Camouflage.

Capítulo 28: Dos hermanos.


Nuestro pueblo, siempre ha estado aquí, las montañas son nuestro refugio y el lugar donde crecimos. Incluso el clan Minamoto no tuvo oportunidad para entrar aquí. Por eso debemos seguir protegiendo nuestras raíces.

Las historias que su padre les contaba eran siempre interesantes. Llenas de momentos heroicos antes del asentamiento de su aldea. Como habitantes del Valle de Iya, como herederos del clan Taijiya, era un orgullo conocer la fortaleza de sus antepasados incluso después de la derrota. Convirtiendo aquél sito tan inaccesible en un hogar.

Tras una mañana de charlas, Sango tomó a su hermano pequeño para recoger frutos y pescar. Caminando a lo largo de puentes que conectaban sus senderos, ella se dedicó a contar cómo los aldeanos cosechaban las vids para crear los pasos donde ponían los pies. A cada pisada, el majestuoso paisaje se dibujaba con verdes colinas, árboles cubiertos por musgos, rodeados de flora silvestre que llenaba los pulmones en un constante aroma a petricor dulce.

No necesitaban nada más. Era un pequeño paraíso que albergaba su felicidad en cada corriente del viento, con los susurros de los arroyos y el trinar de las aves. Por lo que ninguno vio necesidad de irse del valle cuando habían crecido.

¿Ves eso, Kohaku? ¡Allá! —señaló una Sango de diecisiete años a su hermano menor.

Al mirar en la dirección donde apuntaba el dedo de ella, Sota se tapó los ojos para no presenciar al ave rapaz capturar su presa. No era especialmente fanático de contemplar esos espectáculos. Aunque para todos ahí era lo más natural del mundo al vivir rodeados de vida silvestre, para él no era sencillo detener su imaginación. Se preguntaba siempre si era normal vivir pensando en la desesperación de los animales atrapados por un depredador.

Lo siento —se apenó Sango.

No importa —minimizó él encogiendo los hombros de manera avergonzada.

¿Qué te parece si hago tu estofado favorito hoy? Hemos tenido una buena pesca esta mañana —intentó ella levantarle los ánimos. Sujetando por lo alto la cesta donde albergaba un número considerable de carpas.

Sota asintió, las pecas de su rostro siendo iluminadas por los rayos de sol que reflejaba el agua del río.

Ambos emprendieron el regreso a la aldea, como de costumbre, Sango enumeró y nombró a todos los animales y plantas que se encontraron por el camino—. Esa de allí, es una baya venenosa, jamás debes comerla —indicó con aire de sabiduría—, aunque no es tan tóxica para matarte, te puede dejar adolorido por mucho tiempo —continuó instruyendo.

Kohaku lo sabía perfectamente, pero le gustaba escuchar todo lo que ella decía. Por esa razón, fue extraño no oírla al día siguiente cuando fue a buscar hierbas medicinales.

Sango había contraído un resfriado no muy grave, pero capaz de mantenerla en casa. Recorriendo entre las arboledas, Kohaku se dedicó a buscar con cuidado en las formas de los tallos y hojas hasta encontrar los indicados. Guardando una cantidad abundante en su bolsa de cuero, el menor de los Taijiya sonrió ante el pensamiento de su hermana mejorándose tras tomar su medicina.

En el retorno, un repentino trepidar llamó su atención. Los animales del bosque se asustaron comenzando a emitir chillidos y graznidos de advertencia. Las aves se dispersaron en el paisaje con miedo, alejándose de los ligeros temblores producidos en el suelo.

Un repentino sonido apagado le llegó a los oídos. Como el golpe seco de un hacha contra una madera hueca.

Preocupado, Kohaku tomó sus pertenencias para ir de vuelta. Los temblores no eran extraños en sí mismos, había presenciando una cantidad suficiente durante su vida para considerarlo hasta «cotidiano», sin embargo, aquel sonido le dijo que algo no andaba bien.

Ese día, Kohaku no pudo volver a casa. Su aldea, situada en lo alto de una montaña, cedió ante el temblor por los desgajes en la base del cuerpo de tierra. Lo único que se encontró fue una ola de polvo y árboles cayéndose a su alrededor. Angustiado, trató de ir más lejos pero el deslave no permitió su paso. La zona era tan peligrosa que en un mal cálculo terminó siendo herido mientras lloraba desesperado.

