casi igual de desarrollados. Es un hecho, detesto las botas, tuve que haberlas abandonado antes, las garras se clavan en la suave goma de la suela sin darme el agarre que necesito y no es el momento de quitármelas. Ahora es cuando me maldigo por no haberlo hecho el primer día en cuanto me aleje de la carnicería, pensando en no dejar nada que pudiera ser un rastro.

El calor es horrible, pero lo peor es el humo que amenaza con ahogarme en cualquier momento. Me subo la camisa para taparme la nariz y me alegro de que esté mojada de sudor, ya que eso me ofrece una pequeña protección. Y sigo corriendo, ahogándome, con el saco dándome botes en la espalda y la cara llena de cortes por las ramas que se materializan delante de mí sin avisar, surgidas de la niebla gris, porque se supone que tengo que correr. Siento como se me chamusca la cola.

Esto no ha sido una hoguera que se le haya descontrolado a un tributo, ni tampoco un suceso accidental; las llamas que me acechan tienen una altura antinatural, una uniformidad que las delata como artificiales, creadas por seres pensantes, creadas por los Vigilantes. Hoy ha estado todo demasiado tranquilo; no ha habido muertes y quizá ni siquiera peleas, así que la audiencia de Eternia empezaba a aletargarse y a comentar que estos juegos resultaban casi aburridos. Y los Juegos del Hambre no pueden ser aburridos.

Es fácil entender la motivación de los Vigilantes. Hay una manada de profesionales y después estamos los demás, seguramente repartidos a lo largo y ancho del estadio. Este incendio está diseñado para juntarnos, para que nos encontremos. Aunque puede que no sea el dispositivo más original que haya visto, es muy, muy eficaz.

Salto por encima de un tronco ardiendo, pero no salto lo suficiente; la parte de atrás de la chaqueta se quema, y tengo que detenerme para quitármela y apagar las llamas, también de mi cola, que está más rosa que oscura. Huelo a pelo quemado. Sin embargo, no me atrevo a abandonar la chaqueta, aunque esté achicharrada y caliente; me arriesgo a meterla en el saco de dormir, esperando que la falta de aire termine de extinguir el fuego. Lo que llevo en la mochila es lo único que tengo, y ya es bastante poco para sobrevivir.

En cuestión de minutos noto la garganta y la nariz ardiendo. Las toses empiezan poco después, y me da la impresión de que se me fríen los pulmones. La incomodidad se convierte en angustia, hasta que cada vez que respiro noto una puñalada de dolor que me atraviesa el pecho. Consigo refugiarme debajo de un saliente rocoso justo cuando empiezan los vómitos, y pierdo mi escasa cena y todo lo demás que me quedase en el estómago. Me pongo a cuatro patas y sigo con las arcadas hasta que no hay nada más que echar.

Sé que tengo que seguir moviéndome, pero estoy temblando y mareada, jadeando por la falta de aire. Me permito tomar una gota de agua para enjuagarme la boca y escupir, y después le doy un par de tragos más a la botella.

Tienes un minuto—me digo —Un minuto para descansar. Me tomo ese tiempo para reordenar mis provisiones, enrollar el saco y meter todo a lo bruto en la mochila. Se me acaba el minuto. Me quito las botas, que tienen la suela un poco achicharrada y se que me han protegido, pero también me han entorpecido y alentado. Me quito los gruesos calcetines y les corto la punta con las garras, así me protegerán un poco y podré usar todas mis garras de los pies. Sé que ha llegado el momento de moverse, pero el humo me ha dejado atontada. Los veloces animales que me guiaban me han dejado atrás y sé que no he estado antes en esta parte del bosque, que no había visto rocas grandes como ésta en mis anteriores excursiones. ¿Adónde me llevan los Vigilantes? ¿De vuelta al lago? ¿A un nuevo terreno lleno de nuevos peligros? El ataque comenzó justo cuando por fin lograba tener unas cuantas horas de paz. ¿Habrá alguna forma de avanzar en paralelo al estanque y regresar después, al menos por agua? La pared de fuego debe terminar en alguna parte y no puede arder para siempre. No porque los Vigilantes no puedan hacerlo, sino porque, de nuevo, la audiencia se quejaría. Si pudiera meterme detrás de la línea de fuego, evitaría encontrarme con los profesionales. Cuando por fin decido intentar dar la vuelta dando un rodeo, aunque eso conllevase varios kilómetros de viaje para alejarme de este infierno y otros cuantos para volver, la primera bola de fuego se estrella contra la roca, a medio metro de mi cabeza. Salgo corriendo del saliente con la cola latigueando. El miedo me da energía renovada.