¡Padre, hermana!

La siguiente vez que abrió los ojos, no recordaba ni siquiera su nombre.

—Ese día lo ví salir de casa y cuando el piso debajo de mí empezó a moverse, pensé que era la última vez que iba a verlo, Kag. No quiero perderlo otra vez.

Las palabras solemnes de Sango apretaron el corazón de la azabache. Entendía perfectamente ese sentimiento.

—Perdí a todo el mundo delante de mis ojos. Mi padre y amigos, todo. Lo único que me queda es él. —Sango no tenía idea de lo que pasó con su hermano después de verlo salir a recoger medicinas. Su última memoria nítida de él -hasta hoy-, era la voz que le tranquilizó antes de desaparecer por la puerta—. Cuando los rescatistas aparecieron días después, fue casi un milagro encontrarme con vida. Todo lo que conocí hasta ese día ya no estaba. Ni siquiera mi familia. Hasta que supe de otro sobreviviente del desastre mientras me recuperaba en el hospital de Okayama.

—Fue cuando empezaste a buscarlo. —Kagome bajó los ojos aún más. Contemplando la corriente del río ir bajo el puente—. Debió… Ser muy duro.

Ambas guardaron un silencio solemne ante los recuerdos de la anécdota. Toda la aldea se vio arrastrada a un trágico destino, dejando solo dos supervivientes. Solo dos hermanos.

—Kagome. No puedo dejar que nada le pase.

La azabache sabía que sus siguientes palabras sonarían despiadadas, por eso trató de usar el piloto automático para decirlas—. Puede que tú desees protegerlo, pero las personas para las que trabaja no son simples empresarios, esa familia tiene un largo historial de crímenes que pesan mucho más y…

Sango se puso a la defensiva, retrocediendo un par de pasos— ¿Qué quieres decir?

Los ojos de Kagome lucían apagados, casi como los de un maniquí de madera—. Digo que, sin importar si nos traicionas o no, tendremos que hacer justicia.

—Kagome…

—Pero, si te quedas con nosotros, puede que tengas oportunidad de salvarlo.

Los engranajes en la mente de la azabache se habían puesto a trabajar a toda marcha. Colocando las piezas de información nueva, las preocupaciones de su amiga y las de la organización. Balanceando todo en una pesa imaginaria en donde ambos lados parecían no ceder al otro para convertirse en el más importante de la partida.

Y la única salida era que Sango permaneciera con ellos. Por su venganza, tendría que ser así.

—¿Me estás pidiendo que te ayude a capturar a mi hermano? —Preguntó la castaña con tono herido. Como si nunca hubiera esperado tanta frialdad de la otra chica.

Kagome negó con la cabeza, apretando los puños—. No. No sabemos si tu hermano está involucrado en algún crimen, solo tendremos que esperar para encontrar resultados. Y si es inocente él…

—¿Y qué pasa si no es inocente? ¿Vas a rogar por su vida?

—Sango…

Higurashi. Hazte a un lado.

Cuando el comando sonó en su oreja, Kagome sintió un escalofrío recorrer su espalda. Abriendo los ojos, miró en todas direcciones, dándose cuenta de que los pocos transeúntes habían sido desalojados del Paseo y ahora sólo quedaban ellas en medio del puente.

No.

—Sango, por favor, piensa las cosas —se precipitó la menor para sujetar sus manos. Con seguridad, ya habría al menos tres francotiradores dispuestos a terminar con cualquier obstáculo. Un súbito dolor casi le desgarraba las viseras cuando se dio cuenta de lo que estaba a punto de pasar. Su corazón latiendo a un ritmo mayor en cada respiración contenida.

Al notar también su nerviosismo, Sango escaneó rápida sus alrededores, dándose cuenta que el láser de una mira le apuntaba. Sus nervios se volvieron alertas con la realización de que sus acciones ya habían pasado cierto umbral. Preparándose para soltar el agarre de Kagome y sumergirse en el río si hacía falta, la castaña contuvo la respiración también.

—Yo…

Su frase se vio interrumpida por el teléfono de Higurashi vibrando desde su mochila.

No respondas, Higurashi.

La tensión se triplicó. Con aquella frase, la aludida supo de inmediato que la llamada no tenía que ver con las órdenes de la organización. Mordiéndose el labio, Kagome sujetó con fuerza la muñeca de Sango, respirando hondo para lo que estaba a punto de hacer.

Con rápidos movimientos de su mano libre, extrajo el aparato titilante. Era Miroku. Deslizó el dedo, era como si todo se volviera una película lenta ante sus ojos.

Kagome, por favor, quédate con Sango hasta que llegue, no dejes que le pase nada.

La desesperación en la voz del hombre era tan nítida para ambas, que Sango se llevó la mano a la boca en medio de un sollozo.

Debes detenerla, al menos hasta que yo llegue…

La comunicación se cortó de pronto y todo se quedó en silencio. Solo la corriente del río y la brisa interrumpían la calma. Aún así, ambas supieron que tal vez Miroku no tendría la oportunidad de aparecer delante de ellas.

Los ojos de Sango se llenaron de lágrimas mientras se desplomaba en el puente y se cubría el rostro con ambas manos—. Lo siento —musitó con voz ahogada—. Tomaré cualquier represalia —habló con voz derrotada, sus piernas débiles sin querer responderle. Se había terminado.

Sus palabras le dieron un alivio inconmensurable a la azabache. Con velocidad se agachó para proporcionarle un abrazo de consuelo. Sentía que no debía alegrarse de que sus pensamientos egoístas se estuvieran materializando, pero su mente dejó de viajar en espiral con pensamientos catastróficos respecto a un posible fallo en sus propios planes.

Es la única oportunidad, Higurashi. Para los tres. Así que trae a esa chica contigo, es necesario reducir sus posibilidades de escape.

Después de la despiadada orden, el maestro de Kagome no volvió a comunicarse con ella.

-

En el momento que Sango entró a la mansión Kuwashima, Nobara supo que algo había sucedido. La forma en que caminaba y su palidez la desconcertaron, más, se abstuvo de hacer algún comentario con el resto de sirvientes presenciando todo. No fue hasta la hora de dormir que Nobara se atrevió a indagar.

—No es nada, señora Nobara. Solamente tuve un pequeño contratiempo haciendo algo, pero todo salió bien. —Sango no tenía otra opción que mentirle—. Me lastimé un poco —se quitó el albornoz para mostrarle la venda alrededor de su muslo izquierdo—, en el hospital me dijeron que debo cambiar mi dieta para que la herida sane por completo.

Al notar su reticencia, Nobara asintió sin indagar más. Deseándole buenas noches, abandonó la habitación permitiéndole divagar en sus pensamientos.

Sango se sentó sobre la cama, su mente se había quedado en blanco desde que un cirujano realizó el corte en su piel. Habían usado anestesia y el efecto se desvanecía poco a poco así como ella regresaba a la realidad. Recordando la forma desagradable que uno de sus superiores tuvo para llevarse a su compañera. Suspiró. También temiendo por el destino de Miroku, los tres terminaron con una restricción de comunicación durante el siguiente mes.

Con esfuerzo debido al creciente dolor, se puso de pie con intenciones de rebuscar en la bolsa los anestésicos y el cargador que le fue otorgado. Ahora debía llevar sobre ella una fuente de batería inalámbrica para mantener siempre funcional el dispositivo de rastreo bajo su piel.

Sin duda, lo había arruinado.

Eso era lo que pensaba Kagome también, moviendo la silla giratoria mientras la banda elástica que se abrazaba a su muslo transmitía corriente a su propio rastreador.

—¿Cuántos años han pasado ya? ¿Tres, cuatro?

La sala de cirugía había traído recuerdos casi desvencijados en su memoria. No importaba si todos los días mantenía una batería de carga inalámbrica en su mochila, la que siempre parecía ir sobre su muslo indistintamente y sin propósito. Era, como en cada persona, una manía adquirida con los años. Con la costumbre.

Por supuesto, al principio no había sido fácil, no se le daba mucho recordar el dispositivo intruso que vivía en la carne de su pierna, ese mismo que le daría su paradero a la organización en cuestión de segundos. Era un voto de extrema confianza y una correa que la ataba a su «trabajo». Y ahora Sango tenía uno.