El juego ha dado un giro inesperado: el incendio es una excusa para hacer que nos movamos, para que la audiencia vea diversión de verdad. Cuando oigo el siguiente siseo, me tiro al suelo boca abajo sin entretenerme en mirar atrás, y la bola de fuego da en un árbol a mi izquierda y lo envuelve en llamas. Quedarse quieta significa morir; apenas me he puesto en pie cuando la tercera bola golpea el lugar en el que estaba tumbada y levanta una columna de fuego a mis espaldas. Mi agudo sentido del oído me salva de cada una de las bolas, que me lanzan con renovada saña cuando se dan cuenta que soy capaz de esquivarlas. El tiempo pierde significado mientras intento esquivar los ataques. No puedo ver desde dónde los lanzan, aunque no es un aerodeslizador, pues los ángulos no son lo bastante extremos. Seguramente han armado toda esta zona del bosque con lanzadores de precisión escondidos en árboles o rocas. En algún lugar, en una habitación fresca e inmaculada, hay un Vigilante sentado delante de unos mandos, disparando los gatillos que podrían acabar con mi vida en cuestión de segundos; sólo hace falta un blanco directo.

Corro en zigzag, me agacho, me levanto de un salto y, entre unas cosas y otras, me quito de la cabeza el vago plan de regresar al estanque. Las bolas de fuego son del tamaño de manzanas, pero liberan una potencia enorme al hacer contacto. Tengo que utilizar todos mis sentidos al máximo para sobrevivir, no hay tiempo para juzgar si un movimiento es correcto o no: si oigo un siseo, o actúo o muero.

Sin embargo, algo me hace seguir adelante; después de toda una vida viendo los Juegos del Hambre en la tele, sé que hay algunas zonas del estadio que están preparadas para ciertos ataques y que, si consigo salir de esta zona, quizá pueda alejarme del alcance de los lanzacohetes. También es posible que acabe dentro de un nido de víboras, pero ahora no puedo preocuparme por eso.

Deshacerme de las botas demuestra ser una buena decisión, salto entre los troncos y las rocas con nueva confianza y aunque muero de miedo, me siento fuerte. Pocas veces puedo experimentar así con mis fuerzas y mis garras, que no tenía idea que podían servir para trepar tan bien entre rocas como entre árboles. La arenisca y la caliza son como suave corteza para mis garras. No sé cuánto tiempo he pasado esquivando bolas de fuego, finalmente, los ataques empiezan a decaer, lo que me parece estupendo, porque vuelvo a sentir arcadas. Esta vez se trata de una sustancia ácida que me quema la garganta y se me mete en la nariz. Me veo obligada a parar, entre convulsiones, intentando desesperadamente librarme de los venenos que he absorbido durante el ataque. Espero al siguiente siseo, a la siguiente señal para salir corriendo, pero no llega. La violencia de las arcadas ha hecho que se me salten las lágrimas, y me pican los ojos. Tengo la ropa empapada en sudor y, de algún modo, a pesar del humo y el vómito, me llega el olor a pelo quemado. Me llevo la mano a la melena y descubro que una bola de fuego me ha achicharrado al menos quince centímetros; los mechones de pelo ennegrecido se me deshacen entre los dedos y me quedo mirándolos, fascinada por la transformación, hasta que, de repente, vuelven los siseos.

Mis músculos reaccionan, aunque esta vez no son lo bastante rápidos y la bola de fuego cae al suelo junto a mí, no sin antes deslizarse por mi pantorrilla derecha. Ver la pernera del pantalón en llamas me hace perder los nervios: me retuerzo y retrocedo a gatas, chillando, intentando apartarme del horror. Cuando por fin recupero el sentido común, hago rodar la pierna por el suelo, lo que sirve para apagarlo casi todo. Sin embargo, en ese momento, sin pensar, me arranco la tela que queda con las manos desnudas.

Me siento en el suelo, a pocos metros del incendio que ha causado la bola. La pantorrilla me arde y tengo las manos llenas de ampollas rojas; tiemblo demasiado para moverme. Si los Vigilantes quieren acabar conmigo, éste es el momento. Ahora el olor a pelo quemado no viene solo de mi cabeza. Siento la cola caliente.

Oigo la voz de Doppler Morfer, que me trae imágenes de telas lujosas y gemas resplandecientes: "Catra, la gata en llamas". Los Vigilantes deben de estar muertos de risa con esto. Aún peor, puede que los bellos trajes de Doppler Morfer sean la razón de esta tortura concreta. Sé que él no podía preverlo y que debe de estar pasándolo mal porque, de hecho, creo que le importo. A pesar de todo, en perspectiva, quizá me habría ido mejor si hubiese salido desnuda en el carro.