El cargador inalámbrico se detuvo.

Desprendiendo el velcro, su cabello le cayó en la cara pero no hizo amago por moverlo. Su cerebro seguía de alguna forma en piloto automático con respecto a sus acciones. El ritual era tan cotidiano, tan pegado a su estilo de vida.

Kagome, ¿sabes porqué no se te permite conservar tus vínculos del pasado? —sin darle tiempo a responder, su maestro lo hizo por ella—, es porque son cadenas. Son puntos vulnerables que otros no durarán en usar contra ti.

En la venganza, Kagome, debes renunciar a tu humanidad si es necesario. Obtener justicia de nuestra propia mano siempre se lleva consigo un remanente de nuestra bondad, de nuestra capacidad de perdonar. Y si tiemblas ante los peligros intrínsecos de amar a otros, si pestañeas por su bienestar, alguien puede usar tu pequeña distracción para acabar contigo antes de que puedas tener lo que buscas.

Kagome. Por eso debes abandonar lo que amas cuando quieres buscar venganza hasta las últimas consecuencias.

—Ahora piensas que soy más estúpida que antes ¿no?

La azabache preguntó al aire. Como si el hombre pudiera oírla aún.

Se acarició el muslo con cuidado, enfocando toda su visión en la cicatriz, que de no verla con pleno conocimiento de su existencia, era prácticamente invisible.

Contempló el celular sobre su escritorio entonces, sin animarse a consultar los mensajes de Inuyasha que habían aparecido en algún punto de la noche, pero a sabiendas de que si no quería perder su interés tendría que darle una respuesta.

Inuyasha: ¿Está todo bien?

Inuyasha: Lo digo porque saliste corriendo del restaurante.

Inuyasha: Mensaje eliminado

Inuyasha: Todos están preguntándose qué pasó.

Inuyasha: Si necesitas algo…

La oración no estaba terminada, pero era un claro ofrecimiento de su ayuda.

—Si, necesito muchas cosas de ti, Inuyasha. Respuestas, explicaciones, acceso a toda tu vida privada, ¿me lo darás?

Kagome escaló a su cama con cansancio. Ponderando qué podía ser una respuesta apropiada para ser más de medianoche. Sostuvo el celular en la mano, con los dedos flotando sobre el teclado táctil mientras más preguntas la invadían.

¿Por qué te molestas en preguntarme?

¿Qué pretendes?

¿Se te olvida que solo dormimos juntos a veces?

¿Por qué…?

—¿Por qué me es tan difícil usarte si al principio no tenía escrúpulos para hacerlo?

Kagome: Nada grave, gracias por preguntarlo. Estuve con una vieja amiga a la que no veía desde hace mucho y nos pusimos al corriente con algunas cosas después de resolver un pendiente.

Presionó enviar, sintiéndose extraña con la mentira. Un raro y vago pensamiento de que se parecía a una de las muchas que le dijo a su madre a lo largo de estos once años. Una mentira que ocultaba un aguijón de dolor en medio de la blancura de sus «buenas intenciones».

Hubiera sido otra mentira si Inuyasha pretendía indiferencia ante el timbre de un mensaje nuevo en su celular. Había estado en su despacho desde que volvió de la fiesta con los empleados de su madre, sin poder pensar en otra cosa que Kagome saliendo del restaurante. Quizá para todos los demás su sonrisa de pena fue suficiente para causar simpatía, pero para él, la forma nerviosa con que palpaba su mochila —como si buscara algo—, le decía mucho más de lo que la azabache había admitido.

Por esa razón, sus sospechas no disminuyeron al leer el mensaje. Sino todo lo contrario.

Inuyasha: ¿Qué percance tuvo tu amiga?

Se aventuró a preguntar, sin importarle parecer un entrometido o desesperado por responder casi al instante, como si la hubiera esperado para comunicarse sin reparar en la hora.

Kagome: Se quedó atorada en el aeropuerto.

Inuyasha arrugó el entrecejo. ¿Había ido a recibir a alguien en el aeropuerto? Calculando el tiempo que tomaría llegar hasta Ota, el hijo de Izayoi comenzó a bajar la guardia. Entendiendo un poco la prisa por irse.