El ataque ha terminado. Está claro que los Vigilantes no me quieren muerta, al menos todavía. Todos saben que podrían destruirnos en cuanto suena el gong, pero el verdadero entretenimiento de los juegos es ver cómo los tributos se matan entre ellos. De vez en cuando matan a uno para que los demás jugadores sepan que pueden hacerlo, aunque, en general, lo que intentan es manipularnos para que tengamos que enfrentarnos cara a cara. Eso significa que, si ya no me disparan, hay al menos un tributo cerca.

Me arrastraría hasta un árbol para refugiarme si pudiera, pero el humo todavía es lo bastante espeso para matarme. Me obligo a levantarme y me alejo cojeando del muro de llamas que ilumina el cielo. Parece que ya no me persigue, salvo con sus apestosas nubes negras.

Otra luz, la luz del día, empieza a surgir poco a poco, y los rayos de sol caen sobre los remolinos de humo. Tengo mala visibilidad, puedo ver a una distancia de unos trece metros a mi alrededor; cualquier tributo podría esconderse de mí fácilmente, mi nariz tampoco sirve de mucho, toda irritada y con el humo aún aquí, el crepitar de las llamas y el correr de otras criaturas también embotan mis oídos. Debería sacar el cuchillo como protección, pero dudo de mi capacidad para sostenerlo durante mucho rato. El dolor de las manos no puede compararse con el de la pantorrilla. Odio las quemaduras, siempre las he odiado, incluso las pequeñas de sacar una sartén de pan del horno; para mí es la peor clase de dolor, aunque nunca había experimentado nada como esto.

Estoy tan cansada que ni siquiera noto que me encuentro en el estanque hasta que el agua me llega a los tobillos. El agua viene del arroyo que sale de una grieta en las rocas y está fresca, así que meto las manos dentro y siento un alivio instantáneo. ¿No es lo que siempre dice mi madre? ¿Qué el primer tratamiento para una quemadura es el agua fría? ¿Que así se absorbe el calor? Pero ella se refería a quemaduras leves, como las de mis manos. ¿Qué pasa con la pantorrilla? Aunque todavía no he reunido el valor suficiente para examinarla, creo que se trata de una herida completamente distinta.

Me tumbo boca abajo al borde del estanque durante un rato, con las manos en el agua, y examino las llamitas de las garras, que ya empiezan a descascarillarse. Bien, he tenido fuego de sobra para toda una vida.

Me limpio la sangre y la ceniza de la cara e intento recordar todo lo que sé sobre quemaduras. Son heridas comunes en la Veta, donde cocinamos y calentamos las casas con carbón; además, están los accidentes de las minas... Una vez, una familia nos trajo a un joven inconsciente y le suplicó a mi madre que lo ayudase. El médico del reino, responsable de tratar a los mineros, lo había dado por perdido y le había dicho a la familia que se lo llevase a casa a morir, pero ellos no lo aceptaban. Estaba tumbado en la mesa de la cocina, inconsciente. Vi de reojo la herida de su muslo, la carne abierta y achicharrada que dejaba el hueso al aire; después, salí corriendo de la casa, me metí en el bosque y cacé todo el día, perseguida por la imagen de aquella pierna espantosa y los recuerdos de la muerte de mi padre. Lo más divertido era que Finn, la que teme a su propia sombra, se quedó para ayudar. Mi madre dice que un sanador nace, no se hace. Lo ayudaron en lo que pudieron, aunque el hombre murió, tal y como había dicho el médico.

Mi pierna necesita atenciones, pero no me atrevo a mirarla. ¿Y si está tan mal como la de aquel hombre y puedo verme el hueso? Entonces recuerdo a mi madre decir que, si una herida es grave, la víctima a veces no siente el dolor, porque los nervios quedan destrozados. Animada por la idea, me siento y me pongo la pierna delante.

Casi me desmayo al ver la pantorrilla: la carne está de un rojo brillante, cubierta de ampollas. Me obligo a respirar lenta y profundamente, segura de que las cámaras están emitiendo un primer plano de mi cara; no puedo parecer débil si quiero patrocinadores. Lo que te consigue ayuda no es la lástima, sino la admiración cuando te niegas a rendirte. Corto los restos de la pernera del pantalón a la altura de la rodilla y examino la herida más de cerca. El área quemada es del tamaño aproximado de mi mano y la piel no está ennegrecida. Todo el pelaje alrededor apesta y es de hecho una ayuda que solo hace tres días, me volvieran a rebajar el corte para la entrevista. Decido rasurar varios centímetros al rededor de la quemadura, a fin de que ningún pelo vaya a infectarla, dejando expuesta mi piel blanca y algo rosada. Mi cola tiene algunas ampollas por estar expuesta al calor, pero ninguna quemadura directa, así que va mejor que las manos. Me da la impresión de que puedo mojar la pierna, así que la estiro con cuidado y la meto en el estanque, apoyando el talón en una roca, de modo que la corriente no me mueva; después suspiro, porque el agua me alivia un poco. Sé que existen hierbas que acelerarían la curación, si las encontrase, aunque no logro recordarlas. Es probable que el agua y el tiempo sean mis mejores alternativas.