Inuyasha: ¿Volviste a tu casa?

No hubo respuesta inmediata, y sin poder evitarlo sintió ganas de llamarla. De escucharla para saber que estaba bien.

Kagome: Escribiendo…

Esos fueron los veinte segundos más largos que había experimentado durante un simple intercambio de mensajes que pretendía ser casual.

Kagome: Si. He regresado.

Kagome: Estoy bien.

Una sonrisa que delataba su alivio le atravesó el rostro. Taisho soltó un suspiro al saber que sus intenciones fueron entendidas. Había sido un poco alentador que ella respondiera sin importar la hora, sin dejar de lado sus mensajes —su preocupación— por cuestiones más importantes.

Se le calentó el pecho.

Inuyasha: Duerme bien, Kag. Nos vemos.

La sonrisa no se le borró de los labios, incluso cuando no obtuvo una contestación a eso último, bloqueó el aparato antes de acariciar el pisapapeles de su escritorio. Una oleada de felicidad exótica se levantaba en su estómago lentamente, la misma que había experimentado en pequeñas ministraciones siempre que parecía hacer un progreso con la azabache.

—Kagome. Ka-go-me.

Susurró antes de recoger su teléfono e irse a duchar. Ahora se sentía más capaz de conciliar el sueño tras resolver la cuestión de su mensaje eliminado.

Responde por favor, ¿sucedió algo de lo que deba preocuparme aún más?

Aún así, como había sucedido toda su vida cuando ese miedo se apoderaba de sus pensamientos; la tranquilidad se vio eclipsada dos días después. Izayoi necesitó su presencia en Iza's, e Inuyasha acudió a la tienda solo para que su creciente expectativa de ver a Higurashi fuera reemplazada por un desagradable sentimiento de ansiedad que lo carcomía despacio.

La razón.

Kagome riéndose.

No. El problema no era su risa. De hecho, el albino encontró su rostro sonriente… encantador.

El problema era la compañía que parecía disfrutar mucho. La intimidad de su charla era evidente, como la de un conocido de años. Además, los ojos de aquel hombre brillaban con la misma ilusión de un sueño cumplido. Esa escena tan trivial, tan inocua, se estaba grabando en sus retinas con incomodidad.

El auto de Inuyasha rebasó a la joven que era escoltada en la acera, por el retrovisor alcanzó a ver el último vestigio de la dupla a pesar del resto de transeúntes. Apretó el volante para mantener la concentración sobre la calle y al llegar a la entrada del estacionamiento en la esquina, incluso el valet pudo sentir su desgano.

Caminando el resto de metros que le separaban de la boutique, de pasó los dedos entre el cabello, con ligera consternación de que el mismo sentimiento de pérdida lo inundara justo ahora. Era consciente de la base sobre la que se sustentaba su «relación» con Kagome, y aún con esas, el miedo hacía mella como el constante goteo que —con la suficiente constancia— podría perforar una roca.

Al ingresar a la tienda, todos le saludaron igual que antes. Había pasado años viniendo a este lugar repitiendo la misma rutina, pero hoy se sentía extraño. Saber que Kagome no estaba aquí, sino paseando afuera con alguien, le hizo detenerse un milisegundo.

—Mi amor. —Izayoi salía de la oficina con papeles en mano; el bolso y las llaves del coche eran indicativo de que se iría de inmediato—. Kagome y Ayame no tardan en volver, por favor, diles que cambien los vestuarios de los maniquíes cuando regresen ¿de acuerdo? —la mayor pidió sonriente, depositando un suave beso de despedida en la mejilla de su hijo.

Sin Hitomiko para permanecer en caja, Inuyasha no tuvo más opción que sentarse tras el mostrador, contemplando e intercambiando saludos cordiales con el resto de empleados y clientes que estaban ahí. Alrededor de veinte minutos después, a través del ventanal fue testigo de algo que le encogió el estómago.

Afuera, Kagome se despedía de Bankotsu. Se habían encontrado en el mismo camino mientras ella salía a comer y el muchacho insistió en acompañarla todo el tiempo.

Kagome podía reconocer claramente sus intenciones, pero prefería mantener una fachada de sensata ignorancia a sus intentos de recordar su pasada relación. De revivirla.