¿Debería seguir moviéndome? El humo empieza a clarear, pero sigue siendo demasiado espeso. Si continúo alejándome del fuego, ¿no iré directa a las armas de los profesionales? Además, cada vez que levanto la pierna del agua, el dolor vuelve con energía renovada y tengo que meterla de nuevo. Las manos están un poco mejor, pueden salir del estanque de vez en cuando, así que vuelvo a ordenar mis cosas. Primero, lleno la botella de agua del estanque, la trato y, cuando pasa el tiempo necesario, empiezo a hidratarme. Al cabo de un rato, me obligo a mordisquear una galleta salada, lo que me ayuda a asentar el estómago. Desenrollo el saco de dormir y, excepto algunas marcas negras, está bastante bien. La chaqueta es otra historia: apesta y está achicharrada, y hay al menos treinta centímetros en la espalda que no tienen solución. Corto la zona dañada y me quedo con una prenda que me llega justo debajo de las costillas. Sin embargo, la capucha está intacta, y eso es mucho mejor que nada.

A pesar del dolor, empiezo a adormecerme. Si me subiera a un árbol para intentar descansar sería un objetivo demasiado fácil. Además, me resulta imposible abandonar el estanque. Ordeno mis provisiones, incluso llego a ponerme la mochila a la espalda, pero no consigo alejarme. Veo algunas plantas acuáticas con raíces comestibles y me preparo una comida ligera con lo que me queda de conejo. Bebo un poco de agua y observo cómo el sol traza su lento arco por el cielo. ¿Acaso puedo ir a algún sitio más seguro que éste? Me dejo caer sobre la mochila, vencida por el sueño. Si los profesionales me quieren, que me encuentren —pienso antes de quedarme dormida —Que me encuentren.


No despierto a los demás de inmediato. No quiero ir a enfrentarme al fuego. Recuerdo que le dije a Mara que no me gusta quemarme y no es chiste.

¿Pero poco importa lo que me gusta o no quiero, verdad?

Ni dos minutos después de que lo noto, Glimmer viene y despierta a todos los demás. Con algunas peleas iniciales por despertarlos, después ya están listos para salir a una nueva partida de caza.

—Tres, te quedas a vigilar. Doce, vienes con nosotros y trae ese cuchillo otra vez —nos ordena Huntara una vez tiene su larga coleta sujeta.

—¿Y qué esperamos entonces? —les gruño con toda la mala intención que puedo.

—Tranquila, enamorada, ya habrá otro tributo para que lo remates —sonríe Huntara demostrando sus colmillos.

Marvel y Huntara toman cada cual una antorcha, la prenden en la hoguera y los demás les seguimos. No me gusta este extraño equipo que se está formando: Marvel, Glimmer, Huntara, Thyme, Verdel y yo. Somos casi la mitad de los que quedamos en la Arena. Ya no tengo sueño, ni hambre, ni sigo entumecida emocionalmente por lo que ha pasado. Estoy alerta y tengo una corazonada.

Los Juegos suelen tener más peligros que los propios tributos. Las Arenas están diseñadas para que los espectadores siempre tengan algo entretenido qué ver. Venenos, mutos, hay de todo. Esa zona de la Arena no está incendiándose por nada, algo interesante debe estar pasando ahí, o tal vez no hay ninguna pelea y necesitan animar la situación. Sea cuál sea la ocasión, solo pido porque no sea Catra la que esté en medio de las llamas… fuego. La gata en llamas.

La corazonada se convierte en una completa certeza.

—¿No sería divertido tener barbacoa de magicat? —dice Thyme en medio de una risa insidiosa. Huntara le ríe la gracia.

—Algo bueno debe haber para que se molestaran en prender fuego a medio bosque —complementa la gigante magenta.

Siento que me miran. No voy a mirarlos de vuelta para que puedan burlarse. Ahora también podemos escuchar y oler el incendio. Avanzamos a buen paso.

—Estás muy seria, enamorada. ¿Dónde quedaron los sonrojos y las rosas? —me dice Verdel, de las Salinas, para burlarse, aunque le falla el aliento en la última parte.

—No creo… ¡Cuidado! —grito antes de pensarlo y los demás se detienen. Alcanzo a arrojarme sobre Verdel.

Una bola de fuego del tamaño de un pomelo grande se nos viene encima. Huntara lanza una especie de siseo molesto. ¡El fuego nos ha alcanzado! El incendio se veía muy lejos, decenas de metros adentro en el bosque y ahora nos rodea casi por todos lados.

Nadie dice nada coherente. Algo de instinto animal nos queda porque empezamos a correr en la única dirección libre, todos juntos. Las toses y respiraciones pesadas se escuchan de inmediato. Apenas logro acordarme de bajar la cabeza, jalar la manga con el puño y taparme lo más que puedo la nariz y la boca mientras no dejo de correr.

Los ojos me lagrimean de inmediato, se irritan, siento a los demás corriendo más que verlos. Hace tanto calor. El infierno nos envuelve. ¡Fuimos unos estúpidos por acercarnos tanto y sin cuidado!

Soy yo la que va hasta atrás, pero no porque no pueda seguir, sino porque Glimmer se tropezó una vez y me detuve a ayudarla. Verdel también se estaba quedando atrás y tuve que empujarla. ¡No sé porque lo hago! Morir quemado debe ser horrible. ¡Debería dejarlos caerse y que el fuego haga su trabajo! Nadie podría decirme nada por no regresar. Pero no puedo. No. Ni siquiera la loca de Huntara se merece morir quemada viva. Así que corremos. Y corremos.

Glimmer vuelve a tropezar y esta vez Marvel me ayuda a jalarla. No podemos hablar, el humo es demasiado y denso. Me arden los pulmones. Cuando siento que ya no podré dar un paso más, las bolas de fuego vuelven y entre gritos volvemos a salir despedidos como una verdadera manada de animales enloquecidos, exactamente como los que pasan de largo a nuestro torpe grupo.

No sé cuánto tiempo corremos, pero ninguno se detiene a preguntar.

La línea de fuego se termina y nos echamos a tierra sin pensar, tosiendo y vomitando. Escucho a los demás sacar las entrañas al mismo tiempo que yo. Esto es horrible. La gente de Eternia debe estarse divirtiendo tanto. Los tributos en llamas. O casi.

El humo es lo único que nos ha tocado. Me lastimé las manos cuando tropecé y caí sobre las brasas, pero nada más. Me arden la garganta, los ojos, los pulmones, la nariz. Es pura tortura.

—¡Vamos, vamos! —digo entre toses —¡el fuego está muy cerca todavía!

Huntara ruge, empuja a todos y nos ponemos en movimiento a trompicones hasta toparnos con un riachuelo unas decenas de metros más allá. Las llamas se detienen a unos metros de nosotros. No nos importa mojarnos la ropa o lo que sea, bebemos directamente con las manos, nos lavamos la cara. El agua se siente tan bien. El fuego está a unos veinte metros, detenido de algún modo. Me siento en un horno.

Tenemos apenas unos minutos de descanso, el fuego y el humo vuelven a avanzar, nos obligan a movernos. Algo debe estar cerca. Me siento otra vez en el "Corral", solo que esta vez me empujan para moverme hasta allá. No nos separamos de la línea de agua, el sol ya está bastante avanzado. Por lo menos nadie está de humor para seguir haciendo bromas.

Verdel saca algo de su chaqueta, una pequeña bolsa con provisiones. Toma una barra envuelta en papel de aluminio y me ofrece la bolsa. Tomo unas galletas saladas y carne seca. Se la voy a devolver y me hace un gesto vago con la mano para que la pase a los demás. Cuando todos tenemos algo en la panza, vemos los brillos que el sol de la tarde le arranca a un estanque más adelante. Además de una sucia mochila naranja.

Ya he visto esa cola y esa mochila.

—¡Allá, allá! ¡A prisa! —Es Thyme el que grita.

Su puntería infalible está acompañada de una aguda vista; en la parte opuesta del cuerpo de agua, está Catra sumida hasta las rodillas.


Y vaya que si me encuentran. Por suerte, cuando oigo los pasos ya estoy lista para moverme, porque tengo menos de un minuto de ventaja. Ha empezado a caer la noche. En cuanto me despierto, me levanto y corro por el estanque, para después meterme entre los arbustos. La pierna me frena, pero me da la impresión de que mis perseguidores tampoco son tan veloces como antes del fuego. Los oigo toser y llamarse entre ellos con voces roncas.

En cualquier caso, están acercándose como una jauría de perros salvajes, así que hago lo que he hecho siempre en tales circunstancias: escojo un árbol alto y empiezo a trepar. Si correr duele, trepar es atroz, porque no sólo requiere esfuerzo, sino contacto directo de las manos en la corteza. Sin embargo, soy rápida, y cuando llegan a la base del tronco yo ya estoy a seis metros de altura. Durante un momento nos detenemos todos y nos observamos; espero que no oigan cómo me late el corazón.