—Entonces nos vemos Kag. —Bankotsu se inclinó, dejando en claro que no se iría sin la pequeña muestra de afecto a la que se acostumbró años atrás. Sin otra opción, la azabache dejó un levísimo beso en la mejilla de él, en contraste con la forma que los labios masculinos presionaron en respuesta sobre el rostro de ella.

—Nos vemos, Ban —exclamó haciendo caso a la solicitud que surgió en medio de su comida esa tarde.

«No me llames Bankotsu, Kag. Siento que es demasiado formal para todo el tiempo que me llamaste 'Ban' en el pasado.»

Satisfecho el cambio, el joven de ojos azules se enderezó, marchándose solo cuando Kagome ingresó al establecimiento.

Adentro, las cuatro personas habituales se quedaron mirando en su dirección. Sin embargo, el color dorado de las lentillas de Inuyasha parecía tenue, ensombrecido por las sombras que proyectaban sus largas pestañas. Kagome se sintió atrapada por alguna razón, como si hubiera estado haciendo algo a hurtadillas. Con súbitas ganas de explicarse, contuvo el aire caminando unos pasos más adentro de la tienda.

El escrutinio de Inuyasha se detuvo cuando Jakotsu fue a realizar el fin de una venta y tuvo la oportunidad de acercarse—. ¡Pastelito! —chilló en voz baja, emocionado, tomándola por las manos—, ¿qué fue eso? ¿Acaso volviste con el bombón?

Kagome se llevó un dedo a los labios para pedirle silencio—. Baja la voz —luego lo arrastró un poco más lejos del mostrador, ignorando el escrutinio de Koga en el proceso—. No, solo nos encontramos cuando salí a comer y me invitó el almuerzo.

—Pastelito, no puedes tener a ese chico en la incertidumbre por siempre —regañó Jakotsu, aunque era más bien él mismo quien vivía con la incertidumbre sobre el progreso entre esos dos. Planeaba continuar con las preguntas hasta que Yura caminó en su dirección.

—Inuyasha ha dicho que podemos ir a comer —informó, sonriendo de lado a Kagome, una clara sonrisa cómplice—. Más te vale que nos cuentes todo después, Higurashi —susurró la de cabello corto pasando a su lado.

—No podrás escapar de nuestras manos esta noche, pastelito —informó Jakotsu aplastando las mejillas de la aludida.

Sin otra opción, la joven de ojos marrón asintió antes de verlos partir. No podía creer a cuantas personas tenía que satisfacer el día de hoy. Le pareció irónico. Se ajustó la coleta una vez más antes de salir a trabajar, mucho más repuesta de su previo desliz con los nervios.

Ayame se encontraba atendiendo al último cliente de ese momento e Inuyasha aprovechó para hablarle cuando se término de concretar su venta—. Ve a comprarme una bebida energética —encargó el albino pasándole unos billetes a la pelirroja, quien partió de inmediato.

Kagome caminó hacia los estantes donde algunas prendas estaban desorganizadas, manteniéndose atenta a los pasos suaves que se acercaban detrás de ella.

Tres…

Dos…

—¿Por qué siempre traes la camisa así? —Tal como en otras ocasiones, Inuyasha utilizó las puntas de los dedos para empujar la tela bajo la pretina de su pantalón. Tras realizar la acción, la abrazó desde la espalda, dejando su barbilla descansar en su hombro mientras le respiraba en el cuello.

—Inuyasha, estamos en el trabajo.

—¿Y?

—Tenemos unas cuantas reglas sobre esto, ¿lo olvidas?

—¿No me extrañaste? —ignoró sus palabras, pellizcando su abdomen de manera juguetona.

—Inuyasha… —ella lo intentó frenar, pero su voz la traicionó ante las cosquillas—. Claro que si, pero no podemos hacer esto en el trabajo.

—Si, si podemos —insistió él. Abrazarla mermó su miedo, no quería soltarla. Entonces la hizo dar la vuelta para verla cara a cara. Acunó ambos lados de su mandíbula mientras susurraba—. ¿Mañana estás libre? Ven conmigo a un lugar —ofreció. Antes de que pudiera responder, bajó aún más la cabeza para besarla en los labios.

Continuará…