Éste podría ser el final, pienso. ¿Qué posibilidades tengo frente a ellos? Han venido los seis, es decir, los cinco tributos profesionales y Adora, y mi único consuelo es que ellos también están bastante machacados. Sonríen y gruñen, seguros de que soy una presa fácil; aunque mi situación parece desesperada, de repente me doy cuenta de otra cosa: ellos son más fuertes y grandes que yo, sin duda, pero también pesan más. Hay una razón por la que soy yo y no Glimmer la que sube a tomar las frutas más altas o a robar los nidos más remotos: peso unos veinte o treinta kilos menos que el tributo más pequeño.

Ahora soy yo la que sonríe.

—¿Cómo va eso? —les grito, en tono alegre.

Eso los sorprende, aunque sé que al público le habrá encantado.

—Bastante bien —responde el chico del Reino 2 —¿Y a ti?

—Un clima demasiado cálido para mi gusto —respondo; casi puedo oír las risas en Eternia —Aquí arriba se respira mejor. ¿Por qué no suben?

—Creo que lo haré —contesta la misma chica.

—Toma esto, Huntara —le dice Glimmer, el estómago que apenas se me está mejorando, da un vuelco cada que pienso en el nombre de esta chica rubia. Rubia, además. El universo de verdad tiene algo contra mí. Todo mi pelaje se eriza, aparte, porque Glimmer está ofreciéndole el arco plateado y el carcaj con las flechas.

¡Mi arco! ¡Mis flechas!

Verlos me pone tan furiosa que deseo gritar, gritarme a mí y a la traidora de Adora por distraerme y evitar que los tomase. Intento mirarla a los ojos, pero ella parece evitarlo a propósito y se dedica a sacarle brillo a su cuchillo con el borde de la camisa.

—No —dice Huntara, apartando el arco —me irá mejor con la espada.

Veo el arma, una hoja corta y pesada que lleva colgada al cinturón.

Le doy tiempo para que se suba al tronco antes de seguir trepando. Glimmer siempre dice que le recuerdo a un gato (Claro, asegura que mis orejas, cola y nombre no tienen nada que ver) por la forma en que corro sobre las ramas, incluso sobre las más finas. Parte de la razón es mi peso, y la otra parte se debe a la práctica; hay que saber dónde colocar manos y pies, mis instintos no son deleznables tampoco. Cuando llevo otros nueve metros oigo una rama que se rompe y veo que Huntara agita los brazos al caer, con rama incluida. Se da un buen golpe en el suelo y, mientras cruzo los dedos para que se haya roto el cuello, se pone en pie soltando palabrotas como una loca.

Glimmer (siento un pinchazo en el pecho otra vez, la ironía seguro hace reír a mi Glimmer), trepa por el árbol hasta que las ramas empiezan a crujirle bajo los pies y es lo bastante sensata para detenerse. Ya estoy a veinticuatro metros, como mínimo. Intenta dispararme flechas, pero resulta evidente que no sabe utilizar el arco. Sin embargo, una de las flechas se clava en el árbol, a mi lado, y logro cogerla. La agito en el aire, para burlarme de ella, como si ése fuera mi único propósito al cogerla, cuando en realidad pretendo usarla si alguna vez se me presenta la oportunidad. Podría matarlos, matarlos a todos, si esas armas de plata cayesen en mis manos.

Los profesionales se reagrupan y los oigo gruñir conspiraciones entre ellos, furiosos porque los he hecho parecer idiotas, pero ya ha llegado el crepúsculo y su ventana de oportunidad para atacarme se cierra. Por fin oigo a Adora decir, en tono duro:

—Venga, vamos a dejarla ahí arriba. Tampoco puede ir a ninguna parte; nos encargaremos de ella mañana.

Bueno, tiene razón en una cosa: no puedo ir a ninguna parte. El alivio que me proporcionó el agua del estanque ha desaparecido y siento toda la gravedad de mis quemaduras. Bajo un poco hasta una rama en horquilla y me preparo la cama como puedo. Me pongo la chaqueta, extiendo el saco, me hago bola e intento no gemir. Es mucho más difícil dormir así porque no puedo encoger tanto la pierna como usualmente. El calor del saco es demasiado para mi pierna, así que hago un corte en la tela y saco la pantorrilla al aire. Me echo agua en la herida y en las manos.

Se me ha acabado la bravuconería; el dolor y el hambre me han debilitado, pero no consigo comer. Aunque aguante toda la noche, ¿qué pasará por la mañana? Me quedo mirando las hojas intentando obligarme a descansar, aunque sin éxito; las quemaduras no me lo permiten. Los pájaros se acuestan y cantan nanas a sus polluelos; salen las criaturas de la noche; oigo ulular a un búho y el débil olor de una mofeta atraviesa el humo; los ojos de algún animal me observan desde el árbol vecino (quizá sea una zarigüeya), reflejando la luz de las antorchas de los profesionales. De repente, me enderezo, apoyada en un codo: no son ojos de zarigüeya, sé muy bien cómo brillan. De hecho, no son los ojos de ningún animal. La distingo gracias a los últimos rayos de luz apagada, me observa en silencio desde un hueco entre las ramas. Es Lonnie.

¿Cuánto tiempo lleva ahí? Probablemente desde el principio, inmóvil e invisible mientras se desarrollaba la acción a sus pies. Quizá subiera a su árbol justo antes que yo, al oír que se acercaba la manada.

Nos miramos durante un rato y después, sin mover ni una hoja, las manitas de la chica salen al descubierto y apuntan a algo por encima de mi cabeza.


Echan a correr en cuanto se dan cuenta de que encontramos a otro tributo. Creo que todavía no la identifican de seguro. Por un momento, pienso en darle un golpe con el cuchillo a Marvel, lo tengo justo enfrente. No podría hacer mucho y seguro podría herir a otros dos antes de que Huntara me alcance, va hasta delante del grupo, junto con Thyme. Pero no tengo la malicia ni la sangre frías necesarias para atacarlo por la espalda.

Además, seguimos corriendo tras Catra. Es seguro que ya la vieron. Nadie corre con esa ligereza en medio del bosque, al menos una vez que ha dejado de chapotear en el agua. Creo que va algo lento para lo que debería de ser un paseo para ella. ¿Estara herida por el fuego? ¿El fuego fue por ella? Por favor, que esté bien.

En cuanto llega más profundo en el bosque, se trepa a un árbol. Para cuando estamos al pie del mismo, Catra ya está varios metros arriba. De inmediato me doy cuenta que su trenza ya no está, parece que una parte de su pantalón tampoco. No trae las botas.

—¿Cómo va eso? —nos grita alegre desde arriba. Segura.

—Bastante bien —responde Huntara —¿Y a ti?

—Un clima demasiado cálido para mi gusto —dice Catra; por lo menos, puedo ahogar la risa seca que me provoca—. Aquí arriba se respira mejor. ¿Por qué no suben?

—Creo que lo haré —dice Huntara.

—Toma esto, Huntara —Glimmer le ofrece el arco a Huntara y casi puedo ver los rayos que lanzan los ojos de Catra a las armas.

No soporto la fuerza de sus ojos bicolores y me distraigo puliendo el cuchillo.

—No —dice Huntara, apartando el arco —me irá mejor con la espada.

Intenta trepar y se cae estrepitosamente. Tengo que hacerme a un lado para que no me aplaste. Desquita su ira contra uno de los maravillosos árboles a nuestro alrededor. Otra vez parece desquiciada. Catra sigue subiendo, está muy arriba.

Antes de que Huntara termine con su berrinche, es Glimmer la que está intentando trepar esta vez. Llega más arriba que Huntara, aunque se detiene cuando las ramas empiezan a crujir. Catra sigue subiendo con facilidad. Estoy encantada. ¡Es tan ágil y ligera! Podría verla trepando todo el día. De regreso al suelo, le dispara a Catra una flecha. Estoy tentada de saltarle encima y recuerdo que tiene una puntería pésima. La flecha se clava con fuerza a unos metros de Catra y ella anda por las ramas con gracia para obtenerla y agitarla en el aire, burlona. ¿Así se veía mientras escapaba de aquel oso?

Tengo los nervios al borde, por un lado es sumamente agradable volver a comprobar lo fácil que es para Catra estar en el bosque, verla burlándose de los profesionales que todavía no saben que le han traído la herramienta que le hace falta para coronarse campeona. Por otro lado, está la manada amenazando a la chica que amo, con espadas y lanzas, solo espacio interponiéndose.

Thyme no dice nada. Lo suyo no es el arco y supongo que Catra no ofrece una buena trayectoria para sus cuchillos allá arriba. También ayuda que el ocaso casi termina.

Voy a perder los nervios.

—Venga, vamos a dejarla ahí arriba. Tampoco puede ir a ninguna parte; nos encargaremos de ella mañana —les suelto cuando no dejan de decir planes cada vez más exagerados para matarla.

Por alguna razón, me hacen caso.

Usaré la noche para recuperarme de correr todo el día, hacerme a la idea de que en la mañana bien podría ser mi último amanecer, encontrar un momento para quitarle a Glimmer el arco y hacerle todo el daño que pueda a la manada antes de que Huntara me use como muñeco de pruebas para su espada.

Catra sube otro poco y se acomoda entre las altas ramas. ¡De verdad es increíble!


"La Gata en Llamas".

El fuego los purificará.

¿Qué he hecho?

Hay fuego. Fuego por todas partes. Séneca debe de estar muy divertido. Jugar con fuego fue demasiado ambicioso, demasiado fácil de dar la vuelta.

Las risas se me escapan. El resto de estos idiotas insensibles, ciegos y patanes ven el humor que a mí me horroriza. Esa chica… es una irrespetuosa, sarcástica, pequeña mierda. Bien hecho. Al menos ya tiene una flecha. Por una parte, es satisfactorio. Quiero una copa. Necesito una botella. Me acerco hasta la mesa de cocteles y tomo la primer copa. Casta, esa vieja arpía colorida, está por aquí. Haciendo de niñera. Me sorprende después de la tercera copa. Se acerca con uno de esos miserables. Las líneas tensas de sus ojos no me pueden mentir. En lugar de un insulto, ofrezco una sonrisa. Quiero otra copa. Los llevo otra vez hasta la mesa de aperitivos.

Solo los más adinerados pueden estar aquí, pagan una fortuna solo por ver los Juegos en las mejores instalaciones disponibles incluso en Eternia. Junto con las celebridades de cada año. Los otros Vencedores… los otros Títeres. Todos somos títeres. Carcasas. Quiero llenar la mía con alcohol.

—Increíble. Sinceramente, increíble. Qué par de participantes te conseguiste este año, Shadow —me dice el esperpento que ha traído Casta. Creo que cada año es parte del séquito selecto—. ¡Vaya forma de esquivar las bolas de fuego! Tu gata me ha hecho ganar una buena suma, aposté que se llevaría una sola quemadura.

Se ríe. Es despreciable.

—¡Qué excelente visión de juego, señor Coleman! —exclama Castaspella.

Quisiera tener un hacha y decapitarlos a los dos.

—La apuesta de que moriría en el incendio era muy mala, y que saldría completamente ilesa era para ilusos —se regodea el gordo idiota.

—Es un gran análisis, caballero. Entonces, ¿le caen bien mis chicas? —le digo con voz aterciopelada, aunque algo arrastrado, debo admitir. Tengo náuseas.

—Son formidables, claramente. Buenas jugadoras. ¡Tan trágico! Y tan jóvenes las dos.

—Oh, sí, muy trágico. Adora quiere tanto a Catra que hará lo que sea para ayudarla —dice Casta.

—Sí… pobre chica. Es bonita y todo, aunque la verdad no creo que tenga lo necesario. — ¡Oh! ¿Lo dices solo porque tuvo un episodio después de matar por primera vez? ¿Y después de que el amor de su joven vida la rechazara? ¿Por eso no tiene "lo necesario"? —Sin embargo la otra… no cualquiera sigue después de una prueba así. Es ruda e irreverente, me agrada —bueno, es un modo de describir a Catra.

Solo años de práctica me impiden golpearlo.

—Puedo adivinar que quiere seguirla viendo en los días por venir —sigo diciendo.

—Quiero descubrir cómo consiguió ese once. Es rápida y tiene esas garras y todo… —empieza a bajar la voz este bobalicón —¡pero con eso no impresionas a los Vigilantes! —dice en un enérgico susurro.

Una sonrisa suspicaz se forma en mi cara.

—¡Perfecto! Te aseguro que si la apoyas con esa quemadura, lo descubrirás muy pronto.

Estoy segura que Adora le va a envolver ese arco como regalo. Ya no tiene muchas opciones. Los profesionales quieren a Catra por ganarles en la puntuación y por burlarse de ellos. Adora va a tener que jugar bien sus cartas. Todos volteamos a ver a las pantallas que muestran varias escenas en la Arena. En la más grande, está un primer plano de Adora vigilando bajo el árbol de Catra.

—Te diré algo, si su siguiente movimiento es bueno, tendrás la suma que ya me hizo ganar.

Me extiende la mano y yo mi sonrisa.

—Estoy segura que no le defraudara.

Me da asco estrecharle la mano, mientras veo cómo la niña de Plumeria le señala algo a Catra en la noche.


Notes:

Espero que les haya gustado!

Si presento más POV aparte de Adora y Catra, trataré de mantenerlos en la parte final. Fue difícil tratar de ponerme en la cabeza de Shadow Weaver aunque sea en ese pedacito.

Nos leemos! Y que la suerte esté siempre de su lado!